14 marzo 1991

16 años en la cárcel acusados del asesinato de 22 personas

Reino Unido pone en libertad a ‘los seis de Birmingham’ tras una revisión del juicio de 1975 al considerar que eran inocentes de los atentados por los que les condenaron

Hechos

14 de marzo de 1991 son puestos en libertad Hugh Callaghan, Patrick Hill, Gerard Hunter, Richard McIlkenny, William Power y John Walker.

Lecturas

14 de marzo de 1991 son puestos en libertad Hugh Callaghan, Patrick Hill, Gerard Hunter, Richard McIlkenny, William Power y John Walker.

15 Marzo 1991

Los «errores» de la lucha antiterrorista

EL MUNDO (Director: Pedro J. Ramírez)

Leer

LOS tribunales británicos confirmaron ayer lo que desde hace meses sospechaba y temía la opinión pública: la existencia de uno de los mayores escándalos en que se ha visto involucrado el Estado. Por la tarde, seis obreros norirlandeses salían en libertad tras haber pasado los últimos dieciséis años de su vida en prisión. Los seis eran inocentes. La Justicia dice ahora que no hay pruebas de su participación en los dos atentados que cometió el IRA en Birmingham en 1975 con un saldo de 21 personas muertas y por los que un juez les condenó a cadena perpetua basándose en «las pruebas más claras y convincentes que he escuchado en toda mi vida». No es la primera vez que un error judicial de estas características se da en el Reino Unido. El año pasado, otra revisión judicial demostró la inocencia de otros cuatro condenados por un atentado cometido en Guilford dos meses antes del ocurrido en Birmingham. Y si hay que creer los testimonios de «Los seis de Birmingham», realizados a los pocos minutos de ser puestos en libertad, aún existen algunos más «falsos culpables» en las cárceles británicas. ¿Cómo es posible que en un Estado de Derecho, con la tradición democrática que tiene Gran Bretaña, puedan suceder estos hechos? En el caso de Birmingham no estamos ante un mero error judicial. Para que se produjera la condena tuvo que darse una serie de causas necesarias que falsearon la realidad: desde una confesión ante la Policía arrancada de una forma irregular, a un peritaje forense carente de toda profesionalidad. Sin olvidar que la Policía actuó más pendiente de las presiones de la opinión pública y el Gobierno que de investigar concienzudamente la realidad de los hechos. Peticiones ciudadanas para que se revisara el caso, el libro de un diputado laborista sobre los atentados y la investigación de un equipo de Granada Televisión fueron determinantes para reabrir el proceso. Pero en muchas ocasiones el Estado no está dispuesto a rectificar. La lucha contra el terrorismo no puede realizarse -como pretenden algunos gobernantes- a cualquier precio. Espanta pensar cuántas atrocidades «legales» pueden haberse cometido en nombre del Estado. En algunas -como ahora- aún es posible enmendar la injusticia. En las que culminan con la ejecución del sospechoso o su asesinato a manos de elementos relacionados con los aparatos del propio Estado (como puede ser el caso de los GAL en España), no hay posibilidad de marcha atrás. John Major anunció ayer su disponibilidad a negociar con el IRA. Mientras exista esa posibilidad, ése es el camino que deben seguir los Estados para acabar con la violencia. En ningún caso, situarse al mismo nivel que los grupos terroristas, si no se desea dinamitar las estructuras del sistema democrático y la confianza misma de los ciudadanos en las instituciones que lo sustentan.

17 Marzo 1991

Birmingham

Rafael Torres

Leer

BIRMINGHAM, capital de los Midlands Occidentales, es desde el siglo XVI célebre por sus manufacturas de hierro; ayer clavos y cerraduras, hoy máquinas y motores. Pero ahora Birmingham no es más que la desgraciada ciudad que da nombre a uno de los más crueles episodios del terrorismo de Estado. Callaghan, McIlkenny, Hill, Power, Hunter y Walker, los seis obreros irlandeses que han permanecido 15 años encarcelados por la Justicia británica pese a no existir prueba incriminatoria alguna contra ellos, han conseguido, por casualidad, zafarse de la cadena perpetua y han salido, con el pelo blanco, a la calle. Son «Los Seis de Birmingham» (antes fueron «Los Cuatro de Guildford»), las seis vidas destrozadas porque la hidra imperial del Reino Unido necesitaba una ofrenda ejemplar. Birmingham, la manufacturera, la de los sórdidos arrabales obreros, la esplendente Birmingham de Colmore Row y Victoria Square, está confusa y anonadada, pero no tanto por la monstruosidad cometida en las personas de sus convecinos como por la ocurrencia que ha tenido una señorita de tener un hijo a palo seco, sin pasar previamente por el dulce y complicado trance de las sábanas revueltas. La chica quiere ser virgen y madre, allá ella, cada cual es muy libre de edificar sus fantasías sin echar cuentas con nadie, pero la más rancia e hipócrita moral victoriana, cuya momia sigue disfrutando de la misma buena salud que siempre, ha encontrado en esa chusca pretensión el escándalo que no ha visto brillar en la canicie torturada de «Los Seis de Birmingham». Patrick Hill, uno de los excarcelados, ha expresado con rabia y exactitud sus sentimientos: «Están podridos», dijo refiriéndose a los jueces que pisotearon su inocencia. Están podridos. Con vírgenes o sin ellas.

18 Marzo 1991

Terror de Estado

Gabriel Albiac

Leer

TRES reflexiones frías sobre los «seis de Birmingham». Primera. Es casi una obviedad histórica. Perdón por recordarlo. Los vocablos «terror», «terrorismo», «terrorista», no significan, en sí, nada. No lo han significado jamás. Sólo connotan la capacidad de proyectar sobre un adversario -el que sea: de ahí la versatilidad de su uso, y ya se sabe que un término que sirve para todo no sirve para nada- la imagen demonizadora que exija -judicial, pero también social y consensuadamentesu aniquilación como alternativa de supervivencia para quienes, en su uso, hallan el modo de sacralizar, en la posición propia, aquello que a lo demónico se contrapone. Los aparatos policial y judicial consagran sencillamente el sentido único en que el vocablo -o la serie de vocablos- es transitable, regulando la puesta en juego de quanta de violencia masivamente más altos de lo que cualquier otra entidad -individual o colectiva- pueda llegar a desplegar frente a ellos. Sin esa desproporción ejemplar no hay Estado. 0, al menos, Estado legítimado, esto es, ejemplar. Es preciso que la comparación de esos dieciséis amos de secuestro, ejercido por el Estado británico sobre seis de sus ciudadanos, con cualquier otro rapto, realizado por cualquier organismo o individuo exterior a su legalidad, se muestre como irrisorio juego de niños. Esa infinita desproporción en la capacidad de imponer sufrimiento es la esencia misma de la ejemplaridad de un Estado, su diferencia y su fuerza. Conviene, así, retornar a una tesis clásica: el terror, en su sentido propio, es un efecto de Estado. Y el veto que de su ejercicio se hace a cualquier otro sujeto u organismo alternativo deriva de la exigencia que tiene aquel de monopolizar los resortes configuradores de la peculiar sumisión del ciudadano como sujeto de derecho -esto es, como ejemplificador de pena o no. Segundo. Todo cuanto concierne al terror es irreversible, porque afecta al tiempo. No sólo la pena de muerte. No es, en rigor, la muerte lo irreversible, sino el tiempo, una de cuyas funciones en los seres contingentes es ella. Las palabras existen para ocultarnos esa atrocidad, en rigor impensable. Decimos «dieciséis años» y es sólo un flatus vocis. ¿Cómo meter en la cabeza de alguien la realidad feroz que la supresión de esos años de vida, hora por hora, segundo por segundo, significa? Es imposible. Y el lenguaje está hecho para que lo sea. Sería conveniente blasfemar. Pero tampoco serviría de nada. No hay palabra que sirva. Tercero. No habrá paz en Irlanda. Por supuesto. Los policías sirven para torturar. Los jueces para condenar. El Estado aterroriza y ni siquiera posee la astucia de no parecerio. Sólo el terror impone paradigma, configura sujeto. Quienes lo sufren son también por él constituidos. Juego de espejos. «Entre dos derechos» -esto es, entre dos noderechos: es lo mismo- «iguales, ¿quién decide? La fuerza».