7 julio 1991

Era el primer magistrado negro y estaba en el cargo desde 1967

Retirada sorpresa en Estados Unidos del juez Thurgood Marshall que ocupaba un cargo vitalicio en la Corte Suprema

Hechos

En julio de 1991 El juez Thurgood Marshall dimitió como magistrado de Estados Unidos.

07 Julio 1991

La elección de un juez

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

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CANSADO DE esperar a que los norteamericanos elijan a un presidente demócrata, que sería el único capaz de nombrar a un magistrado liberal para ocupar su vacante en el Tribunal Supremo, el juez Thurgood Marshall decidió retirarse la semana pasada. A sus casi 83 años se marcha el que ha sido el primer magistrado negro de la corte -Lyndon Johnson le nombró en 1967-, un jurista al que nadie escatima la calificación de «gigante», no sólo por la solidez de sus opiniones legales, sino por la fuerza de sus convicciones en la defensa de los derechos de los infortunados.Reemplazar a Marshall es tarea ardua por tres razones: el color de su piel, su ideología claramente liberal y el hecho de que el Senado, que es el que tiene que confirmar al sucesor, se resiste a inclinar la balanza del Tribunal Supremo aún más a la derecha de lo que está. La batalla entre el Congreso y los presidentes Reagan y Bush en tomo a este tema es vieja. Lo malo es que los dos últimos jueces dimisionarios han sido los grandes liberales de la corte: Marshall hoy y el año pasado William Brennan. Ello inclinó a la derecha la balanza de los nueve magistrados en proporción de cinco a cuatro, que ahora podría ser de seis a tres.

El presidente Bush no ha perdido tiempo en anunciar que el sustituto de Marshall será Clarence Thomas, un joven juez federal de Washington cuyo agresivo conservadurismo le cerraría el camino de la confirmación por el Senado si no concurriera la circunstancia de que Thomas es negro. Como todos los candidatos, es un juez de reconocido prestigio. Sin embargo, las dudas que plantea a quienes han de examinar su candidatura tienen que ver sobre todo con sus opiniones en relación con las grandes cuestiones legales que preocupan a la sociedad estadounidense: el aborto, la pena de muerte, la separación de Iglesia y Estado y la protección de las minorías. Y salvo en este último punto, en el que Thomas opta por establecer el libre juego interracial como sistema para acabar con la discriminación, sus opiniones son una incógnita.

La batalla entre la presidencia y el Congreso en relación con el Tribunal Supremo no se limita a los enfrentamientos sobre la personalidad de los jueces, sino que alcanza temas jurídicos de fondo. Porque es posible que, siendo las sentencias del tribunal jurídicamente correctas o, como gusta de decir George Bush, que sus miembros «interpretan fielmente la Constitución», hay veces en que esta interpretación va más allá de la justicia. Y entonces ha ocurrido que el Congreso ha enmendado la plana al tribunal aprobando leyes que contradicen directamente lo dictaminado en una sentencia, recordando así al Supremo que no debe crear la norma, sino interpretarla.

Con todo, el verdadero peligro en el desequilibrio ideológico del tribunal radica en la tentación de cambiar los aspectos liberales del talante de la sociedad mediante la formulación de un cuerpo de doctrina regresivo. Afortunadamente, en EE UU el verdadero equilibrio de poder reside en que, aunque el Congreso pueda carecer de argumentos para impedir el nombramiento de Clarence Thomas, no deja por ello de tener fuerza para controlar con leyes su actividad.