14 enero 1998

Sampedro había solicitado que se le autorizara judicialmente su derecho a acabar con su vida

Se suicida el tetrapléjico Ramón Sampedro por considerar que su vida ‘no era digna’ ante la imposibilidad de eutanasia

Hechos

El 12.01.1998 falleció Ramón Sampedro.

Lecturas

98_RamonaManeiro Ramona Maneiro  no quiso reconocer que había sido ella quien había ayudado a Sampedro a matarse y lo había grabado con agonía incluida.

98_HermanoSampedro D. José Sampedro, hermano mayor de D. Ramón Sampedro se opondría a su suicidio e hizo todo lo que pudo para intentar que este desistiera de sus intenciones.

14 Enero 1998

Eutanasia clandestina

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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Ramón Sampedro, el primer español que reclamó judicialmente su derecho a la eutanasia, murió el lunes pasado en la localidad coruñesa de Boiro, posiblemente tras conseguir que alguien le ayudara. Durante varios años este hombre, que estaba en la cincuentena y que quedó paralítico de cuello abajo cuando apenas contaba 25 años, ha suplicado morir. Pudo haberse suicidado de algún modo, pero prefirió, en vez de resolver su problema en la intimidad, convertirlo en una reivindicación en pro de la legalización de la eutanasia. A lo largo de los años noventa y ante la prohibición de la eutanasia activa en nuestro Código Penal, presentó su caso al Tribunal Constitucional y al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. Ambos le remitieron a plantear su demanda en las instancias de su ámbito geográfico y, consecuentemente, no obtuvo solución.La eutanasia activa sigue considerándose delito en todo el mundo. Sólo en un territorio australiano (Darwin Norte) y en el Estado norteamericano de Oregón, donde se aprobó por referéndum, ha estado vigente por un breve intervalo. En Estados Unidos, un tribunal federal declaró inconstitucional la ley estatal de 1994, y, en Australia, el Parlamento central abolió en marzo pasado la resolución de Darwin. En la actualidad, la eutanasia pasiva -aquella que consiste en no aplicar medidas excepcionales sucesivas para prolongar artificialmente la vida (el llamado encarnizamiento terapéutico) es la única autorizada.

Nuestro Código Penal, como los demás, proscribe la prestación de muerte al enfermo que la solicita y con ello simula ignorar los interminables dolores y la tortura de una vida vegetativa como la que ha padecido durante cerca de treinta años Ramón Sampedro. En Holanda, siendo ilegal la eutanasia activa, existe una reglamentación que, a posteriori, puede eximir al médico asistente de responsabilidad penal si su conducta responde a unas determinadas condiciones, como cumplir una reiterada voluntad del enfermo, concluir así grandes sufrimientos y haber agotado cualquier vía de curación.

Al margen de los prejuicios, los peligros objetivos que han retrasado la despenalización de la eutanasia han sido fundamentalmente dos: el primero es la posibilidad de influencia de médicos o familiares en la decisión del enfermo, conculcando el principio básico de su voluntariedad; el segundo es la probable tendencia de los sistemas sanitarios a ahorrar gastos destinados a enfermos terminales induciéndoles a demandar su extinción. Tanto en Holanda como en Australia o Estados Unidos hay estudios suficientes para que un cuidadoso protocolo impida otros usos de la eutanasia que no sean los de realizar la legítima voluntad del enfermo. El caso de Ramón Sampedro enseñaría que, si su muerte ha sido asistida, puede que no sea fruto de un acto legal, pero sí de una acción ética y humana.

Como resultado de la aplicación del artículo 143 del Código Penal, si alguien hubiera atendido el desesperado ruego de Ramón Sampedro podría ser condenado a tres años de cárcel. La ley vigente se presenta de esta forma implacable, pero sin duda los jueces deberían tener en cuenta otras consideraciones antes de enviar a prisión al hipotético colaborador. Diariamente y cada vez más, médicos reponsables y cabales están ayudando secretamente a pacientes que escogen una muerte digna. Alrededor de un 2% de los fallecimientos en los países desarrollados pueden ya estar gestándose de esta manera. Aplazar la legalización de la eutanasia activa, protegida siempre por todas las garantías precisas, equivale a dilatar sin razón el sufrimiento humano o conducir a la oscuridad de lo clandestino lo que son actos de respeto y compasión.

28 Febrero 1998

Eutanasia y Hedonismo

ABC (Director: Francisco Giménez Alemán)

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“La muerte no ha de ser causada, pero tampoco absurdamente retrasada”, dice el documento de la Conferencia Episcopal hecho público anteayer. En esa frase se condensa la posición de la Iglesia católica ante ciertos movimientos que, sobre la base del reciente caso del suicidio asistido protagonizado por el tetrapléjico Ramón Sampedro, intentan promover una legislación más tolerante que la actualmente en vigor en España para la eutanasia que ‘es siempre – según el mismo documento – una forma de homicidio, pues implica que un hombre da muerte a otro, ya mediante un acto positivo ya  mediante la omisión de la atención y cuidados debidos’.

En la sociedad hedonista en la que vivimos, donde la consecución del placer parece ser el principio y el fin de todas las cosas, no sólo nos resulta intolerable el dolor  y el sufrimiento propios – que combatimos con toda clase de analgésicos, euforizantes, somníferos, anestésicos – sino que parecemos abocados a no aceptar a nuestro alrededor el dolor y el sufrimiento ajenos. Y, así, bajo la excusa de contribuir a que nuestros semejantes más próximos puedan acabar con sus tragedias personales queremos encontrar disculpas para nuestra egoísta y oculta pretensión, que no es otra que la de desembarazarnos de las incomodidades que nos proporciona la contemplación del dolor ajeno.

Existe, en efecto, un grave problema latente, pero que no hay que confundir con el del a colaboración activa o pasiva al suicidio tan eufemísticamente disfrazado en esa bella palabra cuya etimología última apunta hacia la ‘buena muerte’ o el ‘bien morir’. El problema tiene su origen en el aumento de la calidad de vida en los países más desarrollados: la mejora de la alimentación y la educación nutricional; los avances médicos y farmacéuticos; el descubrimiento y la aplicación de técnicas quirúrgicas u ortopédicas que van desde los marcapasos a los trasplantes y desde la eficiencia de las Unidades de Cuidados Intensivos hasta la rapidez de las urgencias domiciliarias. Todo ello está haciendo que la salud y el bienestar se prolonguen hasta edades desconocidas en el pasado. Eso implica que aún en edades muy avanzadas, los seres humanos de final de este milenio nos aferremos a la supervivencia hasta límites en los que el deterioro físico ya resulta irreparable. En ese momento es cuando, en general, intervienen conjuntamente dos factores que desencadenan el conflicto: el doliente no acepta su sufrimiento e, incapaz por razones físicas o morales se proporcionarse la muerte solicita ayuda a un ser querido o desconocido; este otro personaje, invocando compasión odnde hay egoísmo o interés se presta a esa ayuda.

Ninguna razón parece haber para que se prolongue artificialmente la agonía de un ser humano: ese es el auténtico ‘derecho a una muerte digna’; pero sí existen muchas para oponerse – y la Comisión que estudia el proyecto de ley debe tenerlas en cuenta – para rechazar, con la eutanasia, un delito como el homicidio que le hedonismo es un agravante y no la compasión un atenuante.

16 Enero 1998

Cianuro por compasión

Juan Manuel de Prada

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Había en las viejas películas del Oeste un motivo recurrente que cualquier cinéfilo reconocerá: el protagonista, que huye de no se sabe quién, revienta su monturo, después de una cabalgada de varios días, con fatalismo o resignación desmonta, escucha los relinchos heridos del caballo, palpa su viente convulso acaricia sus belfos que se derraman en espuamrajos y le descerraja un tiro. La escena estaba rodada siempre con una sencillez impregnada de lirismo, y nos ahorraba la contemplación del caballo muerto. Recuerdo que durante mi infancia, yo no podía comprender que los protagonistas del as películas del Oeste aniquilasen a sus mejores amigos, aquellos caballos que los habían paseado por las polvorientas geografías de Monument Valley. “¿por qué lo ha matado, papá?” preguntaba yo, perplejo y diezmado por la inminencia de las lágrimas. “Para que no sufra”, me contestaba mi padre invariablemente

Esta respuesta tan lacónica no bastaba para aplacar mi desazón en la infancia nos creemos invulnerables, y pensamos que todas las enfermedades son mercancías perecederas. Más tarde, descubrimos que existen dolores sin remedio. Aquella forma tan abreviada que utilizaban los vaqueros de las películas para aliviar la agonía de sus caballos me turbaba y estremecía, incluso me desvelaba por las noches. No hace falta decir que la religión rudimentaria del niño participa del panteísmo, de tal modo que hombres y animales son por igual sagrado. En mis pesadillas, llegaba a figurarme un cielo habitado de caballos que habían ascendido hasta allí, después de que sus amos les hubiesen administrado el sacramento dulce de la muerte, para evitar que sufrieran.

Porque a veces la muerte es un sacramento. Quizá un sacramento sacrílego, porque atenta contra el don más valioso de cuantos nos han sido otorgados, pero también un sacramento liberador, porque nos exime de infiernos vitales, aunque nos condene a otros acaso más definitivos. La grandeza del hombre radica en su libre albedrío, en su capacidad para gobernar su destino y elegir o desdeñar su salvación. Como aquellos caballos que morían en las películas del Oeste, también este Ramón Sampedro, el tetrapléjico que monopoliza los periódicos ha encontrado la paz. La había demandado durante años a una sociedad que admite otros exterminios pero niega el derecho a la eutanasia. Ni Ramón Sampedro ni ese samaritano anónimo que le suministró cianuro por compasión pueden ser juzgados por los hombres: quizá deban rendir cuentas con el dueño de sus almas, pero esos asuntos privados no nos competen. La muerte de ese tetrapléjico es una bofetada en el rostro de una sociedad enclaustrada en sus tabúes: por fin Ramón Sampedro podrá caminar y agitar los brazos en algún territorio de ultratumba.

14 Enero 1998

Una vida digna, una muerte digna

EL MUNDO (Director: Pedro J. Ramírez)

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Si algo nadie podrá alegar en el caso de Ramón Sampedro es que su voluntad de morir estuviera poco contrastada. Desde que hace 29 años, víctima de un accidente, quedó sin capacidad alguna de movimiento de cabeza para abajo, tuvo muy claro que vivir así -«como una piltrafa», decía- no era más que un largo infierno. Pero carecía de la posibilidad de acabar con ese sufrimiento por sí mismo. Necesitaba ayuda.

Como él mismo declaró en su última entrevista, que hoy publicamos, finalmente acabó encontrando a alguien que se apiadó de su perpetua angustia y se avino a darle esa ayuda.

El nuevo Código Penal, en su artículo 143.4, sanciona con pena de prisión de entre nueve meses y seis años, según los casos, a aquel «que causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por la petición expresa, seria e inequívoca de éste, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que… produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar». Al introducir esta sanción, inexistente en el Código Penal anterior, Belloch y sus consentidores lograron que nuestra legislación penal sufriera un retroceso inaudito. El Código Penal de 1973 regulaba de modo indiferenciado y genérico el homicidio consentido, lo que permitía a los tribunales aplicar a los casos de eutanasia activa la eximente de estado de necesidad, considerándola comportamiento justificado y, por ello, impune. El nuevo Código Penal, con la excusa de despenalizar la eutanasia pasiva -esto es, el que no se haga nada por impedir que sobrevenga la muerte renunciando al ensañamiento médico, conducta hace tiempo admitida incluso por la Iglesia Católica-, entró en la tipificación de la eutanasia activa. Lo cual no sólo permitirá, sino que obligará a la Justicia a castigar con no menos de nueve meses de cárcel a quien haya ayudado a Sampedro a acabar con el infierno en el que malvivía.

Al revés de lo ocurrido en España, las variaciones legislativas que se están operando en diversos países occidentales apuntan invariablemente en el sentido de regular las condiciones en las que la eutanasia activa puede ser autorizada. Ya hace cinco años, EL MUNDO defendió la despenalización de la eutanasia activa cuando ésta fuera practicada por firme petición del paciente -o de sus familiares, de hallarse éste privado permanentemente de consciencia-, con acuerdo judicial y bajo control médico, conforme al modelo que por entonces se introdujo en Holanda. Avisamos en aquel momento de las consecuencias nefastas que podía tener la reforma del Código Penal, aún en proyecto. Belloch no nos hizo caso.

El derecho humano a la vida debe ser amparado. Pero se trata de un derecho; no de una obligación. Y menos de una obligación absoluta, que haya de prevalecer sobre la dignidad. Quien, por convicciones personales, entienda que vivir es un deber merece todo respeto. Pero también quien no.

14 Enero 1998

La vida

Javier Ortiz

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RAMON Sampedro logró por fin el sueño de su vida: la muerte. Escucho decir en la radio: «Le han quitado la vida». No es verdad. La vida no existe. Existen diferentes formas de vida. Cada persona -y cada animal, y cada cosa- tiene su vida. Y dentro de cada vida hay muchas vidas diversas: vive mi apéndice, y quizá lo mate un día de éstos; vivían las células que ayer se me murieron; vivía el Ortiz de hace diez años, y ya se fue. Si juzgamos la vida de los demás a partir de la nuestra propia, y la nuestra pasada -o futura- a partir de la actual, lo más probable es que erremos.

El apego a la existencia está en relación directa con la calidad de vida. Espartaco le dice al cónsul de Roma: «Los dos podemos morir. Pero, para tí, la muerte significa perder lo mucho que tienes. Para mí, en cambio, librarme de una vez del sufrimiento».

A una u otra escala, todos lo hemos experimentado. Quienes han pasado por una grave enfermedad, o por un dolor intenso y persistente, o por una profunda depresión, saben que en esos momentos las ganas de vivir pueden descender hasta lo más bajo de la escalera. Algo semejante ocurre con las taras de la extrema vejez: la persona decrépita no se aferra a su vida con la fuerza de antaño. Porque su vida ya no es la misma vida: ya no puede correr, ve mal, tiene achaques, su organismo no le concede la fuerza necesaria para amar… En esa combinación de vida y muerte que es la existencia, la muerte ocupa cada vez más espacio, y menos la vida. El último suspiro es para muchos tan sólo un ínfimo paso. Como cantaba Brel en Les Vieux: «Los viejos no mueren: se duermen un día, y duermen demasiado».

Digo que nadie tiene la vida, sino su vida, y ese su es posesivo. «Al fin, no tengo para expresar mi vida sino mi muerte», escribió Vallejo. Nuestra vida es la única propiedad que nadie puede enajenarnos. Y porque es nuestra, tenemos todo el derecho a decidir sobre ella. En particular, a decidir cuándo nos compensa y cuándo deja de hacerlo. Cuándo podemos mantenerla con dignidad -ante nosotros mismos: ahí el juicio de los demás está de sobra- y cuándo se convierte en una carga humillante, insoportable.

En lo que a mí concierne, estoy encantado de vivir. Sólo pensar que habré de morirme un día me pone de un humor de perros. Pero sé por qué lo siento así: porque me veo aceptablemente sano, porque vivo como quiero, porque me gano el sustento escribiendo, que es lo que más me gusta -ahora que lo pienso: una de las cosas que más me gustan-… Pero me hago cargo de que todo eso, poco a poco -o rápidamente: cualquiera sabe-, irá a menos, y luego a menos todavía.

De llegar a mínimos que inclinen la balanza del otro lado, lo mismo decido quitarme de enmedio y no ser un estorbo, sobre todo para mí.

Si a tal llegara un día, y no me quedaran ya ni fuerzas ni recursos para cumplir mi voluntad, ójala hubiera alguien entonces que pudiera ayudarme, como a Ramón Sampedro, sin que la Ley penara con cárcel su acto de caridad.

26 Enero 1998

La mano amiga

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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EL PASADO miércoles fue detenida Ramona Maneiro, la amiga del tetrapléjico gallego Ramón Sampedro, que falleció hace dos semanas tras años de solicitar que se le aplicase la eutanasia. La investigación abierta indica que Sampedro falleció por ingestión de sales de cianuro, y que probablemente varias personas le ayudaron a cumplir su deseo. Tras prestar declaración, la mujer fue puesta en libertad por la juez instructora. Hay en toda esta historia un intenso drama humano. Alguien que por amor ayuda a morir a la persona amada merece ante todo el respeto de sus prójimos. Porque en esa contradicción insuperable se condensa lo más trágico de la condición humana.El Código Penal castiga la ayuda al suicidio en casos de graves padecimientos con una pena de hasta seis años de prisión, aunque prevé atenuantes que pueden rebajar la condena a seis meses. Entre esas dos cifras se sitúa el horizonte punitivo que deberá afrontar quien sea acusado de haber ayudado a Ramón Sampedro a morir. Eso en el supuesto de que llegue a averiguarse quién le suministró el cianuro que puso fin a su vida y se demuestre que su colaboración resultó necesaria para la muerte. Todo parece indicar que Ramón Sampedro planeó minuciosamente ese último acto de libertad.

En un Estado de derecho, las leyes deben cumplirse. Pero, como ha ocurrido tantas veces en la historia, las leyes van con frecuencia por detrás de la realidad social. La desobediencia civil es una forma legítima de luchar por el cambio de las leyes, siempre que se acepten las eventuales consecuencias penales de tal actuación. La justicia, por tanto, debe actuar. Pero sería estar ciego ignorar las peculiaridades de este caso. Y, de cualquier forma, si la ciega justicia concluyera condenando a alguien por haber ayudado a Ramón Sampedro a morir, el indulto debería ser inmediato, solicitado por el propio tribunal.

El que numerosas personas hayan anunciado ya su deseo de autoinculparse en cuanto se señale formalmente a un posible culpable confirma esa condición de revulsivo que Sampedro quiso dar al último acto de su lucha por el derecho a decidir. Ya ocurrió antes con otras normas manifiestamente desfasadas, desde aquel yo también soy adúltera con el que muchas mujeres se presentaron ante el juez cuando todavía estaba penado en España el adulterio, hasta los procesos por deserción que hubieron de soportar muchos jóvenes antes de que fuera reconocida la objeción de conciencia.

Pero el proceso debe servir también para plantear un debate en profundidad sobre la conveniencia de despenalizar la eutanasia en determinadas circunstancias y bajo garantías tasadas. Se trata de reconocer el derecho a recibir ayuda para poner fin a la vida, con todas las cautelasnecesarias para garantizar que esa decisión es absolutamente libre. No cabe ninguna duda de que Ramón Sampedro quería morir y que su decisión era el resultado de una lúcida y profunda convicción personal. Como en el debate sobre el aborto, no se trata aquí de enjuiciar si su vida merecía o no ser vivida, porque eso es algo que sólo cada uno puede decidir.

19 Agosto 2002

ONU y eutanasia

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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EL DICTAMEN del Comité de Derechos Humanos de la ONU sobre la reclamación de Ramón Sampedro -mantenida por los herederos del tetrapléjico español fallecido sin ver reconocido su derecho a una muerte digna- será una ocasión de oro para que esa instancia jurídica internacional se pronuncie sobre esta cuestión controvertida pero cada vez más presente en nuestros días. El pronunciamiento del Comité, capaz de promover reformas legislativas de los Estados, podrá impulsar una regulación de la eutanasia que homogeneíce las diferentes y dispersas legislaciones existentes desde el obligado respeto a los inalienables derechos de la persona.

El caso de Sampedro ofrece perfiles humanos que ejemplifican pedagógicamente, más que un tratado jurídico, la justificación de la eutanasia en supuestos extremos. De ahí que, en los alegatos ante el Comité de la ONU, los defensores de la demanda no han encontrado mejores razones jurídicas que las proporcionadas por el sentido común del tetrapléjico fallecido en 1998, aun a sabiendas de sus múltiples facetas. También la petición de la británica Diane Pretty era impecablemente razonable y, sin embargo, el Tribunal de Estrasburgo le denegó la eutanasia este año, 15 días antes de su muerte, con argumentos como que la injerencia del Estado en la vida privada de la demandante estaba justificada por ‘la protección de los derechos de los otros’, a pesar de que ‘los otros’ más allegados, el marido y los hijos, apoyaban su petición.

Es posible que el Tribunal de Estrasburgo acabe rectificando como hizo recientemente a propósito del derecho de los transexuales a contraer matrimonio de acuerdo con su nueva identidad. Entretanto, el Comité de Derechos Humanos de la ONU tiene la ocasión de adelantar ya una respuesta jurídica comprometida con la vigencia universal de aquellos derechos y acorde con el deseo expresado por Sampedro de que no se vuelva ‘a obligar a otro ser humano a sobrevivir como tetrapléjico si ésa no es su voluntad’.

31 Enero 2003

Ayuda a bien morir

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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Los herederos de Ramón Sampedro, el tetrapléjico español que durante años demandó sin éxito ayuda médica al Estado para morir dignamente, siguen reclamando a las instancias jurídicas internacionales el derecho a una muerte digna en situaciones terminales o extremas de la existencia, en las que la vida deja de asimilarse al concepto de vida humana.

En la queja contra España por supuesta vulneración del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos que tiene sobre su mesa el Comité de Derechos Humanos de la ONU, los herederos del tetrapléjico español fallecido en 1998 han aportado como prueba el vídeo de su agonía angustiosa, falta de una adecuada asistencia médica y sanitaria, convertido en un alegato a favor de la despenalización de la eutanasia en determinadas circunstancias y bajo garantías tasadas. En contra de lo que alega el abogado del Estado español, tiene sentido reclamar ante la ONU «el derecho a morir dignamente», pues Sampedro no murió dignamente, conforme era su deseo, sino a escondidas y a la desesperada, con el concurso de una mano amiga pero inexperta y no con el de la ciencia médica.

En las sociedades envejecidas de Occidente, en las que la vida se alarga con grave riesgo de su degradación progresiva, los Gobiernos no pueden quedarse quietos, por prejuicios o cálculos electorales, ante las demandas de quienes piden ayuda médica para poner fin voluntariamente a una vida degradada y sin esperanza. Casos como el de Sampedro, o recientemente el del tetrapléjico británico que viajó a Suiza para poder morir sin causar problemas legales a los médicos que le ayudaron, urgen a dar una respuesta legal y humanitaria a situaciones que, con diversos matices, son frecuentes hoy día y lo serán cada vez más en el futuro. Por eso tiene importancia el pronunciamiento del Comité de Derechos Humanos de la ONU en el caso Sampedro. Si fuera favorable, los Estados, y en primer término el español, tendrían menos pretextos para seguir dando largas a una regulación legal de la eutanasia que, con todas las precauciones y garantías exigibles, reconozca el derecho del paciente a decidir cómo debe ser su tránsito de la vida a la muerte. En línea con lo que ya sucede en Holanda.