3 abril 1986

34º Congreso de la UGT – Nicolás Redondo Urbieta reelegido Secretario General

Hechos

El 2 de abril de 1986 se celebró el XXXIV Congreso de la UGT.

03 Abril 1986

En el congreso de la UGT

EL PAÍS (Director: Juan Luis Cebrián)

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UNA DE las cuestiones que plantea el congreso de la Unión General de Trabajadores (UGT) que se celebra estos días en Madrid es el papel de los sindicatos en una sociedad moderna. Los problemas de la UGT, como los de los otros sindicatos, no sólo conciernen a sus afiliados, sino que afectan a la sociedad española en su conjunto. El dilema entre transformarse en un sindicato de servicios para quienes pagan la cuota y se benefician de su protección o, además de eso, asumir la defensa de intereses de categorías no representadas es algo que concierne a un entendimiento nuevo de las relaciones laborales en la sociedad moderna. De modo que incluso la definición de una estrategia de la UGT compatible con las responsabilidades de gobierno del partido socialista es algo que trasciende el marco de la organización encabezada por Nicolás Redondo.Los sindicatos españoles no se han visto favorecidos por la suerte: su emergencia de la clandestinidad coincidió con una tendencia general hacia la disminución del número de afiliados y con un largo período de crisis económica que ha sacudido tanto sus estructuras como la manera de concebir la acción reivindicativa. Basta para ello recordar el trecho que separa la aceptación de la moderación salarial -hecha tanto por CC OO como por UGT- en aras de la creación de empleo de la actitud ultrarreivindicativa de la última época del franquismo. Pero, a pesar de los escasos medios materiales con que cuentan y de su baja tasa de afiliación, los sindicatos desempeñan hoy un importante papel en la vida pública española y cuentan con un apreciable grado de influencia sobre las decisiones de política económica. Esta influencia es mayor de lo que generalmente se reconoce por los propios líderes obreros, aunque menor también de la que reclaman y que bordea en ocasiones el ámbito de las organizaciones políticas o de la propia Administración.

La crisis económica, al segmentar a los colectivos de trabajadores, ha cambiado no sólo la estrategia, sino incluso la esencia de la acción sindical. El viejo modelo por el cual los logros obtenidos en los sectores de vanguardia se difundían luego, con el paso del tiempo, al conjunto de los asalariados tiene hoy menor validez que en épocas en las que el crecimiento económico dejaba un amplio margen para la mejora generalizada de las condiciones de trabajo y de vida. La acción sindical podía entonces ser selectiva y ejemplar; las ventajas obtenidas por el colectivo más organizado y consciente terminaban por extenderse a todos los demás, independientemente de su fuerza. El desarrollo de la crisis económica ha terminado con esta situación: las ventajas a las que accede hoy un grupo determinado tienen pocas posibilidades de difundirse a otros colectivos, y lo que antes era una acción de vanguardia, de carácter universal, se transforma en la defensa de intereses corporativos, ligados a la capacidad de presión de sus promotores.

Los sindicatos intentan escapar de esta trampa elevando el nivel de intervención. De la discusión en el marco de la empresa se pasa al sector, y de éste, a la negociación global con las organizaciones empresariales y la Administración. Esta vía tiene también sus riesgos: el primero de ellos es la generalidad misma de las reivindicaciones, que se adapta mal a las circunstancias cambiantes de las empresas. El segundo, y más importarite a largo plazo, es el que atañe a la naturaleza del sindicato: al deslizarse hacia negociaciones globales se debilia el contacto con las necesidades y aspiraciones de las bases, y la propia organización sindical corre el riesgo de transformarse en una pieza más de la estructura del poder. Junto a estos problemas se hallan otros que reflejan la evolución social: la eterna cuestión de la sindicación de los cuadros o la conveniencia de crear organizaciones distintas para colectivos diferenciados -como, por ejemplo, los investigadores científicos- son algunas de las asignaturas pendientes del sindicalismo.

La consolidación en España de un sistema social abierto que resista las tentaciones del autoritarismo requiere la presencia de unos sindicatos fuertes, cercanos a los problemas de los ciudadanos y capaces, por tanto, de desempeñar su papel en el mecanismo de poderes y contrapoderes que los rigen. Las agitadas relaciones entre la UGT y el Gobierno socialista -que se han puesto de relieve en la misma inauguración del congreso de aquélla- ofrecen la reconfortante imagen de la búsqueda de una identidad propia al margen de las ventajas, a veces efimeras, del poder. El mantenimiento de Nicolás Redondo al frente de la organización es una garantía de coherencia y de honestidad en el planteamiento y res olución de dichas tensiones. Redondo ha sido explícito en sus denuncias: existen éxitos en la política econórnica que la UGT elogia y apoya, pero el balance global es de 700.000 parados más que antes de que Felipe González accediera al poder. Ha hecho hincapié igualmente en el carácter socialista de su organización y en el compromiso ideológico y político que ello comporta.

Hay que reconocer, en fin, la habilidad de Redondo por haber mantenido en los últimos años una colaboración inteligente con el Gobierno sin que eso haya su puesto un deterioro básico en la autonomía de sus decisiones. Pero sigue siendo un hecho preocupante que los dos sindicatos claramente mayoritarios de este país se comporten todavía, la mayoría de las veces, como correas de transmisión de los partidos políticos que los avalan, sea el socialista o el comunista. Cuantos esfuerzos se hagan por potenciar y garantizar la independencia sindical, por consolidar y poner al día ideológica y organizativamente los sindicatos, constituirán un apoyo y una garantía de nuestra libertad.