13 marzo 2003

Fundador del Partido Demócrata junto a Kostunica era partidario de colaborar con el Tribunal Penal Internacional

Asesinado a tiros el primer ministro de Serbia, Zoran Djindjic, figura clave en la caída de Milosevic

Hechos

El 12.03.2003 fue asesinado el primer ministro de Serbia, Zoran Djindjic

13 Marzo 2003

Magnicidio en Belgrado

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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El asesinato a tiros del primer ministro serbio, Zoran Djindjic, culmina de forma explosiva el ciclo de violencia política que ha caracterizado la desintegración de la antigua Yugoslavia, hoy desaparecida incluso de nombre. Tras una carrera política con no pocos claroscuros, Djindjic se convirtió en el reformista que más empujó en la caída de Slobodan Milosevic -él decidió finalmente ponerlo en un avión a La Haya- y representaba en este contexto la opción más aperturista para Serbia y la colaboración más decidida con Occidente y sus valores, frente al talante retardatario del ex presidente Vojislav Kostunica y las Fuerzas Armadas. Algo muy difícil de perdonar en un país que no acaba de enfrentarse a un pasado de horror y limpieza étnica vivido en las postrimerías del siglo pasado.

El magnicidio de Belgrado desestabiliza un equilibrio político más que precario en un país cuyas recientes instituciones democráticas pugnan por afianzarse a trompicones. Tras más de una década de formidables traumas ideológicos y bélicos, culminada con la pérdida de Kosovo, Serbia es una sociedad desmotivada y pendular, en la que dos elecciones presidenciales sucesivas no han alcanzado la participación suficiente para designar jefe del Estado. En la última, en diciembre, el segundo candidato más votado fue Vojislav Seselj, un caudillo fascista reclutador de pistoleros para la limpieza étnica de Bosnia, entregado voluntariamente el mes pasado en La Haya.

El Gobierno serbio, que ha decretado el estado de excepción, dice carecer de pistas sobre los autores o móviles del asesinato, realizado a distancia y con un arma larga. Pueden ser múltiples en un mundo donde crimen y política han ido de la mano durante los últimos años. El mes pasado, Djindjic escapó ileso cuando un camión invadió el carril contrario y embistió la caravana oficial en la que viajaba. El procedimiento ya había sido utilizado contra otro líder político, Vuk Draskovic, que resultó malherido. El primer ministro insinuó entonces que el atentado podía tener que ver con los esfuerzos del Gobierno para combatir el crimen organizado.

La Serbia de Milosevic, instigadora de cuatro guerras perdidas en diez años, sobrevive todavía en forma de un Estado semimafioso que vende cara su desaparición, en el surco que dejaron los conflictos nacionalistas, las sanciones económicas y el aislamiento internacional que sufrió el país hasta el año 2000. Llevará años desanudar los lazos entre el delito organizado y el poder, que ha regado las calles de Belgrado, en crímenes siempre sin aclarar, con los cadáveres de pistoleros étnicos como Arkan, generales, ministros, jefes policiales, millonarios vinculados al tráfico de armas y el contrabando y amigos de la familia Milosevic.

La muerte de Djindjic puede estar vinculada a los coletazos de este rastro de sangre; pero también al envío forzoso a La Haya de Milosevic, a la entrega al mismo tribunal del ex presidente serbio Milutinovic o a su admisión implícita de la protección que el Ejército serbio sigue dando al general genocida y fugitivo Ratko Mladic. O a la limpieza decretada en la firma estatal Jugoimport, en cuyo consejo de administración se sentaban ministros federales y serbios de Defensa e Interior, tras descubrirse el año pasado su implicación en masivas violaciones del embargo de armas contra Irak.

El asesinato de ayer demuestra que la transición serbia dista de estar concluida aunque se modernice su sistema bancario, se haya estabilizado el dinar y Milosevic y otros jerarcas vayan a recibir su merecido en el tribunal que juzga las atrocidades cometidas en la antigua Yugoslavia. La regeneración de Serbia, una sociedad amedrentada y enferma, y su incorporación al sistema de valores occidental, tiene mucho mayor alcance que la lucha policial contra el crimen organizado o las prácticas ortodoxas de un Gobierno representativo. Tiene que ver sobre todo con un íntimo e imprescindible ajuste de cuentas colectivo con la historia, todavía pendiente.

13 Marzo 2003

El Trágico legado de Milosevic

ABC (Director: José Antonio Zarzalejos)

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«Les pido que sean comprensivos con esta decisión, es la única posible». Con esta frase, Zoran Djindjic, primer ministro de Serbia, anunciaba el 28 de junio de 2001 la entrega de Slobodan Milósevic al Tribunal de La Haya para que éste diera cuenta de sus crímenes contra la Humanidad. Tras una década infernal de guerras civiles, con centenares de miles de muertos en el Balcán, Serbia se disponía a pasar página y a encarar su definitiva pacificación, tutelada aún (diez años después de que se prendiera de nuevo el polvorín) por las fuerzas internacionales de pacificación que trabajan en Bosnia y Kosovo -España aporta parte de ese contingente- hasta que el tiempo vaya cerrando las heridas abiertas. Puede que Djindjic, tiroteado mortalmente ayer a las puertas de la sede del Gobierno en Belgrado, firmara entonces su sentencia de muerte, pues desde su llegada al poder se había convertido en objetivo preferente de una macedonia de grupos que se distinguen por sus prácticas mafiosas, trufadas de ideas ultranacionalistas del más puro carácter fascista e, incluso, de nostalgia comunista.
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Las primeras investigaciones sobre la autoría de este magnicidio, que devuelve a Serbia al estado de excepción (decretado ayer por la presidenta interina, Natasa Micic), apuntan a las poderosas organizaciones mafiosas que medraron de manera portentosa durante el mandato del genocida Milósevic (especialmente con el contrabando de tabaco y petróleo durante el bloqueo internacional a la antigua Yugoslavia) y que han llegado a crear una especie de Estado dentro del Estado, que cuentan con más recursos económicos que el propio país y mejores medios que una Policía tocada por la corrupción y que se ve incapaz de perseguir un monstruoso entramado criminal, con raíces y métodos terroristas, que ya se ha extendido por el resto de Europa. Esos tentáculos del hampa alcanzaron, según algunas denuncias, al propio entorno del jefe del Ejecutivo serbio. En los últimos seis meses se han conocido al menos dos planes para acabar con la vida de Djindjic, uno el pasado octubre (que derivó en la detención de cuatro sicarios de una banda que ya había asesinado al jefe de los Servicios de Seguridad Pública, Bosko Buha) y el otro en febrero, cuando un conductor suicida trató de echar de la carretera el vehículo en el que viajaba. Desgraciadamente, ayer, en la tercera ocasión, los asesinos acertaron.
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Djindjic, director de la campaña electoral que llevó a la coalición Oposición Democrática Serbia (DOS) a derrotar al tirano en 2000, era el máximo representante de la línea política que perseguía una ruptura rápida y sin paliativos con el pasado, basada en su aproximación a Occidente y un programa de reformas económicas y legislativas que patrocinaran un Estado de Derecho que batiese de una vez por todas el marasmo liberticida nacido en 1945.
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Las consecuencias de este atentado son aún muy difíciles de determinar. Las incertidumbres se acumulan, ya que la desestabilización que indudablemente perseguía este crimen puede operar un efecto reactivo en las clases dirigentes que coincidían con el proyecto reformista que Djindjic encabezaba. La comunidad internacional acogió ayer con desolación el atentado y se esforzó en pedir la perseverancia en la senda marcada por el primer ministro asesinado. Es mucho lo que hay en juego, no ya sólo para la seguridad interna de los Balcanes, sino de toda Europa, que encuentra otro motivo de inquietud cuando aún no se han apagado las preocupaciones en Bosnia y Kosovo. Este enclave, además, sufre particularmente un duro revés. Tanto los serbios kosovares como los albaneses lamentaron la pérdida de una figura esencial en este territorio. En cualquier caso, parece imprescindible que las democracias occidentales apoyen a las autoridades serbias en su lucha contra el emporio criminal allí asentado.
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Las incógnitas antes aludidas alcanzan incluso al nombre del nuevo hombre fuerte del país. Desde que expirara el mandato del anterior presidente de Serbia, Milán Milutinovic (hoy compañero de celda de Milósevic en La Haya) y con Vojislav Kostunica en el ostracismo político tras sus desavenencias con Djindjic, la única figura de referencia es la de presidenta interina Micic, que por una suerte de casualidades ha accedido desde la Presidencia del Parlamento a la más alta magistratura del Estado. El liderazgo de Djindjic había terminado por eclipsar al resto de la clase política.
El entramado criminal de Serbia es, en definitiva, la última consecuencia del triste paso de Milósevic por el poder, el trágico legado de un presidiario que ahora salda cuentas con la Justicia en una cárcel de Holanda.

13 Marzo 2003

Algo más que un magnicidio

Hermann Tertsch

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¡Pobre Serbia, tantas veces condenada a la tragedia, cuando no enamorada de la misma! Muchos serbios habrán compartido ese primer pensamiento al enterarse del asesinato, a las puertas de sus oficinas, del primer ministro serbio, Zoran Djindjic, que encarnaba la gran esperanza de hacer de Serbia «un país normal», sin agorafobias y libre de los mitos y los miedos que han mantenido a sus compatriotas sumidos en el subdesarrollo y el odio. Quería liberar a Serbia del sentimiento trágico y mostrarle las ventajas de una sociedad libre en un Estado de derecho. Él era, personalmente, el vínculo más fuerte de su país con las clases políticas y las instituciones de la Europa desarrollada que tan bien conocía. Como era el mayor activo para el acercamiento de Belgrado a la misma.

Era Djindjic un líder atípico para una Serbia que, desde la muerte del caudillo Josip Broz Tito, no conocía como dirigentes más que a aparatchiks de origen campesino y finalmente a Slobodan Milosevic. Durante una cena hace años, cuentan que Slobo dijo que Djindjic no le preocupaba nada porque era demasiado culto y refinado y el serbio de fuera de Belgrado jamás le seguiría. Un filósofo que había estudiado en Belgrado y encima en Alemania, en Constanza y Francfort, allí con Jürgen Habermas, jamás recibiría el apoyo de la Serbia profunda. No fue así, y fueron cientos de miles los serbios de provincias que acudieron a Belgrado a las manifestaciones que encabezaba Djindjic y que acabaron con el régimen de Milosevic en octubre del año 2000. Y fue Djindjic, ya como jefe de Gobierno, sin consultar al entonces presidente de la República, Kostunica, aliado circunstancial antes y ya feroz enemigo, quien sacó una noche a Milosevic de la cárcel, lo metió en un avión y lo envió a La Haya. Por aquella acción, que no carecía de riesgo entonces y quizá le haya costado ahora la vida, Djindjic se merecería un busto en la entrada de la sede del recién estrenado Tribunal Penal Internacional.Era muy ambicioso, valiente y mal adversario político. Pero los enemigos que él se granjeó en los últimos años eran realmente lo peor y además multitud. La tupida red de conexiones del crimen organizado con la policía corrupta, funcionarios de empresas públicas amenazados por la reforma, leales a Milosevic, sicarios del fascista Vojislav Seselj -hoy también en La Haya-, otros criminales de guerra que temen su extradición, con Ratko Mladic a la cabeza, hace difícil identificar a unos solos autores e instigadores. El legado envenenado del régimen criminal y cleptócrata de Milosevic ha acabado con la vida de Djindjic. Sólo cabe esperar que no acabe con las aspiraciones democratizadoras que encarnaba. Porque no debe caber duda de que ésa es la intención de los asesinos.

30 Marzo 2003

Serbia limpia sentinas

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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Es difícil exagerar la importancia de los acontecimientos desencadenados en Serbia por el asesinato del primer ministro reformista Zoran Djindjic el 12 de marzo. El Gobierno de Belgrado, al amparo del estado de excepción, se libra a una batalla espectacular e implacable con el propósito de deshacer la inextricable madeja mafiosa heredada de Slobodan Milosevic, mezcla de delincuentes profesionales, altos cargos policiales y judiciales, políticos ultranacionalistas y criminales de guerra. Una red tejida durante más de una década por el ahora huésped del Tribunal de La Haya y que nunca ha dejado de tener el control de uno de los Estados europeos más al margen de la ley.

El nuevo jefe del Gobierno, Zoran Zivkovic, asegura que no quedará piedra por remover en el empeño. La nómina de detenidos vinculados al crimen organizado, centenares, hubiera sido impensable hace poco tiempo. Entre ellos figuran desde el presunto autor material de los disparos contra Djindjic -subjefe de los boinas rojas, una disuelta unidad especial de la policía creada por Milosevic- hasta el vicefiscal general, el ex jefe de la seguridad del Estado, jueces de Belgrado, prominentes policías y agentes de los servicios de información. Se han agregado a la lista la esposa de Marko, todopoderoso hijo de Milosevic, fuera del país, y la viuda del notorio criminal étnico Arkan, en cuyo palacio-fortín de Belgrado había un arsenal. El presunto organizador del magnicidio, el ex jefe de las fuerzas especiales de la policía Milorad Lukovic, permanece huido. Dos de sus lugartenientes murieron el jueves en un tiroteo con la policía.

El último episodio de esta tempestad política ha sido el hallazgo, casi tres años después, de los restos de Iván Stambolic, antecesor de Milosevic en la presidencia de Yugoslavia, mentor político suyo y luego crítico frontal de sus proyectos ultranacionalistas. Stambolic fue secuestrado en agosto de 2000 y, según el Gobierno serbio, asesinado inmediatamente por sus captores, detenidos y pertenecientes también a los boinas rojas desbandados esta semana.

Se está dirimiendo si Serbia cristaliza en un sub-Estado delictivo o resurge de un pasado terrible hacia la homologación con Europa. El Gobierno reformista, que ejerce un precario poder en coalición, parece tener conciencia de lo decisivo de su pulso. Los signos son alentadores, pero el reto es titánico y exige una implicación decidida de las democracias. El crimen organizado se ha infiltrado durante años en las estructuras del Estado balcánico, y esa colusión es doblemente difícil de quebrar en un país de instituciones débiles, donde ejército y policía nunca han estado bajo control democrático.

Para acabar la tarea iniciada por Djindjic, Belgrado necesita estrechar su cooperación con el tribunal de la ONU que juzga a los criminales de guerra de la antigua Yugoslavia, puesto que ellos y sus secuaces son parte primordial de la trama mafiosa. Esa colaboración vital es parte de un combate más amplio para librarse definitivamente del yugo de quienes iniciaron y se beneficiaron de los enfrentamientos más atroces conocidos por Europa en medio siglo.

23 Diciembre 2003

Juicio en Belgrado

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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Comienza en Belgrado el juicio contra una banda mafiosa, el clan de Zemun, acusada del asesinato, cometido en marzo, de Zoran Djindjic, el primer ministro reformista y prooccidental de Serbia. El juicio es, ante todo, un test sobre la voluntad de los políticos serbios -y de sus jueces- a la hora de atajar el crimen organizado, una lacra de esta sociedad desde las guerras de los noventa. El llamado capitalismo mafioso (contrabando de armas, narcotráfico, prostitución) amenaza a toda la sociedad serbia. Pese al apoyo occidental, especialmente de la Unión Europea, el asesinado Djindjic no supo o no pudo neutralizarlo.

El juicio se produce en medio de un vacío de poder en Serbia, después de tres intentos de elegir presidente que fracasaron por falta de quórum electoral y con el Parlamento disuelto a la espera de las elecciones legislativas del domingo, en las que compite como candidato, aunque no pueda hacer campaña, el mismísimo Milosevic, sentado en el banquillo de La Haya. Con altos índices de paro, el lastre de la herencia comunista en la economía, el capitalismo mafioso y el vacío institucional, Serbia amenaza con convertirse en un agujero negro en Europa. Es un país que no se ha democratizado a fondo, que tiene pendiente una catarsis por su papel de principal agresor en las guerras de los Balcanes, con una parte de su territorio (Kosovo, de mayoría albanesa) bajo un protectorado internacional y con nacionalismos radicales muy poderosos.

Pese a una amplia presencia de la ONU, la UE y la OTAN, cuyos organismos civiles y militares no pueden seguir indefinidamente en la zona, la situación está lejos de normalizarse en los Balcanes. Y en esa región el caso serbio es de los más inquietantes. Si no quiere seguir aislada, Serbia, pendiente aún su confederación con Montenegro, necesita resolver sus dudas entre el nacionalismo radical o la senda europea de desarrollo político y económico.