8 marzo 2003

Crisis en LE MONDE: Se desata la polémica por un libro que cuestiona a Jean-Marie Colombani, Edwy Plenel y Alain Minc

Hechos

En febrero de 2003 se difundió un libro titulado ‘La face cachée du Monde’ (La cara oculta del diario LE MONDE).

Lecturas

Pierre Pean y Philippe Cohen consiguieron en febrero de 2003 con su libro titulado ‘La face cachée du Monde’ (La cara oculta del diario LE MONDE) hacer el mayor daño que a ese periódico se le había hecho en toda su historia.

Jean-Marie Colombani, Edwy Plenel y Alain Minc son los principales directivos de LE MONDE cuya labor es cuestionada por la obra.

08 Marzo 2003

En Francia: LE MONDE

Baltasar Porcel

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Este pleito suscitado en torno al periódico LE MONDE aparece en España como un típico y enfático escándalo, pero desde Francia – donde me hallo – se revela como muy grave. Se trata de que dos conocidos periodistas, Pierre Péan y Philippe Cohen, han publicado un libro de investigación sobre el influyente rotativo, con el título “La face cachée (o cara oculta) du LE MONDE”, donde le acusan de haber pasado de ser un contrapoder a practicar un abuso de poder. El periódico ha respondido altisonante, pero de forma sospechosa: acusa a los autores de resentidos, al libro de constituir un complot político, a la prensa que le da audiencia de sospechosa, a la par que anuncia acciones judiciales, aunque sin negar los más duros cargos que vierten sobre él. Y que confluyen en tres personalidades de singular eficacia y claroscuros: el director, Jean-Marie Colombani, corso, digamos centrista, sereno y puesto en todo; su segundo, Edwy Plenel, ayer más y hoy menos trotskista, inquisitorial, y Alain Minc, presidente del comité de ‘survellance’, un ensayista tan inteligente como sofista, metido a consejero de imagen y economías de empresas y políticos.

El trío, así, habría ganado mucho dinero con el tráfico de influencias y la tendenciosidad informativa. Ignoro si es cierto. Pero Minc con su sagacidad ya se había forrado antes, al decir de sus amigos, que en algún caso son los míos. Así, el diario habría apoyado bajo mano a políticos, ayer Balladur y hoy Pasqua, logrando también prebendas de Jospin y encarnizándoose con Mitterrand y Chirac. Luego habría disfrazado mejorándola su propia cifra de negocios y se habría pasado al periodismo de escándalo cuando había sido un modelo de seriedad. Todo ello aderezado con mil historietas que, al margen de los lógicos errores, resultan a menudo turbios y tan difíciles de aclarar como de negar. Si todo esto llega a juicio, además, aumentará como la espuma. A lo que van contribuyendo mucha gente y medios informativos despechados por LE MONDE o envidiosos de su potencia. Lo cierto es que una década atrás el diario estaba muy mal y que Colombani lo enderezó y remodeló.

Cohen y Péan han logrado que el tufillo de suficiencia que el diario desprendía se haya convertido en al menos hedorcillo. Es curioso que antes del fin de la Segunda Guerra Mundial el antecesor de LE MONDE, TEMPS de París, murió por ahí y por colaboracionista nazi. Pero dos exigentes periodistas, Beuve-Méry y Fauvet, crearon y dignificaron el nuevo rotativo: así alcanzó su fama ahora en peligro.

Baltasar Porcel

06 Marzo 2003

A nuestros lectores

Jean-Marie Colombani

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Hubo una época, siniestra, en la que Blum era «un hombre al que había que fusilar por la espalda». La nuestra, por medio de un increíble desencadenamiento de odio, relevado hasta hartarse, ha abierto fuego sobre Le Monde. Con un arma: la calumnia. ¿Acaso imaginan que con un libro venenoso, que acarrea en desorden el resentimiento y la devoción desencantada, pueden desestabilizar una comunidad de trabajo que cuenta con muchos miles de empleados? Por supuesto que no. Mi primera preocupación fue también, desde la publicación del libro de Pierre Péan y Philippe Cohen, reunirme en primer lugar con los obreros, los empleados, los ejecutivos y los periodistas de Le Monde, y más tarde con el personal del grupo de diarios del Midi Libre, a fin de escuchar y responder a las inquietudes suscitadas por la agresión que sufrimos, y a las preguntas nacidas de un mejunje construido a base de insinuaciones e injurias, difamaciones y acusaciones delirantes.

‘Le Monde’ Sí, el periódico, toda la familia de Le Monde se ha sentido herida, injuriada, humillada. Teníamos en primer lugar necesidad de reafirmar nuestra cohesión, oponer nuestra realidad y nuestra fuerza colectiva a esta evidente voluntad de separar a una dirección de aquellas y aquellos que la honran con su confianza. Pero, más allá de esto, ¿basta la buena fe, nuestra buena fe, frente a tanta mala fe, frente a los argumentos sesgados, frente al veneno destilado en cada página? Se puede dudar de ello legítimamente, puesto que se sabe que una obra que ponía en duda el atentado terrorista dirigido contra el Pentágono el 11 de septiembre de 2001 ha podido venderse por cientos de miles de ejemplares. Sabemos que lo propio de la calumnia no es exigir explicaciones. Su ambición es ensuciar, destruir. Cada respuesta, en este juego confuso y perverso, entraña así una nueva pregunta. Es este triste guión el que se está desarrollando, ilustrado por aquellos que han elegido dar la mano a nuestros agresores. La justicia decidirá.

Sin embargo, nuestro deber es volver ante nuestro único juez, aquel para el que se consagra una colectividad desinteresadamente, a saber: nuestras lectoras y nuestros lectores, que tantas veces nos han manifestado su confianza y solidaridad. Y que cada vez son más numerosos. Dándoles no una respuesta, sino los elementos de información indispensables tanto sobre la marcha real de la empresa Le Monde como sobre la cobertura de la actualidad que ha asegurado en el transcurso de los últimos años, para responder a aquellas y aquellos que han podido quedar turbados por tanto lodo vertido sobre nuestro periódico.

Nuestra adhesión y respeto por el debate público no es lo que se discute. Somos uno de sus instrumentos. Sería poco oportuno de nuestra parte recusarlo en el momento en que surge contra nosotros. El debate, sí. La calumnia, ¡no! Ahora bien, en un sentido más amplio, ésta interpela sobre el estado de nuestra sociedad. ¿Es tan próspera la prensa? ¿Tan numerosos los diarios de calidad que se puedan permitir intentar hundir a uno de los principales? Cuando la tormenta se abate sobre un bosque, el árbol más grande es el que resulta alcanzado por el rayo. Si llega a incendiarse, es todo el bosque el que arderá. Francia está considerada ya como una triste excepción en Europa, donde todos nuestros vecinos pueden enorgullecerse de tener diarios prósperos, unidos a grupos de lectores bastante más importantes. ¿Qué fiebre inspira a nuestros detractores? ¿Aspiran a más libertad, o por el contrario, a una ceguera democrática inquietante? ¿La crítica legítima, o bien la cantinela posmoderna del «todos podridos» que inspira a una parte nada despreciable de nuestra sociedad?

Le Monde, contrariamente al tópico, no es una institución. No somos ni la Academia Francesa, ni la Universidad de la Sorbona, ni el portaaviones Charles de Gaulle, poseedores de la riqueza de la nación. Somos una empresa, que vive en un entorno económico difícil, como todas las empresas de prensa. Somos también una empresa frágil, por ser independiente. Entonces, ¿a quién se ataca? A la empresa de prensa editorialmente más libre y económicamente más transparente. Pero también una empresa que se vale de su identidad social, del lugar decisivo que ocupa en ella nuestro personal tanto en la definición de su estrategia como en el control de la aplicación de ésta por sus dirigentes y del respeto debido a sus organizaciones sindicales. Es también un periódico que lucha, junto a otros, para que se mantenga el sistema cooperativo de distribución de la prensa, nacido de la Liberación, que garantiza su pluralismo, y que algunos quieren hundir.

Pero, por encima de todo, su editor, Claude Durand, lo denuncia claramente en el semanal Le Point: se trata de «parar los pies al poder que se arrogan los periodistas y a la constitución de un grupo de prensa de opinión expansionista». Todo se ha dicho, en efecto, sobre los objetivos bélicos de aquellos que atacan aLe Monde.

¿Parar los pies? Nuestros lectores lo saben: el periódico nunca ha sido ni se convertirá en el periódico de la razón de Estado. Seguirá obedeciendo a su propia lógica, la de la información. ¿Más rigurosa? Por supuesto. Pero también más justa, más atenta a las personas, puesto que debemos guardarnos de infligir a otros los métodos que hoy nos infligen.

¿Un grupo? Estamos en ello, lo construimos. De antemano tiene fama de «peligroso», más peligroso que los que existen, cuando, libre de toda influencia, sólo puede ofrecerles la exigencia, la profesionalidad, la inteligencia de sus periodistas y la calidad y fuerza de su pluma. ¿Qué temen, pues, aquellos que desearían hacernos entrar en vereda?

A nuestras lectoras y nuestros lectores, que saben que no obedecemos a otro mandamiento que el que nos impone la calidad de la información que les debemos, a todas aquellas y aquellos que saben que hemos construido y que mantenemos vivo, para proteger la independencia de nuestros periodistas, un sistema que nos es propio, un sistema que está precisamente fuera del sistema, a salvo de presiones, tomando ejemplo ya que somos denunciados como «xenófobos» de un pueblo vecino y amigo, puedo asegurarles que «resistiremos».

02 Marzo 2003

LE MONDE, ese periódico hipócrita

Cristina Frade

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Desde hace cerca de 10 años, tenemos la sensación de que nos han robado nuestro periódico», afirman Pierre Péan y Philippe Cohen, los autores de La cara oculta de Le Monde (Editions Mille et Une Nuits), un libro de más de 600 páginas que denuncia cómo el vespertino, «utilizando su poder de intimidación, se ha deslizado insidiosamente del papel de contrapoder hacia el abuso de poder permanente».

Para los periodistas Péan y Cohen, como para miles de políticos, empresarios e intelectuales, el diario fundado por Hubert Beuve-Méry en 1944 fue también durante mucho tiempo imprescindible, periódico de referencia, un engranaje esencial de la democracia francesa desde la Segunda Guerra Mundial. Pero sostienen que el trío que tomó las riendas del vespertino en 1994 -Jean-Marie Colombani como presidente del directorio y director de la publicación, Edwy Plenel como director de la redacción y Alain Minc como presidente del Consejo de Vigilancia- ha traicionado el espíritu fundacional.

Dicen que Le Monde «ya no es aquel periódico riguroso, equilibrado y austero, sino una máquina al servicio de sí misma, que hace y deshace reputaciones en función de sus intereses empresariales y de una estrategia que poco tiene que ver con el deber de informar y con la «subjetividad desinteresada» o con «la mirada esclarecedora e intelectualmente honrada sobre el mundo» que preconizaba Beuve-Méry».Según Péan y Cohen, su investigación de dos años era más necesaria si cabe porque «Le Monde se presenta como parangón de virtud y no deja de hacer la moral a los demás. El motor de este libro es la distancia entre su discurso y la realidad».

Péan es un conocido y experimentado periodista que desde 1974 ha escrito una veintena de obras, siempre con el poder en cualquiera de sus formas en su punto de mira. Fue él quien desenterró el pasado petainista de François Mitterrand. Cohen, consejero político del soberanista de izquierda Jean-Pierre Chévènement durante la última campaña presidencial, trabajó entre 1986 y 1987 en el suplemento educativo del vespertino, que abandonó tras una discusión con un superior y aunque le ofrecieron hacerse cargo de la delegación de Lyon.

La dirección de Le Monde no quiso recibir ni responder a sus preguntas cuando Cohen solicitó una entrevista para cotejar la información que había reunido para el libro. Pero en cuanto éste cayó en sus manos, el periódico ha denunciado una campaña de difamaciones y calumnias orquestada por «contenciosos personales», «animosidad de algunos círculos mitterrandistas» y «venganza de medios ultrasoberanistas» con el objetivo de «provocar una crisis interna en Le Monde e impedir que consiga formar en torno suyo un grupo de prensa independiente».

Sin rebatir ni una sola de las acusaciones concretas -a pesar de que el diario se dio el martes pasado para reaccionar al libro una página y media, más un editorial y un artículo de opinión- Le Monde ha anunciado acciones legales contra los autores de la obra, el editor y el semanario que publicó un adelanto, L’Express, y su director. Tras una reunión del comité de redacción del vespertino, la Sociedad de Redactores de Le Monde (SRM) divulgó el miércoles un comunicado en el que anunciaba su intención de «defender solidariamente su honor».

«El libro de Pierre Péan y Philippe Cohen se revela no como una investigación periodística llevada a cabo rigurosamente, comprobando y cotejando sus fuentes, sino como un panfleto chirriante y de una extrema violencia», escriben los redactores del diario. Pero tampoco ellos entraron en el fondo del asunto ni respondieron a las acusaciones. Los periodistas afiliados al sindicato CFDT, por su parte, reclamaron el viernes una reunión extraordinaria del comité de empresa para «despejar las dudas que pudieran subsistir sobre la gestión» alegando que el libro «ha suscitado múltiples y legítimas interrogaciones».

Los redactores del semanario Le Nouvel Observateur, vinculado a Le Monde por un cruce de acciones, también han señalado «tres puntos alarmantes mientras Le Monde no responda»: a saber «el arte del doble rasero y la falta de transparencia del equipo dirigente, las faltas deontológicas y la situación financiera extremadamente alarmante». Lo que sigue es un resumen de los capítulos más polémicos de un libro que ha causado un auténtico terremoto en el habitualmente plácido panorama de la prensa francesa.

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UN «LOBBY» QUE PASA FACTURA

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A nadie le asombra que un medio de comunicación haga campaña a favor de lo que le venga en gana, pero ¿es legítimo que cobre o pretenda cobrar por ello? A esta faceta de Le Monde como agencia de relaciones públicas se refiere uno de los capítulos más turbadores del libro, donde se describe su tormentosa relación con el grupo noruego Schibsted, editor del diario gratuito 20 Minutes.

Conscientes de las dificultades para lanzar su producto en Francia, donde los sindicatos ejercen un temible poder sobre la distribución de prensa, los escandinavos buscaron una alianza con Le Monde para que les allanara el camino. Así, según un protocolo redactado por Schibsted, a cambio de una participación de hasta el 10% en el capital de 20 Minutes, el vespertino se comprometía a emplear «todos los medios de los que dispone para facilitar el éxito del proyecto», entre otras cosas, a proporcionar contactos, utilizar su influencia «para establecer una imagen de marca positiva» para el nuevo diario gratuito y respaldarlo, ante todo, cualquier persona, institución o grupo que pudiera influir también en la operación.

Durante varios meses, según Péan y Cohen, Le Monde fue abriendo puertas efectivamente al grupo noruego, aunque se opuso a que constara por escrito su labor de lobbying y sugirió que se le permitiera ocultar su colaboración tras una sociedad intermediaria.Adiós a la transparencia que tanto predica el periódico para los demás, dicen los autores del libro.

Pero los coqueteos de los escandinavos con otros grupos de prensa franceses provocaron varias crisis y, cuando en febrero de 2002 Schibsted optó por aliarse a Ouest-France, el director ejecutivo de Le Monde, furioso, envió un e-mail a los noruegos en el que exigió 875.000 euros por los servicios ya prestados. Pocos días después, Le Monde publicó un virulento editorial contra otro diario gratuito, Metro, que también intentaba abrirse un hueco en París, y a través suyo contra toda la prensa gratuita que hasta entonces había estado dispuesto a respaldar. Pero el cambio de chaqueta no acabó aquí.

Tras un lanzamiento saboteado por los sindicatos de distribución de prensa, los responsables de 20 Minutes se dieron cuenta de que no irían muy lejos con Le Monde como enemigo y reanudaron el contacto para imprimir una parte de la tirada en sus rotativas.El vespertino puso un precio al cese de las hostilidades: según Péan y Cohen, los escandinavos tuvieron que aceptar un recargo cercano al 50% del coste de impresión de cada ejemplar.

Y éste no es el único ejemplo de actividades de relaciones públicas remuneradas. El libro relata también cómo Le Monde presionó al Gobierno de Lionel Jospin para que subvencionara con más de 12 millones de euros a las Nouvelles Messageries de la Presse Parisienne (NMPP), el organismo que distribuye la prensa en la capital francesa.Y por esta intervención, el periódico también consideró que merecía ser recompensado, con un 10% de la subvención anual. Como en el caso anterior, dicen Péan y Cohen, se intentó disimular el pago, pero un comisario de cuentas de las NMPP amenazó con denunciar el asunto al procurador (fiscal) de la República.

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UN PERIODISTA ASESOR DE LA POLICÍA

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La confusión de papeles y funciones aparece también en otro capítulo dedicado a la ósmosis entre Edwy Plenel, el director de la redacción, con Bernard Deleplace, secretario general de la Federación Autónoma de Sindicatos de Policía (FASP), número dos del ministro de Interior desde la llegada de François Mitterrand al poder en 1981. Según el libro, la relación entre ambos fue «más allá de la que puede existir normalmente entre un periodista y una fuente». Plenel se convirtió al parecer en «un superconsejero oficioso del jefe sindicalista» y Deleplace le utilizó para transmitir a través de Le Monde sus exigencias al ministro. En los años 80, el actual director de la redacción (entonces no ocupaba ese cargo) colaboró en la nueva fórmula de la publicación de la FASP y en la elaboración de la estrategia del sindicato, redactó buena parte de su «plan de modernización de la policía» y participó también en la preparación de un congreso de verano de la FASP.

Lo que más llama la atención en este asunto es que Plenel fue igualmente el enviado especial de Le Monde a ese congreso y resulta inevitable interrogarse sobre el rigor de la crónica que publicó tras el evento. A cambio de los consejos de Plenel, Deleplace pedía a sus hombres que realizaran investigaciones paralelas, fuera de sus horas de servicio, para el periodista. Siempre según Péan y Cohen, Plenel fue también el verdadero autor (remunerado) de un libro biográfico que Deleplace publicó en 1987, y que la papisa de las letras Josyane Savigneau alabó convenientemente en el suplemento literario de Le Monde. Todo quedaba en casa.Los autores del libro sobre el vespertino no se extrañan de que Plenel apenas mencionara las acusaciones de malversación que pesaban sobre su amigo cuando se vio obligado a dimitir.

El sacrificio de la deontología profesional para proteger a las fuentes queda ilustrado también por la discreta alianza entre Plenel y Charles Pasqua, ex ministro de Interior gaullista. Un veterano periodista de Le Monde, Eric Fottorino, descubrió esta sorprendente relación cuando preparaba un largo artículo sobre las oscuras redes de Pasqua en África. De regreso de un viaje realizado para investigar y documentarse, Fottorino se dio cuenta de que en el entorno de Pasqua estaban informados con todo detalle de las pesquisas que había hecho y, más tarde, del contenido de su artículo, que aún no había sido publicado. De hecho, su trabajo, que el periodista se vio obligado a edulcorar, quedó durante largo tiempo en un cajón del despacho de Plenel.

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LA FRANCOFOBIA DEL DÚO COLOMBANI-PLENEL

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Si buena parte de la obra se atiene a los hechos y está abundantemente documentada, Péan y Cohen resultan menos convincentes cuando se meten a psicoanalistas y se dejan llevar por los juicios de valor para criticar algunas apuestas de la línea editorial del periódico. «Le Monde, desde hace una decena de años, opta siempre por la interpretación menos generosa respecto a este país y sus habitantes», escriben en uno de los capítulos más polémicos dedicado a la presunta francofobia del dúo Colombani-Plenel. Su tesis es que al dar prioridad a la denuncia de escándalos político-financieros, reales o inventados, el vespertino ha dado una imagen de Francia de país corrupto y ha contribuido así al auge del mismo populismo que también denuncia.

Péan reconoce que la misión de los periodistas no es alabar a su país, pero añade que «nada justifica el acoso y el ensañamiento» de Le Monde y que lo que más le molesta es el carácter sistemático de ese afán de poner el dedo en las llagas de la corrupción, el colonialismo, el racismo, el antisemitismo y el colaboracionismo.Explorando las biografías del democristiano Colombani y del antiguo trotskista Plenel, los autores del libro creen haber encontrado que ambos detestan Francia, un denominador común vinculado a las experiencias de sus padres.

Basándose en testimonios de dudosa fiabilidad, acusan por ejemplo al padre de Colombani de haber sido un agente de Mussolini, y recuerdan que François Mitterrand estaba convencido de que el propio Plenel trabajaba para «una potencia extranjera», ataques que han indignado a numerosos intelectuales como Bernard-Henri Lévy. Alain Minc, por su parte, no sería otra cosa que «un agente de las finanzas internacionales». De paso, también se deja constancia de la «devoradora pasión corsa» de Colombani, cuya complacencia respecto a los terroristas de la isla denuncia, y se culpa a Plenel de haber hecho uso con total desenvoltura de un doble rasero respecto al pasado trotskista de Lionel Jospin.

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EL DOBLE RASERO COTIDIANO

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Dar lecciones a los demás y no aplicarse los mismos preceptos es, en realidad, una de las principales acusaciones de fondo vertidas contra el periódico a lo largo de todo el libro. «Ese pasado enterrado será su desgarro íntimo, una debilidad psicológica que sus adversarios esperan explotar», escribió en su día Plenel, refiriéndose a las viejas relaciones con el trotskismo de Jospin, que éste tardó en reconocer, después de haberlas negado. Péan y Cohen no ven inconveniente alguno en que el propio Plenel mantuviera vínculos con los trotskistas al menos hasta 1985 sin admitirlo abiertamente, pero se sorprenden de que se ensañara con Jospin por hacer lo mismo.

Relatan que dispuesto a todo con tal de obtener la prueba de que Jospin había sido trotskista, Plenel llegó a proponer al periodista Claude Askolovitch, autor de una biografía de Jospin, una plaza en la redacción de Le Monde si le proporcionaba tal prueba. Otro ejemplo de cierta hipocresía: mientras los redactores de Le Monde deben renunciar a todo regalo de valor superior a los 70 euros, Peán y Cohen aseguran que Colombani se dejaba invitar tranquilamente, con su esposa y todos los gastos pagados, al festival de Cannes y otros eventos.

También se afirma que el presidente del directorio, tan presto a denunciar las presuntas malversaciones de Jacques Chirac en el Ayuntamiento de París, estableció su residencia fiscal en Poggio-di-Nazza, el pueblo corso del que procede la familia Colombani, sin ignorar sin duda que no está permitido declarar los ingresos en el lugar de una residencia secundaria, como le tuvo que recordar Hacienda en 1997. Y para que nadie pueda compadecerle, el libro asegura que su remuneración en Le Monde asciende a 29.919 euros mensuales, más 2.540 euros como presidente y 3.511 para alquiler de vivienda.

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UNAS CUENTAS PARA INICIADOS

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Péan y Cohen cargan indiscutiblemente las tintas cuando hablan de «cuentas al estilo Enron», refiriéndose a los resultados económicos que Le Monde publica sobre sí mismo. Sin embargo, tras examinar la información, un analista financiero consultado por los dos periodistas confirma que el vespertino hace gala de una indudable habilidad a la hora de presentar sus datos.

«Cuando el patrón de Le Monde anuncia en su editorial que «el año 2001 ha demostrado la capacidad de Le Monde para resistir a la degradación de la situación económica y para reaccionar con éxito al choque del 11 de septiembre», comprendo que esta sociedad, que realizó beneficios en 2000, ha resistido bien y sigue dando beneficios», explica el experto en el libro. «Hay que encontrar la información esencial, el resultado neto consolidado.Y éste ha pasado de un beneficio de 7,4 millones de euros a una pérdida de 13,1 millones (…). O bien, si se quiere comparar con el pasado, las pérdidas de 2001 casi se han multiplicado por dos respecto a las pérdidas dramáticas del ejercicio 1994, último año del antiguo Le Monde».

«El patrón de Le Monde recurre a las prácticas que mucho ha reprochado a Jean-Marie Messier (el defenestrado presidente del grupo Vivendi Universal)», continúa el analista citado en el libro. «Comunica en lugar de informar y se muestra muy discreto sobre lo que interesa más a los lectores, pero también a los financieros, puesto que es lo que representa el verdadero valor de la empresa: el propio periódico Le Monde». El libro subraya también que a pesar de los grandes titulares sobre la favorable progresión del periódico, las ventas diarias en kioscos y otros establecimientos -a su juicio «el verdadero termómetro de la salud de un diario»- no han dejado de bajar desde 1995: 236.133 en aquel año, 213.014 en 2001.

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Pie de foto titulada

LA CARA OCULTA. Le Monde ha anunciado acciones legales contra los autores del libro, así como contra la revista L’Express, que publicó un adelanto de la obra. «Es un panfleto chirriante y de una extrema violencia», se defiende la redacción del diario.

07 Marzo 2003

Nuestro 'Le Monde'

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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El diario francés Le Monde ha sido desde la aparición de su primer número, el 18 de diciembre de 1944, un modelo de periódico independiente para millones de lectores y millares de periodistas en todo el mundo. Para los españoles que sufrieron el régimen de censura del franquismo fue además una referencia imprescindible y un auxilio en los combates por la democracia. Casi sexagenario hoy, Le Monde ha emprendido en los últimos ocho años una profunda tarea de renovación para adaptarse a las necesidades de un mundo en mutación tecnológica y social. Y lo ha hecho con éxito sin renunciar a su línea fundacional y a un itinerario de independencia y solvencia profesional que ha contribuido a engrandecer el oficio de informar.

El periódico que hoy preside Jean-Marie Colombani, con una redacción encabezada por Edwy Plenel, sigue siendo en lo esencial el mismo que fundó Hubert Beuve-Méry. Lo sabemos bien cuantos hacemos EL PAÍS. Con la mitad de años de historia en nuestras espaldas, hemos encontrado siempre en Le Monde un referente imprescindible de excelencia y, desde hace media docena de años, un asociado profesional y empresarial leal y eficaz, que nos ha permitido multiplicar esfuerzos para una mejor cobertura de la actualidad internacional y abrir horizontes a una cooperación en negocios de la información a escala europea.

No es extraño que un diario que ha hecho de la independencia su principal patrimonio se convierta en diana de quienes lo preferirían más moldeable a presiones políticas o empresariales. En su condición de actor principal en la sociedad de la información, Le Monde está sometido al escrutinio público y su historia es rica en polémicas y críticas feroces. Pero el escandaloso libro aparecido días atrás en Francia, bajo el título La cara oculta de Le Monde, nada tiene que ver con la investigación o la denuncia periodística.

Algo sabemos en EL PAÍS sobre estos métodos. A ellos sólo cabe responder en el único terreno en el que la calumnia se halla en inferioridad: la transparencia informativa. Éste es el camino emprendido por Le Monde, que ha contestado punto por punto a la batería de acusaciones injuriosas de que ha sido objeto. El equipo directivo y profesional con el que casi a diario intercambiamos artículos y debatimos proyectos informativos nos resulta del todo irreconocible en el espejo deformante de este libelo escandaloso.

31 Marzo 2003

Mi vida con 'Le Monde'

Mario Vargas Llosa

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En los seis años que viví en París, leí religiosamente Le Monde, de lunes a sábado, a las tres de la tarde, en algún café de mi barrio. Mi admiración por ese periódico no tenía límites; me parecía encarnar todo lo que había hecho de mí, desde muy joven, un afrancesado convicto y confeso: su visión planetaria de la actualidad, su espíritu plural y abierto a la controversia, la seriedad de sus análisis; su rechazo del amarillismo y la frivolidad, la importancia que tenían las ideas y la cultura en sus páginas y su posición favorable a las causas de izquierda, sin por ello dejar de marcar una postura crítica frente al comunismo y la Unión Soviética. Era, por lo demás, uno de los pocos diarios -acaso el único en Europa- que en los años sesenta informaba sobre América Latina. Los artículos de Claude Julien dedicados a los problemas latinoamericanos eran, por lo general, rigurosos e iluminadores.

Cuando me mudé de París a Londres, a fines de los sesenta, seguí leyendo Le Monde, pero con menos entusiasmo que antes y de manera más crítica. Empezó a distanciarme de él la actitud sistemáticamente favorable del vespertino francés a las tendencias revolucionarias latinoamericanas -guerrilleras o no- aun en contra de gobiernos democráticos, a los que, como el de Fernando Belaunde en el Perú, las acciones insurreccionales de los grupos castristas contribuyeron a tumbar abriendo las puertas del poder, no al socialismo, sino a las dictaduras militares que en los años setenta se extendieron casi por todo el continente. El periódico mantenía un alto nivel intelectual, pero su línea ideológica me parecía representar ejemplarmente esa posición hemiplégica de tantos progresistas europeos, que defendían para sus países y Europa un socialismo democrático, pero, para América Latina y el Tercer Mundo, en cambio, la Revolución, o, en palabras de Gunter Grass, «seguir el ejemplo de Fidel Castro». En los años setenta ya no creo haber leído Le Monde sino excepcionalmente, sólo cuando ocurría algo grave en Francia. Este alejamiento me pareció más que justificado durante la campaña electoral peruana de 1990, en la que fui candidato, cada vez que, en las informaciones del prestigioso diario de mis amores juveniles, veía reproducidos algunos de los ataques y calumnias peores que fabricaban contra mí en el Perú los apristas y los comunistas.

Ahora bien, a mediados de los años noventa, mi secreto y algo traumático divorcio con Le Monde experimentó una reconciliación. Descubrí que nuestras posiciones -perdón por la petulancia- se habían acercado muchísimo hasta, en muchos temas, identificarse. El diario atacaba a la dictadura castrista y a otras satrapías de izquierda con tanta o más severidad que a las dictaduras militares de derecha, y, en economía, aceptaba el mercado, la empresa libre, la globalización, las privatizaciones. En otras palabras, el odiado liberalismo de antaño. En política, su compromiso con la democracia ya no abarcaba sólo al mundo desarrollado sino también al Tercer Mundo y su rechazo de los nacionalismos -incluido el francés- parecía bastante firme. ¡En buena hora! Volví a convertirme en lector de Le Monde y con satisfacción descubrí, alguna vez, que sus páginas hasta reproducían algunas de mis Piedras de Toque.

Esta evolución de la línea editorial hacia lo que yo llamaría la modernidad democrática y el realismo político es una de las cosas que más reprochan a Le Monde los periodistas Pierre Péan y Philippe Cohen en su libro La face cachée du Monde. Su durísima inquisición pretende demostrar que, además de traicionar sus orígenes, el diario francés ha acumulado tanto poder e incurrido en tales prácticas que se ha convertido en una verdadera amenaza para la institucionalidad democrática de Francia. He leído (con esfuerzo) las 634 páginas del volumen y esta tesis no sólo no está probada en ellas: a menudo, el tipo de argumentación que pretende justificarla resulta autodestructiva. El peor de los capítulos es, a este respecto, el 19, «Ils n’aiment pas la France…» (No quieren a Francia), según el cual, insistiendo en retomar de tanto en tanto el tema de las exacciones y crímenes cometidos durante la guerra en Argelia o la complicidad de muchos franceses con el régimen de Vichy, Le Monde incurriría en una tarea derrotista y denostadora de la Nación, en algo equivalente ¡a la traición a la Patria! Los autores del libro parecen bastante mal informados sobre la cultura francesa, una de cuyas manifestaciones más admirables es, precisamente, esa capacidad autocrítica, que, de Montaigne a Sartre, de Pascal a Rimbaud, de Voltaire a Gide y de los surrealistas a Foucault, ha sometido sistemáticamente a una revisión implacable todas las instituciones, los sistemas, los valores, las ideas y las formas, gracias a lo cual aquella cultura se ha mantenido viva y actual. Que gracias a Le Monde los intelectuales y políticos franceses se despellejen a sí mismos, y revisen su pasado y lo confronten con el presente, es una saludable tarea profiláctica, tanto política como moral, en la gran tradición de la cultura francesa, y el mejor servicio que un diario puede prestar a la democracia.

Buena parte de las acusaciones que el libro de Péan y Cohen presentan como espectaculares revelaciones son de una gran ingenuidad pues parten de una premisa imposible, aquella que, según decía Sartre, establece que, aunque todos los mirlos sean negros, éste -Le Monde- tendría que ser blanco. Si un periódico adquiere una gran influencia, es decir una cuota determinada de poder, ¿cabe concebir que no lo use? En el paraíso de los utopistas, tal vez, pero no en esta cruda y dura realidad del siglo XXI. Le Monde, o, mejor dicho, los tres malvados de la historia -Jean-Marie Colombani, Alain Minc y Edwy Plenel, a quienes el libro acusa de haber establecido una dictadura totalitaria en el diario- parecen haberlo hecho, por ejemplo para conseguir ciertos privilegios fiscales para la empresa o para facilitar la adquisición de otros órganos de prensa, pero ninguna de esas operaciones tan laboriosamente descritas en La face cachée du Monde tiene el cariz delictuoso con que están presentadas ni parece exceder el marco frío y a veces cruel en el que funciona la competencia empresarial en una economía de mercado.

Hay, por otra parte, en el libro, el empleo de algunas armas vedadas, intolerables para la ética más elemental, como utilizar las biografías de los progenitores de Colombani y de Plenel -el primero fue, al parecer, partidario de la incorporación de Córcega a Italia en tiempos de Mussolini, y el segundo simpati-zante de los independentistas martiniqueses- como parte del contencioso del que se responsabiliza a los hijos. Ni más ni menos que si éstos llevaran en los genes que heredaron de sus antepasados la vocación delictuosa y antipatriótica.

El libro de Péan y de Cohen enumera muchos casos en los que, por antipatía personal, descuido, cálculo comercial o prejuicio político, Le Monde hizo daño, ofendió y causó perjuicios, a veces grandes, a determinadas personas. Estoy seguro que, en muchos de los casos citados, esto es cierto, y, por supuesto, criticable y lamentable. No debería ser así, desde luego, y ese género de abusos, que por desgracia son tan frecuentes, es bueno que sean denunciados y -si ha lugar- sancionados por la justicia, o, por lo menos, por la opinión pública. Si una sociedad es abierta y plural, y existe en ella una justicia digna de ese nombre, el riesgo de que este tipo de abusos se cometan, disminuye, aunque no desaparece, pero eso no tiene que ver mucho ya con el funcionamiento de las instituciones sino con la naturaleza de las personas, que, como sabemos, no son ángeles, sino seres impregnados de instintos, pasiones, ambiciones, vanidades, que irremediablemente se infiltran en el quehacer profesional y a veces lo condicionan. No debería ser así, claro está. Pero siempre lo ha sido y también lo fue, sin duda, en las épocas en que dirigía Le Monde el mítico fundador, Beuve-Méry, quien, según los autores, debe estar ahora revolviéndose de indignación en la tumba al ver en lo que han convertido su periódico. Pues yo creo, más bien, que si Le Monde hubiera seguido siendo, en la actualidad, ese periódico que según los autores fue al principio, receloso del dinero, de la competencia, de la expansión y la modernización, puritano y monacal, habría desaparecido ya hace tiempo barrido por el implacable mercado, o sobreviviría en los márgenes de la vida francesa, con un devoto e insignificante número de lectores, como un exquisito anacronismo.

Ese es el mundo en que vivimos, nos guste o no, y, a menos que elijamos el de la ficción -hermosísimo mundo al que yo dedico la mayor parte de mi tiempo, por lo demás-, en éste de aquí y de ahora, Le Monde, con todos los defectos que tenga y los errores y atropellos que haya podido cometer, es un magnífico periódico, uno de los pocos que ha sabido resistir a la horrenda marea del sensacionalismo y la banalización que ha ido destruyendo a tantos de sus colegas en Europa y en América, hasta hacer del periodismo un puro espectáculo, sin ideas, ni principios y a veces hasta sin gramática. Ese tipo de periodismo serio, de análisis y de debate intelectual, en cuyas páginas hay un esfuerzo cotidiano para hacer pasar a la actualidad por la criba de la razón y para trascender lo puramente episódico, tratando de distinguir lo sustantivo de lo adjetivo en la historia que se hace y deshace cada día, es ya una rara avis en nuestro tiempo y uno de sus más tenaces mantenedores es Le Monde. No sólo Francia, la información y la cultura a secas estarían peor sin él.

Desde luego, ni Le Monde ni institución alguna deben estar a salvo de la investigación y de la crítica. Pero la que llevan a cabo Péan y Cohen mucho más parece un acto de venganza que un examen desapasionado y objetivo del que llaman, con ironía, «el periódico de referencia». Su susceptibilidad es excesiva. Por ejemplo, a mí me acusan de haber echado incienso injustificado a la gloria de Jean-Marie Colombani, por haber comentado en esta columna, favorablemente, su ensayo Tous Americains?, algo que, según ellos, el diario me habría retribuído -en un pacto mafioso- con una buena reseña de mi última novela. Cuando la suspicacia llega a semejantes extremos la argumentación pierde seriedad y se convierte en una pura manifestación de inquina personal. «El periódico de referencia» sobrevivirá a este brulote y también, creo, mi momentáneo idilio con Le Monde.