15 mayo 2025
Aumentan las peticiones en prensa y medios para que el Congreso retire la acreditación como periodistas a Bertrand Ndongo (Periodista Digital) y Vito Quiles (Estado de Alarma TV)


15 Mayo 2025
Civismo informativo en las Cortes
Una vez más, los malos modos de un agitador ultra han vuelto a interrumpir el trabajo de los periodistas en el Congreso de los Diputados. Dotado de una acreditación en vigor, Bertrand Ndongo interrumpió este martes la rueda de prensa de la portavoz de Sumar, Verónica Barbero, exigiéndole a voces un pronunciamiento sin respetar el turno de palabra e impidiendo el trabajo de los periodistas que esperaban poder hacer sus preguntas. Ante la imposibilidad de seguir la comparecencia con normalidad, los profesionales se retiraron de la sala y no acudieron en persona a más ruedas de prensa ese día, aunque, por supuesto, cubrieron la información.
No es la primera vez que incidentes de este tipo suceden en la sala de prensa del Congreso. Protegidos por la acreditación, varios agitadores ultras se hacen pasar por periodistas y se dedican a crear contenido supuestamente escandaloso para sus plataformas desde las cámaras, donde hacen gala de una agresividad que no solo tiene como objetivo a los diputados, sino también a los informadores que cubren la crónica parlamentaria. En febrero pasado, 80 profesionales de los más diversos medios se concentraron en la Carrera de San Jerónimo para protestar contra esta inaceptable situación, que coarta seriamente el derecho a la información de los ciudadanos.
El próximo martes, la Mesa del Congreso se reúne para iniciar el trámite de la reforma del reglamento, pedida en reiteradas ocasiones por las asociaciones profesionales. Lo hace inspirada por otros países europeos y limitada por una sentencia del Tribunal Supremo que delimita los términos por los que el Parlamento puede otorgar o no acreditaciones de prensa. El ejercicio de la información parlamentaria se sostiene en el respeto mutuo entre políticos e informadores y entre estos últimos. Comportamientos como los de estos agitadores suponen una violación de las normas profesionales, y los reglamentos parlamentarios (no solo el del Congreso) han de sancionarlos en consecuencia.
Sin embargo, ni siquiera esta mínima exigencia de civismo ha servido para convencer a Vox y PP. La respuesta de la formación de Santiago Abascal era de esperar. Su agresividad con los medios que no comparten su línea política es una constante desde su fundación, algo que llegó a su paroxismo en enero cuando incitó a agredir a periodistas “de izquierdas”. Pero que sea esperable no significa que sea aceptable. La actitud del PP es más incomprensible. Su portavoz, Miguel Tellado, ha hecho suyo el argumento de Vox de que lo que molesta de los agitadores ultras son “las preguntas incómodas”. Una declaración que es casi un desprecio profesional teniendo en cuenta que él mismo ha sido objeto de numerosas preguntas incómodas sin faltarle al respeto.
El Parlamento es la sede de la soberanía del pueblo español y símbolo máximo de su democracia. Exigir un comportamiento digno en sus instalaciones es una mínima obligación cívica que nada tiene que ver con la orientación ideológica. Corresponde a todos los grupos parlamentarios dar las herramientas a la Mesa para que la hagan cumplir.


17 Mayo 2025
Sobre Ndongo, Quiles y compañía
Ha salido en tromba la práctica totalidad del periodismo parlamentario español ondeando un editorial de El País en el que pedía civismo contra los «ultras» de la profesión, exigía la retirada de la acreditación en el Congreso y melodramatizaba sobre el deterioro de la democracia.
Es cierto que ha nacido una clase de informadores que, al calor de la crispación inducida por el Gobierno y de las bondades virales de las redes sociales, pertenece más a la categoría del activismo que a la del periodismo.
Pero eso no es nada nuevo: con otras formas, pero sobre todo con objetivos cinegéticos en la derecha, nació y creció Jordi Évole, para cuyo éxito nunca fue un problema utilizar parecidas herramientas a las que ahora se repudian en esos casos o en el de Cake Minuesa, intrépido reportero que de ser de izquierdas tendría programa nacional propio y acumularía premios tal vez.
No nos engañemos: no se proscribe el activismo, se rechaza que no se practique en la dirección correcta para el ecosistema falsamente progresista, ése al que nunca preocupa el qué y siempre se centra en el quién: si la esposa fuera de Rajoy o el hermano de Aznar, los mismos alaridos que dan ahora en defensa de la cochambrosa respuesta de Pedro Sánchez y sus mariachis, apelando a la máquina del fango para ahorrarse alguna explicación decente, tornarían en una campaña de presión hasta conseguir el derribo del Gobierno.
A mí nunca me gusta que el activismo sustituya al periodismo, y sin necesidad de criticar el arrojo de Vito Quiles o el talento de Jordi Évole, simplemente creo que su oficio es distinto al mío: una cosa es buscar la verdad y otra tratar, por todos los medios, que encaje en un relato previo que ya se ha decidido y todo lo más se quiere demostrar eligiendo los adornos que le confieran, sea como sea, apariencia de veracidad.
No hace falta, pues, censurar ni vetar ni perseguir a nadie, y mucho menos arrancarles un micrófono y arrojarlo a la vía pública, algo que de ocurrir con comunicadores del «lado bueno» motivaría una razonable protesta coral, incluyendo desde luego la mía: basta con decir que entre el espectáculo o el activismo hay la misma diferencia que entre el ajedrez y las damas, aunque ambos se jueguen en el mismo tablero.
La impostura de estigmatizar a unos y ensalzar a otros, prescindiendo de que el peor periodismo lo practican algunos de los más galardonados profesionales del ramo, más siniestros en sus cometidos pero más contenidos en las formas, esconde el verdadero problema alojado en la vigente democracia española, por inducción de un presidente del Gobierno que intenta manipular a la opinión pública y dotarse de impunidad con un pavoroso deterioro del Estado de derecho, consistente en asaltar todas sus instituciones para dar apariencia de legalidad al abuso reiterado, no solo hurtando su capacidad de frenarlos, sino transformándolos en blanqueadores de los mismos.
La manera de que un activista no tenga que asaltar a un dirigente político en la calle o en un pasillo, con formas inadecuadas pero algo mejores que las que sufre en sus propias carnes, es que no haga falta porque se respeta la liturgia de una democracia sana.
Que es bien fácil de definir: los periodistas preguntamos, en nombre del derecho constitucional a la información que delegan en nosotros los ciudadanos, y los cargos públicos responden. Unos con respeto, claro, pero otros con precisión.
A ver si el problema van a ser Ndongo o Quiles con un micrófono, utilizados luego para despreciar a todo el periodismo crítico en una causa general infame, y no todo un Gobierno persiguiendo a los periodistas, coaccionando a los jueces, subvencionando un periodismo sumiso, eligiendo quién y qué puede preguntar, legislando contra la separación de poderes, insultando día sí y día también a media España, y asaltando hasta el último rincón de Estado para fabricar un parque temático del sanchismo.
El drama no es que algunos pregunten, sino que el poder político ha dejado de responder y, aunque lleve la placa de sheriff, es en realidad el atracador.


23 Mayo 2025
En defensa de los 'agitadores ultras'
El Congreso de los Diputados ha dado este martes luz verde a una de las medidas más autoritarias de esta legislatura, que ya es decir: la reforma del reglamento para «frenar a los agitadores ultra», que es el sintagma eufemístico que se refiere a los reporteros que hacen preguntas incómodas al Gobierno y a sus socios. La medida, que permite a la Mesa revocar acreditaciones, sienta un precedente peligrosísimo por un motivo que se hace evidente a cualquier inteligencia mínimamente desarrollada, que es que, en lo sucesivo, los políticos van a fiscalizar a los periodistas. El lobo cuidando de las ovejas o los pájaros disparando a las escopetas.
Lo grave de este asunto es que la medida ha venido promovida y avalada por la propia Asociación de Periodistas Parlamentarios (APP), la autoerigida élite periodística que, de tanto pulular por los pasillos del Congreso y canapear con los portavoces, ha perdido totalmente el pulso de la calle. La realidad les ha pasado por encima y no soportan la idea de que un outsider con un micrófono, una cámara y un canal de YouTube tenga más poder e influencia que ellos, que se codean con Patxi López.
Lo que no sabe la APP es que esta medida se terminará volviendo en su contra. Como dice el poema: «Primero vinieron por…». Bueno, ya saben. Han lanzado un bumerán al cielo que, les advierto desde ya, les volverá (y golpeará) en cualquier momento: cuando no sean lo suficientemente adeptos al nuevo Régimen o cuando haya -Dios mediante- un cambio.
Si en un futuro no muy lejano PP y Vox tuvieran mayoría en la Mesa, nada podría impedir que se expulse del Congreso de los Diputados a personajes como Antonio Maestre, un tipo que miente sobre las profesiones de su padre (al que le ha atribuido ya como 33 distintas), crea perfiles (Miguel Lacambra) para firmar artículos al dictado de Moncloa y se inventa agresiones. Un tipo mentiroso, violento y que practica el acoso (sobre todo a mujeres y jóvenes), pero que cuenta con el apoyo de quienes se han posicionado contra los pseudoperiodistas ultras. Muy revelador.
Digo que la normativa permitiría expulsar a tipos como Antonio Maestre o medios como Canal Red, sin pestañear, pero eso no significa que lo defienda. La (falta de) hipocresía es lo que nos distingue de ellos. Yo prefiero que el periodismo peque por exceso que por defecto, y me fijo más en el fondo que en las formas. No me molestan quienes incomodan a los políticos, sino quienes compadrean con ellos, y estos son -cómo no- los que Francina Armengol quiere ver por los pasillos del Hemiciclo. Pero sobre todo, y bajo ningún concepto, estoy dispuesto a aceptar que sean los políticos quienes se arroguen la potestad de decidir quiénes son y quiénes no son dignos de estar ante su presencia.
Tendría sentido ponerse dignos con quienes se exceden en sus formas si el resto de periodistas acreditados estuvieran cumpliendo con el fondo de su trabajo. Esto es, si a Óscar Puente se le preguntase en los pasillos del Congreso por el lamentable funcionamiento de los trenes y no por el concierto de Taylor Swift, o si se expusiera el infame pasado de Mertxe Aizpurua en lugar de nominarla a premios por su «relación con la prensa» en eventos en los que se reparten canapés y champán. Brindar con la proetarra que señalaba a objetivos políticos de ETA desde el diario Egin resulta el summum de la educación para los palmeros.
Si tanto molesta a algunos el actual funcionamiento de las ruedas de prensa en el Congreso, la solución es muy fácil: que se repartan los turnos de pregunta sin vetar a los medios incómodos, de modo que no tengan que saltarse a otros colegas, y que los medios oficialistas comiencen a hacer periodismo y dejen los masajes de sauna norcoreana. Sería una buena manera de neutralizar a aquellos que llaman ultras.
Del mismo modo que Desokupa existe porque la ley protege al infractor, los agitadores ultras aparecen en el Congreso de los Diputados porque los periodistas parlamentarios hace tiempo (concretamente, desde que gobierna Pedro Sánchez) que dejaron de fiscalizar al poder político. Pero lo fácil, y lo propio de una sociedad tan hipócrita como la contemporánea, es poner trono a las causas y cadalsos a las consecuencias.