22 febrero 2003

Aznar escenifica su apoyo a George W. Bush en la inminente invasión de Irak por parte de los Estados Unidos de América con una visita a su rancho personal

Hechos

Fue noticia el 21 de febrero de 2003.

22 Febrero 2003

A la guerra con Bush

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

Leer

Los elogios de Bush a un satisfecho Aznar en su rancho tejano de Crawford han escenificado el giro radical que le ha dado el dirigente del PP a la política exterior española. Muy lejos ha ido Aznar en Crawford: prácticamente avaló ayer el intento de Bush de legitimar la guerra mediante una nueva resolución que simplemente constate que Irak no ha cumplido con sus obligaciones. El presidente del Gobierno, con extrañas modulaciones en su entonación y los nervios visibles por la solemnidad del momento, vinculó las discusiones sobre esa resolución con las detenciones de miembros de ETA ayer en Francia (no en España, como dijo). Bush reiteró que si el Consejo de Seguridad rechazaba la resolución dejaría de ser «relevante» y se mostró dispuesto a ir a la guerra cuanto antes. Aznar, en persona, y Blair y Berlusconi, conectados telefónicamente, avalan así un forcejeo con la legalidad internacional que puede llevar a su quebranto.

La posición internacional del Gobierno, en flagrante divorcio con la opinión pública española, no es fruto de un súbito y coyuntural cambio oportunista, sino que representa la culminación de la apuesta que hizo Aznar desde su llegada a La Moncloa por una relación mucho más profunda con la única superpotencia, a costa de alejarse del corazón de Europa. Esa política se ha mostrado de forma descarnada después del 11-S y en la preparación de la guerra contra Irak. Es una apuesta arriesgada, que puede convertir a España en pieza crucial de la política de Washington en Europa, a costa de la construcción europea, tan esencial para la posición de España en el mundo y para su cohesión interna.

Aznar conoce desde hace meses las intenciones del presidente estadounidense, y seguro que éste conoce las de Aznar, cosa que no puede decirse del Parlamento español, donde no se ha entrado todavía en el meollo de la posición que debe sostener España en el Consejo de Seguridad, ni se ha debatido cómo se compatibiliza su entrega a la voluntad de Washington con los lazos que mantiene nuestro país con América Latina y con los países mediterráneos. Si la guerra es corta, o cae Sadam Husein sin necesidad de que empiece el ataque, si además las fuerzas de ocupación de EE UU son aclamadas en Bagdad -una perspectiva no descartable, que no justifica la guerra-, Aznar puede convertirse en socio privilegiado y triunfal de la potencia imperial. Algo que siempre ha buscado y que se ha visto facilitado por la llegada de una Administración archiconservadora en Washington. Ésta es su apuesta.

Este cambio también responde a una idea de Europa distinta: más descoyuntada tras la ampliación, con un menor peso de París y Berlín, y menos dinero de las arcas comunitarias para España, lo que reduce la dependencia de Alemania, con olvido ingrato de lo que han supuesto esas transferencias en el crecimiento español. Los nuevos socios no sólo son más pobres, sino también más proamericanos, y en eso, más cercanos a la visión de Aznar, convencido partidario de la OTAN antes que de una política exterior y una defensa común. Es la nueva Europa que ensalzó el secretario de Estado de Defensa, Donald Rumsfeld, organizada por el eje Londres-Madrid-Roma alrededor del magnetismo de Washington, en contraste con la vieja Europa franco-alemana, en la que Aznar no deja de sentirse periférico.

Como parte del forcejeo para obtener la luz verde del Consejo de Seguridad, la derecha norteamericana ha convertido en deporte predilecto la denigración de Francia. Al mismo ejercicio se están librando algunos sectores de la opinión aznarista, sin atender a que perjudica directamente los intereses españoles, incluida la lucha contra ETA, en la que Francia aporta mucho más que EE UU, como ayer mismo se puso de manifiesto. Europa se ha construido sobre dos bases que siguen siendo necesarias, aunque ya no suficientes: el entendimiento entre Francia y Alemania y las relaciones transatlánticas. Más que la relación con EE UU, el multiplicador de influencia para España en la esfera internacional es su participación en el corazón de una Europa dinámica. Una buena parte de América Latina busca en España ese puente hacia una Europa que le permita un respiro frente al enorme vecino del Norte. Aznar ha podido comprobar a su paso por México -donde Fox no dio su brazo a torcer respecto a su posición en el Consejo de Seguridad- el daño que le hace su pleno alineamiento con Bush a las relaciones con Iberoamérica.

Aznar ha puesto patas arriba los pilares de la política exterior española. Para que sean sólidos, deben reposar sobre el consenso político y un amplio apoyo de la opinión pública. Ambas cosas le faltan ahora a Aznar: ni tiene apoyo de la opinión ni cuenta con consenso político.

04 Marzo 2003

Amenaza de tormenta

Juan Luis Cebrián Echarri

Leer

En su libro Amenaza de Tormenta (The Threatening Storm), el ex agente de la CIA y experto en Oriente Próximo Kennet M. Pollack describe los efectos probables de la inminente invasión de Irak. En el mejor de los casos, si la gran parte de su ejército no apoya a Sadam Husein y la resistencia en las ciudades es pequeña, habrá «sólo unos pocos cientos de americanos muertos en combate» y apenas unas semanas de operaciones; en el peor, si los soldados iraquíes mantienen su solidaridad con el régimen y se enquista la resistencia en Bagdad, los ejércitos de Bush y de sus aliados podrían contabilizar hasta diez mil cadáveres y la guerra prolongarse durante medio año. Como la virtud suele residir en el término medio, el clarividente analista cree que apenas un tercio de las fuerzas armadas mantendrán su apoyo al dictador y que los marines tendrán que librar algunas batallas urbanas, por lo que lo más probable es que mueran entre quinientos y mil invasores y que el conflicto acabe a los dos meses de empezar. Del número de bajas iraquíes, militares o civiles, ni una sola palabra.

La obra de Pollack ha sido un best-seller en Estados Unidos y parece el guión de lo que el Pentágono debe hacer o no en esta crisis. Como trabajó para la Administración demócrata y es un universitario laureado por Yale y el Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT), sus argumentos a favor de la intervención militar han sido extremadamente útiles al equipo de halcones de la Casa Blanca que defienden la teoría del ataque preventivo frente a la amenaza que Husein representa para la paz mundial. Y ahí reside precisamente el meollo del problema, porque después de tantas argumentaciones a favor de la ofensiva, tratando de ligar al Gobierno iraquí con las actividades de Al Qaeda, describiendo los horrores indudables del régimen de Bagdad y husmeando la improbable existencia de armamento nuclear en sus bodegas, lo que permanece es la decisión irreversible de eliminar cuanto antes al sátrapa y de implantar una Administración favorable a los intereses occidentales en la zona. Por eso es irrelevante para el comienzo o no de las operaciones militares que Husein destruya sus misiles o que los inspectores encuentren un arsenal químico (de improbable efectividad si no está almacenado en condiciones estables que garanticen su potencia mortífera). No se trata únicamente de desarmar al monstruo, sino de eliminarlo, primero, y sustituirlo, después, por un gobernante amigo que goce de la protección de un ejército de ocupación yanqui capaz de avalar el nuevo orden mundial en el área. Eso permitiría retirar gran parte de las tropas estacionadas en Arabia Saudí, cuya monarquía ha financiado generosamente los movimientos fundamentalistas islámicos, controlar las fuentes del petróleo y mantener una gendarmería fuertemente armada en el vestíbulo del Asia Central cara al nuevo milenio: el del despertar de China como único poder alternativo al imperio americano, el más benigno de cuantos ha conocido la historia, en palabras de Hugh Thomas, pero no por eso menos imperial.

Cualquier visitante ocasional de Estados Unidos puede comprobar hoy dos cosas. La primera, que el país se encuentra aterrorizado, no sólo por los efectos devastadores de los ataques del 11-S, sino debido a la constante alarma creada entre la población por sus propios gobernantes. Hace unas semanas las gentes se abalanzaron sobre los supermercados y acabaron con las existencias de alimentos y agua, siguiendo las instrucciones dadas por las autoridades a través de la televisión: se trataba de acumular pertrechos frente a la eventualidad de un gigantesco nuevo ataque terrorista. Y hace apenas cinco días decidieron pasar del estado de alarma naranja nacional a la alarma amarilla: la naranja representaba la última gradación antes del indicativo rojo, avisador del máximo peligro. La segunda observación es que la opinión pública americana se halla cada vez más dividida respecto a esta guerra, pese a que la política del presidente Bush recibe todavía un 57 por ciento de apoyo según las encuestas. La comunidad intelectual y el mundo de los negocios comienzan a preocuparse seriamente por el distanciamiento de los tradicionales aliados europeos y la creciente oleada de protestas internacionales. Pese a haber sido Nueva York el escenario preferente del 11-S, y pese a que la ciudad se mantiene en un estado de depresión colectiva dieciocho meses después del derrumbe de las Torres Gemelas, no es en la costa oriental, sino en el Medio Oeste, la llamada América americana, donde la estrategia del Pentágono parece contar con más adeptos. Sin embargo, los líderes del Partido Demócrata, los hombres de negocios y los escritores y artistas muestran todavía enormes cautelas a la hora de pronunciarse públicamente contra la política oficial, temerosos de que les traten de traidores o antipatriotas, mientras numerosos columnistas de prensa tienden a confundir las masivas manifestaciones antibelicistas registradas en Europa con un primario sentimiento de antiamericanismo. De modo que en determinados sectores populares crece la incomprensión frente al extranjero, considerado antes que nada como un sospechoso en los controles de seguridad de los aeropuertos y de los grandes edificios de oficinas.

El ataque contra Irak era algo predecible desde los acontecimientos del 11-S y tras la definición del eje del mal por el inquilino de la Casa Blanca, pero el paso del tiempo conspira contra esa decisión. La existencia, quizá por primera vez en la historia, de una opinión pública global contraria a la intervención armada, las dificultades interpuestas por los aliados, la oposición creciente de muchos parlamentos a las directrices de sus gobiernos y la soledad en la que se debaten los adalides de la guerra hacen suponer que el presidente americano no ha de perder mucho más el tiempo. Algunos ponen de relieve que si la intervención hubiera tenido lugar, aun unilateralmente, en el marco de las operaciones de represalia contra el terrorismo de Al Qaeda, la protesta internacional habría sido mínima y, a estas alturas, cuando sólo queda año y medio para las elecciones, podría haberse terminado con todo el asunto y estar inmerso el equipo gobernante en la tarea de recuperar la economía, condición cada vez más indispensable para renovar el mandato presidencial. Un revés en la guerra que, en el escenario pesimista previsto por Pollack, prolongue las operaciones y multiplique las bajas americanas, sería también letal para los deseos de reelección del presidente, sin tiempo ya para reaccionar. Por eso es previsible que este mes marque el comienzo de los bombardeos y la subsiguiente invasión. Eso permite suponer que aunque la guerra siga siendo evitable, cada vez lo será menos, habida cuenta de la creciente concentración de tropas y la exigente radicalidad de las demandas sobre la inmediata desaparición del mapa de Sadam Husein. Las próximas votaciones en el Consejo de Seguridad han de adquirir más que nada un contenido moral, y de ellas no ha de depender tanto la decisión que tome el Pentágono como el reparto del previsible botín cuando comience la reconstrucción de Irak por aquellos que se aprestan ahora a destruirlo. Quiero decir con esto que una más que improbable retirada del sumiso apoyo que el Gobierno español está prestando al norteamericano no serviría de hecho para evitar el desastre, pero desde luego valdría para devolver un poco de dignidad a nuestra política.

Es precisamente sobre el contenido moral de nuestras opciones sobre lo que ha versado recientemente el discurso de los líderes del Partido Popular, que acusan de oportunistas o ingenuos a quienes se pronuncian contra la invasión, incluso si es la Santa Madre Iglesia quien lo hace, y obvian cualquier debate sobre la responsabilidad ética de quienes desean enviar las tropas a matar y a morir, a destruir hogares y patrimonios y a devastar por completo un país cuyos odiosos dirigentes han gobernado durante años como una finca particular gracias al favor y la complicidad de sus actuales enemigos. Las decenas de miles de previsibles víctimas civiles, ciudadanos indefensos, ancianos y niños, que han de morir en la conflagración, las que resulten de la balbuciente capacidad de defensa iraquí, la repetida violación del derecho internacional por ambos bandos y la utilización de inmensos recursos de los contribuyentes -también, en su debida proporción, de los españoles- resultan argumentos pequeños a la hora de torcer el rumbo de quienes, con desvergüenza memorable, tratan de ligar la lucha contra el terrorismo etarra al bombardeo y ocupación de Irak. Pero el más inmoral de los razonamientos es el que señala que nuestro Gobierno se ve obligado a ejercer sus responsabilidades al margen de los deseos e indicaciones de la opinión pública, como si al cabo no fuera el representante de ésta o como si hubiéramos recuperado el estribillo, tantas veces entonado por los viejos franquistas, de que los españoles no están preparados para la democracia.

El profesor John H. Hallowell recuerda que si la política real deja de conformarse a la idea de la democracia, no es el concepto de ésta lo que falla, sino la práctica misma de la política, «que debe ser entonces calificada de no-democrática». Comentando estas palabras, José Luis López Aranguren señaló en su día que la realidad política está constituida ante todo por la estructura y el funcionamiento del poder. Por eso puede suceder que un poder elegido democráticamente se conduzca como no-democrático: a ello se refieren los teóricos cuando hablan de la legitimidad de ejercicio, al margen la de origen, y eso es lo que ponen de relieve los recientes comportamientos de los diputados del Partido Popular en su posición ante la guerra. La inmensa mayoría de ciudadanos y líderes sociales españoles que se oponen a ella no sólo están haciendo uso de su libertad de expresión, sino que aspiran a condicionar efectivamente las decisiones del poder al que, en ningún caso, consideran haber dado un cheque en blanco para que haga lo que le pete. De modo que, lejos de ser admirable la entereza de un político que asegura hacer lo que tiene que hacer aunque eso le cueste muchos votos, a mí me parece detestable la idea de que quienes tomen las decisiones en el Parlamento y en el Gobierno se sientan llamados a hacerlo guiados por su sola conciencia, de espaldas a la de los votantes que les han elegido.

Ante la formidable amenaza de tormenta que se cierne sobre el mundo, la recuperación de la dignidad, oponiéndose al aventurerismo bélico del presidente Bush, permitiría al señor Aznar y su Gabinete ejercer la defensa de nuestras posiciones comerciales y políticas respecto a los dos primeros clientes de nuestro país, Francia y Alemania; potenciar la solidaridad de París en su lucha contra el terrorismo vasco; descubrir nuestro papel mediador en el Mediterráneo; contribuir a la construcción de la Europa unida y abrir un debate sobre los verdaderos intereses -después de establecer los principios- que han de guiar la política exterior española, lejos de la facundia y el ánimo belicista que hoy la inspiran. Pero nuestros gobernantes han elegido ya el arrogante papel de señores de la guerra, mostrándose del todo indiferentes ante la sangre que haya de verterse y ante los daños físicos y morales que puedan derivarse. Al fin y al cabo, sólo hablamos de unos pocos de cientos o miles de soldados americanos muertos, y de una pequeña o grande multitud de iraquíes a los que es preciso liberar de los grilletes del dictador, aun si al hacerlo provocamos que paguen nuestro triunfo con sus vidas.

04 Marzo 2003

Sr. presidente

Baltasar Garzón

Leer

Le escribo estas notas de urgencia con la ansiedad de quien se hace múltiples preguntas y apenas encuentra respuestas, y casi con la certeza de que difícilmente se pueda conseguir alguna fórmula que haga reflexionar a quienes -como usted- dirigen esta locura, con una sordera tan desconcertante como peligrosa, que nos conduce hacia una deriva y un desequilibro emocional y psíquico del que la generalidad de los españoles saldremos con dificultad.

A veces, señor presidente, me da la sensación de que enfrente no tenemos políticos -utilizo el término en el sentido clásico del mismo y no en la derivación utilitarista que muchos le dan ahora-, sino muros de piedra resbaladiza por la humedad y el humus pestilente de quienes carecen de sentimientos.

No recuerdo un grado de protesta y de auténtica rebelión popular como el que su postura, señor presidente del Gobierno, está generando en todos los estratos y clases sociales españoles. Tampoco recuerdo mayor grado de cinismo en algunos líderes políticos, que utilizando toda la demagogia y la manipulación de los medios de comunicación que controlan confunden gravemente a los ciudadanos jugando con su seguridad y sometiéndolos a un «bombardeo» constante de mentiras y medias verdades que apenas les dejan respirar.

Como no aspiro a ningún puesto, ni a ningún nombramiento, y ni tan siquiera me preocupa perder el que ahora tengo, disfruto de la libertad suficiente para escribir y decir «Basta ya»; perdónenme los abnegados luchadores de esta plataforma por hacer mía esta expresión que tan valientemente defienden con su actuación insumisa, pacífica y beligerante frente al terror, pero también aquí se trata de luchar contra la violencia dialéctica institucional impuesta por unos gobiernos mutantes de la realidad que, día a día, menosprecian a aquellos que les hemos dado legitimidad democrática en las urnas con nuestros votos, positivos o negativos, obligándonos a la aceptación de una realidad inexistente y a un estado de cosas, creado a propósito por alguno de ellos, para justificar ahora la pesadilla que sufrimos la mayoría en todos los países de la Tierra.

En el último mes -desde el 27 de enero de 2003 al día de hoy-, señor presidente, he seguido, como tantos otros, los debates en el Parlamento español sobre la guerra de Irak, así como las noticias de los diarios, los debates y las imágenes en las televisiones, y especialmente los esfuerzos de usted y del señor Blair -el señor Bush ya ni lo intenta- para explicar su postura y justificar la disociación de la misma con la de los ciudadanos de Gran Bretaña y España.

He comprobado cómo una vez más se impone la ley no escrita de la sumisión acrítica de los diputados del Grupo Popular y, cómo algunos, en forma desafortunada, insultaban a los actores que dignamente discrepaban en silencio desde la tribuna, o lanzaban improperios a la oposición por su discrepancia democrática, y, sobre todo, cómo adulaban con la sonrisa y el aplauso a su líder, es decir, a usted; y he sentido miedo, un miedo frío, físico, palpable y denso como el chapapote; pero también he constatado cómo alguno de ellos, al aplaudir y al sonreír, se removía en su escaño, sin duda pensando en la vergüenza que tendría que pasar cuando, al llegar a su casa, tuviera que mirar a sus hijos, a sus padres, a su esposa o a su marido y explicarles lo inexplicable. A estos últimos me dirijo, pidiéndoles que expresen lo que sienten y que actúen en consecuencia.

No han sido uno, ni dos, ni tres, sino decenas y decenas de militantes y votantes del partido que preside, con los que he tenido oportunidad de hablar, y en todos he hallado un rictus de amargura por su posición, y una preocupación verdadera por la deriva que ha tomado y que, para ellos, compartirla roza el problema de conciencia. Pero, a la vez, y lo digo con el cariño que le tengo a algunos, callan en forma cobarde, temiendo las «consecuencias» de su discrepancia ante sus dirigentes. Por mi parte siento pavor de que su miedo, el de «prietas las filas, recias, marciales, nuestras escuadras va…» o el de las apelaciones del señor Rajoy «al orgullo, al honor y las convicciones», se confundan con mi miedo y el de los españoles que, en defensa de nuestra patria, nos oponemos a una guerra injusta desde la libertad y la coherencia.

Señor presidente, cuando usted y los dignos representantes parlamentarios elegidos por el pueblo recibieron la legitimidad que otorgan los votos de los ciudadanos -esos que tan pronto olvidan algunos de ustedes cuando han conseguido el escaño y de los que no vuelven a acordarse hasta que necesitan pedírselo de nuevo-, la obtuvieron para representarlos y defenderlos; pero el mandato no incluía las cartas marcadas, no suponía la actuación en contra de aquella confianza ni a favor de una posición sobre la guerra que tan sólo defiende una minoría -por lo demás, poco informada- ni de los intereses a favor de unos líderes que quieren ocupar un lugar en la historia a costa del sufrimiento de todos. Creo, humildemente, que entre las obligaciones que ahora deben cumplir está la de sumarse al grito de oposición a la guerra y hacerlo abiertamente en el ámbito de sus competencias. Como ciudadano, tengo derecho a pedírselo, e incluso exigírselo, porque el derecho a la paz es mi derecho y la guerra es la negación de este derecho, y de la justicia más elemental, a la vez que la derrota de todos.

Ninguna disciplina de voto puede obligarles a votar por encima de aquel derecho. Y, si finalmente lo hacen, no olviden su responsabilidad en la masacre que se anuncia, porque ustedes son responsables directos si avalan esta locura. Ningún reglamento de régimen interno les obliga a votar en contra de su conciencia, pero si a pesar de ello ustedes votan en contra de aquel derecho, no olviden que serán responsables de cada una de las vidas que se pierdan en esta posible guerra, incluida la de los soldados españoles que sean enviados al escenario del conflicto. Ninguna sanción administrativa, ni incluso la pérdida de expectativas de una inclusión posterior en listas electorales, les obliga a votar en contra de aquel derecho, pero si a pesar de ello lo hacen, no olviden, ni por un momento, al margen de lo que digan sus líderes, que ustedes serán responsables del desastre humanitario que se cierne sobre todos.

Ustedes deben decidir en qué bando juegan, si en el de la legalidad internacional y nacional, pero la real, no la del marketing, ni la fatua, ni la de las palabras huecas, o en el bando de la falsedad y del interés oculto de unos pocos que pretenden sobornar nuestras conciencias ofreciéndonos las riquezas de las minas del Rey Salomón.

He observado con atención la actividad desplegada por usted, señor presidente, en diversas partes del mundo, sus reuniones con diferentes líderes, incluso con Su Santidad el Papa Juan Pablo II, y ello está bien, pero no acabo de entender cuál es la razón última de tanta acción en «primera línea». No sé si es la finalidad de obtener el reconocimiento de gran estadista la que le guía, o es la necesidad de comprensión la que le motiva, o en fin, la urgencia de obtener un perdón preventivo por sus acciones. En todo caso, sería muy fácil para usted conseguir esas finalidades sin poner en riesgo valores esenciales; bastaría con sumarse a la postura que todo el mundo civilizado, y los líderes políticos más dispares -franceses, alemanes, rusos, sirios, chinos…- mantienen. Ésta sí es una apuesta por la paz. ¿Qué hará usted, señor presidente, si el Consejo de Seguridad no aprueba la resolución que usted ha preparado con los señores Blair y Bush?

Ustedes dicen que están agotando todas las posibilidades y afirman que Irak ha incumplido la resolución 1.441 y por ello quieren dar vía libre a la guerra; entonces, ¿a qué viene el paripé de tantos contactos y visitas y sin embargo no hacen ninguna a Irak para hablar con su enemigo?; ¿cuál es la razón de esa segunda resolución, cuando los inspectores están haciendo su trabajo bien? Miren, yo pienso que sólo es la excusa que la Administración norteamérica necesita para iniciar un ataque que ya tiene decidido. Señor presidente, ¿cómo puede usted hablar en referencia a la decisión iraquí de destruir los misiles Al Samud 2 como «juego muy cruel con el deseo de paz de millones de personas en el mundo»?. No se ha dado cuenta de que estos millones que usted cita están a favor de que no se intervenga en Irak, es decir, en contra de su postura, la del señor Blair y la del señor Bush. ¿Cuándo se darán cuenta de que es necesario algo más que palabras grandilocuentes, alambicadas o estentóreas, para convencer a los ciudadanos? Señor presidente, Turquía -cuyo Parlamento ha dicho no- recibirá treinta mil millones de dólares por su colaboración, ¿cuál es el precio que pagaremos por prestarnos a esta farsa? Pero no olvide que dicho precio estará manchado de la sangre de muchos inocentes y ello les avergonzará para siempre.

Siento que la palabra Paz se está prostituyendo de tanto usarla mal. Excepto para todos aquellos que estamos entendiendo y viviendo que es la primera vez en la historia de la humanidad en la que, saliendo a la calle o de cualquier otra manera, estamos creando una «Revolución por la Paz». En general, somos personas que la pronunciamos poco, pero la defendemos con nuestras acciones, desde cada uno de nuestros puestos de trabajo y responsabilidad, y si hace falta la gritaremos una y mil veces.

Mire, señor Aznar, el día 15 de febrero de 2003 sentí un orgullo que difícilmente podrá entender. Mis hijos y mi mujer estuvieron conmigo en la manifestación, codo con codo, gritando a favor de la paz. Vi sus caras y su decisión, como la de tantos miles y millones de personas, y ellos me han reconfortado como padre y como ciudadano y me han transmitido la fuerza que necesitaba para seguir.

Después de todo lo dicho quiero hacer un esfuerzo y entender por qué nuestro Gobierno -o mejor dicho, usted, señor presidente- se ha encastillado en una espiral que puede llevarle a una especie de suicidio político; para ello he decidido parar de escribir y continuar dos días después de meditar sobre ello. Durante estas 48 horas he pasado revista a las explicaciones de Ana Palacio; a todas las opiniones, entrevistas y ruedas de prensa que usted, señor presidente, ha expresado y realizado; a todas las comparecencias del portavoz del Gobierno; a los debates parlamentarios; a las comparecencias en el Consejo de Seguridad; a las estrambóticas ruedas de prensa del secretario de Defensa norteamericano; a las de la consejera de Seguridad, Condoleezza Rice; a las del propio George W. Bush, y, cómo no, a las del señor Blair. Pues bien, entiendo la postura de EE UU; también, aunque menos, la de Gran Bretaña; pero la que no comprendo es la suya, señor presidente, la cual me parece más dura y más extrema que la de aquéllos, a pesar de la aparente moderación que emplea en sus comparecencias públicas para intentar explicarla.

Veamos, primer asunto: el terrorismo. No creo quebrantar ningún secreto profesional si digo que, al menos hasta donde yo conozco, no existe al día de hoy ni un solo indicio de que la implicación de Sadam Huseim con Al Qaeda existe. Quien acusa tiene la carga de la prueba y no puede desplazar esta obligación a otros, y ustedes no han aportado esa prueba.

Segundo asunto: violación de derechos humanos. Hasta ahora sólo se ha hablado y, ello es cierto, de las violaciones masivas de los derechos fundamentales por parte de Sadam Huseim, pero nada se habla de las violaciones de los derechos humanos que Estados Unidos está cometiendo en forma flagrante y reiterada con los más de mil talibanes detenidos en Guantánamo; y de los que también se hallan en idéntica situación en Afganistán y Pakistán bajo el control norteamericano, o de los más de cien detenidos en EE UU en lugares desconocidos, simplemente por su situación irregular y por su vinculación étnica árabe y cuyo paradero no se da por razones de «seguridad nacional». A todos ellos no se les ha permitido contactar con familiares, abogados, y sus condiciones de vida son infrahumanas, desde hace más de un año. Y frente a esto, señor presidente Aznar y señor primer ministro Blair, ¿qué dicen y qué hacen ustedes?, ¿por qué no se ha tratado este tema en la reunión del rancho del señor Bush en Tejas?, o ¿por qué no exigen a éste un pronunciamiento claro y definitivo para que cese esa situación de ilegalidad? ¿Cómo se puede apoyar a un líder o a un país que está violando groseramente los mismos derechos que dice defender?

Tercer asunto: Se acabará con las armas de destrucción masiva, las armas químicas y la amenaza terrorista que representa Sadam, si éste se exilia o se le elimina. Realmente pueril esta argumentación. Lo único que va a generar esta injusta guerra es, por una parte, una quiebra ya inevitable de la legalidad internacional, y por otra, el aumento del terrorismo integrista a medio y largo plazo, el cual hallará una plataforma de justificación objetiva, de la que ahora carece. Su crecimiento en otros puntos del planeta, entre ellos España, como dijo Tarek Aziz, sin que se apreciara tono amenazante en su afirmación, sino constatación lógica de los hechos, es algo tan evidente como terrible y usted no quiere o no sabe verlo.

Señor presidente, evitar esta guerra en ciernes es misión de todos, y debe darse cuenta de que millones de ciudadanos ya hemos comenzado a dar forma a la «Revolución por la Paz» y hemos ganado frente a usted y sus «compañeros de aventura» la «moción de censura» que les obliga a abandonar su postura, a dar más tiempo a los inspectores y a cumplir la legalidad internacional y, a su vez, les niega el derecho de instar una nueva resolución que dé vía libre a la guerra.

Señor presidente, con respeto pero con enorme firmeza, le digo que usted no puede ni debe ir de la mano de quien está haciendo gala con su política de la consumación de la doctrina de «los espacios sin derecho»; ni de la mano de quien se ha desvinculado de la Corte Penal Internacional; ni unido a quien, de hecho, está construyendo espacios de impunidad que perjudican a la comunidad internacional: ¿acaso usted tampoco cree en la justicia internacional?

08 Mayo 2003

Listas sin concepto

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

Leer

Aznar ha conseguido una «primera consecuencia» de su total alineamiento con Bush en la guerra de Irak: que Estados Unidos incorpore a Batasuna y sus otras marcas (HB y EH) a su lista de «organizaciones terroristas extranjeras», que desde hace años ya incluye a ETA, algo que en sí mismo no justifica en absoluto el apoyo del Gobierno a la invasión de Irak. Powell firmó la orden el 30 de abril, la víspera de su visita a Madrid, pero el gesto no se hizo público hasta ayer, como regalo de Bush a Aznar a su llegada a Washington, y para evitar que estos grupos movieran el dinero que pudieran tener en cuentas en EE UU. La decisión prohíbe cualquier trato financiero, incluidas las donaciones, con Batasuna y la entrada de sus representantes en el país. Aunque la medida es más simbólica que práctica, es un grado más en la presión sobre la organización terrorista.

La víspera, ante el Consejo de Seguridad de la ONU, Aznar sugirió la elaboración de una lista mundial de grupos terroristas como parte de un ambicioso plan de tolerancia cero. La propuesta no tuvo una acogida calurosa, hasta el punto de que el embajador británico vino a recordar que difícilmente se podía elaborar una lista cuando la ONU, pese a intentarlo desde 1972, carece de algo tan elemental como una definición acordada de terrorismo.

Una cultura común, como hay en la UE o con EE UU, puede llevar a compartir una definición de lo que constituyen «delitos de terrorismo», especialmente porque son más reconocibles cuando actúan en, y contra, sistemas democráticos. Pero no hay un concepto universal del uso del terror con fines políticos. Aznar considera que el terrorismo es uno solo y que «no hay terrorismos domésticos y terrorismos internacionales, viejos y nuevos, de primera y de segunda». Ésta es una lectura simplista de la historia. Una etiqueta que englobe a todas las formas de violencia política no ejercidas desde los Estados sirve más para confundir que para aclarar. Crea por amalgama el fantasma de un nuevo enemigo que podrá dar pie, como reacción, a políticas de restricción de libertades o a una guerra preventiva, sin ir más lejos.

En el momento en que España preside el Comité de Lucha contra el Terrorismo del Consejo de Seguridad, creado a raíz del 11-S, se echan en falta referencias por parte de Aznar a las causas que alimentan estos fenómenos y que en ocasiones tienen que ver con la violencia que a su vez practican algunos Estados ilegítimos. Entre las medidas propuestas, plantea la creación de un mecanismo institucional para dar voz en la ONU a las víctimas del terrorismo, pero no a quienes sufren otras formas de violencia muy próximas, como son las múltiples víctimas civiles, colaterales, del Ejército israelí contra los palestinos. «El terrorismo es asunto de todos», como afirmó Aznar. Sin duda es imprescindible la cooperación internacional para combatirlo. Pero ni todos los terrorismos son iguales ni se combaten con los mismos instrumentos, ni hay que creer ahora que la lucha contra ETA se resolverá en la escena mundial.