2 octubre 2018
Crimen de Estado: agentes de Arabia Saudí asesinan al periodista opositor Jamal Khashoggi en su embajada de Turquía y los investigadoras culpan al príncipe Mohamed bin Salmán
11 Octubre 2018
Crímenes de un tirano impulsivo
Mientras Trump se relamía con los éxitos cosechados en una sola semana —copo conservador del Tribunal Supremo, acuerdo comercial con México y Canadá e inmejorables cifras del paro—, su íntimo aliado estratégico en Oriente Próximo, el régimen saudí, cometía un horrendo crimen y algo peor que un crimen, un error de consecuencias incalculables en sus relaciones con el mundo civilizado.
El 2 de octubre, en Estambul, un comando de agentes secretos desplazados desde Riad detenía en el consulado de Riad a Jamal Khashoggi, un prestigioso periodista saudí que acudió a recoger la documentación para su inminente boda con una ciudadana turca. Desde entonces hasta ahora nada más se ha sabido del periodista —que entró en las instalaciones consulares y nunca las abandonó de su propio pie—, salvo las conjeturas e indicios recogidos por la policía turca, todos ellos coincidentes en que había sido asesinado y su cuerpo troceado y trasladado.
Khashoggi pertenece a una familia de notables saudíes conocida mundialmente. Ha sido comentarista político, director de periódicos y cadenas de televisión y alguien muy cercano al poder hasta que Mohamed bin Salman (conocido como MBS) se convirtió en príncipe heredero, en junio de 2017. Este fue el año en que se exilió en Estados Unidos y empezó a publicar sus artículos en The Washington Post, dedicados especialmente a criticar al nuevo hombre fuerte saudí, aunque siempre desde una posición moderada y en favor de la apertura y la democratización del país.
Su desaparición es el último episodio turbulento en la corta pero cargada trayectoria conflictiva de MBS, de 33 años, el celoso, autoritario e impulsivo hijo del rey Salmán, que concentra en sus manos todo el poder del régimen. La peculiar apertura política que está protagonizando combina medidas liberalizadoras, como permitir la conducción de coches a las mujeres o abrir de nuevo las salas de cine cerradas durante los últimos 40 años, con un endurecimiento de la represión y del control sobre la sociedad y la opinión pública.
MBS es responsable de la creciente intervención saudí en la guerra de Yemen; de la expropiación de bienes a más de 300 príncipes y altos cargos millonarios detenidos e interrogados en el hotel Rizt-Carlton de Riad; del bloqueo y ruptura de relaciones con el emirato vecino de Qatar; del secuestro durante casi tres semanas del primer ministro libanés Saad Hariri; y de la ruptura de relaciones con Canadá, por un simple tuit contra la represión a un bloguero saudí, uno entre muchos otros activistas que sufren cárcel e incluso pueden ser ejecutados por su oposición al régimen.
El caso Khashoggi desequilibra la ecuación trumpista en Oriente Próximo, en la que Irán era el mal mayor a combatir mediante la centralidad saudí en la política de alianzas. A la vista del crimen de Estambul, sea asesinato o sea secuestro, Trump no podrá repetir las muestras de apoyo y de afecto con que ha venido prodigándose hasta ahora hacia este émulo criminal de Stalin que ha surgido en el Reino del Desierto.
18 Octubre 2018
Crisis con Arabia Saudí
La desaparición del periodista Jamal Khashoggi en el Consulado de Arabia Saudí en Estambul, hace más de dos semanas, ha desatado la mayor crisis entre Occidente y la monarquía absoluta desde el 11 de septiembre de 2001, cuando tras los atentados de Washington y Nueva York se descubrió que la mayoría de los terroristas (15 de los 19 suicidas) tenían nacionalidad saudí. Por ahora, la crisis ha tenido mayor impacto en el mundo de los negocios que en el político. Empresarios, inversores y representantes de organismos internacionales como el FMI han cancelado su participación en el llamado Davos del Desierto, un encuentro internacional impulsado por el príncipe heredero, Mohamed bin Salman, con el propósito de mostrar una presunta apertura del régimen. Los Gobiernos occidentales se han limitado a pedir explicaciones mientras que en EE UU senadores de la mayoría republicana se han mostrado mucho más duros que el propio Donald Trump.
Todos los relatos periodísticos que llegan sobre lo ocurrido en el consulado saudí, basados en fuentes anónimas turcas, parecen sacados de una película de gánsteres de Martin Scorsese o Quentin Tarantino, pero por ahora el Gobierno de Ankara no ha difundido las pruebas que dice poseer y que demostrarían que Khashoggi fue asesinado y descuartizado el 2 de octubre, poco después de entrar en el recinto diplomático. Sin embargo, dado que no existe ninguna evidencia de que el informador saliese del consulado, la carga de la prueba recae en Riad: por ahora no ha dado ninguna explicación mínimamente creíble. Tampoco hay que olvidar que Turquía forma parte de la OTAN y que sus servicios secretos mantienen una relación relativamente fluida con los otros socios de la Alianza. Podrían compartir con ellos las grabaciones de las que dicen disponer en caso de que no quieran difundirlas porque fueron logradas ilegalmente. La que sí parece clara es la relación directa entre el príncipe heredero y alguno de los 15 agentes saudíes que desembarcaron en Estambul poco antes de que Khashoggi desapareciese.
La relación de la monarquía saudí con Occidente se basa en el interés mutuo desde que, al final de la Segunda Guerra Mundial, el presidente Roosevelt pactase con el monarca Abdelaziz Bin Saud el intercambio de petróleo por apoyo incondicional. Desde entonces, en nombre de los negocios y de la seguridad energética, todas las violaciones de los derechos humanos han sido ignoradas. Y no es fácil que esto cambie, como no cambió después del 11-S. Sin embargo, la gravedad de los hechos es enorme. Después de lo ocurrido, resulta difícil creer en las reformas que ha puesto en marcha Mohamed bin Salman, ni tampoco confiar en que pueda ser el garante de una mínima estabilidad, ni nacional ni internacional.
21 Octubre 2018
Periodista desaparecido
El periodista saudí Jamal Khashoggi entró en el Consulado de Arabia Saudí en Estambul a las 13.14 del pasado 2 de octubre para recoger unos papeles que le permitiesen contraer matrimonio. Su futura esposa, Hatice Cengiz, de nacionalidad turca, se quedó en la puerta, con los dos móviles de este periodista crítico con el régimen saudí, exiliado en Estados Unidos y colaborador de diferentes medios internacionales como The Washington Post. Nunca más se han vuelto a tener noticias suyas y no existe ninguna evidencia de que llegase a abandonar el recinto diplomático: su novia esperó hasta la madrugada, incluso después de haber dado la voz de alarma a dos números que le dejó por si pasaba algo. Las cámaras de seguridad de la zona confirman que no llegó a salir. No solo Arabia Saudí tiene la obligación de explicar qué ha ocurrido con Jamal Khashoggi, sino que los países aliados del reino, entre ellos España, tienen la obligación de exigir a Riad que se explique y, en caso de que Khashoggi siga vivo, le libere.
Khashoggi, que cumplirá mañana 60 años, es un periodista muy conocido y respetado, cuyas críticas al régimen saudí, sobre todo a las presuntas reformas emprendidas por el nuevo hombre fuerte del país, el príncipe heredero Mohamed bin Salmán, le obligaron a instalarse en Washington hace un año. El periodista era consciente de que los tentáculos del régimen autocrático podían llegar al extranjero y sabía que la cita en el consulado podía ser una trampa. Las autoridades turcas están convencidas de que Khashoggi fue asesinado por un grupo de agentes saudíes enviados a Estambul para eliminarlo, aunque no se han pronunciado de forma oficial ni han presentado pruebas del crimen. Sí las hay, en cambio, de la presencia en Turquía de los agentes saudíes en el momento en que desapareció Khashoggi.
Bin Salmán ha mostrado de sobra que es capaz de combinar algunas reformas, como permitir conducir a las mujeres o la apertura de una sala de cine en un país donde no existían, con oleadas tremendas de represión, como la detención en Riad de cientos de personas, incluyendo príncipes de muy alto nivel, hace ahora un año. También ha demostrado que no tolera las críticas —provocó una crisis diplomática con Canadá por un tuit sobre la detención de una activista— y que no duda en actuar contra disidentes fuera de sus fronteras —secuestró en Emiratos Árabes Unidos a una defensora saudí de los derechos de la mujer y luego la encarceló—. Pero la desaparición de Khashoggi significaría cruzar una línea roja ante la que Occidente no puede mirar hacia otro lado, como ha hecho tantas veces ante los excesos del régimen saudí.
21 Octubre 2018
Quién no oye los gritos del periodista Jamal Khashoggi
Cicerón fue ejecutado durante las proscripciones de Marco Antonio y Octavio, quien luego fue Augusto. La partida de asesinos lo alcanzó cuando trataba de embarcar hacia Grecia y él, resignado, sólo pidió a su verdugo que no hiciera una chapuza. No la hizo, era un profesional. La cabeza y las manos fueron expuestas en el Foro, en la tribuna de los rostra, donde quedaron para que se pudrieran a la vista de todos en los días de mercado. Antes, mientras eran presentadas a Marco Antonio, la mujer de éste, Fulvia, quiso agregar un castigo personal: se sacó los pasadores del pelo y los clavó en la lengua de Cicerón. La lengua, obviamente, la herramienta del gran orador, era la que le había permitido articular en el Senado los discursos de las Filípicas contra Antonio que conmocionaron su tiempo, entraron en la eternidad como ejemplo de resistencia al despotismo y le costaron la vida. Leídos ahora, sorprenden los insultos y los coloquialismos, propios de la espontaneidad y la eficacia parlamentarias para causar una impresión inmediata, que trufan aquello que parece cincelado.
Un articulista de The Washington Post que vive en el exilio por culpa de un cambio en el equilibrio de poderes en un hermético reino medieval no es comparable a Cicerón. Nada, de hecho, en la impronta fugaz del periodismo es comparable a Cicerón.
Pero en el espantoso asesinato de Jamal Khashoggi hay circunstancias que me recuerdan ese otro crimen que Stefan Zweig incluyó entre los momentos estelares de la Humanidad. Existen proscripciones, las desatadas en su ascenso por el príncipe heredero Mohamed bin Salman (MBS, en apócope de futbolista). Las proscripciones dejaron descolocado a un periodista que siempre había vivido integrado en la endogamia de la élite y que entonces, como en una epifanía forzada, abrazó la vocación crítica. Existe, por supuesto, la partida de asesinos, la eterna partida de asesinos del Estado que siempre es idéntica a sí misma, por más que ésta en particular viajara a Estambul en dos aviones privados en lugar de enfilar sobre monturas la Via Appia hacia Campania. Existe el profesional, Salah al Tubaigy, médico forense que no siempre sabe esperar a que el paciente haya muerto antes de practicarle la autopsia, orgulloso propietario de una plusmarca de siete minutos en descuartizamiento de un ser humano, que acomete sus trabajos de tortura encerrado en una burbuja musical. Lo que no existe, porque al desdichado Khashoggi no le dieron esa oportunidad, es la silente dignidad patricia de quien acepta y entrega el cuello. A juzgar por las filtraciones de la policía turca respecto de las grabaciones, aquello fue ruidoso, horrible, un gore de serie B que arruina las presunciones asépticas de los servicios de otros Estados que, al enviar asesinos, prefieren la discreción del veneno que es vaporizado sobre la víctima como si se tratara de un perfume. Véase Londongrado.
Khashoggi, como en un regodeo que aspiraba a penalizar por añadidura el ejercicio de la crítica en libertad, fue objeto de un cruel castigo de escalofriante semejanza con los pasadores de Fulvia. Aún vivo, para que sintiera con toda su profundidad el dolor, le recortaron los dedos, es decir, las herramientas que sirven para teclear a aquellos periodistas que trabajan contra cualquier forma de despotismo, política o criminal, sus modestos intentos de Filípicas abocados a envolver el pescado al día siguiente, como bien temió Walter Lippmann. En Europa, en México, en Estambul, han circulado últimamente con demasiada frecuencia partidas de asesinos que llevaban impreso en la lista de encargos el nombre de un periodista. No está mal recordarlo para dignificar el oficio y recordar que hay peligros mayores que quedarse sin tertulia.
23 Octubre 2018
Descuartizados
No hay nadie que en las últimas décadas no perciba la diferencia de trato entre dos modelos de dictaduras. Por un lado están las dictaduras atrincheradas en países de economía precaria y sin gran interés geoestratégico. A estas se las pueden aplicar bloqueos y resulta vergonzante negociar con ellas, hacer pactos económicos y propiciar buen trato diplomático. Sin embargo, cuando la dictadura es poderosa en lo económico, fructífera en lo armamentístico y generosa en los mercados financieros, entonces el trato cambia. Nos hemos acostumbrado tanto a ello que está incorporado a los reglamentos de etiqueta diplomática mundial con absoluta naturalidad. Lo que hace 20 años resultaba deleznable, hoy es admisible. Es el precio que hay que pagar por el ascenso de los valores económicos en la pirámide virtuosa. Tener dinero es hoy más importante que tener cualquier otra cosa, no digamos ya dignidad, que no cotiza ni en hora de misa.
Podría resultar desmoralizador analizar este doble rasero. Los inversores en Bolsa son pequeños dioses, y su dinero un manto que todo lo invisibiliza. Así que mejor permitamos que la pragmática económica nos imponga sus normas de conducta; siempre quedará el criterio personal para añadir un poco de sal a nuestra experiencia ciudadana. Sin embargo, el asesinato del periodista disidente Jamal Khashoggi en el Consulado de Arabia Saudí en Estambul ha obligado a una contorsión de la diplomacia internacional que amenaza con llenar las clínicas de los fisioterapeutas de embajadores con desviación de columna y fracturas cervicales. Para la diplomacia norteamericana está resultando un sapo complicado de tragar, puesto que la errática estrategia impuesta por su presidente se parece más a un juego de pinball que a otra cosa. La bolita rebota entre los resortes emocionales y viaja de un lado a otro como si hacer alianzas y deshacerlas fuera cuestión de un par de mensajitos en las redes sociales.
Pero detengámonos en algo que quizá pase inadvertido tras el interés natural por saber exactamente los detalles de un asesinato tan escabroso. Es un hecho que puede ayudar a devolver la autoestima al gremio más despreciado de los últimos años, el de los periodistas. Porque, a falta de conocer todos los detalles, ya podemos concluir que desde uno de los poderes más consolidados del mundo se ordenó descuartizar a un poco conocido periodista. Hasta tal punto le resultaba molesto ese trabajo de cuestionamiento informativo, hasta tal punto puede seguir siendo fundamental el ejercicio de la opinión libre en tiempos de represión. No es raro que los periodistas sean el primer objetivo de los líderes oportunistas, esos que han venido para resolverle al pueblo sus problemas más inmediatos. El empeño de una parte del periodismo por intentar hacerse preguntas incómodas en voz alta está desprestigiado por un interés particular. Ese interés consiste en limitar la tarea del periodista a ser correa de transmisión de las prioridades del poder. Estas prioridades cambian según la agenda. Y el resto, según ellos, es mentira. Pero el periodismo se niega a renunciar a escarbar hasta dar con el hueso enterrado. Por supuesto que atiende a intereses de parte, pero en esa disensión estriba la salud del sistema. El que busque pureza se equivocó de pantalla. Conviene que el luto ocasional ante el asesinato de un periodista no refuerce el desánimo profesional, sino todo lo contrario. En nuestros días de liderazgos vociferantes están siendo asesinados más periodistas que nunca. Por algo será, ¿no les parece?
24 Octubre 2018
Pájaros y escopetas
Una de las paradojas más descriptivas de nuestro tiempo es que un periodista haya sido descuartizado vivo en el país que más periodistas en prisión tiene, para lo cual tuvo que salir un momento de ese país y entrar en un consulado. Eso ha desencadenado un apabullante movimiento geopolítico: Recep Tayyip Erdogan, presidente de Turquía, anunciando conmovedoramente el asesinato de Jamal Khashoggi en la legación diplomática saudí y declarando que no cejará en su empeño hasta juzgar a los culpables. Con suerte, Turquía condenará a los asesinos de un periodista a las mismas cárceles en las que cumplen sus penas los periodistas críticos con Turquía. Solo entre 2016 y 2017, el país condenó a prisión a 140 reporteros. “Es la mayor cárcel del mundo para periodistas (…) Defender la independencia informativa tiene solo dos salidas: el calabozo o el exilio”, escribió al respecto, en 2017, Rosario G. Gómez en EL PAÍS.
Realpolitik es acostumbrarse a que los ladrones encabecen la denuncia de los asesinos y las víctimas hagan negocios con los dos. Pero, sobre todo, realpolitik también es fingir que no se sabe quién es cada cual, por eso el primer adjetivo endosado al asesinato de Khashoggi es el de “incómodo”. Para todos, obviando la macabra ironía de que lo ha sido principalmente para él mismo. No el asesinato en sí, precisemos, sino su difusión. El cínico drama internacional es que semejante crimen haya salido de las tinieblas en las que fue concebido y ejecutado, y por tanto obligar a todo el mundo a posicionarse ante una situación moralmente inadmisible, comercialmente perjudicial y diplomáticamente dañino. Quizás en algún momento Arabia Saudí pensó que podía hacer desaparecer o devolver al mundo a un doble con sus ropas, a un columnista saudí de The Washington Post crítico de un país del que huyó; habría que ver qué artículos tenía pensado escribir.
Uno de los infortunios de que te pillen haciendo algo es que los demás piensen, automáticamente, en todas las veces que no te pillaron. Otra incomodidad es obligar a tus aliados a posicionarse o a fingir que se posicionan, amagando con medidas durísimas, gritando “qué escándalo, aquí se juega” mientras alguien les tira de la manga diciendo “sus ganancias, gracias”. Así están ahora las piezas del tablero a falta de algunos ajustes electorales. El mayor carcelero de periodistas del planeta se promueve como justiciero del oficio y España rechaza vetar la venta de armas a Riad porque la integridad, no nos engañemos, tiene que ver con la necesidad. O dicho de todo modo: para ser fiel a tus principios no se necesita otra cosa que aplicarlos; para ser casi fiel, hay que hacerlo pensando en las consecuencias. O asumir el precio que tienen. Barato en Galicia, muy caro en Cádiz.
Angela Merkel y Pedro Sánchez saben qué basurero de la historia es el reino ultraconservador de Arabia Saudí, una dictadura que viola los derechos elementales y acumula ejecuciones públicas; si la ejecución se escapa a la sharía, Merkel puede darse el lujo de decírselo de un modo, y Sánchez de otro. Y así, con las partes de Khashoggi desperdigadas, se olvida el otro gran foco internacional en el que el mundo y sus medios de comunicación estaban inmersos desde hace dos meses, cuando Arabia Saudí bombardeó un autobús escolar matando a 26 niños en Dahian, Yemen. Los famosísimos 26 niños de Dahian, que acabo de ir a Google para saber de ellos. Muertos por unas armas que Arabia Saudí, insólitamente, compró para usarlas.
25 Octubre 2018
Réditos de un cadáver excelente
Este cadáver es tan molesto para Mohamed bin Salmán, e incluso para Trump, como rentable para Erdogan, el gran beneficiario de la catastrófica operación de los servicios secretos saudíes, que el hiperbólico presidente de Estados Unidos ha calificado del “peor encubrimiento de la historia”.
Gracias a su perspicacia, Erdogan ha visto que podía ganar esta mano a Riad, con la que mantiene una permanente carrera por el liderazgo islámico y la hegemonía en Oriente Próximo. También que podría servirle para mejorar sus relaciones con Washington e incluso con la UE, con la que colabora en la contención de la inmigración siria, a pesar de la creciente tensión que provoca el aplastamiento de las libertades desde el intento de golpe de 2016.
El cadáver del periodista saudí eclipsa la represión implacable contra la libertad de prensa desencadenada por Erdogan: cierre de medios, encarcelamiento de periodistas y control de conglomerados mediáticos en manos de capitales afines. Sin cadáveres notables de por medio y con tan dudosas credenciales, el caudillo turco se ha permitido graduar la presión sobre Riad con tanta parsimonia como inteligencia.
Desde el 2 de octubre, el día en que Khashoggi cayó en la celada, hasta este pasado martes, Erdogan se ha mantenido en silencio, aunque sus colaboradores fueron filtrando informaciones sobre las últimas horas del infortunado periodista saudí. Una de ellas es la supuesta existencia de unas grabaciones de audio de los últimos momentos de Khashoggi, con sus gritos de socorro, e incluso una última llamada telefónica en la que habría hablado con el propio Bin Salmán justo antes de morir.
Cuando Erdogan ha roto su silencio no ha sido para dar más detalles sobre el crimen, sino para caracterizarlo como fruto de una operación planificada, una forma de señalarlo como un crimen de Estado. Se supone que guarda munición informativa para mantener la presión o al menos para recibir algo a cambio. Con su mención a la figura del rey Salmán, al que reconoció como “custodio de las Dos Mezquitas”, señala por elusión como responsable del crimen al príncipe heredero, ahora mismo en plena caída en su prestigio.
La astuta gestión de Erdogan busca una cierta revancha por la persecución que sufren por parte saudí los Hermanos Musulmanes, cofradía que pretende implantar democracias islámicas y con la que tuvo vínculos Khashoggi. Hay un frente antisaudí —Qatar, sometido a bloqueo saudí desde este año; los rebeldes Huthi de Yemen; Hamas; el destituido y encarcelado presidente egipcio Mohamed Morsi; y naturalmente Irán— que se relame de gusto ante las dificultades que se ha buscado Bin Salmán con este crimen de Estado, hasta el punto de poner en riesgo su futuro como heredero de la corona. Nada le apetecería más a Erdogan, un presidente salido de las urnas, que acabar con el joven autócrata saudí designado por su padre.
25 Octubre 2018
Respuesta europea
Arabia Saudí ha ofrecido tantas versiones, tan contradictorias y tan increíbles, sobre el asesinato del periodista crítico Jamal Khashoggi que lo único que ha logrado es dejar todavía más claro lo que ocurrió realmente en el Consulado saudí en Estambul: un crimen de Estado. Y, en esta ocasión, a diferencia de lo que han hecho con otras violaciones de los derechos humanos en Riad, los países europeos no pueden mirar hacia otro lado como si nada hubiese ocurrido. Esta posición dejaría tan en evidencia un doble rasero que dañaría su legitimidad a la hora de criticar o tomar medidas ante los desmanes de otras dictaduras. Solo se puede plantar cara a Riad, ya sea con la exigencia de una comisión internacional independiente de investigación o con otro tipo de acciones diplomáticas, embargos o sanciones, con una actuación conjunta de la UE.
Se trata de un crimen que de ninguna manera puede ser investigado, ni mucho menos juzgado, en Arabia Saudí, pese a que Riad ha detenido a los que considera implicados en él. Las sospechas que apuntan a lo más alto de la monarquía absoluta saudí, incluso al príncipe heredero Mohamed bin Salmán, invalidarían cualquier intento de resolver este asunto en el reino. El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, tiene razón al señalar que el lugar para juzgarlo es el país donde se cometió el asesinato. Pero, de nuevo, solo se logrará forzar una resolución del crimen si los miembros de la UE actúan en bloque y, desde luego, no han empezado con buen pie, sino de una forma contradictoria y unilateral.
Mientras el resto de los países se ponían más o menos de perfil, Francia, Reino Unido y Alemania se desmarcaron con una petición de investigación independiente, pero no tuvieron en cuenta al resto de los Veintiocho, a los que, como en el caso de España, ni siquiera consultaron. El Gobierno de Merkel, además, quiso ponerse una medalla adicional anunciando que dejaría de vender armas a Riad en un movimiento que pretende arrastrar al resto de los socios. Pero ni Berlín, ni París, ni Londres ni Madrid deben ser el escenario de la política hacia Arabia Saudí, sino Bruselas. Solo desde una respuesta conjunta, y rotunda, se puede hacer frente a unas posibles represalias económicas. Al actuar por separado los distintos miembros de la Unión, no solo quedan más expuestos a la ira del reino, sino que, además, no van a conseguir gran cosa: ni frenar la guerra de Yemen, ni mucho menos ofrecer justicia a Jamal Khashoggi.
Esta política común ha sido reclamada muchas veces por organizaciones de derechos humanos, pero este crimen de Estado la convierte en una necesidad. Tanto por el petróleo (sigue siendo el mayor exportador del mundo) como por sus compras de armas (fue el segundo mayor importador mundial en el periodo 2013-2017), Arabia Saudí tiene una capacidad de respuesta económica importante. Sin embargo, el mundo no es ni de lejos tan dependiente del crudo como en los setenta. De hecho, Arabia Saudí es consciente de que su economía necesita un profundo proceso de transformación —papel que debía jugar el príncipe heredero ahora salpicado por el crimen de Estambul— y necesita estar integrado en el mercado global. Por eso se trata de un falso dilema: la UE tiene la obligación de actuar desde sus valores, defender su papel en el mundo y hacer frente desde la unidad a las posibles consecuencias de una política que no puede seguir aplazando.
26 Octubre 2018
Barcos sin honra
A la portavoz del Gobierno, Isabel Celáa, se le ha llenado la boca más de una vez con una frase que nos complace a muchos: “Este es un Gobierno decente”. Y con la decencia hemos estado jugando durante unos cuantos días en la política en España. Desde Podemos hasta el PP, pasando por los nacionalistas, y con el partido del Gobierno en medio. Desde Méndez Núñez, y su “honra sin barcos” en Cavite, no habíamos tenido semejante ataque de decencia. El almirante perdió toda una flota de madera, y la España actual intenta salvar cuatro modernas corbetas de metal.
El listón lo había puesto alto el heredero del monarca saudí, Mohamed Bin Salmán, un salvaje reconocido internacionalmente, que se pasea por el mundo deshaciendo vidas a su antojo. El heredero parece ser que mandó matar, de la manera más cruel que se puede imaginar, a un periodista, Jamal Khashoggi, que tuvo la osadía de reclamar para el mundo árabe derechos que, al menos antes, nos parecían a los españoles algo intocable.
Hasta no hace tantos años, en España se tenía que luchar por la libertad de expresión. Y eso no tenía precio. O eso se pensaba. Ahora sí sabemos cuánto es: 1.800 millones de euros. A cambio de esa cantidad, Bin Salmán podrá desmembrar vivos a todos los periodistas que quiera y bombardear escuelas yemeníes cuando le plazca, sin que nadie diga nada, en España al menos. No es barato, pero Bin Salmán, pariente de Osama Bin Laden, tiene ese dinero. Con el que consigue que ni Donald Trump le tosa sin pensárselo dos veces.
En Lawrence de Arabia, la película de David Lean sobre el nacimiento de la brutal teocracia que gobierna sobre el inmenso mar de petróleo escondido bajo el desierto de la península arábiga, se pueden ya intuir bastantes elementos de esta historia, como la crueldad de sus líderes y el odio a los otomanos. Por supuesto, el desprecio por la libertad de los más débiles.
Pero ante todo eso se ha alzado, insobornable, la voz unida de toda la política española: la libertad de expresión no está en venta. Bueno, un poco sí, pero el precio será muy caro: 1.800 millones de euros.
Los cadáveres de José Couso y de Jamal Khashoggi, muertos los dos defendiendo la libertad de informar, se removerán para discutir entre ellos si el precio está ajustado o no a lo que pedían, que era al fin y al cabo lo mismo: la libertad.
Barcos sin honra.
26 Octubre 2018
Misión: salvar al príncipe
Afirmar que el príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohamed bin Salmán, corre peligro sería, en este momento, una exageración. Asistimos a varias partidas de ajedrez simultáneas. En una juegan Arabia Saudí y Turquía; en otra, Riad y la UE, dividida en tres subgrupos: Reino Unido, Francia-Alemania y el resto. Donald Trump no está ante un tercer tablero porque él juega al póker.
Riad ha trazado una línea Maginot: el heredero no supo nada del operativo que mató al periodista crítico Jamal Khashoggi. Él mismo se ha declarado horrorizado y prometido justicia. No sabemos nada del cuerpo, pero sí que hay 18 detenidos-candidatos a la ejecución. ¿Está entre ellos Maher Abdulaziz Mutreb, persona cercana al príncipe? Se le fotografió dentro del consulado. La prensa turca asegura que telefoneó tres veces a la oficina de su mentor.
Dependerá de las pruebas que pueda presentar Erdogan. Su protagonismo es un sarcasmo porque el presidente turco es un carcelero de periodistas. Afirmó ante su Parlamento que el escuadrón de la muerte saudí formado por 15 agentes viajó a Estambul con un objetivo: matar a Khashoggi. Ankara dispone de audios de lo ocurrido, de las torturas y el descuartizamiento. Erdogan responsabilizó al príncipe heredero, y no al rey Salmán, al que considera ajeno al crimen. Trump se ha sumado tímidamente a esta línea, tal vez porque conoce la verdad. The Washington Post informó de que la CIA ya ha escuchado las cintas. Todos los actores, incluso Ankara, tienen precio. Solo hay una certeza gatopardiana: nada cambiará. El reino saudí mantendrá su puño de hierro sobre su disidencia, bombardeará Yemen con nuestras armas y mantendrá la expansión global del wahabismo, su versión fanática del islam.
Tampoco cambiará Occidente; venderemos armas sin preguntas. Merkel, también. En este asunto, Pedro Sánchez es un adelantado a la hipocresía ambiental. Nuestro precio son cinco fragatas y la amenaza saudí de hacer efectivas las multas por los retrasos del AVE del desierto.
Una caída del príncipe podría llegar a ser conveniente para los partícipes en la farsa. Así podríamos presumir, “se hizo justicia”. El rey tiene otro hijo, Khaled bin Salmán, embajador en Washington. Sería una operación peligrosa. Mostrar debilidad daría vida a las familias del régimen purgadas. Su trono correría peligro.
La ejemplar Alemania es el quinto vendedor mundial de armas. Los otros líderes son los miembros permanentes del Consejo de Seguridad: EE UU, Rusia, Reino Unido, Francia y China. Los responsables de mantener la paz son los beneficiarios de la existencia de guerras o del temor a ellas. A Khashoggi lo mataría una mano saudí, pero a la decencia la estamos matando entre todos.
27 Octubre 2018
Pax americana
El brutal asesinato de Jamal Khashoggi, el periodista saudí que desapareció en el consulado de su país en Estambul hace dos semanas, ilustra, no ya la barbarie de Arabia Saudí (de sobra conocida), sino la desintegración moral de la Casa Blanca.
Desde la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, los baremos éticos de la acción política en este país se han ido desplomando en la impunidad. Las acciones de Trump, fiel reflejo de su misoginia, racismo, desprecio y brutal ignorancia, se sustentan en el apoyo de su base de voto (ni siquiera mayoritaria, puesto que perdió las elecciones de 2016 por casi tres millones de votos y se impuso a su adversaria por la peculiar naturaleza del sistema norteamericano), blanca, de clase media-baja, patriotera, de ideología ultraderechista bastante primaria y afincada en el centro del país. Pero hay una fidelidad aún más grave: la de los congresistas y senadores republicanos, que le siguen casi sin fisuras por la cuenta que les trae. Piensan, en efecto, que Trump, catalizador de su electorado, es su garantía de permanencia en el poder. Se verá lo que ocurre en las elecciones de medio mandato el próximo 6 de noviembre y si los demócratas recuperan el control del Congreso, pero, mientras tanto, esa es la apuesta.
Es sabido que la política internacional de Estados Unidos ha atendido siempre a criterios estratégicos cambiantes (fiel reflejo de las preocupaciones de cada momento) y a intereses económicos constantes. Pero, al menos en las formas, durante décadas, la guía moral de sus acciones siempre era la libertad y la democracia para todos, y Estados Unidos, el depositario de estas esencias.
Eso ha caído por la borda. El deseo de Trump de mantener su alianza con Riad a toda costa (para cercar a Irán en el confuso convencimiento de que es el verdadero enemigo, y para mantener abierto el suministro de petróleo saudí y el comprador de su armamento) le hace hasta sugerir explicaciones para justificar que su aliado saudí haya mandado cortar en pedazos a un periodista crítico. Se entiende bien si se recuerda que, en su opinión, la prensa es el enemigo del pueblo, y hasta apoya a un candidato republicano que hace pocos días se abalanzó sobre un periodista que le había hecho una simple pregunta.
En Arabia Saudí, Khashoggi no es el primero ni seguramente será el último sacrificado: en el reino del desierto el desprecio por la libertad y la vida es absoluto. Se sustenta en la soberbia del dinero y en el único criterio válido: mantenerse por encima de todo en el poder. El resto es el engaño al que sucumben todos los demás actores internacionales, sobre todo cuando la excusa es que la tolerancia de los demás se debe al convencimiento de que con ella se puede ir acercando a Arabia Saudí a los modos civilizados.
El príncipe heredero, MBS (acrónimo no solo de su nombre, Mohamed bin Salman, sino de las siglas en inglés de “mister aserrador de huesos”, como le ha tildado algún diario norteamericano), es un asesino expeditivo, por mucho que se haya presentado como un joven príncipe modernizador y liberal. Un joven príncipe cuya única gran apertura ha sido autorizar que las mujeres puedan conducir. Mientras tanto, ha intervenido en política internacional como un elefante en una cacharrería: desastrosa aventura militar en Yemen, fallido intento de aislar a Qatar, tonto secuestro del primer ministro de Líbano, al que ha tenido que liberar a los pocos días, endurecimiento de la política interna. Un desastre de príncipe moderno y occidental.
Esta vez se diría que los países democráticos, horrorizados por el espectáculo, le están diciendo ¡basta! ¿Todos? No. Washington no. Como en el enfrentamiento con Putin por la implicación de los servicios secretos rusos en el proceso electoral estadounidense, la respuesta de Trump es siempre la misma, sobre todo si su interlocutor es un sátrapa: “Me ha mirado a los ojos y lo ha negado con firmeza, y yo le creo”. Puede que esta vez sus correligionarios se lo impidan por mucho que él invoque la presunción de inocencia, exclusivamente aplicable a sus amigos.
Alemania, Francia y el Reino Unido, horrorizados por el salvajismo saudí, exigen explicaciones e interrumpen la venta de armas. Curiosamente, España no. Duele nuestra tibieza moral.
El presidente Trump gira como una veleta según lo que intuye que le conviene. Es lo único que le importa: escurrir el bulto y proclamar su genialidad urbi et orbi hasta cuando se ríen de él en la ONU.
Y con su incontrolada verborrea tuitera de cada mañana insulta y miente sin parar. Es seguro que si un día apoya a una persona, a la mañana siguiente la denuesta. Afirma una cosa y la contraria. Su comportamiento frente al asesinato de Khashoggi (un día digo, y al siguiente, Diego) lo demuestra.
La pax americana, el paraguas bajo el que se guarecía el mundo libre, se tambalea. Si Trump consigue la reelección en 2020, mejor será que nos busquemos una sombrilla más segura.
Fernando Schwartz
28 Octubre 2018
Barcos sin principios
Europa en su conjunto y España en particular han perdido una oportunidad de oro para lanzar un serio aviso a Riad por su permanente violación de los derechos humanos dentro y fuera del país. El asesinato del periodista Jamal Khashoggi la puso en bandeja. Por el contrario, la pusilánime reacción ha vuelto a demostrar que los intereses económicos priman sobre los principios más sagrados de la Unión.
Ha sido la salvaguarda de esos intereses y el miedo a represalias la razón por la que los europeos callan desde hace años ante los desmanes de la petromonarquía saudí, primer exportador mundial de petróleo y segundo importador de armas, la mitad de las cuales salen de Europa. Prefieren no molestar al rey saudí o a los príncipes y agasajarlos para preparar nuevos contratos millonarios. O engrasar acuerdos con ilegales comisiones, como ha destapado este periódico.
Por eso, ni EE UU -su primer suministrador de armas- ni Reino Unido, Francia o España -en los puestos siguientes- han reaccionado ante la discriminación de las mujeres saudíes o la represión a los disidentes. Ni siquiera lo han hecho ante los bombardeos en Yemen con 9.000 civiles muertos desde 2015. La ONU investiga esos crímenes de guerra frente a los que la UE, premio Nobel de la Paz en 2012, tampoco ha protestado.
El escándalo del descuartizamiento del colaborador del Washington Post en el consulado de Estambul no solo facilitaba una reacción contundente, sino que obligaba a ello a los firmantes del Tratado de la Unión, que exige defender dentro y fuera esos derechos humanos.
Solo una decisión a escala europea de interrumpir las ventas de armas hubiera sido eficaz para parar los pies a Riad. Lo intentó Alemania y lo debiera haber intentado España porque es el único de los cinco países grandes de la UE con un gobierno progresista. Su silencio, sin embargo, ha sido clamoroso. Argumenta el Ejecutivo socialista que los 1.800 millones de euros de la venta de las cinco corbetas para Riad y los 6.000 empleos de Navantia son prioritarios. El mismo razonamiento que se utilizó para mantener la transacción de las 400 bombas.
La ausencia de consenso europeo tampoco puede ser la excusa para el Gobierno español. Hay alternativas, como bien demostró Francia hace tres años anulando la venta a Moscú, por 2.000 millones, de dos portahelicópteros Mistral. Uno ya estaba construido, pero la anexión de Crimea hizo que el entonces presidente François Hollande suspendiera la entrega. “No se dan las condiciones”, se limitó a decir. La solución de París fue poner en marcha toda su maquinaria diplomática e industrial para negociar un arreglo con Putin y, por otro lado, vender los navíos a Egipto.
Por todo lo ocurrido ahora, un sentimiento de vergüenza sobrevuela el cielo europeo. La gestión migratoria fue el primer incumplimiento grave de los principios y valores de la UE. El silencio frente a Riad fija una peligrosa tendencia. No se vislumbran voluntarios para pararla.
01 Noviembre 2018
El crimen pasa factura
A un mes del asesinato de Jamal Khashoggi, la credibilidad saudí se halla bajo cero. Tres son hasta ahora las sucesivas versiones con las que la casa real ha intentado ocultar el espantoso crimen cometido en Estambul. Primero, las autoridades saudíes intentaron escenificar una simple desaparición, con el video de la falsa salida de Khashoggi del consulado mediante uno de los secuaces disfrazado con su ropa. Luego ensayaron la versión de una desigual pelea entre un grupo de jóvenes forzudos y el periodista sesentón. Ahora la corona saudí se amarra a la película de unos funcionarios descontrolados que actuaron premeditadamente, pero por su cuenta o malinterpretando las instrucciones del príncipe heredero Mohamed bin Salman (MBS).
Hasta ahora no ha colado y, si es por los datos incriminatorios que presumiblemente guarda Erdogan en el cajón, no colará nunca. La carga de la prueba en un régimen autocrático es de quien detenta el poder máximo. No vale una investigación interna, encabezada nada menos que por el fiscal del reino, de nula credibilidad y de horrible trayectoria represiva, ni una comisión real de investigación presidida por el sospechoso MBS. Tampoco valen los procesamientos de quienes estrangularon y descuartizaron a Khashoggi en un edificio oficial saudí gozando de la extraterritorialidad diplomática. Todo lo que se ha visto hasta ahora es parte de un torpe encubrimiento, que no sirve para lavar la imagen de MBS, la máxima autoridad efectiva del país.
La dificultad es enorme, en un país tan opaco y autoritario, donde no es infrecuente el uso doméstico de la violencia —ejecuciones, torturas y secuestros— dentro de la extensísima familia principesca. MBS tiene todos los resortes del poder. Controla al anciano rey, de 83 años, probablemente incapaz de tomar decisiones por cuenta propia. También tiene a sus órdenes todas las instituciones militares y de espionaje del país, incluida la guardia real.
Los movimientos han empezado. Angela Merkel fue pionera a la hora de cortar la venta de armas. Estados Unidos ha anunciado, por boca de los secretarios de Defensa y de Estado, James Mattis y Mike Pompeo respectivamente, que deberán cesar los bombardeos sobre Yemen y empezar negociaciones de paz en 30 días, exactamente en dirección contraria a los intereses de MBS, el príncipe belicista que se metió en esta guerra. La súbita llegada a Riad de Ahmad bin Abdulaziz, hermano del rey Salman, tío de MBS y uno de los últimos hijos de la camada del fundador Abdulaziz bin Saud, extrañado hasta ahora en Londres, ha suscitado todos los rumores sobre una inminente desposesión del joven príncipe, al menos de sus poderes militares.
Para Riad, esta crisis ya es peor que los atentados del 11-S, en los que participaron 15 de sus conciudadanos y levantaron serias sospechas de financiación con dinero saudí. Las consecuencias del crimen de Estado se perciben en los valores bursátiles y en las reticencias de inversionistas y socios comerciales, tal como se ha visto en el fracaso del Davos del desierto. Nadie confía en los grandiosos planes de reforma que exhibía el príncipe ahora sospechoso del asesinato. Es dudoso que en las actuales condiciones pueda producirse la salida a bolsa del 5 por ciento de la petrolera Aramco tal como se había preparado para 2019. No le saldrá gratis al príncipe. Y en la medida en que siga intentando esconderse, no le saldrá gratis a la familia real saudí.
11 Noviembre 2018
De quién cobramos
Los países democráticos tienen que decidir si lo importante es cobrar, venga de donde venga el sueldo. Aunque lo propio de esta época es contradecirse sin parar
EL ASESINATO del periodista Jamal Khashoggi en el consulado de Arabia Saudita en Estambul ha desencadenado cuestiones de interés, a saber: para quién se trabaja, quién le paga a uno su salario, qué uso hace ese empleador de nuestro esfuerzo. La mayoría de las personas no se preguntan por lo general nada de eso. Bastante tienen con no saberse en el paro y cobrar a fin de mes (o excepcionalmente, si por ejemplo se trata de premios o de encargos ocasionales). Su sentido de la “ética” —por llamarlo de alguna forma— no va más allá de cumplir sus tareas o de esmerarse en su desempeño. Su exigencia no va más allá de recibir lo pactado con justicia y puntualidad, y de no ser engañados ni explotados. De ahí que los trabajadores de Navantia, ante los amagos del Gobierno de suspender la venta de armas a la propia Arabia Saudita hace unos meses, por su bombardeo de un autobús con escolares en Yemen, montaran en cólera incendiaria con sólo oír de esa posibilidad: lo esperable era que el país “castigado” tomara sus represalias y cancelara el encargo de cinco corbetas —buques de guerra, dicho sea de paso— a esos astilleros gaditanos, con la consiguiente pérdida de ingresos y empleos. Llamó la atención entonces la reacción (no fue la única) del podemita alcalde de Cádiz, quien dejó claro que lo que a él le importaba era el sustento de sus conciudadanos, y que le traía sin cuidado lo que hubiera hecho el régimen de Riad a millares de kilómetros. Ahora, tras el asesinato de Khashoggi, la actitud de nuestro Gobierno ha dado un giro y se ha alineado con el alcalde llamado Kichi (creo, es difícil recordar los apelativos pijos), y se ha visto secundado por el PP y algún partido más. El de Kichi, en cambio, para completar las contradicciones, aboga por suspender los tratos comerciales con Riad, o al menos la venta de armas. En esta línea está también Alemania, mientras que Francia considera tales medidas “demagógicas”. Los Estados Unidos del sacaperras Trump ni se plantean el dilema.
No seré yo quien critique a unos ni a otros. Ya se ha dicho muchas veces que la dignidad, los principios, la moral y la integridad son virtudes que los modestos y los pobres apenas se pueden permitir. Cuando está en juego ponerles un plato a los churumbeles, la mayoría se traga todo eso y aguanta lo que le echen. Ahora bien, lo interesante es esto: si lo prioritario son los puestos de trabajo y el bienestar de la población (o por lo menos que no muera de inanición), no veo por qué no se admite que el negocio del narcotráfico también da a mucha gente de comer. Hace poco vimos cómo individuos “normales” se enfrentaban a la policía y protegían a narcos en Algeciras o en La Línea de la Concepción, porque la aprehensión de un alijo de droga les suponía un considerable revés económico (lo mismo sucedió en Galicia, en Colombia y en otros lugares). Y quien habla de narcotráfico lo hace asimismo de prostitución, que da dinero a raudales, y no sólo a los dueños de los prostíbulos, sino a ciudadanos “normales”. En Madrid y en Barcelona, los manteros son mimados por las respectivas alcaldesas, las cuales no pueden ser tan pardillas como para no saber que detrás de los inmigrantes que ofrecen en plena vía sus mercancías falsificadas, y con ello se sacan unos euros para subsistir, están unas mafias que se dedican a muchos otros negocios, más crueles y dañinos que la venta callejera (armas y trata incluidas). Es decir, Carmena y Colau, a sabiendas (insisto: no lo pueden ignorar), están facilitándoles a esas mafias sus actividades, y encima con la conciencia satisfecha. En la idea de ayudar a los pobres inmigrantes, las enriquecen, y por tanto contribuyen a financiar sus crímenes y a propiciar su expansión.
Son sólo unos ejemplos. Yo suelo mirar, en la medida de lo posible, de dónde procede el dinero que se me paga. Quizá se recuerde que ni siquiera acepto emolumentos del Estado español, en forma de premios, invitaciones o lo que se tercie. Pero yo no tengo churumbeles (no directos) que alimentar, así que me permito eso, mal que bien. Comprendo que la gente no esté mirando cómo se ha conseguido el dinero que se le paga, de dónde viene, por qué manos ha pasado antes, si nuestro pagador es intachable o no. En España hay periodistas y columnistas que al parecer cobran directamente del Kremlin, y los fundadores del ahora purista Podemos recibieron remuneraciones de Venezuela y de Irán, todos países poco menos dictatoriales que Arabia Saudita, y que de hecho tienen también por costumbre deshacerse de periodistas o rivales molestos para sus regímenes, a veces con tanta alevosía y violencia como la empleada contra Khashoggi en el consulado de Estambul. El propio Erdogan, Presidente de Turquía hoy indignado, tiene a más de cien reporteros encarcelados o exiliados a la fuerza. Nadie se plantea en serio dejar de hacer negocios con él, ni con Putin y otros de su jaez. Los países aún democráticos tienen que decidir si lo importante es cobrar, venga de donde venga el sueldo. Y si es así, quizá no deban perseguir con tanto ahínco a los narcos, a las mafias y a las redes de prostitución. Claro que lo propio de nuestra época es contradecirse sin parar, y ni siquiera percatarse de sus flagrantes contradicciones.
22 Noviembre 2018
El príncipe heredero es culpable
No hay apenas dudas acerca de la responsabilidad de Mohamed bin Salmán, conocido como MBS, en la trampa tendida al periodista Jamal Khashoggi el pasado 2 de octubre en el consulado saudí en Estambul, en su asesinato organizado desde la cúpula del Estado saudí y en su posterior desaparición, probablemente mediante descuartizamiento y disolución en ácido de su cuerpo. Lo acredita el Gobierno turco y, con mayor autoridad, la CIA, a pesar de la insostenible y persistente incredulidad exhibida por Donald Trump. Las sucesivas e inverosímiles explicaciones y coartadas aportadas por el Gobierno saudí han añadido infamia al horror de un crimen tan espantoso. Casi todos los esbirros que participaron en el asesinato se hallan arrestados e inculpados, e incluso en cinco casos con petición de pena de muerte. Todo lo que han hecho la fiscalía y la policía saudíes hasta ahora ha sido destruir pruebas, eliminar testigos e intentar enmascarar la responsabilidad del heredero de la corona y hombre fuerte del régimen, el hijo treintañero, impulsivo y violento, del anciano rey Salmán. La única forma de exculpar convincentemente al príncipe, fuera del alcance de los saudíes por la naturaleza patrimonial y despótica del régimen, sería una investigación a cargo de la justicia de otro país, como Turquía, o de una comisión internacional.
También Trump ha querido contribuir a la cobertura del crimen con un comunicado en el que admite la posibilidad de que MBS sea el asesino de Khashoggi, pero se niega a extraer consecuencias. Al contrario, carga de razones al príncipe en la neutralización del periodista, considerado por los saudíes como enemigo del Estado y miembro de la cofradía de los Hermanos Musulmanes, tachada de terrorista. El presidente apoya además la posición de Riad en su rivalidad con Irán, país al que define como la única potencia terrorista en la región y al que responsabiliza de la guerra de Yemen. Regala así una baza a MBS, promotor de la intervención saudí en la guerra civil yemenita, y sometido estos días a presión para que abandone su aventurismo bélico en castigo a la muerte de Khashoggi.
El brutalismo político de Trump concede directamente a Arabia Saudí el derecho al crimen de Estado, gracias a su capacidad de producción petrolera y a sus compras de armas a EE UU. Su principal y más cínico argumento es el mismo de su campaña electoral, America First, Estados Unidos ante todo, una simplificación de la política exterior profundamente dañina para Washington y la comunidad internacional. De la condescendencia trumpista tomarán nota todos los déspotas del mundo, con los que el presidente suele simpatizar más que con los gobernantes debidamente elegidos.
No serán los únicos que tomarán nota. ¿Asistirá el asesino a la reunión del G20 que se celebrará el 30 de noviembre en Buenos Aires? ¿Le admitirán los otros jefes de Estado y de Gobierno? ¿Mantendrá la Casa Real española sus estrechas relaciones con una familia reinante ahora liderada por un sujeto tan poco recomendable?
05 Octubre 2019
Impunidad
El asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi sigue impune un año después de que se cometiese. Pese a que organizaciones tan diferentes como la CIA, la ONU, el Congreso de Estados Unidos y la Fiscalía turca consideran responsable del crimen de Estado al príncipe heredero Mohamed Bin Salmán, las relaciones del hombre fuerte de Arabia Saudí con las democracias occidentales no han cambiado. Los líderes mundiales, como quedó claro en las fotos de familia de las cumbres del G20 en Buenos Aires y Japón, actúan como si este crimen nunca hubiese ocurrido. Sin embargo, sí ocurrió y sus implicaciones son demasiado grandes como para obviarlas. Si el asesinato de un periodista molesto, en un recinto diplomático, no tiene ninguna consecuencia, ni jurídica ni diplomática, será una muy mala noticia para la libertad de prensa y para los disidentes de todo el mundo.
Jamal Khashoggi era un periodista, colaborador de The Washington Post, crítico con el poder que estaba alcanzando el príncipe Mohamed, pero difícilmente podría ser definido como un disidente, puesto que se trataba de alguien cercano a la familia real y a los círculos que controlan el reino. El 2 de octubre de 2018 entró en el Consulado de Arabia Saudí en Estambul para realizar una gestión y nunca salió. Fue asfixiado y despedazado. Su cadáver nunca ha sido localizado. Las burdas mentiras con las que Arabia Saudí intentó ocultar el crimen se desmoronaron rápidamente, cuando se supo que los servicios secretos turcos habían grabado lo ocurrido.
Las diferentes reconstrucciones —incluyendo un minucioso trabajo de la investigadora especial para ejecuciones extrajudiciales de la ONU, Agnès Callamard— coinciden en los hechos básicos: Arabia Saudí envió un equipo especial de asesinos a Estambul para cometer el crimen y deshacerse del cadáver, dirigido por uno de los hombres de mayor confianza del heredero, Saud al Qahtani, que se encuentra en paradero desconocido. Para intentar calmar las protestas iniciales, 11 personas están siendo juzgadas en Arabia Saudí en un proceso secreto que no cumple las más mínimas garantías legales. El príncipe Mohamed ha seguido adelante con su programa de reformas y, a la vez, con su implacable campaña de represión. Un ejemplo de esta paradoja es que ha permitido conducir a las mujeres, pero encarceló, y presuntamente torturó, a las activistas que lucharon para lograr este avance.
Lo ocurrido hasta ahora con este caso demuestra, desgraciadamente, que los sátrapas pueden estar mucho más tranquilos que sus víctimas. La memoria de Khashoggi, y de todos aquellos que alzan su voz contra la tiranía, merecen algo más que la indiferencia y unos líderes internacionales que miran hacia otro lado.