23 octubre 2002

Crisis de rehenes del teatro Dubrovka de Moscú: El terrorismo checheno desata una dura réplica del Gobierno Putin

Hechos

  • La crisis de rehenes del teatro Dubrovka de Moscú (también conocida como el asedio Nord-Ost) fue la toma del Teatro Dubrovka por entre 40 y 50 terroristas chechenos armados el 23 de octubre de 2002, que involucró a 850 rehenes y terminó con la vida de al menos 170 personas.

Lecturas

La crisis de rehenes del teatro Dubrovka de Moscú (también conocida como el asedio Nord-Ost) fue la toma del Teatro Dubrovka por entre 40 y 50 terroristas chechenos armados el 23 de octubre de 2002, que involucró a 850 rehenes y terminó con la vida de al menos 170 personas. Los terroristas, liderados por Movsar Baráyev, reivindicaron la lealtad al movimiento separatista militante islamista en Chechenia. Exigieron la retirada de las fuerzas rusas de Chechenia y el fin de la Segunda Guerra de Chechenia.

25 Octubre 2002

Terror en Moscú

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

Leer

El uso masivo del terror contra civiles inocentes, para dirimir o airear los conflictos más dispares o agravios supuestos o reales, que tuvo su expresión más espectacular en las Torres Gemelas de Nueva York, se va convirtiendo en patrón alarmante en un mundo informativamente global e instantáneo. Sin apagar los ecos del megaatentado de Bali y sus réplicas menores en Filipinas, es ahora Rusia, a través de una toma masiva de rehenes, la que se enfrenta de nuevo con el fantasma de Chechenia, la guerra semiolvidada que Vladímir Putin prometiera liquidar en unas semanas hace casi tres años. Cualquier desenlace es posible en el teatro convertido en cárcel, pese al aparente compromiso del líder ruso para salvaguardar la integridad de los más de 600 secuestrados en Moscú por los terroristas. Una joven es la primera víctima mortal, en circunstancias confusas, del golpe de mano, condenado anoche en los términos más enérgicos por el Consejo de Seguridad de la ONU, que exige la liberación incondicional de los rehenes.

El asalto -ideado en el exterior, según Putin- es el golpe más audaz y elaborado de los rebeldes chechenos hasta la fecha. Que casi cincuenta personas con impedimenta militar y explosivos suficientes para minar un gran recinto hayan sido capaces de atravesar Moscú y converger en un teatro a cuatro kilómetros del Kremlin habla a las claras de los agujeros de los servicios de seguridad rusos. De la declaración de intenciones de los asaltantes, morir por su fe islámica y la independencia, no cabe dudar. Ningún fanático llega a esa situación sin estar dispuesto a perecer en ella, y la exigencia de retirada inmediata del Ejército ruso a cambio de las vidas de los rehenes es una petición tan ritual como de impensable cumplimiento. El objetivo principal del comando ya ha sido conseguido: poner la causa chechena y la guerra bajo el foco mundial, presumiblemente por mucho más tiempo que cuando derribaron en agosto un superhelicóptero militar ruso cerca de Grozni, en el que murieron un centenar largo de ocupantes.

La desesperada acción muestra la frustración por un conflicto irresuelto, con centenares de miles de víctimas, al que Putin no ha puesto fin ni por las armas ni por la diplomacia. Cada mes caen decenas de militares rusos y de rebeldes chechenos, pero sobre todo de civiles inocentes sometidos a todo tipo de atrocidades por las tropas de un Estado nominalmente democrático. Así atizado, el odio crece y sus repercusiones se extienden por el Cáucaso, una zona del mundo que ha registrado innumerables guerras desde la época de los zares. En la retaguardia, la entusiasta aceptación inicial por los ciudadanos rusos de la política de tierra quemada ha ido transformándose y la mediatizada opinión pública y destacados dirigentes comienzan a exigir una solución política. En los últimos tiempos, el presidente ruso ha puesto sordina a los efectos más perversos de la lucha en el Cáucaso mediante el expediente oportunista de apuntarse, aplicándola a Chechenia, a la cruzada global de Bush tras el 11-S.

La crisis supone para Putin un innegable revés, además del mayor desafío en su carrera. Y no sólo porque su ascenso imparable, de oscuro ex espía del KGB a heredero de Yeltsin, está indisolublemente ligado a su política en la república independentista. El presidente ruso ha esgrimido sistemáticamente el carácter desalmado de los chechenos, genéricamente identificados como bandidos o terroristas, a los que ya en 1999 responsabilizara de una serie de brutales atentados en Moscú de los que nunca se probó su autoría. Ahora, con alrededor de 600 vidas pendientes de un hilo, deberá sopesar los riesgos de dejarse llevar por soluciones finales, a tono con ese credo.

27 Octubre 2002

Después de la matanza

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

Leer

Casi cien personas que habían ido al teatro a presenciar un musical han perdido brutalmente la vida entre el fuego de los terroristas chechenos que les hicieron rehenes y las balas y el gas venenoso de sus salvadores. La tragedia del teatro Dubrovka, colosal irrupción en el corazón de Moscú de la guerra de Chechenia, no sólo es el acto terrorista más llamativo en la última década de enfrentamiento con los independentistas. Representa además un aldabonazo para Rusia y para la comunidad internacional, que ayer se felicitaba por el desenlace, y sus repercusiones serán importantes para Vladímir Putin, cuya meteórica carrera política se ha asentado precisamente en su actitud inmisericorde hacia la república díscola.

Todo hacía presagiar en las últimas horas un final sangriento del golpe de fuerza de los fundamentalistas chechenos. El comando suicida asaltante se había colocado irreversiblemente en una situación límite al amenazar con la ejecución de los secuestrados, aunque no consta que hubiera empezado. Y de la demostrada incompetencia de las fuerzas especiales rusas en situaciones similares, hasta ahora lejos de Moscú, cabía esperar lo peor. La cifra de inocentes muertos en su intervención, todavía confusa, sugiere una irrupción ajena por completo a las consideraciones de seguridad reiteradamente prometidas por el presidente Putin, que anoche pidió perdón a los rusos por las víctimas inocentes.

La magnitud de lo ocurrido en el teatro Dubrovka anticipa presumiblemente otras carnicerías igualmente ciegas si se mantiene la estéril política de tierra quemada del Kremlin en un territorio de las dimensiones de Toledo autoproclamado independiente en 1991 y enfrentado a Moscú desde hace siglo y medio. La gran mayoría de los rusos ha vivido de espaldas a lo que allí ocurre desde que Putin, como primer ministro, ordenara en 1999 el regreso del Ejército federal a la república que Yeltsin había abandonado humillado en 1996. Anestesiada por la falta de información veraz y el maremoto propagandístico del Gobierno, la sociedad rusa no ha querido acercarse a una guerra sucia en la que desde el bombardeo masivo de Grozni, en enero de 2000, se han sucedido la desaparición de civiles, las torturas y las ejecuciones a cargo de las tropas y los servicios de seguridad rusos. Las repetidas denuncias de organizaciones internacionales han sido estériles. Una simbólica suspensión temporal de voto a la delegación rusa por parte del Consejo de Europa es todo el castigo que la complicidad pasiva de los Gobiernos occidentales ha hecho recaer sobre Moscú. Convalidando este comportamiento, el ya presidente Putin ha perdido buena parte de su fuerza moral para condenar el inicuo terrorismo checheno.

El jefe del Kremlin tampoco ha dado muestras creíbles de aceptar el diálogo al rechazar una y otra vez las iniciativas de dirigentes liberales rusos y de los moderados chechenos, encabezados por el proscrito presidente Aslan Masjádov, elegido democráticamente en 1997. La consecuencia de todo ello ha sido el fortalecimiento del islamismo más radical en la devastada y medieval república caucásica. El poder de Masjádov, que se ha desmarcado públicamente de la matanza del teatro, es cada vez más discutido por numerosos jefes rebeldes, y la desvertebrada Chechenia se va repartiendo entre un puñado de clanes armados. Ese islamismo fundamentalista con conexiones distantes -combaten en la república fanáticos de media docena de países – probablemente no se habría impuesto sin la obstinación de Putin.

Después de lo ocurrido ayer, sin embargo, es improbable que Rusia pueda seguir considerando la guerra de Chechenia como algo en la periferia de su conciencia. Está en las manos del presidente ruso, que acumula en la práctica los poderes fundamentales del Estado, exhibir la voluntad política necesaria para detener un conflicto que va a más y mayores repercusiones. Aceptar la precaria rama de olivo que le tiende Masjádov serviría también para contribuir a aislar a los grupos más incendiarios, representados por esos jóvenes enmascarados que asaltaron el teatro Dubrovka imitando en sus rituales e indumentaria a los integristas afganos o a los terroristas suicidas palestinos, y que con sus métodos ilustran meridianamente lo que cabe esperar en Chechenia si consiguen el poder. Vertida la sangre, demasiada sangre, es la hora de las soluciones.

30 Octubre 2002

Rusia absolutista

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

Leer

A medida que emergen nuevos detalles cobra perfiles más sórdidos la operación de rescate de las fuerzas de seguridad rusas en el teatro Dubrovka de Moscú. Amén de la incompetencia de las unidades Alfa, acreditada en acciones similares lejos de la capital rusa, el asalto al teatro ha puesto de manifiesto, sobre todo, el desprecio hacia la vida de cientos de personas secuestradas con que actuó el presidente Vladímir Putin en su determinación de acabar con los terroristas chechenos, pese a prometer reiteradamente lo contrario en las horas previas. Los responsables rusos siguen mostrando una pasión intacta por el oscurantismo y la desinformación, impensable en un Gobierno democrático.

En la operación de la que se vanagloria el Kremlin han muerto envenenados 115 rehenes, por el momento, y sólo cuatro por disparos, según la última versión de un fiscal general que cambia groseramente los datos. Los secuestradores -a los que se supone que un Gobierno democrático querría ver en el banquillo, y que podrían haber proporcionado información valiosa- fueron simplemente rematados con un tiro en la cabeza. Casi una veintena de los más de 300 hospitalizados está en situación crítica, lo que no impide que los médicos desconozcan todavía la composición del tóxico. Los equipos de rescate no fueron advertidos de que debían ir preparados para tratar a personas gaseadas. El silencio de Moscú sobre la composición del agente químico alimenta las especulaciones de que sea un compuesto prohibido por sus compromisos sobre control de armamento. Y además, se sigue dificultando a los familiares de las víctimas la visita a sus deudos.

El trágico episodio, que parece fortalecer la imagen de Putin en su país, ha servido además para desatar la caza del checheno en Rusia, en busca de complicidades, y para otorgar nuevos poderes al Ejército en su lucha contra los independentistas, como si hubiera alguna facultad de la que carecieran las Fuerzas Armadas rusas y los servicios de seguridad en Chechenia. Tras el nuevo rechazo por el Kremlin del renovado ofrecimiento de diálogo incondicional hecho por el destituido presidente checheno Aslán Masjádov, lo que cabe esperar es la escalada de una de las guerras más despiadadas y crueles del mundo, cuyas principales víctimas son los civiles.

Que Putin sea un hombre unidimensional no debe extrañar. Como ex agente del KGB, ha sido entrenado para eso. La solución a la soviética de la más grave crisis de su mandato se ha limitado a abundar en el desprecio por la vida asentado históricamente en el Kremlin, y del que probablemente no hay un mejor ejemplo reciente que el del submarino Kursk. En la nueva Rusia de Putin, un Estado nominalmente democrático, pero absolutista en el manejo de los resortes del poder, se siguen manteniendo todos los tics de desinformación, mentiras y manipulación de la opinión pública que han caracterizado a la vieja. Ayer mismo, Amnistía Internacional denunciaba cómo la falta de respeto por los derechos humanos y el clima de impunidad que marca la actuación rusa en Chechenia ha penetrado su sistema judicial, donde la tortura policial y las condiciones carcelarias inhumanas están a la orden del día.

Resulta insólito y deprimente en este contexto el coro de alabanzas occidentales -incluidas las doblemente apresuradas del Gobierno de España y de su Jefe del Estado- con que se ha saludado la acción de Putin, en línea con la connivencia pasiva mostrada con sus excesos en Chechenia. Los mismos Gobiernos abanderados de la democracia que tan exigentes se muestran con otras realidades impresentables callan, o como mucho susurran, respecto a lo que ocurre desde hace tres años en la remota república del Cáucaso. Quizá porque, al abrigo de la cruzada global de la Casa Blanca y con la vista puesta en Irak, valoran más que cualquier otra cosa el fervoroso, y oportunista, compromiso antiterrorista del inquilino del Kremlin. Pero silencio equivale a tolerancia, y este doble rasero con los principios no hace ningún favor ni a la causa de la democracia ni a la de la lucha contra el terrorismo fundamentalista.

31 Octubre 2002

El asalto triunfal

Juan Goytisolo

Leer

La enérgica demostración de fuerza que acabó con el secuestro de 700 rehenes en manos de un comando de guerrilleros chechenos en el teatro Dubrovka de Moscú valió a Vladímir Putin las felicitaciones interesadas o crédulas de los Gobiernos del mundo entero, desde Bush y Sharon a Sadam Husein. Nadie o casi nadie pareció tener en cuenta las modalidades de la ‘liberación’ y el elevadísimo número de víctimas del misterioso gas letal empleado por el amo del Kremlin. ¿Puede, en efecto, calificarse de éxito una matanza en la que el arma tóxica empleada para salvar la vida de los rehenes se hacía a título experimental y sin medir sus consecuencias mortíferas? Con 115 víctimas oficialmente recensadas (un 20% de los espectadores atrapados en el teatro), 85 desaparecidos (¿cómo?, ¿por medio de qué milagro divino o humano podrían haberse volatizado?) y varios centenares ingresados en diferentes hospitales (muchos de ellos en estado grave y sin que las autoridades les procuren un tratamiento médico adecuado al negarse a revelar la naturaleza del gas), semejante carnicería, ¿no es una prueba más del perfecto desprecio de los sucesivos zares de Rusia a la vida de su propio pueblo? La ejecución fría, con un tiro en la sien, de los autores del secuestro -incluidas las mujeres viudas a causa de las llamadas operaciones de limpieza mientras yacían desvanecidas en la platea del teatro-, ¿corresponde a la de un país democrático o simplemente civilizado? En cualquier Estado de la Unión Europea semejantes acciones y la gasificación de espectadores inocentes habrían provocado una crisis mayor de Gobierno y la destitución fulminante de sus responsables. Nada de esto ha ocurrido en Rusia: según se comenta, Putin ha salido, al revés, fortalecido de la prueba. Bajo su férula, como bajo las de Yeltsin, Breznev, Stalin y los zares de antaño, la vida del pueblo no cuenta: eso ya se vio con la tragedia del Kursk y los atentados de 1999 en Moscú organizados con toda probabilidad por sus propios servicios secretos. El argumento empleado por el flamante socio estratégico de Bush -‘no se puede poner a Rusia de rodillas’- es tan mendaz como cínico. Nadie trata de poner a Rusia de rodillas, sino de que dé fin a su política de exterminio y se siente a negociar con el presidente democráticamente elegido, Aslán Masjádov, como reclama el Congreso Mundial Checheno, reunido en Copenhague.

La manipulación informativa de Bush y sus asesores en torno a la nebulosa terrorista y sus conexiones con el dictador iraquí cuenta en Putin con un émulo aventajado: el pasado año, tras el comienzo de la guerra en Afganistán, los servicios de propaganda de Moscú, coreados sin reflexión por los medios de información de Occidente, hablaban no sólo de la presencia activa de chechenos en las filas de los talibanes, sino de que constituían su núcleo más duro e implacable. Durante semanas y semanas ,los supuestos chechenos de Al Qaeda se convirtieron en un amenazador espantajo. No obstante, para cualquier conocedor de la situación reinante en la pequeña república norcaucásica, tal patraña no merecía el menor crédito. ¿Por qué irían a combatir los independentistas chechenos a miles de kilómetros de su país si tenían a los rusos metidos en casa, en la trama de una guerra despiadada compuesta de asesinatos, violaciones, torturas, fosas comunes y todas las formas imaginables de extorsión y pillaje? Esta certeza se vio corroborada muy pronto por los hechos. Concluida la campaña con la caída del régimen oscurantista del mulá Omar, los cacareados voluntarios chechenos se esfumaron: ningún prisionero, ningún cadáver, apoyaron la fabulación de los servicios rusos. Pero el que fue en su día brillante oficial de los mismos alcanzó su objetivo: la guerra contra el terrorismo de Bush en Afganistán era idéntica a la suya en el Cáucaso. Ahora, tras el ‘feliz’ desenlace de la crisis de los rehenes, el lenguaje de Putin y el de Bush se confunden: ‘Mientras no sea vencido, nadie se podrá sentir seguro en ninguna parte del mundo’. El hábito de mentir sabiendo que se miente es común a ambos. A él se añade, en el caso del ruso, una bien asentada tradición de despotismo, falta de escrúpulos y una obsesión casi paranoica de secretismo y opacidad.

‘El terrorismo debe ser vencido, y lo será’. ¡Cuántas veces no habremos oído esta sentencia altisonante en boca de los supuestos defensores del orden! Pero, ¿a qué terrorismo se refieren? El término es camaleónico y mutante: encierra múltiples sentidos y se aplica a realidades distintas y a menudo opuestas. El terror impuesto con tanques, helicópteros, misiles y excavadoras puede revestirse de oropeles democráticos, mas el de quienes se oponen a él con las armas del pobre o el débil (atentados suicidas, acciones sangrientas) no admite excusa ni paliativo algunos. Arrasar los pueblos chechenos y asesinar impunemente a los detenidos en esos siniestros puntos de filtración a los que inútilmente intenté acceder en junio de 1996 no inquieta demasiado a los estrategas del nuevo orden mundial: todo se reduce a una lucha entre malvados y buenos, entre demócratas y asesinos fanáticos. Es el lenguaje primario que escuchamos primero en la guerra de Argelia y luego en la de Vietnam. No obstante, su empleo generalizado a partir del 11-S lleva a su extremo una perversión del vocablo en virtud de la cual el agresor se convierte en víctima y viceversa. ¿Quién es este ‘enemigo fuerte y poderoso, inhumano y cruel’ del que nos habla Putin? La geografía y la historia responden a ello. Basta con mirar un mapa de la gigantesca Federación Rusa y de una pequeña república secesionista del tamaño de la provincia de Cáceres para ver quién es el fuerte y poderoso; y un somero repaso a las distintas guerras de conquista del Cáucaso y rebeliones chechenas a lo largo de los siglos XIX y XX hasta la penúltima invasión ordenada por Yelstin en una documentada borrachera de vodka despeja toda sombra de duda acerca de dónde se sitúan la inhumanidad y la crueldad.

Cierto es que los chechenos no supieron aprovechar los acuerdos de septiembre de 1996, que admitían de hecho la independencia de su país: la behetría, lucha de clanes, industria del rapto por mafias organizadas, minaron la autoridad de Aslán Masjádov y propiciaron la funesta aventura del comandante Basáyev en Daguestán. La acción conjunta del dinero saudí destinado a los grupos islamistas opuestos a la tradición religiosa del Cáucaso y la de las maniobras desestabilizadoras de los servicios especiales rusos -el papel desempeñado por el magnate Berezovski en la conexión wahabí no se ha aclarado aún- hicieron imposible el proyecto independentista de los

moderados. Tras los poco misteriosos atentados de Moscú que catapultaron a Putin a la jefatura del Estado, sus proclamas guerreras y anuncios de victoria son desmentidos regularmente por los hechos. Rusia se envisca de nuevo en Chechenia, 11.500 reclutas y voluntarios han perdido la vida según la Asociación de Madres de Soldados y los horrores de las ejecuciones sumarias, torturas, mutilaciones y cuerpos amontonados en fosas comunes descritos por Natalie Nougayrède en Le Monde del 24-4-2002 y del 2-10-2002 aportan una abrumadora evidencia para un deseable juicio por genocidio al Ejército ruso en Chechenia.

Ignorar dicha realidad pugnaz, aplaudir la firmeza de un presidente capaz de gasear como Sadam Husein a su propio pueblo e invocar la lucha contra el terrorismo internacional sin examinar las causas que lo alimentan ni procurar un remedio a éstas, contribuyen tan sólo a perpetuar la barbarie magistralmente descrita por Tolstói en su novela Hadjí Murat.

En un destartalado mercadillo callejero de Grozni alguien me pasó a hurtadillas un póster impreso en Turquía con las palabras ‘vida, fe, guerra santa’ que cuelga como un recuerdo en una pared de mi casa. El pueblo checheno no se ha doblegado nunca ante la fuerza bruta ni probablemente se doblará a menos de que sea borrado de la faz de la tierra por las nuevas armas de destrucción masiva con que le amenaza el último zar.

Sólo una vigorosa movilización de la opinión pública y una vuelta en los países europeos a los valores de ilustración, generosidad y experiencia que Manuel Azaña pedía a la clase política pueden detener el refuerzo de la maquinaria represiva de Putin tras su vergonzosa manipulación de los hechos, tanto en Chechenia como en el asalto triunfal al Teatro de la Muerte en Moscú.