21 enero 1990

Sucede al Marqués de Mondejar

El General Sabino Fernández Campo ascendido de Secretario a Jefe de la Casa del Rey por Juan Carlos I

Hechos

El 21 de enero de 1990 se hizo público el nombramiento del General Sabino Fernández Campo como Jefe de la Casa del Rey.

Lecturas

El 22 de enero de 1990 el Boletín Oficial del Estado publica el nombramiento de D. Nicolás Cotoner, marqués de Mondéjar, como Jefe Honorario de la Casa del Rey con carácter vitalicio y como consejero privado y el del hasta ahora secretario del Rey Juan Carlos I, el General D. Sabino Fernández Campo, como nuevo jefe de la Casa del Rey. D. José Joaquín Puig de la Bellacasa, será el nuevo secretario.

D. Sabino Fernández Campo es considerado un hombre leal a D. Juan Carlos I y es conocido popularmente por jugar un papel relevante durante el 23-F para impedir que el general D. Alfonso Armada Comyn pudiera traladarse a la Zarzauela para desde allí poder dar indicaciones y dar a entender que el Rey estaba de acuerdo.

En la práctica el cambio hacía tiempo que se había producido en la práctica y el general Fernández Campo ejercía funciones propias de Jefe de la Casa del Rey por la avanzada edad del marqués de Mondejar.

De acuerdo con las informaciones difundidas el general Sabino Fernández Campos será nombrado mañana nuevo Jefe de la Casa del Rey, en sustitución del anciano Marqués de Mondejar. En contraste con la circunspección y sobriedad con que ha sido distribuida, la noticia merece, sin embargo, ser especialmente subrayada. El «ascenso» de Fernández Campos desde la Secretaría al puesto de Jefe de la Casa, supone el reconocimiento al mérito personal, trenzado en este caso de ponderación, sentido común y tolerancia. El paso dado por Don Juan Carlos viene a hacer justicia de esta manera a uno de los personajes auténticamente claves de la transición, gracias a cuya labor en la sombra la Corona pudo materializar su proyecto histórico de concordia. Con su nombramiento se rompe además la tradición, según la cual este puesto debía de ser desempeñado por un miembro de la nobleza. El Rey ha sabido sustraerse, pues, a la tentación de promocionar a algún adulador de noble cuna y ha dado un paso coherente con la naturalidad que viene impregnando toda su trayectoria desde que asumiera la Corona. La buena noticia se completa con el regreso a la Zarzuela del diplomáticó José Joaquín Puig de la Bellacasa, tras una brillante carrera como embajador en Londres, incluido el éxito del viaje real al Reino Unido.

22 Enero 1990

Una sombra en el laberinto

Raul Heras

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El general comenzaba a ser Sabino, su nombre en clave para la sociedad civil de los mil españoles importantes que con tanto calor defendía López de Letona. Ya tenía media sonrisa amable y distante para el protocolo y unos trajes antiguos que le proporcionaban la envidiable invisibilidad de los espías. Era en 1977 los ojos y los oídos de la Zarzuela, que nunca la voz, salvo para decir en un murmullo las «preocupaciones del Rey o la Reina» con respecto a temas de la Monarquía. Y era la sombra, el segundo plano, siempre detrás de Don Juan Carlos, siempre detrás de Doña Sofía, siempre detrás del Príncipe de Asturias; siempre al lado de Nicolás Cotoner y Cotoner, marqués de Mondéjar y de Ariany, vizconde de Ugena y grande de España, el ejemplo que han querido tomar los eternos aspirantes a cortesanos para que al frente de la jefatura de la Casa Real hubiera siempre un noble. Hasta en eso el Rey ha roto las esperanzas palaciegas. En la Corte no hay ya milagros, tan sólo eficacia. Como la demostrada por el general Fernández Campo cuando le tocó volver a ser general en la larga noche del 23 de febrero de 1981, con los capitanes de la política atrapados en el Congreso de los Diputados y los capitanes de la milicia atrapados en los teléfonos. Se doblegó Milans y se doblegó Armada, el dolor que le ha perseguido durante siete años. El amigo al que tuvo que sentar en el banquillo de la historia y al que acudió a ver al hospital varias veces. El compañero al que llamó al hogar recién recobrada la libertad para encontrarse con un servicial: «El señor no se puede poner, está comiendo» que fue la última bofetada recibida en defensa de su señor. Se doblegaron las armas al poder civil y triunfó la democracia, el nuevo estandarte de una Monarquía trabajada con ardor y pulcritud de artesanos. Aquellas horas marcaron el reloj de varias generaciones de españoles, y permitieron que meses más tarde el primer gobierno socialista llegara a la Moncloa. Sabino Fernández Campo ha vivido la transición en los rostros de Suárez y de González, les ha escrutado en sus visitas semanales a Don Juan Carlos. Ha sido y es el hilo del cual todos tiran en busca del corazón de la madeja. Decía Alejo Carpentier en «Los pasos perdidos» que «hay actos que levantan muros, cipos, deslindes en una existencia». Y como el protagonista de la novela Sabino tuvo que sobreponerse al «miedo al tiempo que se iniciaría para mí a partir del segundo en que yo me hiciera ejecutor». Setenta y dos años le esperan el próximo 17 de marzo, emboscados en su carnet de identidad, que no en su figura. Le espera un cambio de despacho que no de actitud. Seguirá hablando poco y escuchando mucho. Preguntando lo imprescindible y haciendo gala de la socarronería asturiana que se oculta en sus ojos. De su boda y su matrimonio guarda el recuerdo del amor y el amor del recuerdo, que hasta en la heterodoxia de la ruptura familiar ha sido discreto, aunque mire con cierta envidia la espontaneidad de Cela, la sinceridad de Moravia o el desparpajo de Carvajal, él está también atrapado en su condición de sombra y ha encontrado la felicidad entre bastidores. Hijo del destino que me «ha colocado en puestos secundarios y oscuros, pero llenos de interés y situaciones claves, de consecuencias históricas, al lado de personas extraordinarias a las que tengo el honor de servir con entrega absoluta en cuerpo y alma, pensando que a través suyo sirvo también a mi patria». Equilibrado hasta para tener hijos, repartió el número en dos mitades casi exactas: seis hijas: María Elena, Margarita, María Cristina, María Isabel, María Eugenia y María José; y cuatro hijos: Alvaro, Sabino, Luis y Miguel. Todos enlazados por la madre, Elena FernándezVega, la sombra de la sombra, la discreción de la discreción. El rostro oculto que ha llevado la nave familiar a buen puerto, con el coraje de los marinos o de los mineros de su tierra. Sin miedo pero con respeto hacia los temblores que acechan en los tuneles por los que discurren nuestras vidas. No es hombre de noches, sino de días claros, de lectura y de reflexión, de comer y beber moderados, salvo cuando le presentan un plato de su tierra chica, que le daría el título de hijo predilecto aquel año de 1981, cuando el país recobraba el pulso tras el amago de infarto político. Se conserva alto, recto, con andares pausados y mirada abierta en la que, al fondo, siempre se ve una segunda puerta, una salida secreta por la que escaparse en caso de duda o de perentoria necesidad de discreción. En el apretón de manos tiene otro termómetro que marca siempre los 37 grados, ni frío ni caliente. Justamente cortés y con las pasiones tan a distancia de amigos y enemigos, que parecen colocarle en el punto central de la balanza.

La última recta del siglo le ha convertido ya para siempre en diplomático, lo que tanto quería. Junto a un Rey que se ha hecho Rey, una Reina que ha enseñado a ser Reina, y un Príncipe que está aprendiendo a ser Rey. En el centro del Laberinto, guardián de sus secretos, que desde ahora compartirá con José Joaquín Puig de la Bellacasa y Urgampilleta, el diplomático pródigo que vuelve a casa, no en vano estuvo en la Secretaría de Don Juan Carlos cuando éste era Príncipe de Asturias, antes de reincorporarse al Ministerio de Asuntos Exteriores. Ambos coinciden en dos cruces: la de San Raimundo de Peñafort y la del Mérito Militar. Coincidirán en el objetivo, con una relación que tiene que hacerse paso a paso y metro a metro: un nuevo equilibrio en Palacio, inédito y distinto, con el que sujetar y liberar a un monarca capaz de sentarse al volante de un Porsche 959 y plantarse en los Alpes. A una Reina que ha hecho de la exigencia un arte y se mueve con soltura de estadista entre la fragilidad de los intereses mundanos. Y a un Príncipe y a unas Infantas que deberán formar casa propia, casarse y tener hijos, y asegurar la continuidad de la dinastía en el siglo XXI. Cuestiones nuevas a las que atender y con las que enfrentarse, tanto dentro de Palacio como en su dimensión pública. La década de los 90 va a ser la cumbre de una carrera y el inicio de otra. La primera ha puesto sólidos cimientos para la segunda, que sin duela sabrá aprovecharlos. Se queda y se aleja Nicolás Cotoner, casi como el siglo, ya «terminados los juegos de la adolescencia -en palabras hermosas de Carpentier- lo ocurrido, lo no ocurrido, adquiría una dimensión enorme. Crujió la puerta y pintóse, sobre las luces de un verdoso amanecer, una forma humana que se alejaba lentamente, arrastrando las piernas, como agobiada».

27 Enero 1990

Nombramientos en la Zarzuela

José Mario Armero

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CUANDO el Rey asumió la Jefatura del Estado, hace bastante más de una década, dos grupos de personas, entre otras, ofrecieron sus servicios y pensaron iban a ser fundamentales en la nueva etapa. No hago crítica de esas posiciones, pues existía en todos un deseo de colaborar con la nueva Monarquía, aunque también se buscase compensación en la feria de las vanidades. Por una parte, estaban los aristócratas de la sangre; descendientes en muchos casos de aquellos que no hicieron nada por el Rey Alfonso XIII, cuando fue prácticamente abandonado al proclamarse la Segunda República. Algunas personas, muchas veces son llamados cortesanos, entendieron que tenían un papel a jugar en las cercanías del Palacio Real e incluso que el Rey estaba obligado a tenerlos a su lado. No ocurrió así. Otro grupo estaba formado por monárquicos, profesionales liberales, muchos de ellos de demostrada eficacia, que pensaron en la formación alrededor del Rey de una especie de gabinete fantasma. Se pretendía la existencia de asesores especiales para que asesoraran al Rey en sus funciones y especialmente en las relaciones con los partidos políticos que entonces empezaban a formarse. Se ha visto que el Rey rechazó también esta fórmula.: Se estructuró entonces una organización mínima. Parecía incompleta, pero ha funcionado, incluso en momentos que no siempre han sido fáciles. Probablemente, además de que se acertó en el diseño, se encontraron los hombres especialmente aptos. El Rey demostró su capacidad para estructurar un «staff» con muy poca gente, encontrando las personas adecuadas para desarrollar el papel que como Rey está definido en la Constitución. Se trataba de montar una organización pequeña, pero adecuada para f2cumplir el papel que al Rey corresponde, no sólo por mandato constitucional, sino porque el Jefe del Estado entiende -una lección bien aprendida de su f2padre el Conde de Barcelonaque sólo- puede afianzarse, como ha ocurrido, la Monarquía popular y representativa.

Tal vez ha habido, junto al Rey, cierta escasez de personas y de medios para afrontar los problemas de la Jefatura del Estado. Sin duda ha habido posiciones, con un afán constructivo, que han aconsejado la formación de una cierta duplicidad de los hombres del Gobierno, que el Rey tuviera asesores que le permitieran tener un apoyo constructivo en las relaciones con el Presidente del Gobierno y otros representantes del ejecutivo. Algo parecido a los «hombres del Presidente» que en la Casa Blanca, en USA, f2asesoran las propuestas del Parlamento y de los Secretarios de Estado, aunque el ejemplo no es válido en relación con el juego constitucional que tienen el Rey de España y el Presidente de los Estados Unidos. En el ambiente está un problema antiguo, no dramático, no agobiante, pero en el fondo un problema. Si es conveniente que el Rey tenga un «staff» de personas para asesorarle o es mejor mantener la situación tal y como hasta ahora ha funcionado. No olvidemos, al considerar este tema, que dentro de la maquinaria del Estado estamos ante algo muy delicado, pues la Monarquía es una institución familiar jugando una función pública. El Boletín Oficial del Estado acaba de publicar la reorganización de la Casa del Rey. Tres nombres aparecen en las fotografías que han ilustrado esa información. Tres nombres poco discutibles, en un país que discutimos todo: El Marqués de Mondéjar, Sabino Fernández Campo y JoséJoaquín Puig de la Bellacasa. La complejidad de los problemas, unida al hecho de que Nicolás Cotoner, Marqués de Mondejar, ha cumplido suficientes años de esfuerzos y lealtades, parece que precisaba, si no acudir a la fórmula del gabinete de asesores o a la solución de los «hombres del Rey», fortalecer la organización del Jefe del Estado. Los Reales Decretos, recienteniente promulgados, al tiempo que demuestran los sentimientos del Rey por la persona que colaboró con él durante tantos años al hacerle Jefe Honorario de la Casa y Consejero Privado, refuerzan la posición de Sabino Fernández Campo, ahora Jefe de la Casa del Rey, con el nombramiento de José Joaquín Puig de la Bellacasa como Secretario General: Aunque en épocas que prácticamente asumía todas las tareas y responsabilidades Sabino Fernández Campo, las cosas marcharon siempre bien, tal vez muy bien, la incorporación de otra persona puede ser siempre positiva. Sabino Fernández Campo representa la prudencia, el saber hacer lo adecuado en el momento preciso, el conocimiento de la administración pública, las relaciones con militares y civiles que ha conocido en sus funciones anteriores a la colaboración con el Rey. José Joaquín Puig de la Bellacasa no es nuevo en La Zarzuela, pues fue secretario del Príncipe cuando no era Rey, y hoy vuelve con una experiencia definitiva que ha demostrado su capacidad para el desempeño de funciones importantes.

Se ha dado un paso positivo. La Secretaría General, desempeñada por Sahino Fernández Campos, ha sido suficiente, pero es mejor tener a alguien más, de la categoría y preparación de José Joaquin Puig de la Bellacasa. Y es también un paso positivo porque el Rey se rodea de las pocas personas que entiendo indispensables, ocupando en este caso la Jefatura de la Casa Real un hombre que no procede de la aristocracia, del mundo de la nobleza aunque sí del estamento de la lealtad y eficacia. El Rey ha demostrado una vez más ser el primero en la colaboración para dar un nuevo paso en la estructuración de un Estado moderno.