5 marzo 2003

Durante el debate parlamentario los miembros del PSC insisten en que ellos nunca acusaron directamente de corrupción a CiU para evitar una querella de estos

El PP catalán de Josep Piqué presenta una moción de censura contra Pasqüal Maragall (PSC) después de que denunciara el 3%, pero la retira después del debate

Hechos

Fue noticia en marzo de 2005.

05 Marzo 2005

Censura y querella

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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Dos hechos excepcionales en la historia de la autonomía catalana acaban de producirse simultáneamente con motivo de la crisis desencadenada por el hundimiento del túnel del metro del Carmel. Convergència i Unió, la principal fuerza de la oposición al tripartito, ha presentado una querella contra el presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall, y el líder del Partido Popular, Josep Piqué, ha presentado una moción de censura. Es la segunda querella que recibe un presidente de la Generalitat en la autonomía restaurada y la tercera moción de censura que se le presenta en el mismo periodo. El mismo día además en que se ha constituido la comisión parlamentaria que debe investigar durante dos meses el desastre del Carmel.

La querella -firmada por el número tres de la coalición, Xavier Trias, y no por Artur Mas, que protagonizó el incidente parlamentario en el que se destaparon las supuestas comisiones del 3%, ni por el número dos, Duran i Lleida- tiene pocos visos de traducirse en un procesamiento como sucedió en el caso anterior, la presentada por el fiscal contra Jordi Pujol por el caso de Banca Catalana. Ahora no se trata de un delito económico, sino de calumnias e injurias supuestamente cometidas en sede parlamentaria, donde el Estatuto catalán reconoce la inviolabilidad de los diputados en la emisión de votos y opiniones.

La moción de censura se discutirá el jueves día 10 -después de una inexplicable fijación para el día 11, coincidiendo inoportunamente con el primer aniversario de los atentados de Madrid-. Y en ella, Josep Piqué, con reflejos políticos mucho más vivos que Artur Mas, protagonizará la mitad de la sesión, dado que la moción constructiva que contempla el Estatuto catalán le obliga a presentarse como candidato a la presidencia.

CiU ha optado por el camino de la judicialización de la polémica, hurtándola al Parlamento. Ha respondido a una desmesura -la acusación, sin pruebas, de corrupción- con una medida extraña y desproporcionada. Se dirige contra el presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall, y otros dos diputados del tripartito. Tiene pocos precedentes que la oposición use la vía judicial para querellarse contra el Gobierno por palabras pronunciadas en el Parlamento. Se presenta tardíamente, una semana después de la polémica, tras haberla agitado como elemento de presión. Y es de carácter condicional, porque detalla tres posibles supuestos para su retirada.

Si no se abre camino, CiU habrá lanzado un bumerán contra sí misma y habrá ofrecido a su adversario la oportunidad de construir con ella una imagen victimista, tal como hizo Pujol con la suya. Quizá también en la búsqueda del favor de la opinión como «perseguido», Maragall se confirme como el mejor alumno de Pujol. A favor del presidente juega la extendida convicción social de que, pese a su forma rotundamente inadecuada y oportunista, el contenido de su denuncia de corrupción tiene algo que ver con la realidad.

Es perfectamente útil, en cambio, la moción de censura de Piqué. Servirá para calibrar el pulso que libran convergentes y populares para hacerse con la hegemonía de la oposición. Pero, sobre todo, permitirá observar si Pasqual Maragall es capaz de salir de la selva de declaraciones desafortunadas que han situado al tripartito al borde del abismo.

08 Marzo 2005

La censura ética

Daniel Sirera

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La moción de censura que ha presentado el PP de Cataluña no pretende cambiar al Gobierno de la Generalitat. La aritmética parlamentaria es muy clara. Quince diputados frente a ciento veinte desaconsejan pensar que Josep Piqué puede ser presidente de la Generalitat el próximo viernes. La moción de censura que, finalmente, se discutirá este jueves -un día antes del aniversario de los terribles atentados del 11M- debe configurarse como un instrumento que sacuda y remueva el llamado oasis catalán. No podemos seguir permitiendo que los ciudadanos y ciudadanas de Cataluña continúen alejándose de la política pensando que todos los políticos son iguales. Debemos levantar las alfombras y abrir las ventanas para que entre aire fresco en un escenario político que, tras 25 años de hegemonía nacionalista y socialista, huele demasiado a naftalina.-

La denuncia realizada por Maragall no puede quedar borrada con una disculpa o enterrada bajo cientos de kilos de hormigón, como el Gobierno ha hecho con el túnel de maniobras del Carmelo. No podemos seguir viviendo de espaldas a la realidad y perdernos en los falsos consensos, haciendo responsables de todos nuestros fracasos a los otros. Maragall es un auténtico irresponsable. No asume ninguna responsabilidad ni ninguna culpa. Cuando Carod se reunió con ETA, Maragall culpó al diario ABC por publicarlo; cuando se produjo un motín en la cárcel de Quatre Camins, Maragall culpó al Gobierno del PP por hacer reformas que llevaban a los delincuentes a la prisión; cuando el Carmelo se hunde, Maragall acusa a CiU de cobrar comisiones por la obra pública. Maragall sólo sabe equivocarse. Resulta patético y antidemocrático que Maragall compare la presentación de una moción de censura con un golpe de Estado o que se atreva a decir con una sonrisa en los labios que su Gobierno se siente como una mujer maltratada.

La acusación de Maragall y el chantaje de Mas de no aprobar el Estatuto ha puesto de manifiesto que lo que esconde el llamado oasis catalán es un gran desierto ético. Los catalanes, al menos los que han votado a los quince diputados del PP, están ya hartos de los falsos acuerdos. No queremos ni podemos vivir bajo la sombra de la corrupción. Nadie entendería que renunciásemos a conseguir un mayor nivel de autogobierno para Cataluña por el llamado 3% ni que avanzásemos en este autogobierno inyectando cemento sobre el 3%.

Han pasado ya quince meses desde la firma del llamado «Pacte del Tinell» que tenía que traer a Cataluña un nuevo gobierno, de izquierdas y catalanista que acabara con los vicios de 23 años de pujolismo. Quince meses después de la constitución del nuevo gobierno, Cataluña se encuentra en una situación de parálisis general.Hasta ahora, el escenario político ofrecido por el nuevo gobierno de la Generalitat se ha limitado a mostrar con total nitidez y crudeza las crecientes contradicciones y discrepancias que se producen en el seno del gobierno tripartito. No tuvimos ni que esperar 100 días para asistir a la primera crisis de Gobierno con el cese del Conseller en Cap. Una crisis y una dimisión que dio paso a una serie de discrepancias y contradicciones que han llevado al gobierno a perder buena parte de su tiempo a dirimir sus problemas internos. La reforma de la organización territorial de Cataluña, la ley electoral, el Estatuto de Autonomía, la financiación de Cataluña, el co-pago de la sanidad, la ecotasa, la deslocalización, las selecciones deportivas, y un largo etcétera, son algunas de las contradicciones más evidentes de este gobierno. La falta de coordinación entre los tres partidos del tripartito así como la renuncia del Conseller en Cap a ejercer plenamente sus funciones como máximo responsable de la coordinación y armonización de la actividad de los distintos departamentos ha cristalizado de forma evidente en la gestión de la crisis del Carmelo. El PPC no ganará la moción de censura, pero logrará poner al descubierto las miserias de 25 años de reparto del poder entre CiU y PSC.

10 Marzo 2005

Emoción de censura

Patxo Unzueta

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«Cuando a los políticos se les acaban las ideas, se ponen a hacer o a modificar una Constitución», escribió Ralf Dahrendorf (La Vanguardia, 21-9-03). Exageraba, pero no era una improvisación: lo mismo había opinado a comienzos de los 90 en sus Reflexiones sobre la revolución en Europa (Emecé. Barcelona. 1990) a propósito de lo que estaba ocurriendo en algunos países del Este del continente tras la caída del muro: que a ciertos políticos «no les resulta fácil cargar con las molestias del mundo real» y por eso tienen tendencia a «transformar toda política en política constitucional», con olvido de la «política normal»: la que se aplica en el interior de un marco institucional no cuestionado.

La reflexión parece aplicable a algunos políticos españoles más ocupados en modificar el marco estatutario (competencial, sobre todo) que en gobernar con las competencias de que disponen. Cuando Maragall acepta retirar su insinuación sobre el 3% ante la amenaza de Artur Mas de no secundar la reforma estatutaria, está indicando que supedita todo lo demás a esa reforma. En la transición, la aprobación del Estatuto pudo justificar que los partidos aparcasen otros objetivos. ¿Puede aplicarse el mismo criterio a su reforma? Todavía no ha explicado Maragall por qué era tan importante la del Estatuto de Sau cuando no es evidente que existiera una demanda social previa. Tal vez la clave sea que no se trataba tanto de la reforma en sí como de buscarle a una coalición dada (PSC-ERC-IC) un programa capaz de soldar su alianza.

Maragall ya había gobernado el Ayuntamiento de Barcelona con esos socios. En algún momento debió llegar a la conclusión de que esa combinación era la única capaz de derrotar a Pujol, y que la reforma del Estatut podía ser su bandera: el vínculo capaz de cohesionar a partidos tan distantes en el terreno de las emociones nacionales como el PSOE y la independentista ERC. Sin embargo, no es lo mismo pactar con un partido independentista para gestionar un Ayuntamiento que para gobernar una comunidad autónoma. Y en todo caso, el juicio sobre su conveniencia dependerá de cuál sea su programa. El tripartito ha esbozado algunas políticas sociales, pero su discurso político dominante ha tenido una fuerte tonalidad nacionalista. A veces radical, como en el compromiso de convocar una consulta popular modo Ibarretxe si las Cortes no convalidaran el nuevo Estatut. Poco ayudarán a madurar a ERC iniciativas tan pueriles como la de cambiar las matrículas de los coches en toda España para satisfacer el deseo de dotarlas de distintivo autonómico; o la propuesta de introducir en el nuevo Estatut la obligación de etiquetar en catalán todo producto que se venda en Cataluña; o espectáculos como el de Macao con la selección de hockey.

Por no hablar de la pretensión de crear un «espacio catalán de comunicación» que transmita la «forma catalana de ver el mundo». ¿No tendrá algo que ver esa pretensión, y el blindaje correspondiente, con la incapacidad para detectar a tiempo el desastre de El Carmel? En un estudio realizado por B. Barreiro e I. Sánchez Cuenca sobre los efectos electorales de la corrupción (Historia y Política, nº4. 2000) se concluye que la opinión pública tiende a dar menos importancia a los escándalos en sí que a la reacción de los Gobiernos frente a ellos. La gente admite que hay situaciones que pueden escapar al control de los políticos, pero considera que la respuesta es asunto enteramente suyo.

El problema de Maragall no es, por tanto, que sacase el asunto del 3%, sino que lo retirase en nombre de una incierta bandera. De eso es de lo que tendría que responder frente a la moción de censura que se debate hoy. No lo tiene fácil, pero la censura puede ser también la ocasión para una reconsideración de prioridades. La primera es gobernar, y hacerlo partiendo de que no son las emociones nacionales lo que une a los votantes de izquierda que el tripartito aspira a representar. No se trata de renunciar a la reforma del Estatut, pero sí de dejar de utilizarla como burladero: «No podemos hacer más porque carecemos de competencias». ¿Qué artículo del Estatuto prohíbe al Govern actuar contra la corrupción instalada desde hace tantos años en la Cataluña del juez Estevill? «La renovación política pendiente tiene que ver más con la calle que con el Parlamento, es decir más con la autoridad local efectiva que con el perfeccionamiento legislativo», escribió en EL PAIS el entonces alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, el 4 de junio de 1995.

11 Marzo 2005

No a la 'omertà'

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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La moción parlamentaria de censura que el líder del PP catalán, Josep Piqué, defendió ayer contra el presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall, sirvió para encauzar con relativa sensatez la crisis catalana, lo que no es poco dado el nivel de crispación alcanzado. Maragall pidió disculpas por sus palabras sobre las comisiones del 3% presuntamente cobradas de las obras públicas por anteriores Gobiernos, pero insistió en reivindicar la transparencia frente a la corrupción. Fue en realidad una disculpa formal que se dirigió a la ciudadanía por la crisis política ocasionada con sus excesos verbales. No hay disculpa alguna, en cambio, sobre el fondo de la cuestión, que corresponde investigar a la comisión parlamentaria y a la fiscalía.

Como resultado de esta actitud, el líder de CiU, Artur Mas, halló argumentos para retirar la absurda querella criminal que había interpuesto ante los tribunales, algo que beneficia a todos y sobre todo a él mismo, pues el destino de la querella no podía ser otro que su rechazo por el Tribunal Superior. Aunque el protagonismo de Piqué oscureció a Mas, no le sirvió para erigirse en verdadera alternativa. Y el Gobierno tripartito logró, en fin, sortear su segunda gran crisis, tras la surgida con el viaje de Carod Rovira a Perpiñán.

A la moción de Piqué habrá que atribuir el mérito de dar a Maragall la oportunidad de enfrentar una sesión parlamentaria de gran dureza con sangre fría y enorme contención, sobre todo si se compara con los múltiples deslices verbales -que Piqué se encargó de recordar con toda exactitud y crueldad- de las últimas semanas. La precisión y los matices de la respuesta presidencial a la crisis ha permitido así la restauración de un clima parlamentario que estaba bajo mínimos. ¿Será suficiente como para recomponer el consenso alrededor de la reforma del Estatuto? Maragall dijo con contundencia que quería transparencia y nuevo Estatuto o nada, de forma que nadie pueda mercadear entre la investigación de la corrupción y la redacción del nuevo texto autonómico. La respuesta de Mas es por el momento de insatisfacción, pues imputó al Estatuto la condición de «tocado». El principal problema de CiU a partir de ahora será cómo desvincular su actitud ante el Estatuto de lo que vaya sabiéndose sobre las prácticas de adjudicación de obras públicas de sus Gobiernos.

La crisis, encauzada pero no resuelta, abre un futuro inmediato más viable para la política catalana, aunque no lo despeja, especialmente la reforma estatutaria. Es de agradecer que no lo abra a base de esconder los cadáveres de todos los armarios, de esa omertá que con todas sus letras evocó ayer Josep Piqué. La limpieza de la vida pública no debe sacrificarse a las reformas legales necesarias, pero éstas tampoco deben aplazarse por la lucha anticorrupción. Algunos sostienen que el «oasis catalán» era un erial cuya factura la pagaba la oposición de izquierda, que terminó cuando CiU y el PP dejaron el poder. En todo caso, ha dejado de existir en su versión de ayudas mutuas frente a la transparencia. Es de esperar que se mantenga en lo que tuviera de menor crispación y formas políticas más correctas.