27 enero 2010

Antonio Muñoz Molina y Almudena Grandes replican en el mismo periódico

El socialista Juan Carlos Rodríguez Ibarra escribe contra la existencia de los derechos de autor en EL PAÍS

Hechos

El 5.01.2010 D. Juan Carlos Rodríguez Ibarra publicó el artículo ‘Fregonas y Maletas de ruedas’ en el diario EL PAÍS, que fue remplicado tanto por D: Antonio Muñoz Molina, como por

Lecturas

RODRÍGUEZ IBARRA CONTRA LA SGAE

05 Enero 2010

FREGONAS Y MALETAS DE RUEDAS

Juan Carlos Rodríguez Ibarra

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Los creadores de la SGAE no deben tener miedo a que en cuatro o cinco años se acabe la creación artística. Nunca ha habido una época en la historia de la humanidad donde la creación haya sido tan prolija como en la actualidad.

Hubo alguien que inventó la fregona para, en el tiempo del machismo recalcitrante, poner a la mujer de pie en lugar de rodillas a la hora de fregar el suelo, y también existió alguien que inventó la maleta de dos ruedas que hoy usa casi todo aquel que se decide a emprender un viaje para evitar un sobreesfuerzo en su traslado. Ambos inventos vinieron precedidos de otras cuatro genialidades: algunos inventaron el palo, otros el trapo, otros la rueda y otros la maleta. La ocurrencia del de la fregona y del de la maleta de ruedas consistió en unir en un mismo artefacto el palo y el trapo por una parte, y las ruedas y la maleta por otra. Ante esto cabe preguntarse razonablemente: ¿le corresponde algún tipo de propiedad intelectual al inventor de la fregona y al inventor de la maleta de ruedas? Sus creaciones no surgieron de la nada, puesto que unieron dos cosas que ya existían y que, antes que ellos, alguien inventó. Y siguiendo el razonamiento, seguro que antes del de la rueda o del de la maleta, del trapo o del palo, ya hubo alguien que inventó algo que sirvió para que esos artilugios pudieran mezclarse.

Chirría escuchar a algunos creadores hablar de su propiedad dañada por la piratería informática

¿Cuánto tardarían en surgir mil páginas en Internet por cada una que se cerrara?

Eso que acabo de describir y que permite discutir, cuando no negar, la propiedad intelectual, no ocurre sólo con esos inventos, sino que es la forma que tiene la humanidad de acercarse al proceso de creación. Por eso, resulta chirriante escuchar a algunos creadores musicales y cinematográficos españoles cuando hablan, hasta la náusea, de sus creaciones y de su propiedad intelectual, dañada, según ellos y la SGAE, por la piratería informática. ¿Acaso cuando alguien compone una balada, de cuya autoría reclama la propiedad intelectual, no está creando algo sobre creaciones anteriores o contemporáneas a él? ¿No hubo antes que él alguien que escribió la primera balada de la historia? Es imposible imaginar que una creación de ese tipo se sostiene sobre la nada o sobre el vacío. Cuando alguien compone una melodía del tipo que sea, ¿no está influido por todo lo que ha escuchado, leído y visto a lo largo de su vida? ¿Es que la creación cultural no es acaso la forma recurrente que tenemos de hacer las cosas? ¿Alguien puede decir que lo que ha creado no es el producto de sus influencias? Una película de cine, ¿no es la consecuencia de las miles de películas de cine que se han creado a lo largo de la historia? ¿De qué propiedad intelectual nos están hablando los que hablan de esa forma? Lo que yo estoy escribiendo en este momento, ¿no es la consecuencia de lo que hablan y razonan millones de personas? ¿Cuáles son los derechos que me corresponden como autor de un escrito que es la consecuencia de la influencia de miles de escritos y reflexiones? ¿Entrecuántos tendría que repartir mis derechos de autor?

Lo que escribo en este instante lo estoy haciendo en un banco de un parque que ha sido diseñado por un arquitecto. Quienes se dedican al ejercicio de la arquitectura también tienen reconocida la propiedad intelectual. Enfrente de donde estoy sentado, miro y observo una escultura, propiedad intelectual de un escultor que se la vendió al Ayuntamiento de la ciudad en la que vivo. Escribiendo en el parque y mirando la escultura me he acordado de las cosas que dijeron algunos creadores, hace unas semanas, a las puertas del Ministerio del Cultura del Gobierno de España y he pensado que, siguiendo sus razonamientos sobre los derechos de autor y la propiedad intelectual, alguien debería venir a cobrarme unos euros por estar disfrutando del espacio que un arquitecto creó y por mirar la escultura que un escultor ideó y modeló. No diré cuántas veces he mirado la escultura, no vaya a ser que la SGAE me denuncie por haber mirado más veces de las que podría ser entendido e interpretado como un acto de piratería visual. ¿Por qué los arquitectos y los escultores no cobran sus derechos de autor cuando usamos o miramos los espacios y las esculturas por ellos creados y sí hay que pagar por usar o mirar las canciones o las películas realizadas por otro tipo de creadores?

He dejado este escrito para mañana y me he pasado por una frutería a comprar dos kilos de naranjas; el frutero sólo me ha cobrado por lo que he pedido y no ha tenido la ocurrencia de pretender venderme dos kilos de melones, un kilo de limones y tres kilos de manzanas, aunque yo sé que el frutero tiene un huerto en el que cultiva todos esos productos. Me ha servido lo que le he pedido y he pagado religiosamente. A continuación, he pasado por una tienda de discos y he pedido que me vendieran la canción de Joaquín Sabina, Tiramisú de limón, pero, a diferencia del frutero, el dependiente ha pretendido que le comprara 13 canciones más que, por lo visto, es toda la producción del huerto musical de Sabina en la temporada del año 2009. Y no sólo lo pretendía, sino que además quería cobrarme algo más de veinte euros por un estuche de plástico con un disco dentro. Me he negado a llevarme toda la producción del maestro, porque a mí sólo me gusta Tiramisú de limón. El dependiente no entendía lo que yo le decía y yo no entendía lo que me decía él; debe de ser que yo emigré a la sociedad virtual, que no necesita formato para disfrutar de un hecho cultural, y él sigue en territorio analógico, donde la realidad es sólo física. ¡Vamos, que si le digo que le voy a enviar un correo, seguirá pensando que en una semana recibirá una carta mía envuelta en un sobre de papel, con un sello postal y un matasellos!

Si la propiedad intelectual es discutible e incluso se puede negar desde una concepción de izquierdas, no niego que, por juntar palabras que no son nuestras o por unir imágenes que tampoco lo son, se tenga derecho a recibir algún tipo de remuneración en forma de lo que se conoce como derecho de autor, y para ello mi propuesta es la siguiente: 1. Tomar como punto de referencia el importe de ingresos por compensación por copia privada que se ha recaudado con la legislación vigente en los últimos tres años. 2. Que esa cantidad, con las sucesivas actualizaciones, sea garantizada por el Estado para la industria cultural nacional. 3. Que esa cantidad sea repartida entre los creadores de forma transparente, es decir, que se haga en función de los ingresos declarados por venta de sus obras en las respectivas declaraciones de la renta. 4. Que en la declaración de la renta de todos los ciudadanos figure una casilla para destinar una parte de los impuestos a compensar la copia privada.

Los creadores de la SGAE no deben tener miedo a que en cuatro o cinco años se acabe la creación artística. Nunca ha habido una época en la historia de la humanidad donde la creación haya sido tan prolija como en la actualidad. Lo que ocurre es que, en la actualidad, la realidad es física y virtual; cuanto antes se entienda, mejor. En una sociedad en la que un chico de quince años es capaz de introducirse en los archivos del Pentágono norteamericano con su ordenador, ¿cuánto tiempo calcula la Ministra de Cultura que iban a tardar en aparecer mil páginas en Internet por cada una que cerrara una comisión ministerial o un juez?

Juan Carlos Rodríguez Ibarra

07 Enero 2010

PARÁBOLA DE RODRÍGUEZ IBARRA Y LAS NARANJAS

Juan Carlos Rodríguez Ibarra

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El señor Rodríguez Ibarra probablemente no discutirá el derecho de ninguno de estos ciudadanos a recibir una remuneración a cambio del trabajo en el que cada uno ha contribuido para que los dos kilos de naranjas lleguen a su bolsa. Claro que, igual también discutirá la conveniencia de abonar la parte del precio que no corresponde a las naranjas en sí, sino, digamos, a la gasolina que el transportista gastó para llevarla.

El señor Rodríguez Ibarra, presidente jubilado de la Junta de Extremadura, dedica una parte de su ocio a informarnos sobre el funcionamiento del mundo moderno desde la irrupción de Internet. El señor Rodríguez Ibarra, para que podamos comprender sus enseñanzas, nos las presenta en forma de parábolas, un poco a la manera del mensaje evangélico, o como los maestros antiguos nos explicaban la aritmética, con ejemplos claros y simples, peras o manzanas, fregonas o maletas. El señor Rodríguez Ibarra nos comunica así su más reciente descubrimiento (EL PAÍS, 5-1-2010): la originalidad creativa no existe, porque toda invención se apoya en otras anteriores, de modo que reclamar propiedad intelectual o querer cobrar por un trabajo relacionado con ella es un fraude. También ha descubierto, y así nos lo informa, que cuando va a la frutería y quiere comprar dos kilos de naranjas, le parece ilícito que el frutero quiera cobrarle además unos melones y no sé qué más fruta. El señor Rodríguez Ibarra ha salido a pasear y se ha comprado dos kilos de naranjas y sólo quiere pagar esa fruta, tan rica en vitaminas.

Aplicando su parábola sobre la originalidad, quizás deduzca también que el frutero no es el único causante de la existencia de la fruta, ya que ésta ha llegado a la frutería traída por un transportista, y antes de eso fue cultivada por un agricultor.

El señor Rodríguez Ibarra probablemente no discutirá el derecho de ninguno de estos ciudadanos a recibir una remuneración a cambio del trabajo en el que cada uno ha contribuido para que los dos kilos de naranjas lleguen a su bolsa. Claro que, igual que no quiere pagar melones o berenjenas, a no ser que haya decidido soberanamente comprarlos, también discutirá la conveniencia de abonar la parte del precio que no corresponde a las naranjas en sí, sino, digamos, a la gasolina que el transportista gastó para llevarla, o a la electricidad gracias a la cual el frutero ilumina tan atractivamente su puesto.

El señor Rodríguez Ibarra sólo quiere, en principio, pagar por sus naranjas. Nada más humano. También quiere pagar sólo una canción del último disco del maestro Sabina, según él mismo dice, concretamente la titulada Tiramisú de limón. Las otras parece que no le gustan, o no tanto como para pagar por ellas. ¿Eliminará también la parte correspondiente al trabajo de los músicos, o de los técnicos de sonido? Al señor Rodríguez Ibarra sólo le parece bien pagar por aquello que efectivamente se lleva. Quizás el frutero debería descontarle de las naranjas el peso de las cáscaras, o de las semillas, porque éstas no suelen ser comidas. Como el señor Rodríguez Ibarra fue durante tantosaños presidente de la Junta de Extremadur, podría uno preguntarse si no se le habría debido descontar de su sueldo, que imagino generoso, la parte de su vida no exactamente dedicada al bien de los ciudadanos. Sus horas de sueño, o de asueto, o aquellas que dedicó a comidas oficiales de grato recuerdo, pero tal vez de insuficiente resultado práctico.

Todo esto sin mencionar que el señor Rodríguez Ibarra ahora se encuentra jubilado y con tiempo suficiente para comprar fruta y dar largos paseos y mirar estatuas en las plazas e iluminarnos sobre la sociedad de la información y, sin embargo, sigue cobrando una paga que imagino digna, a pesar de que ya no dedica sus desvelos al bien de su comunidad y, por extensión, de todos nosotros.

A mí, por ejemplo, me gustaría ser tan selectivo en mis gastos ciudadanos como el señor Rodríguez Ibarra lo quiere ser en sus compras de fruta o de canciones. Me gustaría no pagar con mis impuestos, indiscriminadamente, a toda la innumerable casta de los políticos españoles, retirados y en activo, sino tan sólo a aquellos que me parecen honrados, o que no practican la más barata demagogia. Modestamente, sin que nadie me haya pedido permiso, contribuyo a la pensión del señor Rodríguez Ibarra, y hasta habrá una parte ínfima de mis ingresos que haya derivado hacia esas ya célebres naranjas, o hacia la adquisición de ese disco del maestro Sabina que el señor Rodríguez Ibarra no quiere comprar completo.

Incluso pagar por Tiramisú de limón, gustándole tanto, le parece injusto al señor Rodríguez Ibarra. Una canción, nos explica, proviene de otras muchas canciones. Gran hallazgo. En algunos el parecido está tipificado como delito. Se llama plagio. Una naranja no ha crecido en la frutería. Pero si el señor Rodríguez Ibarra se marcha sin pagar sus dos kilos descubrirá que el frutero irá tras él llamándole ladrón. Una canción viene de otras canciones y también de mucha gente que ha trabajado para que llegue a su estado final: casi tanta como la que se necesita para que las naranjas aparezcan en la frutería del señor Rodríguez Ibarra.

El señor Rodríguez Ibarra, como tranquilo jubilado, nos informa de que, aparte de comprar naranjas, también va a un parque y se sienta en un banco y mira a una estatua. Al señor Rodríguez Ibarra le parece incongruente que alguien quiera cobrarle por mirar la estatua. Al señor Rodríguez Ibarra que le quisieran cobrar por mirar la estatua le irritaría tanto como que hubiera que pagar para sentarse en el banco. Hay que pagar, no obstante. Impuestos. Por sentarse en el banco, porque haya una estatua hacia la que mirar y por tener un pavimento adecuado para que puedan caminar por él sin peligro las personas jubiladas o no, y para que exista una policía que, en caso de que un escéptico sobre los derechos de propiedad quisiera robarle con malos modos al señor Rodríguez Ibarra sus dos kilos de naranjas, persiga al delincuente.

Los bancos, las estatuas, los parques, la seguridad, no son bienes gratuitos. Son tan caros de mantener como todo lo que damos por supuesto sin reflexionar sobre su valor, como la sanidad pública o la educación pública; y como la clase política a la que pertenece el señor Rodríguez Ibarra. Y si esos bienes existen es gracias a algo de lo que dicho señor ya está disculpado, el trabajo. El trabajo de quien compone una canción o el de quien barre una calle o imprime un libro o el que instala un banco o el del kiosquero que se levanta antes del amanecer para vender el periódico en el que se publica este artículo y los del señor Rodríguez Ibarra, o el del fabricante o el transportista o el ingeniero o el programador que han hecho posible que nuestros artículos puedan ser leídos gratis en un ordenador; la suma de inteligencia, perseverancia y variadas destrezas que se confabulan en cualquier empeño memorable, el que hay detrás de una orquesta o de una película, de una función teatral o una escuela o un hospital.

No hay nada valioso que no sea fruto del trabajo de alguien. El señor Rodríguez Ibarra duda de que el derecho a la propiedad intelectual sea de izquierdas. Cabría preguntarle si, como socialista, considera que el trabajo merece o no ser remunerado con justicia.

Antonio Muñoz Molina

11 Enero 2010

REVOLUCIÓN

Almudena Grandes

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«La propiedad es un robo». ¿Quién me iba a decir a mí, señor Ibarra, que a estas alturas iba a encontrarme con usted enarbolando esa emocionante consigna de mi juventud? De lo de mi primo, no le digo nada, aunque me sorprende que, siendo usted más virtual que su frutero, ignore que en Internet existen procedimientos para comprar una sola canción. Al hacerlo, eso sí, un porcentaje del precio de la descarga irá destinado al creador del programa. Lo mismo pasa con el precio de las fregonas y de las maletas con ruedas, sujetas a patentes industriales, los derechos de autor de los inventores, una reglamentación tan antigua que arquitectos como Gaudí, o Le Corbusier, diseñaron ya objetos, aparte de edificios, y cobraron por ellos.

Pero olvidemos estas menudencias y, como decían los libertarios en 1936, con resultados por otra parte bien conocidos: «No hagamos la guerra; hagamos la revolución, que es más bonita». Y tan bonita, porque con sus argumentos, el techo es el infinito. Si las palabras que yo escribo no me pertenecen, porque provienen de muchas otras escritas antes… ¿Qué decir de las grandes fortunas, del capital de los banqueros, del mismísimo Patrimonio Nacional? A usted, que es socialista, no le voy a explicar yo lo que es la plusvalía pero, resumiendo, si existen los billetes de 500 euros, ¿por qué limitar la revolución a las palabras?

Por si no es partidario de llegar tan lejos, le recuerdo que, antes de que existieran los derechos de autor, tan reaccionarios en su opinión, los creadores eran los bufones de los poderosos, que compraban su obra por una miseria. ¿Recuerda usted la dedicatoria de El Quijote? Cervantes no tenía más remedio, pero su actitud evoca humillaciones más recientes, fruto de la política de subvenciones de algunos Gobiernos contemporáneos. A ver si va a ser eso lo que echa usted de menos.

Almudena Grandes

27 Enero 2010

DERECHOS DE AUTOR, ANTES Y AHORA

Juan Carlos Rodríguez Ibarra

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Muchos amigos míos nunca entendieron las razones por las que yo renuncié a la paga que por ley me correspondía como ex presidente de la Junta de Extremadura. Ahora lo entenderán: por el placer de poder decirle al señor Muñoz Molina que miente cuando arremete contra mí en su artículo Parábola de Rodríguez Ibarra y las naranjas (EL PAÍS, 7 de enero) a cuento de un sueldo que no cobro.

Yo podría dedicar este artículo a difamarle y a calumniarle; recursos no me faltan; si no lo hago es por el respeto que me merece el periódico donde publico, por respeto a sus lectores, por respeto a la trayectoria literaria del señor Muñoz Molina y porque sigo teniendo argumentos. En fin, que me parece genial que, gracias a mi aportación, Muñoz Molina haya escrito el artículo más leído y valorado de EL PAÍS. Al releerlo veo que ni entra en el fondo ni termina diciendo nada. Parece como si mi artículo le hubiese servido para sostener el suyo. Y como si hablase en nombre de quienes -como él- defienden intereses propios. Y el que defiende lo suyo poco puede hacer por los intereses de todos.

Conmigo se ha cebado el señor Muñoz Molina y me han puesto por las nubes en vida, como se pudo apreciar por los más de seiscientos comentarios que produjo su artículo. Sin mencionarme ni utilizarme no hubiera tenido ni la mitad del eco. Entiendo que dudar del discurso dominante, demostrar que hay más caminos, no imponer nada en nombre de la ley, la moral, el postmodernismo o las buenas costumbres, crear un debate, no defenderse a sí mismo, ayuda a ser libre y a abrir las mentes, no a cerrarlas, como pretendía hacer el ilustre escritor con su ataque personal.

Soy profesor universitario y me gano la vida trabajando y observando la realidad que nos circunda. Algo sé de la propiedad intelectual y de las nuevas tecnologías. Cuando casi todo el mundo miraba para otra parte, yo desafié al negocio del software propietario, imponiendo en los centros escolares de mi región el software libre, sufriendo la incomprensión y la denuncia del mismísimo Bill Gates, que, como el señor Muñoz Molina, pensaba que las cosas tenían que ser como él quería y no como son.

En el debate sobre los derechos de autor y la propiedad intelectual, el escritor que me insulta defiende intereses personales, mientras que yo defiendo una nueva forma de entender esos derechos, que, por cierto, no existen desde toda la vida, sino desde que, como consecuencia de la aparición de una nueva tecnología (la invención de la imprenta), se empezó a legislar sobre esa materia. Antes de eso, los creadores ya existían pero no contaban con ese privilegio. Entiendo, pues, el malestar y laira de Muñoz Molina cuando alguien se atreve a cuestionar su modus vivendi, que, seguro, ya tenía programado para él y su descendencia para los próximos setenta años. No intentaba con mi propuesta negarle, ni a él ni a nadie, el derecho a vivir de su trabajo. Se trataba de una propuesta por la que el Estado debería comprometerse a mantener la actividad creadora de nuestro país al estilo de lo que se hace en la producción cinematográfica sin que nadie se haya rasgado las vestiduras.

La propuesta que lancé en mi artículo Fregonas y maletas de ruedas admite discusión como no podía ser de otra manera; lo que parece indiscutible es que las cosas han cambiado y que el derecho de autor necesita ser repensado desde la óptica de una sociedad que ha visto aparecer ante sus ojos unas nuevas tecnologías que vuelven inútiles el concepto de derecho de autor basado en el uso de un soporte. Como está concebido, el usuario compraba una creación que se sustentaba en un soporte encareciendo el producto final hasta el punto de que muchos consideraban un exceso el precio a pagar por un acto creativo del que el autor sólo percibía apenas un cinco por ciento.

Cuando Internet aparece y surgen propuestas que permiten obtener el producto creado sin formato y sin intermediarios, el ciudadano comienza a entender que no es razonable pagar un valor excesivo por una mercancía que se puede obtener a unos precios mucho más asequibles y baratos. Pretender mantener el derecho de autor basado en la cultura del formato es ir contra la realidad y contra el deseo de muchos consumidores que están dispuestos a pagar un euro por una creación musical y no veinte por un formato envuelto en un estuche de plástico, como lo pone de manifiesto el éxito de ventas de producciones musicales en Apple Store.

Así son las cosas ahora y, desde esa perspectiva, podremos encontrar una solución al problema planteado. Se trata de buscar un compromiso entre la socialización de la cultura y el mantenimiento de la actividad del creador.

Lo que ya es mucho menos importante es garantizar los ingresos de una industria cultural, y menos si sus intereses se contraponen con otra industria, que es la tecnológica y de la sociedad de la información. No tiene mucho sentido que los que cuantificaran el canon digital por primera vez fueran dos sociedades privadas como ASIMELEC y la SGAE. ¿Qué pintan dos sociedades privadas haciendo de recaudadores? Ese impuesto genera rechazo porque es indiscriminado y grava a todos con independencia del nivel de rentas del comprador. El canon supone que todo el que compra un soporte digital lo va a utilizar para copia privada. No es transparente. El importe del canon no es proporcional al precio de lo que se adquiere, sino que es calculado según otros elementos discrecionales, y por si fuera poco, no se conoce el destino de los fondos que se recaudan.

Cuando todo el mundo (desde editores de periódicos a agencias de viajes) anda de cabeza intentando comprender qué va a pasar con su profesión como consecuencia de la irrupción de las nuevas tecnologías que lo están alterando todo, resulta lamentable que un determinado número de creadores que conforman un lobby de presión pretenda seguir disfrutando de unos derechos basados en la cultura analógica, ignorando los efectos que la digitalización está produciendo. Es posible que los intereses económicos de ese lobby se vean dañados como consecuencia de la digitalización, pero no cabe la menor duda de que el fenómeno creativo se ha multiplicado exponencialmente desde que, además de los Muñoz Molina o de los Víctor Manuel, millones de personas pueden acceder a la publicación de un libro, a la edición de una composición musical o a la filmación de una historia que, antes, estaba sólo al alcance de unos pocos elegidos. Sería saludable que los Muñoz Molina de turno dejaran ya la cantinela de que hablan en nombre de los creadores culturales. ¿Creen de verdad los que gritan ante el Ministerio de Cultura que la creación cultural está en peligro?

El artículo de Muñoz Molina es un alegato a favor de seguir cobrando sus derechos de autor. Sería interesante que Muñoz Molina y el lobby entendieran que Internet ha servido para intermediar entre el creador y el consumidor, por lo que pretender seguir disfrutando de los derechos de autor basado en el soporte es un disparate. Comprendo la posición del lobby; me cuesta más entender que un escritor de la talla de Muñoz Molina haya acabado convirtiéndose en su vocero. No lo esperaba, aunque debe de ser irritante saber que parte de su herencia, con lo que está pasando, se le pueda ir por el sumidero.