11 abril 2020

En su última etapa política como Defensor del Pueblo estuvo más cerca del Partido Popular y mantuvo una amistad personal con José María Aznar

Enrique Múgica Herzog, ex ministro de Justicia con Felipe González Márquez (PSOE), muere víctima del coronavirus Covid 19

Hechos

El 11 de abril de 2020 fue noticia el fallecimiento de D. Enrique Múgica Herzog.

11 Abril 2020

Enrique Múgica, la soledad del corredor de fondo

Juan Cruz

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Tenía la política no solo como un género o un compromiso, sino como la consecuencia de una idea de servicio al partido

En 1982, cuando se iba a constituir el Gobierno de Felipe González, Fernando Morán llamó a este periódico para preguntar si aquí se sabía si él iba para ministro. Al día siguiente fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores. Algo parecido pudo haber hecho, en remodelaciones sucesivas, Enrique Múgica Herzog. Morán era un funcionario que consideraba que ser ministro era hacer del área de su preferencia un camino de perfección para que fuera esencia de Europa.

Múgica era igualmente despistado, un hombre expansivo, y muchas veces ingenuo. Tenía la política no solo como un género o un compromiso, sino como la consecuencia de una idea de servicio al partido. Ese compromiso incluía también su deseo persistente de pertenecer a un gabinete. Abrazó ese cargo con entusiasmo, y se desempeñó en él tal como era, combinando su pasión vital con su compromiso político. Su llegada al ministerio fue para él como el final de una carrera, que se prolongó menos de lo que él creyó merecer. Pero, antes, cuando el partido lo envió a una delicada reunión con el general Armada cumplió como un militante y luego aguantó los chaparrones. Ni entonces perdió el humor.

Ese empeño político suyo se había fraguado en el Partido Comunista, y se prolongó en las décadas que sirvió como militante destacado del PSOE. Un compañero suyo decía ayer que el franquismo llevó a Múgica primero al PCE, sin ser comunista, y de ahí lo trasladó al PSOE sin que eso “le redujera su independencia, que no era otra cosa que su pasión indeclinable por la libertad”.

Su camino al socialismo tuvo un escalón intermedio, cuando él y otros compañeros de militancia democrática (Javier Pradera, Dionisio Ridruejo, Ramón Tamames, Fernando Sánchez- Dragó…) se juntaron en la primavera de 1956 para exigir libertades universitarias. Esa reivindicación los llevó al confinamiento. En abril de 2009 el Senado juntó a algunas de aquellas ya viejas glorias (a las que se unieron Jorge Semprún y Miguel Boyer) para conmemorar aquel tiempo. Por unas razones o por otras, Múgica había perdido pie en la historia de algunas amistades que nacieron en la militancia política; pero el clima que se vivió en esas jornadas (organizadas por el catedrático de Historia de las Constituciones Antonio Rodríguez Pina) dieron argumento para sentir que aquella camaradería antifranquista renacía en las aulas del Senado como si por ellos no hubiera pasado la apisonadora del desdén o del olvido.

La banda criminal ETA, que asesinó a su hermano Fernando, representó para Múgica el largo epílogo de su vida como militante socialista. Se mostró de muchas formas en desacuerdo con la hoja de ruta de su partido con respecto a la lucha contra la banda armada. Aunque atenuada por esas desavenencias, él nunca dejó la militancia.

Santos Juliá dice en Transición que Múgica formaba parte de aquellos “jóvenes espiritualmente asfixiados, carentes de libertad de pensamiento y espíritu” que habían crecido “bajo una dictadura fascista luego sustituida por una dictadura clerical”. Siempre fue un demócrata, un hombre libre, alegre, al que le brillaban los ojos cuando se encontraba un viejo conocido, aunque ya no fuera exactamente su amigo. Con un puro en la boca, en la plaza de toros, Múgica era, como Kim de la India, el amigo de todo el mundo. Nunca estuvo solo, pero a veces en su alma habitó la soledad del corredor de fondo.

12 Abril 2020

La reconciliación es su victoria

Rodolfo Martín Villa

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En este confinamiento para salvar vidas, acabamos de perder la de Enrique Múgica

En este confinamiento para salvar vidas, acabamos de perder [el viernes a los 88 años] la de Enrique Múgica, un referente de la reconciliación entre los españoles, que fue una de las claves de nuestra Transición. Escribo estas líneas en una casa en tierras segovianas donde en 1993 celebramos una comida de amigos para entregar a Enrique las insignias de la Orden de Carlos III, cuya Gran Cruz se otorga habitualmente a los ministros tras su cese. Los reunidos, junto a Enrique y Tina, su mujer, éramos los Abril Martorell, Íñigo Cavero, Sebastián Martín-Retortillo y los Martín Villa. En algún momento estuvieron mis hijos que, con cierto asombro, contemplaban cómo cuatro ministros de la ya extinguida UCD festejaban a un ministro de Justicia del PSOE.

Mis hijos tenían entonces la misma edad que la mía en 1956 cuando, también con asombro, pero en circunstancias y por causas muy distintas, leí la nota de la Dirección General de Seguridad que informaba de la detención de un monárquico, José María Ruiz Gallardón, dos azules —Dionisio Ridruejo y Gabriel Elorriaga— y tres antifranquistas, formalmente comunistas aunque no lo fueran: Enrique Múgica, Javier Pradera y Ramón Tamames. Esa es la primera vez que yo tengo noticia de Enrique.

Esos acontecimientos remiten al que fue el último intento fallido de reconciliación entre los españoles. El primero se había producido 20 años antes con los intelectuales del Burgos de la guerra —con Laín a la cabeza—, con el fracaso del Gobierno no nacido en julio de 1936 para evitar el más incivil de nuestros enfrentamientos, con la súplica de Azaña no atendida (“paz, piedad, perdón”), con el no secundado comportamiento ejemplar de Melchor Rodríguez García, El Ángel Rojo…

Ante la difícil pregunta de “dónde está, oh muerte, tu victoria”, tras la muerte de Enrique hoy bien puedo responder que su victoria reside en su protagonismo en la reconciliación entre los españoles, sin la cual la Transición no hubiera sido posible.

Yo coincidí con él 20 años después de aquellos sucesos de 1956, cuando la determinación de evitar los errores del pasado —venciendo la tentación por desgracia muy presente en la historia española de atentar contra la palabra, la libertad y la vida del adversario— permitió lograr por fin la reconciliación. Le traté por primera vez en su cometido en la ejecutiva federal del PSOE como responsable de asuntos de defensa y seguridad, temas aparentemente alejados del núcleo de la oposición socialista, pero en los que pronto se le reconoció, acertadamente, una autoridad moral indiscutible.

Los Pactos de la Moncloa, de gran actualidad en estos días, fueron de naturaleza fundamentalmente económica, pero incluyeron también importantes aspectos políticos, en los que Enrique no estuvo ni muchísimo menos ausente. Legalizados los partidos, celebradas las primeras elecciones y camino de la Constitución, la Ley de Amnistía difícilmente hubiera alcanzado tan alto grado de consenso sin la contribución de los socialistas vascos, con Enrique y Txiki Benegas al frente, dado que el objetivo era sacar de la cárcel a los últimos presos de ETA, en la ingenua pero sincera intención de poner fin a su terrorismo. Esfuerzo que ETA pagó años más tarde con el asesinato, entre otros muchos, de su hermano Fernando.

Resolvimos no pocos aspectos de orden político y recuerdo, en concreto, haber elaborado con Enrique el real decreto regulador de las entradas y salidas en territorio nacional y, por tanto, de la concesión de pasaporte español. Y, sobre todo, la Ley de la Policía que, entre otras cosas, estableció que es la jurisdicción civil, y no la militar, la que entiende de las actuaciones de los miembros de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. Hoy estas cuestiones las damos como normales, pero entonces no lo eran.

El afán reconciliador de entonces abarcó también, como no podía ser de otra manera, a los policías y guardias civiles que habían servido a la II República. En las conversaciones que tuvimos para reconocerles sus derechos, Enrique contó con la ayuda de dos veteranos socialistas ejemplares: Sócrates Gómez y Manuel Turrión. Fue un caso claro, entre otros muchos, en el que los hijos de los combatientes en la incivil guerra supimos ponernos de acuerdo con gentes de la generación de nuestros padres.

Desde entonces, Enrique y yo hemos tenido frecuentes y amistosas conversaciones. La última, hace poco más de un mes. Yo creía que con la mejoría en su larga enfermedad teníamos Enrique para mucho tiempo. En ese diálogo volvimos a coincidir en la preocupación de que el encuentro y el acuerdo político parece más difícil en la generación de nuestros hijos, nietos de combatientes en la guerra, de lo que lo fue en la nuestra, integrada por hijos de vencedores y vencidos, si tales términos se emplean para diferenciar a todos los que fueron perdedores, que fueron todos.

Quizá esa dificultad viene de que hoy en la derecha hace mella el fanatismo y en la izquierda el sectarismo. En la Transición nos fue muy bien porque en la izquierda primaba la socialdemocracia y en la derecha el centrismo.

Eso es lo que pensaba ese hombre bueno, “en el buen sentido de la palabra bueno”, que ha sido Enrique Múgica.

Rodolfo Martín Villa

13 Abril 2020

Enrique Múgica Herzog, hombre de bien

José María Michavila

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EL CORONAVIRUS se ha llevado otro gran amigo. Ya son muchos. Demasiados. En medio de este drama a quienes sobrevivimos nos queda la satisfacción y el agradecimiento por la vida de algunas personas excepcionales a las que hemos tenido la suerte de querer y de ser queridos por ellas. Enrique Múgica Herzog lo es sin duda para los muchos que tuvimos el privilegio de disfrutar de su amistad.

«La pandemia del Covid-19 nos ha despertado bruscamente del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el del delirio de omnipotencia». El sábado me llegó el puñal de la noticia de su muerte al tiempo que oía estas sabias palabras. Las decía Rainiero Cantalamesa, predicando ante el Papa Francisco en el impresionante marco de un vacío templo vaticano.

Increíblemente, Enrique no fue nunca víctima de ese delirio de creerse todopoderoso que nace de una infantil soberbia. Al contrario, una de sus cualidades era la sencilla cercanía del hombre sabio que lograba una entrañable sintonía con cada persona y se manifestaba con cada circunstancia. Y que, por supuesto, acompañaba siempre con un enorme sentido del humor, un humor con retranca de buen vasco y con la finura de persona cultivada. Hijo de violinista y de madre francesa-polaca, tenía un espíritu abierto y un corazón enorme y apasionado por todas las cosas buenas de la vida. Era un disfrutón, en el más noble sentido de la palabra, y hacía disfrutar de los buenos momentos a su lado.

Entre las muchas cosas que me unieron a él está la de que, por encargo de José María Aznar, entonces presidente del Gobierno, acordé con el Partido Socialista, con Convergència y Unió y con Coalición Canaria su propuesta y posterior nombramiento por el Congreso de los Diputados como Defensor del Pueblo. Con aquel motivo, mantuvimos ambos, junto a Alfonso Guerra, un almuerzo que recordaré siempre en La Bola, un castizo restaurante de cocido madrileño. Entre garbanzos y todos los pecados grasos que les acompañaban, cerramos un buen acuerdo.

El 15 de junio del año 2000, al poco de ser investido con mayoría absoluta José María Aznar como presidente del Gobierno, se proponía a quien hasta ese momento y desde las Cortes constituyentes había sido un muy destacado y comprometido diputado del PSOE, en ese momento en la oposición, para ser el Defensor del Pueblo, el defensor de los derechos de todos los españoles. Oh tempos, oh mores!

En su primera comparecencia parlamentaria como recién elegido para ese cargo, Enrique hizo gala de su sencillez y también de su excelente sentido del humor. Escuchó las palabras de apoyo de los portavoces del Grupo popular, del Grupo socialista y también de los de Convergència y Unió y de coalición Canaria. El portavoz de Izquierda Unida, que era Felipe Alcaraz, elogió su persona, aunque la formación no apoyaba el acuerdo. En concreto, señaló de Enrique algo que era muy verdad: que era un diputado que llevaba siempre debajo del brazo un libro y que, además, lo leía. También escuchó discrepancias por parte del portavoz del PNV, Josu Erkoreka, a quien le dijo algo que hoy, en su homenaje, se puede recordar literalmente: «Le digo que la pluralidad por vez primera está magníficamente recogida en la Constitución que nos dimos los españoles, la Constitución de todos los españoles, de quienes habitan España desde Irún hasta Algeciras o desde Badajoz hasta Barcelona, de todos los españoles, este texto tan hermoso y entrañable por el que yo he luchado toda mi vida». Y así lo hizo con plena consecuencia en el ejercicio de su responsabilidad promoviendo ante el Tribunal Constitucional algún recurso en defensa de la unidad de España.

Al retomar la palabra y agradecer apoyos y discrepancias dejó para el Diario de Sesiones una anécdota que le define como persona y como gran aficionado al fútbol. Al entrar al Congreso de los Diputados una joven periodista le había preguntado que cómo se sentía. «Esa pregunta no me la hagan a mí, que llevo ya 50 años en política y lo he vivido todo. Eso pregúntenselo a Iker Casillas que con 19 años acaba de ganar la Copa de Europa».

Enrique Múgica había luchado contra la dictadura, había pasado 22 meses en la cárcel. Se la había jugado. Y lo había hecho para lograr una España reconciliada, una democracia que mirara hacia adelante, que sumara lo mejor de cada uno, de cada rincón, de cada tierra, de cada lado. Que superara divisiones para, todos juntos, construir un mejor futuro.

Su vida, su biografía son un monumento a esa España y a esa generación de españoles que renunciaron al egoísmo, a la tentación de una pretendida omnipotencia despreciando a los demás para construir desde el diálogo y la renuncia.

Enrique era un gran aficionado a los toros. Y salió a los ruedos cuando hizo falta y también supo quedarse en el burladero dando consejos cuando ya no tenía que sostener la muleta. Desde luego, conmigo lo hizo y con un muy generoso cariño. En mis años en el Ministerio de Justicia, donde él estuvo entre 1988 y 1991, conté con frecuencia con su ayuda. Por encima de discrepancias ideológicas había una lealtad, una solidaridad en el ejercicio de la responsabilidad que en esa casa ha sido hasta hace poco una tradición muy sana, noble y también muy constructiva. Solidaridad que quedaba expresada en los periódicos almuerzos que los titulares de Justicia de distintos colores manteníamos dos veces al año convocados por los decanos Landelino Lavilla y el mismo Enrique.

Especialmente, sentí muy cercano su apoyo cuando en el verano de 2002 decidimos poner en marcha la ilegalización de Batasuna. Enrique había defendido la democracia frente al terror y sufrió su cruel zarpazo en su propia familia. En 1996 ETA asesinó a su hermano Fernando. Colaboró muy activamente en la gran rebelión de la sociedad española contra el terror que finalmente derrotó a ETA con la superioridad ética de la fuerza de la democracia; con la ley, solo con la ley, pero con toda la ley.

Como buen judio, Enrique saludaba siempre con un beso en la mejilla. Tina, Daniel recibid hoy un beso de tantos españoles de bien como nos admiramos en el ejemplo y el recuerdo de vuestro marido y padre; un buen socialista, un gran vasco y español y un judío universal. Descanse en paz Enrique Múgica Herzog, hombre de bien.

 

José María Michavila

13 Abril 2020

El joven Múgica

Francesc de Carreras

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Este fue el constante propósito del político: tener principios, aunar voluntades y reducir distancias para que triunfaran la libertad, la igualdad y la justicia

La larga vida política de Enrique Múgica, fallecido la semana pasada por el maldito coronavirus, discurre a través de diversas etapas, unidas todas por un hilo conductor. Algunas de ellas han sido las más recordadas estos últimos días.

Por ejemplo, el papel fundamental que desempeñó Múgica en el nuevo PSOE, el de Felipe y Guerra, remozado a fondo tras el famoso Congreso de Suresnes en 1974. En efecto, en el ambiente se respiraban aires de fin de régimen y el partido socialista, al contrario del comunista, apenas tenía presencia en las luchas antifranquistas del interior de España, allí donde había que darlas, al residir su dirección en Toulouse, ajena a los cambios que se estaban incubando.

Pues bien, el golpe de timón que aupó a Felipe a la secretaría general del partido se basó en un pacto entre socialistas de dos potentes núcleos, Sevilla y el País Vasco, el llamado “pacto del Betis”, que puenteó al grupo de Madrid dirigido por el abogado Pablo Castellanos. Si en Sevilla estaban Felipe y Guerra, en el País Vasco estaba Enrique Múgica, junto a un núcleo sindicalista potente dirigido por Nicolás Redondo y jóvenes promesas como Txiqui Benegas y Ramón Jáuregui. Suresnes logró sacar a un anquilosado PSOE de los márgenes de la oposición antifranquista para conducirla al centro y ahí el inteligente Múgica desempeñó un papel de enlace fundamental.

También lo fue en la Transición. Negociador nato, dentro y fuera del partido, Múgica fue el hombre del diálogo y el pacto, desde hacía muchos años había aprendido tales habilidades. Lo suyo era hablar en los despachos, los pasillos y las mesas de restaurante. Se entendía con unos y con otros, tenía claros sus principios y desde los mismos sabía hasta donde podía llegar, ni un milímetro más, ni un milímetro menos. Sus gestiones desde la sombra facilitaron la resolución de muchos casos complicados, desde el alcance de la definitiva ley de amnistía hasta las relaciones con Israel, no en vano su madre se apellidaba Herzog.

Con ese mismo talante, porque cada uno es como es, desempeñó sus tareas de ministro de Justicia. Aparte de enviar al Congreso diversas leyes que modernizaron el aparato judicial, hay que señalar en su haber la política de dispersión de presos de ETA, fundamental en el debilitamiento de la banda terrorista. En castigo, en doloroso y cruel castigo, los terroristas asesinaron a su hermano Fernando, abogado y también socialista. “Ni olvido ni perdono”, dijo en su funeral, con toda la razón y moralmente devastado. Sus diez años como Defensor del Pueblo también fueron importantes: era un cargo que le iba como anillo al dedo. Para eso había entrado en política.

Con esas u otras palabras, todo ello se ha dicho estos días. Pero a veces se olvida el principio, su entrada en política, que explica la coherencia con las etapas siguientes. Enrique Múgica fue el primer estudiante que reclutó Jorge Semprún, alias Federico Sánchez, enviado por el PCE a Madrid para que el mundo de la cultura se convirtiera en un foco de resistencia al franquismo. Conoció al joven Múgica, entonces con 21 años, en la casa de Gabriel Celaya en San Sebastián. Al poco, en octubre de 1953, conectó con él en la universidad de Madrid, donde Múgica cursaba Derecho y pronto se hizo amigo de Dionisio Ridruejo, que le recomendó al rector Laín Entralgo para que se organizaran, como actividad cultural, festivales de poesía, clásicos instrumentos subversivos en la España de aquellos tiempos.

Dos años más tarde, Múgica entró en contacto con estudiantes más jóvenes como Ramón Tamames y Javier Pradera, los introdujo en el PCE y juntos se dispusieron a organizar para el año siguiente, 1956, un Congreso Nacional de Estudiantes. No llegó a celebrarse por los sucesos de febrero en la universidad que acabaron con las detenciones de todos los mencionados, incluido Ridruejo, y los ceses del ministro Ruiz Jiménez y del rector Laín Entralgo.

Se abría así el primer boquete importante en el mundo franquista: se aliaban en su contra los hijos de los vencedores y los de los vencidos en la Guerra Civil. Nada volvió a ser como antes. La estrategia fue urdida por Semprún; pieza indispensable fue Ridruejo, y el coordinador en la sombra, Enrique Múgica. Este fue su constante propósito: tener principios, aunar voluntades y reducir distancias para que triunfaran la libertad, la igualdad y la justicia. Siempre fue joven.