28 junio 1979
Es replicado por el periodista (y militar) Ángel Palomino en el diario EL ALCÁZAR
Enrique Múgica (PSOE) publica una ‘carta abierta a un militar’ para intentar acabar con la imagen ‘anti-ejército’ de los socialistas
Hechos
El 28.06.1979 el diputado del PSOE y miembro del Comité Ejecutivo de ese partido, D. Enrique Múgica, publicó en la tercera de ABC una carta abierta ‘a un militar’.
Lecturas
El conocido escritor (y militar) D. Ángel Palomino replicó al texto del Sr. Múgica en el diario EL ALCÁZAR.
–
28 Junio 1979
Carta abierta a un militar
Si cierto es que vivimos tiempos difíciles, resulta incierto el proceder del Gobierno para iniciar la resolución de los problemas que los rebosan, mientras la rotunda certidumbre exige, por el contrario, llamar a las cosas por su nombre, levantar los decaídos ánimos, impulsar reflexión rigurosa y conducir a buen término las decisiones que se adopten en virtud de propuestas responsables. Mas para ello se requiere poseer sentido de Estado y no aparentarlo trascendiendo el parcheo cotidiano en globales y más permanentes restablecimientos.
Y estas preocupaciones no sólo se expresan en los medios de comunicación, sino que se traban en la cotidiana conversación de multitud de ciudadanos, con tonos distintos entre los que no faltan los catastrofistas o aquellos que tratan de convertir, ‘hic et nunc’, simplifaciones quirúrgicas en universales remedios curativos. Mas aunque la incitación interesada, revestida de grandes palabras, continúa encontrando como respuesta el talante responsable de sus destinatarios, no por ello deja de crecer al compás de la pretensión del grupo de alucinados que la promueve por abanderarse patrimonialmente, con exclusión de la inmensa mayoría de los españoles, a los cuales por sus vivencias democráticas prestan torcidas intenciones.
EL que redacta estas líneas pertenece a esa inmensa mayoría, y cree que entre sus derechos está el de hablarte, continuando el diálogo emprendido, con afecto y lucidez desde que las primeras Cortes elegidas de forma natural se reunieron al cabo de cuarenta años de forzoso silencio.
Y, por ello, sobre el tema del destino de esta España nuestra y de su renacimiente democracia quisiera señalar unas puntualizaciones que le brotan de su identidad socialista, de su ser vasco y de su afirmación española.
En primer lugar, y como socialista pienso que no vale la pena salir al paso de irrisorios pregoneros que persisten en enclaustraros recelosamente mirando con un ojo a los de allende fronteras y con el otro a los de aquende, como si unos y otros fueran potenciales enemigos. Se apropiaron indebidamente de tradiciones y costumbres, encendieron el fuego de retórica y se presentaron como los únicos que sabían saludar el paso de los Ejércitos, y exaltándolos como columna vertebral de la patria, trataron de identificar a ésta con sus parcelarios privilegios, para que al defender la primera surgiera la confusión que os obligara a mantener lo segundos. La permanente marcha de Cádiz, tan unilateralmente instrumentada, no redundó en percepciones más dignas, en retiros y pensiones de viudedad y orfandad, más idóneos, en prestaciones más apropiadas, en armamentos más sólidos ni en técnica más ajustadas. Consiguió, sin embargo, que las clases trabajadoras más conscientes y los intelectuales que sólidamente sentían la necesidad de una nación que no fuera mero escenario de cartón piedra para juegos florales, llegaran a desconfiar enemistosamente de vosotros. Y ese distanciamiento entre los que, a menudo, no pudisteis convertir vuestro hermoso imperativo vocacional en consolidada profesionalidad, y amplios sectores del pueblo, fue malo para todos, y en definitiva para el recio solar sobre el que nacimos y hemos de morir.
Ya hace años que los socialistas llegamos al convencimiento de que la memoria era válida no en cuanto sujetaba, sino en tanto liberaba y por ello, habría de dedicarse a abrir el futuro, y en este gran tema en el que estamos inmersos, tú por vestir el uniforme y yo por contemplarlo con afecto, constituía puntual necesidad no sólo considerar lo que los soldados representan para asegurar nuestro existir y nuestro convivir, sino acudir a recuerdos desalienadores y evocar luminosos momentos en que el pueblo y Ejército estaban unidos por apasionadas identidades desde que a comienzos del siglo XIX iniciaron su moderna andadura vinculando Independencia y Libertad. Consecuentemente y viviendo aún en la ilegalidad, reflexionamos con rigor sobre los problemas de la Defensa, en un Congreso celebrado a fines de 1976, afirmando como conclusión que todo militar debiera considerarse, pueblo y todo ciudadanos soldado.
Desde entonces hemos tratado públicamente la realidad militar, estando convencido de que muchos de vosotros contemplasteis con prevención lo que comenzaba a suceder, pensando en las consecuencias de faltar a ese tópico de lavar los trapos en casa, cuando no había nada que lavar, sino, por el contrario, muchos afanjes, preocupaciones, emociones, querencias e ideales que compartir. Creo que el debate sobre temas militares que ininterrumpidamente se suscita en los medios de información ha sido positivo, y pienso, sin arrogancia pero con convicción, que también los socialistas hemos timoneado hacia esta nueva y entrañable sensibilidad.
En segundo lugar, y porque la ocasión lo demanda, quisiera hablarte como vasco, lo cual no resulta fácil en estos tiempos en que un grupo de fanáticos no sólo apunta, morbosa y cruelmente, al recio corazón que el uniforme muestra más que veda, sino que inculcando lamentables tesis secesionistas a algunos sectores vapulares pretenden que confundáis a todo mi pueblo en global enemistad.
La autonomía que reclamamos es un signo de identidad que nos permita ser fieles a nuestras tradiciones, sin excluir ninguna, siendo tan importante la que subraya nuestra peculiaridad cultural, social y política como la que implica la solidaridad histórica y vigente que con los demás países de España nos ha hecho forjar el hondo, irreversible e imperecedero tronco común.
Ya sé que las circunstancias son dramáticas y que os quieren poner en el disparadero, pero vuestras banderas —que son las mías— significan permanencia y valladar frente al impulso homicida, obligándonos a no perder el tino y a conservar la razón que nos abrirá —tras duros y conflictivos momentos— a sazonada esperanza.
Nadie mejor que los vascos conocemos a los vascos, y entre nosotros uno de los más señeros hijos de Euskalerría, el antropólogos don José Miguel de Barandiarán, ha escrito, hace unos días, «las guerras cuartean y desarticulan más o menos el sistema de valores en que se basa el orden jurídico y moral de los pueblos. En esta situación se halla actualmente una parte del nuestro. Hechos que están sin duda en relación con el descarecimiento del amor y respeto mutuos, consecuencia del olvido de las bases del humanismo vasco». Sin embargo, nos debe poseer la confianza del renacimiento del humanismo euskaldun y que sus claras virtudes contribuirán a marginar la violencia y restaurar la convivencia.
Por último, quisiera hablarte como español, lo que en absoluto me produce timidez en la sensibilidad más entrañable, aunque sí pudor semántico por la forma excluyente, exuberante —casi folklórica— con que un estólido grupo de desaforados utilizan el concepto y sus símbolos. Bien sabes que por dos vías, aparentemente distintas pero realmente coincidentes, se intenta desviar a las Fuerzas Armadas de su identificación con el pueblo del que forman parte y a cuya defensa están vocadas: una de ellas consiste, desde el extremismo de izquierda y desde las actitudes separatistas, en golpear cruentamente a tus compañeros a fin de que éstos, replegándose sobre sí mismos, se tornen impermeables al contexto social del que permanentemente deben recibir estímulo y solidaridad; la otra procede de vociferantes nostálgicos que, empeñados en derrotar la razón por la fuerza, persisten en completar la que no tienen por la que la nación os ha confiado.
Por el contrario, esta nación, a través de sus representantes en el Parlamento y después por su propia presencia en referéndum, subrayó en el título fundamental de la Constitución la suma importancia que los Ejércitos tienen como garantía de la independencia, soberanía, unidad y libertades y, asimismo, han reiterado constantemente la imperiosa necesidad de dotarlos de medios para cumplir sus funciones.
Todo ello no desde la abstracción, sino desde el enraizamiento afectuoso que comprende el apasionad y sugestivo modo de ser que para los militares significa su indisoluble vinculación a las armadas instituciones a las que pertenecen, modo de ser y de vivir inserto en las Reales Ordenanzas, por nosotros cálidamente aprobadas, al configurarse como vuestra alta regla moral.
El primer soldado de España, al sancionar la Constitución, dijo: “Expreso ante el pueblo español, titular de la soberanía nacional, mi decidida voluntad de acatarla y servirla”, desde su “firme confianza en España y en la capacidad de los españoles para profundizar en los surcos de la libertad y recoger una abundante cosecha de justicia y de libertad”. Hace ccasi cuatro siglos otro ilustre soldado – humanísimo como pocos lo han sido – porque sabía que poder y conocimiento, fuerza y libertad, potencia y reflexión han de formar un sereno y responsable maridaje, dictó para las generaciones venideras su ‘Discurso de las Armas y las Letras”. Pues bien, si algunos lo desatendieron, estoy seguro de que tú y yo, vosotros y nosotros, todos juntos, nuestra generación y las que la sucedan sabremos y sabrán transformarlo en esperanza y luminosa realidad española.
Enrique Múgica Herzog
02 Julio 1979
¿A qué militar?
La verdad por delante: el artículo del diputado socialista, señor Múgica Herzog “Carta abierta a un militar (ABC, 28.6), tiene un mérito extraordinario: es larguísimo y, sin embargo, nos lo hemos zampado entero muchos lectores; es un ladrillo, una empanada, pestiño aburridísimo, pero nos ha producido el regocijo agridulce del travestismo; cuando sobre el escenario aparece un señor imitando a Sara Montiel o a Marilyn Monroe el público ríe, aunque la contemplación de un acto contra natura añada cierta desazón al jolgorio; ante el disfraz sin disimulo, ante el artículo que se disfraza de literatura con palabrería mediocre, que se disfraza con la cabecera de un periódico que no le van al autor, que disfraza con pestañas de Marilyn y busco de gomaespuma una voz que es todo lo contrario, ante la gansada y la pirueta, irritarse es un error; hay que reaccionar de acuerdo con las circunstancias de cada caso; ese artículo en esa página lo firma, por ejemplo, el general Ibañez Freire, que es también vasco, y me da un disgusto gordísimo, pero la firma del señor Múgica es como un miriñaque bajo el torso de Manuel Benitez.
Suponga el lector que abre su ABC y en la prestigiosa tercera página encuentra este llamativo titular: “carta abierta a la mujer decente”.
En el artículo se dicen a la mujer decente cosas como “Nosotras somos las verdaderas amantes de la honestidad. Antes, las decentes eran unas cónicas con peineta y mantilla que ni enseñaban su hermoso cuerpo ni se acostaban más que con su marido, ni ganaban dinero con algo del pueblo y para el pueblo como el sexo húmedo. Vuestro erotismo es mi erotismo”, etc… etc.
El lector, ap unto de agarrarse un telele de ira, mira escandalizado el final y entonces se transmuta, la lectura invita no al horror sino a la carcajada. Firma el artículo Susana Estrada.
Estos líderes improvisados, brotados alrededor de la tumba de un régimen que se hizo el hara-kiri aterrado al verse huérfano de padre, hablan y escriben como si no existiera el público, hacen el oficio del picador, sordos al clamor de la protesta. O lo que es peor – y al señor Múgica le ocurre mucho – se creen que son listísimos y que tienen un don sobrenatural para convencer digan lo que digan y hagan lo que hagan.
“Vuestras banderas que son las mías…”. Eso se li dice el señor Múgica a los militares. Y todos recordamos su presencia en las manifestaciones sin una sola bandera de España, en las manifestaciones en que se quema la bandera de España. Y uno se pregunta qué ha hecho el Sr. Múgica como parlamentario, qué ha dicho, qué ha denunciado o simplemente desautorizado, cuando los ayuntamientos de su digna representación acuerdan retirar esas ‘vuestras banderas que son las mías’.
Quizá debiera escribir un segundo artículo en el que cuente sus servicios como soldado y sus hazañas, sus actos en defensa de las banderas, pero especialmente de la Bandera de España que de momento es la única que tenemos jurada y cuya custodia está confiada a los militares.
Dice el señor Múgica que declararse español le produce ‘pudor semántico’; ese bivocablo – no sé por qué, perdonen mi ignorancia – me suena a pornografía, a furor uterino, a febrícula venérea. No creo que sea lo que padecen hoy los políticos españoles (perdón si este adjetivo les produce algún trastorno semántico) que ni por casualidad utilizan el nombre de España desde que España es libre como todos sabemos, que debe ser verdad, lo dice Carter.
No sé cómo van a tomar esta carta sus amigos los que en mítines y manifestaciones califican a los militares de ‘fuerzas de ocupación’. A lo mejor les ocurre lo que a mí, les hace gracia.
Asombra en este señor que se ruboriza por cualquier cosa y al mismo tiempo por todo lo contrario – quizá por eso inventó en ocasión memorable el verbo contradizcar – su empeño en revelar a los militares la maravillosa idea de que han estado oprimidos y en el limbo, de que antes su Ejército, el Ejército Español, el Ejército de la Victoria, era una pobre milicia de desfilantes armados con una caña y un sable de cartón, mal pagados y peor preparados; siempre les ofrece mejoras tocantes y sonantes: “La permanente marcha de Cádiz – dice – no redundó en percepciones más dignas, en retiros y pensiones de viudedad y orfandad más idóneos, en prestaciones más apropiadas, en armamentos más sólidos, en técnicas más ajustadas”. Parece mentira que en el mundo de las democracias y en el de los fascimarxismos se le tuviese tanto respeto a España, con un Ejército que, en opinión del señor Múgica, debería haberse declarado en huelga afiliándose en masa a CCOO-UGT. Insiste torpe y repetidamente, en el truco; les ha sido tan fácil a estos políticos convencer a la gente de que antes vivían peor que hasta lo intentan con los militares, unos caballeros que acepan vivir mejor o peor, pero consideran imprescindible vivir con dignidad. Lo dice y sonría feliz como si no viese las caras largas con que le escuchan los que le escuchan sin o hay otro remedio.
No comentaré extensamente, por si cae mal, su alusión al ‘pequeño grupo de fanáticos’ que matan a los militares; son sus amigos, son sus defendidos, son y han sido sus compañeros públicamente.
Siguiendo el primer impulso, lo mejor hubiese sido no enviarla a ABC ni hacer de ella una carta abierta, sino meterla en un sobre y enviársela a algún sobrino que esté cumpliendo el servicio militar. O a cualquier amigo civil, pues, como prueba de su afecto, hace en su carta otra maravillosa revelación: en un Congreso del Partido celebrado en la clandestinidad, afirmaron como conclusión: “que todo militar debiera considerarse pueblo y todo ciudadano soldado”.
Ángel Palomino
13 Enero 1979
Carta a un militar
Me atrevo a escribir a usted sin conocerle. De usted sé tan sólo, porque leí la frase en un periódico provinciano, que «tuvo que morderse los labios para contener la rabia» cuando oyó la noticia del asesinato del gobernador militar de Madrid. Y puesto que mi personal indignación no anduvo muy a la zaga de la suya aprovecharé esta coincidencia para intercambiar con usted algunas reflexiones sobre la actual situación de nuestra patria.Le hablo desde mi campo, ese que con palabra que no me gusta, y que por añadidura suele ser pronunciada con cierto retintín, llaman a veces «la intelectualidad»; y quiero hacerlo porque es en mí honda y vieja la convicción de que mientras los de mi campo y los del suyo, la milicia, no se entiendan satisfactoriamente entre sí -satisfactoriamente, digo; nada de un nuevo y oportunista «discurso dé las armas y las letras»-, no andará como es debido este viejo y renqueante país nuestro. No, no me olvido de que hay otros importantísimos dominios de la vida nacional con los que ustedes y nosotros, sin dejar cada cual de: ser lo que por naturaleza es, debemos entendernos: el trabajo y la Iglesia a la cabeza de ellos. Pero pienso que lo medularmente decisivo, si se me admite tal expresión, es la buena relación entre el mundo intelectual y el militar. No es capricho egocéntrico pensar así. ¿Acaso los hábitos psicológicos más centrales de nuestros respectivos oficios -la disciplina a toda costa y un libre dar vueltas a las cosas para conocer su verdad- no son, entre todos los que operan en el cuerpo social, los entre sí más distintos? Y el buen orden de la vida civil, la regla que en nuestra convivencia todos debiéramos cumplir, todos: militares, intelectuales, trabajadores y curas, ¿no consiste acaso en un adecuado compromiso entre la regla de ustedes y la nuestra?
Pues bien: dando vueltas a la cosa de que ahora se trata, el destino inmediato de nuestra patria, entiendo que no podrá progresarse con seriedad en el discurso sin aceptar como válidos algunos asertos previos. Permítame que, como Unamuno diría, los enuncie notariescamente; no es mala práctica, si uno no quiere andar por las ramas . Dos veo yo en primer término. Primero. En toda situación histórica hay líneas maestras, aquellas por las que la humanidad avanza eficazmente hacia el futuro -aunque éste, luego, vaya modulándolas en forma imprevisible-, y vías muertas, caminos laterales que sólo conducen a una vida colectiva excéntrica, pintoresca e ineficaz. Segundo. Después de la total y definitiva derrota del Eje en 1945 -y antes, para los que sabían ver con lucidez la marcha de los tiempos-, esas líneas maestras son dos y no más que dos: la que entiende la democracia desde la libertad (el mundo occidental) y la que la entiende desde el socialismo (el mundo marxista-leninista). Sólo en el marcó de la dialéctica que entre esas dos actitudes se establece puede hoy vivirse en la historia con la perspectiva de un futuro que no sea excéntrico, pintoresco e ineficaz.
Tal vez me objete usted -y si usted no lo hace, otros lo harán- que allá por los felices años veinte un señor llamado Benito Mussolini inventó un sistema político que trataba de superar la antinomía entre la pura democracia liberal y la pura democracia socialista; sistema que otro señor llamado Adolfo Hitler adoptó a su modo en su país y que en España dio lugar a un movimiento con la misma pretensión básica. Cierto, y nadie con menos autoridad que yo para negar el derecho a tal objeción. Pero veamos los resultados. Italia: una rivoluzione que no lo fue, aunque saneara el agro pontino, un impero de opereta, la república de Saló, el descrédito, y vuelta a empezar, por lo que no débiera haberse derribado. Alemania: gigantescas victorias militares, un crepúsculo de los dioses con millones de muertos, campos de gas y ruinas apocalípticas, una gran cultura herida en el corazón y, como en Italia, vuelta a empezar por lo que antes había. España: el «sistema superador» como mera cobertura de la más pragmática de las autocracias, un aplastamiento del vencido de que nunca nos arrepentiremos bastante, un notable progreso material y técnico que hubiera podido conseguirse de otro modo y a menos precio, un considerable deterioró de la moral civil, una cultura mal repuesta de las graves heridas que le infligió nuestra guerra, y una variada y extensa colección de cuentas corrientes en la banca suiza; y, al final, un pueblo que, tan pronto como ha podido expresarse libremente, en su inmensa mayoría ha dicho «no» al recuerdo del régimen que afirmaba liberarle y salvarle. Después de esta trina experiencia, ¿cabrá negar que las líneas maestras de la historia son hoy las dos que antes indiqué?
Podrá usted añadir, y acaso lo haga, que cuando en un país se agudiza el desorden interno, lo más aconsejable es el «cirujano de hierro» que a fines del siglo pasado para España preconizaron Costa y otros: el hombre o el equipo de hombres que impongan a todos orden y disciplina. Pero después de la experiencia de tantos países hispánicos, yo me pregunto si los «cirujanos de hierro» acaban resolviendo de veras los problemas nacionales, y luego pregunto a quienes los propugnan si a los regímenes ferreo-quirúrgicos no les es esencial dejar tras de sí un problema de tránsito a la normalidad para el cual la frase célebre «Después de mí, el diluvio», parece ser la más idónea definición. Orden y disciplina; excelente consigna, a condición de que los derechos humanos -seré un ingenuo, pero los creo ineludibles- no perezcan en la faena de imponerla. Orden y, disciplina, sí. ¿Los garantiza, sin embargo, el imperio de la «cirugía de hierro»? ¿Puedo olvidar que la voladura del Dodge de Carrero Blanco y la atrocidad de la cervecería de Correos, para no citar sino esos dos granos de anís, acontecieron cuando esa consigna era la regla central de nuestra política?
Es verdad: el terrorismo indigna y perturba, y -sin perder los nervios- cuanto antes hay que acabar con él; pero no olvidemos los dos hechos que acabo de mencionar. Es verdad: en estos meses de delicada transición hacia una política verdaderamente constitucional y democrática, acaso sea demasiado alto el número de huelgas y demasiado bajo el celo para el trabajo; pero preguntémonos si alguno de los españoles económicamente bien situados ha alterado un ápice el tenor de su vida. Es verdad: subleva oír que Euskadi lleva 140 años bajo la bota de Madrid, cuando lo cierto es que sin Madrid, quiero decir, sin el resto de España, no hubiera sido posible lo mucho que en el orden industrial y en el orden cultural -unos cuantos nombres: Unamuno, Achúcarro, Madinaveitia, Baro ja, Usandizaga, Guridi, Zuloaga, los Zubiaurre, Zaragueta, Zubiri, Urgoiti, Chávarri, Ibarra, los Otamendi…- todos debemos al País Vasco; pero la respuesta no debe ser el silencio forzado de quien así habla, sino una política en cuya virtud la gran mayoría de Euskadi siga diciendo «sí» a su vinculación con Madrid, esta vituperada e imprescindible «capital del Estado». Verdad son muchas cosas, cierto, y verdad son también, creo yo, los «peros» que tras la enunciación de ellas hay que proclamar.
Entonces, ¿qué debemos hacer usted y yo, usted en su campo, la milicia, yo en el mío, la vida intelectual? Líbreme Dios de constituirme en dómine de nadie. Yo sé muy bien, eso sí, cuál es mi deber en la vida pública: trabajar en lo mío lo mejor que pueda, lograr, por tanto, que el resultado de mi labor sea presentable en cualquier parte, y predicar oportuna e importunamente a quienes me lean y me oigan el deber de la mutua aceptación, la decencia civil y el trabajo serio y calificado. Usted, ustedes… Esto no más les diría: que sigan siendo excelentes militares en el ejercicio de su noble profesión, que continúen mirando con vigilante y serena comprensión este regreso de España al verdadero camino de la historia y que cuando oigan gritar por la calle «¡El Ejército, al poder!» consideren y reconsideren los hechos y las reflexiones que antes apunté. Algo más quiero repetir, para acabar mi carta: que nuestro país no será lo que puede y debe ser mientras ustedes, los maestros de la disciplina, y nosotros, los que vivimos dando vueltas a las cosas para conocer su verdad, no nos entendamos de veras.