- El 26.10.2010 los medios de comunicación generalistas se hicieron eco de un fragmento del libro Dios los cría… y ellos hablan de sexo, drogas, España, corrupción… (Planeta) de D. Fernando Sánchez Dragó y D. Albert Boadella.
Escándalo contra Fernando Sánchez Dragó tras insinuar en un libro que dos menores le habían ‘trajinado’ en su juventud
El 26.10.2010 se hizo público en las redes el párrafo de un libro de D. Fernando Sánchez Dragó en el que decía que dos menores japonesas le habían ‘trajinado’ en un cuarto de baño durante uno de sus viajes a Japón.


Excusatio petita, accusatio non manifesta
Fernando Sánchez Dragó
¡Qué barbaridad! ¡La que se ha armado! Efecto mariposa, tormentas en vaso de agua, mosquitos muertos a cañonazos.
¿Un artículo aclaratorio y exculpatorio? En mi vida me he visto en tal aprieto… ¿Cómo escribir sobre lo insignificante? ¿Cómo narrar lo que nunca sucedió? ¿Cómo pedir disculpas donde no existe la culpa?
Medio mundo tiene el If de Kipling en la cabecera de su cama o en el corazón de su imaginario. Yo también. Decía aquel poema: Si conserváis la calma mientras todos la cabeza perdieron y os censuran…
No es la primera vez que me implican en avisperos como éste. De niño también lo hacían. Estoy acostumbrado.
Ante todo, una pregunta ingenua: ¿por qué la práctica totalidad de las cabeceras mediáticas que me ponen en solfa lo son de un determinado signo ideológico?
Y otra: ¿por qué lo hacen ahora y no en el momento en que, tras la aparición del libro, Albert Boadella fuimos pasando de periodista en periodista, de radio en radio, de tele en tele, de ciudad en ciudad, y nadie, por muy progre que fuese, dijo lo que ahora, algunos, dicen?
Dios los cría… lleva siete semanas en la calle. Se ha vendido bien. Ha salido ya la segunda edición. Muchos han sido sus lectores. Nadie, que yo sepa, se había hecho eco, hasta ayer, de lo que ahora mueve a escándalo. A mi correo, a mi teléfono, a mis ojos y a mis oídos, en público y en privado, han ido llegando comentarios de los lectores. Todos, sin una sola excepción, eran y son elogiosos. Ninguno, sin una sola excepción, menciona la trivial, hiperbólica, epatante y muy literaria y literaturizada anécdota convertida en casus belli.
Dos observaciones…
Primera: esa anécdota ya había sido referida por mí, al hilo de los últimos cuarenta y siete años, en infinidad de conversaciones privadas, de entrevistas públicas y de algún que otro libro. Puedo demostrarlo. Mi familia, mis amigos y mis lectores ya la conocían. Nunca motivó reproche alguno. Sólo risas.
Segunda: cuando allá por el mes de marzo volví, de pasada, a contarla en presencia de mi amigo Albert, había varias personas delante… Los dos editores del libro, un redactor de una de las dos editoriales que lo publican y mi mujer, Naoko. Quizá, también, no lo recuerdo, Dolors, la gentil esposa de Boadella.
El texto, que en su origen era exclusivamente oral y, por ello, de verba volant, pasó después por muchas manos: las de quien lo transcribió, las de quien -recortándolo, ordenándolo y corrigiéndolo- se encargó de darle definitiva forma, las de las gentes de Planeta y Áltera, las de los correctores de pruebas y las de algunas personas queridas y cercanas.
Nadie formuló objeción alguna. Nadie se fijó en los párrafos incriminados. Son éstos una gota insignificante en el océano de un libro que habla de cosas infinitamente más serias y, puestos a buscar motivos de escándalo para los guardianes del templo de la corrección política, mucho más susceptibles de verse arrastradas al ojo del tifón del alboroto.
Y ahora, sin literatura, sin hipérbole, sin tropos, sin adornos de narrador, la anécdota…La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
¿Qué sucedió aquella noche?
¿Qué sucedió aquella noche del otoño de 1967 en el vestíbulo de la estación de Ikebúkuro de Tokio?
Yo volvía a casa desde la redacción de la NHK, en la que como periodista trabajaba. Crucé junto a un grupo de chicos y chicas, muy arregladitos todos, sobre todo ellas. Es verdad que lucían minifalda, taconazos y maquillaje atrevido. Eso era usual entre las jovencitas japonesas. Lo sigue siendo ahora.
Pasé a su lado. Se rieron. Una de ellas me guiñó un ojo. Me detuve. Charlé un poco, en torpe inglés por ambas partes, con los unos y con las otras.
Congeniamos. Nos fuimos a tomar un café al barcito que aparece en el relato. Estaba junto a la estación. Nos demoramos allí una media hora. Charlábamos. Reíamos. Gastábamos bromas. Eran muy curiosos. Había, por aquel entonces, muy pocos extranjeros en Japón.
Es verdad que dos de las chicas coqueteaban conmigo y que lo hacían, aunque no durante todo el tiempo, turnándose en sus idas y venidas al lavabo. No sé por qué. Quizá para retocarse el maquillaje.
Sus amigos estaban delante, desperdigados por las cuatro mesas que allí había. Todo fue inocente y amistoso. Apenas hubo contacto físico: cogernos de la mano, mirarnos a los ojos, algún beso furtivo en la mejilla… A eso me refería con lo de trajinar, no a lo otro. Honni soit qui mal y pense…Y eran ellas, siempre ellas, quienes tomaban la iniciativa.
Es cierto que les pedí el teléfono. Es cierto que me lo dieron. Es cierto que al día siguiente llamé, y era falso.
También es cierto que me gustaron y me excitaron. ¿A quién no? Eran monísimas, simpatiquísimas y coquetísimas.
No tenían trece años. Eso es seguro, porque trabajaban, o eso me dijeron, en una empresa. Todo el mundo, en Japón, parece mucho más joven de lo que es, y aquellas chicas no eran excepción a la regla. Es muy difícil calcular la edad de un japonés. A ellos también les cuesta trabajo calcular la nuestra.
¿Por qué les asigné esa edad? Por nada importante. Era una forma de hablar y un pellizco de pimienta en mi relato. Lo mismo podía haber dicho doce, o quince, o dieciocho.
Menos mal, en todo caso, que no dije doce, sino trece, porque ésa es la edad de consentimiento sexual tanto en Japón como en España. Consulte el código vigente quien no lo sepa (artículos 119 y 120, creo. Lo he mirado en Wikipedia). ¿O sí lo saben quienes me acusan de haber cometido un delito que es, por definición e imperativo de la ley, en este caso, a tenor de mi comentario, imposible? En 1995 el límite se fijaba en doce años.
Cuando yo, en el texto mirado ahora con lupa de inquisidor, menciono esa palabra -delito- y aseguro, entre risas, que ya puedo confesarlo porque está prescrito, estoy recurriendo a algo que quizá mis detractores no conozcan: la ironía y, de paso, el sentido del humor. ¿Debería haberlo entrecomillado? Quizá, porque entre comillas iba, pero ese signo de puntuación no tiene correlato en la lengua hablada. Era sólo una simple alusión, en clave (insisto) irónica, a algo que el discurso oficial de la corrección política y el puritanismo lingüístico imperante en el mundo de hoy ha convertido en tópico.
¿Hablar de lolitas? ¡Oh, que escándalo! ¿No lo hizo Nabokov, responsable de que esa palabra, tan gráfica, se convirtiera en neologismo universal? ¿No lo hace con frecuencia todo el mundo, varón o mujer que sea? ¿Y las teenagers? ¿Y las nínfulas, de las que tanto hablaba Umbral, escritor de grata memoria en este periódico?
¡Horrible pecado de lesa lingüística! Que dé un paso al frente quien esté libre de él. Sospecho que nadie lo hará.
Una vez dicho todo esto, y para zanjar el estúpido debate abierto por la maledicencia, la hipocresía, el sectarismo y el sensacionalismo en torno a una nimiedad, añado, de corazón, que, si a alguien que no sea un chacal, sino una persona decente, ha ofendido mi comentario, le brindo mis disculpas -los escritores, eso es cierto, tenemos la lengua muy larga- y le pido perdón.
¿Cómo no voy a hacerlo si mil veces he dicho y he escrito, en nombre de Buda, de Jesús y de tantos otros, y de mí mismo, que eso, el perdón, honra no sólo a quien lo da, sino también a quien lo recibe?
Juro, además, por mi honor, y por si alguien lo considerase necesario, que nunca, en ningún lugar, fuera de los juegos de mi infancia, he tenido trato erótico de ningún tipo con personas menores de edad.
Lo que, en cambio, no puedo decir es mea culpa, porque ni la hubo ni yo, en consecuencia, me siento culpable.
Ahí va mi mano abierta. Estréchela quien lo desee.
Fernando Sánchez Dragó


Un maldito sin fundamento
El Acento (Director: Javier Moreno)
Fernando Sánchez Dragó ha contado en un libro de conversaciones con Albert Boadella (Dios los cría… y ellos hablan de sexo, drogas, España, corrupción…) que en 1967, durante una visita a Tokio, se topó con dos niñas de 13 años a las que describe así: «No eran unas lolitas cualesquiera, sino de esas que se visten como zorritas, con los labios pintados, carmín, rímel, tacones, minifalda…». Cuenta que se lo trajinaron: «Las muy putas se pusieron a turnarse». Luego comenta que el crimen ha prescrito. «Así que puedo contarlo, aparte de que las delincuentes eran ellas y no yo».
El escritor ha tenido que esperar mucho para evitar que la ley pudiera castigar su criminal conducta hasta que, por fin, ha liberado ese peso que lo agobiaba y explicar que la víctima fue él. ¿Por qué entonces lo critican? ¿No será por manifestar un desprecio tan mayúsculo por aquellas chicas, por tratarlas con el desdén y la displicencia del macho que considera que están compitiendo por él, por haberse dejado abusarpor dos adolescentes? Nadie ha comprendido, como él sostiene, que la perversión estuviera del lado de ellas, que quienes se saltaron las normas fueron en realidad esas japonesas.
Si la experiencia fue tal como la cuenta, ¿por qué Sánchez Dragó ha querido justificarse después diciendo que
no es más que «una anécdota trivial y sin mucha chicha convertida en literatura»? Sostener que su libro con Boadella tiene algo que ver con la literatura solo puede formar parte del afán provocador del escritor. Él sabe perfectamente, porque de hecho presenta un programa dedicado a los libros, que no es así. Dos tipos que charlan de sus cosas para manifestar sus opiniones, por soeces o brillantes que sean y por mucho que quieran y se esfuercen, no hacen literatura.
Ni fue una víctima de dos niñas de 13 años, ni escribe literatura. ¿Por qué entonces ese afán por torcer las cosas? Por el gusto de ir de maldito. Pero eso no cuela si, al mismo tiempo, presenta un programa en televisión. Así que Telemadrid, una emisora pública, ya sabe lo que tiene que hacer: no solo echarlo por impresentable, sino por hacerle un favor; para que, de una vez, ejerza de maldito con fundamento. Fuera del sistema, sin dinero público, en la calle.
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