25 septiembre 1995

Editado por Plaza y Janés, varios capítulos fueron adelantados antes por el diario EL PAÍS

Familiares de Torcuato Fernández-Miranda Hevia ajustan cuentas con Adolfo Suárez con su libro «Lo que el Rey me ha pedido»

Hechos

En septiembre de 1995 se publicó el libro ‘Lo que el Rey me ha pedido’ por la editorial Plaza y Janés.

Lecturas

VOZ DE TORCUATO FERNÁNDEZ-MIRANDA:

25 Septiembre 1985

"Pienso en José María López de Letona. Lo he pensado mucho y creo que Letona lo hará muy bien"

Pilar y Alfonso Fernández Miranda

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Torcuato Fernández-Miranda defendía la idea de -Tormalizar un pacto del presidente de las Cortes y del presidente del Gobierno ante el Rey, por el que se acordarían los pasos necesarios a dar hasta lograr la democratización plena con la dévolución de la soberanía al pueblo. No se trataba de un pacto entre iguales, precisaba Torcuato, sino de un "pacto ante el Rey, no con el Rey

El tiempo juega a favor de los albaceas del franquismo que se movilizan y quieren atar cabos, que despliegan, cada vez con mayor tesón y mayor energía, todas sus armas para preservar el poder. El mantenimiento artificial de un Franco, doliente y consumido, les es útil, pero no así al Príncipe o al pueblo español, que vive la agonía, como tantas veces, dividido y extremoso, con melancólica angustia o con tenebroso gozo.De otro lado, algunas previsiones de futuro le han aclarado ya. La Operación Armada ha fracasado y el Príncipe mantiene su decisión de que Torcuato sea presidente de las Cortes cueste lo que cueste (y le costará mucho). El presidente del Gobierno quizá, en una primera etapa, tenga que seguir siendo Ariás… Pero el tema aún no está cerrado. ¡Si el Príncipe pudiera removerlo …! Pero hay que ser prudente.

Don Juan Carlos, que desea de todo corazón sustituir al presidente del Gobierno, no sólo por razones de desencuentro personal, sino sobre todo porque no cree en su voluntad democratizadora, siente el peso del poder de Arias como albacea del franquismo y duda de la posibilidad de sustituirle en un primer momento. Es entonces cuando don Juan Carlos propone a Torcuato Fernández-Miranda la confirmación inicial de Arias, así como su nombramiento como presidente de las Cortes, a la espera de que meses más tarde pueda ser nombrado presidente del Gobierno.

Y es entonces cuando Torcuato expone al Príncipe que su planteamiento no es viable. Que a su juicio lo más adecuado es que él detente la presidencia de las Cortes, pero que si el Príncipe llegase a considerar la conveniencia de que accediera a la presidencia del Gobierno, eso tendría que hacerse desde el primer momento. Lo que no debía considerarse es ser primero presidente de las Cortes para meses después ser nombrado presidente del Gobierno. Al Príncipe no le convence del todo este argumento. No obstante se toma la decisión definitiva de que Torcuato acceda a la presidencia de las Cortes.

Mas si esta decisión está ya tomada; y si crece el convencimiento de que no habrá más remedio que confirmar a Arias, este último tema aún no está totalmente cerrado. Este contexto abre la puerta a las presiones de diversos sectores del régimen para imponer su candidato. No decimos que las presiones no hubieran existido desde siempre, que sí existieron, sino que la realidad política empezaba a hacerlas verosímiles y mientras el tema estuviese abierto no dejarían de producirse. Éste es, en suma, el contexto en el que se desarrolla la Operación Lolita. La Operación Lolita consistía en lograr la sustitución de Arias tras la muerte de Franco. Según Joaquín Bardavío (Los silencios del Rey, Ship, Madrid, 1979 página 153):

«El nombré femenino y diminutivo era usado como clave entre cinco o seis personas que estaban en el asunto y viene de que una vez se barajó el nombre de López Bravo a quien sus íntimos llamaban Lolo. Descartado su nombre, un retrato robot dio la figura de López de Letona y a alguien se le ocurrió bautizar la operación humorísticamente como Lolita»José María López de Letona era hombre que disfrutaba de una buena imagen ante el Príncipe y que estaba siendo promocionado desde hacía algún tiempo por diversos ministros y ex ministros con acceso a La Zarzuela, entre ellos, de manera destacada, por Alejandro Fernández, Sordo. Desde luego, el Príncipe hubiera. querido poder sustituir a Arias por López de Letona. Por otra parte, este último, habría sido ministro bajo la vicepresidencia del Gobierno de Torcuato Fernández-Miranda, que le tenía por hombre valioso y eficaz que no dudaba de que: López de Letona sería un avance muy significativo con respecto a Carlos Arias. Cuestión distinta es que no recelase de la operación (que sí recelaba) y que no dudase de su viabilidad (que sí dudaba, hasta el punto de no tomársela demasiado en serio, aunque sí se tomase en serio determinadas maniobras colaterales).

El miércoles 5 de noviembre, López de Letona visita a Fernández-Miranda antes de acudir a La Zarzuela a entrevistarse con el Príncipe. Hablan de la situación política. «Me hace», escribe Torcuato, «una exposición de apertura y cambio, y, me parece, quiere demostrar que tiene grandes contactos con socialistas, Solana, F. González, etcétera». Torcuato se limita a escuchar.

El viernes; 7 de noviembre de 1975, cuando está a punto de salir para Navacerrada, a las; cuatro y media, el Príncipe telefonea a Torcuato, «Se lo han llevado a la Paz, está muy mal, van a intervenirle otra vez. Ven a verme». «¿Cuándo?». «Ahora mismo, ¿puedes?».

En la entrevista se aborda de nuevo la situación política, los pasos que se deben dar ante la nueva coyuntura, etcétera, y el Príncipe, que sigue aferrado a la idea de destituir a Arias, pese a percibir la enorme dificultad que ello representa, parece inclinarse de modo decidido por la. candidatura de López de Letona. «Pienso», me dice, «en José María López de Letona, como ya te anuncié. Lo he pensado mucho y creo que Letona lo hará muy bien». Torcuato no dice nada, pero desconfía de la operación, no por el nombramiento de López de Letona, que le parece bien, sino porque intuye que detrás hay una verdadera operación más compleja y menos clara de lo que parece. En cualquier caso, guarda silencio.

El miércoles 12 de noviembre, nueva entrevista en La Zarzuela desde las siete y media a las nueve y cuarto. Tras el análisis de la situación (lo que podríamos llamar el despacho ordinario) vuelve el tema de López de Letona y la necesidad (desgraciadamente poco posible) de sustituir a Arias. El Príncipe y Torcuato coinciden en el análisis, que Torcuato resume más tarde por escrito: «Los ministros, salvo Valdés, O. Públicas, no sienten verdadera adhesión a Carlos; Carro y García Hernández están con él, pero no como Valdés. Allende, Martínez Esteruelas, Sordo, los militares, etcétera, están en creciente despegue, asustados del modo de ser de Carlos. Creen que no es, persona para situaciones como las actuales». «Recuerdo ahora», escribe Torcuato, fuera ya de la reflexión compartida con el Príncipe, «a Allende en la ventana de allá del despacho de ayudantes, en una de mis visitas para interesarme por la salud de C. [sic. Caudillo]; por cierto, aquella que llegaron los P. P. [Príncipes]; en un momento a solas con Allende, le pregunté: ‘Bueno, y Carlos Arias, ¿qué?’. Y, ni corto ni perezoso, me dice: ‘¿Te acuerdas cuando decíamos si Carrero sa

bía o no dirigir un Gobierno? Pues al lado de Arias, Carrero era Von Karajan. Éste es incapaz».

El jueves 13, a las 5.45, el Príncipe, «muy preocupado» telefonea a Torcuato y le cuenta la reunión con los ministros militares, la dimisión de Carlos Arias y la posterior visita que, por su encargo, hace el marqués de Mondéjar al presidente del Gobierno.

«Aquí», escribe Torcuato, «hubo un grave error explotado por Carlos. Los Ms [ministros] militares muy preocupados sesgo Marruecos van a verle [al Príncipe]. Carlos entiende que el hacerlo sin su conocimiento y autorización es intolerable, supone falta de confianza, etcétera, y amenaza con presentar su dimisión. El Príncipe se asusta, se disculpa, me falta experiencia, etcétera. Carlos percibe lo que hay de inseguridad y aprieta. Carlos A. juega a ganar la baza al Príncipe? Parece que sí. Éste [el Príncipe] comprensiblemente agobiado aún insiste en la debilidad de enviar a Mondéjar. C. A. se crece» y tiene la desfachatez de decirle a Mondéjar, con intenciones evidentes, que «al Caudillo lo tienen hibernado a 33º». C. A. pretende alargar lo más una existencia inexistente. Juego de Arias para tomar toda la dirección del poder».Ese día Arias, al presentar su dimisión, gana muchos tantos en su posibilidad de conservar momentáneamente el poder, pero pierde los pocos que tenía en la estima del Príncipe y de Torcuato Fernández-MirandnEl Príncipe, a juicio de Fernández-Miranda, comete un error táctico al despachar con los ministros militares de espaldas a Arias, ya que, aunque el gesto denotaba un enorme sentido de la responsabilidad ante un problema abrumador, suponía dejar al descubierto su debilidad política como jefe del Estado en funciones, jefe de Estado a quien el Gobierno quería utilizar cuando necesitaba su ayuda, pero que al mismo tiempo procuraba ignorar.

Don Juan Carlos, para quien la jefatura del Estado en funciones era un peligroso e incómodo corsé que le ataba al pasado, sin que el poder meramente formal que le atribuía el cargo le permitiera «hacerse cargo» de la situación, estaba entre la espada y la pared.

Es obvio que recibir a los ministros militares sin informar al presidente del Gobierno era un error tratándose de un jefe de Estado en funciones a quien el Gobierno negaba el poder y autoridad. Pero no es menos cierto que el sentido de la responsabilidad del Príncipe ante la grave situación política en que se hallaba el país y que podía desembocar en una guerra, le impedía, una inhibición absoluta, como si los acontecimientos no fueran con él.

Carlos Arias percibió esta debilidad objetiva que se había hecho explícita y la explotó de forma inmisericorde: amenazando con la dimisión.

Es cierto que el Príncipe exteriorizó su debilidad política objetiva al rogar a Arias su continuidad. Pero no es menos cierto que la situación. era aterradora: con el espectro aún vivo de Franco conservando todo su poder, administrado por su familia, su entorno más íntimo y Arias; con su situación títere, pero necesariamente asumida, de jefe de Estado en funciones; con la amenaza de una guerra en África… y con la incertidumbre en la política interior, la dimisión de Arias Planteaba un escenario estremecedor al forzar un vacío de poder que no se sabía quién administraría ni al servicio de qué interés. Quizá por eso el Príncipe rogó. Y Arias, seguro de su fuerza, rechazó impertinente el ruego.

Fue, objetivamente, una debilidad política enviar al marqués de Mondéjar a seguir rogando. Es posible que además de una debilidad subjetiva fuera un error objetivo, porque acaso el órdago de Arias (avezado jugador de mus) era bastante menos consistente de lo que parecía. Seguramente. Pero ¿con qué se estaba jugando al mus? Nada menos que con la estabilidad política y con la posibilidad, por pequeña que fuera, de que el poder (que el Príncipe no tenía) fuera arrojado al arroyo.

Pero más allá de las intenciones, los efectos de la crisis son demoledores. Carlos Arias se crece y margina al Príncipe de modo radical pese a su condición de Jefe del Estado en funciones. El Príncipe por su parte vuelve a sentir el deseo imperioso de prescindir de Arias. Una vez más planteó a Torcuato la posibilidad de ser presidente del Gobierno. Torcuato le recordó los argumentos en contra de dicha posibilidad y le insinuó la razón que para él tenía más peso: «¿Cree Vuestra Alteza que las relaciones que hasta hoy ha mantenido conmigo serán viables con un presidente del Gobierno?

A las nueve y media, «ya algo más tranquilo», el Príncipe telefoneó de nuevo a Fernández-Miranda. Replanteó la situación y desarrolló el argumento: «… sí, en el fondo a ti te prefiero en la presidencia de las Cortes y en el Consejo del Reino, ahora es pieza más clave, de más confianza… sí… seguramente en presidencia del Gobierno acabaríamos teniendo roces y tensiones inevitables por naturaleza, P. G. [sic presidencia del Gobierno)… y yo te necesito unido… sería terrible después de 15 años otra cosa… No si si sabes lo que eres y has sido para, mí… «

La continuidad de Arias parecía cada vez más inevitable, pero el Príncipe aún no renunciaba a. la Operación Lolita pues Arias había quedado fatalmente marcado por su deslealtad.

27 Septiembre 1995

"El pacto lo acabamos de hacer tú y yo y basta. Sin precisar tanto esa idea debes usarla para robar a nuestros candidatos

Pilar y Alfonso Fernández Miranda

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La prueba de los candidatos.

Abril 1976 Cuando hablé al Rey», escribe Fernández-Miranda, «aceptó la idea de presidente en disponibilidad y todos los puntos del pacto, pero para llevarlo a cabo después, pues consideraba que el pacto expreso era peligroso para él. Estaba de acuerdo en la dirección de la misión histórica, pero los quiénes (los llamados a realizarla) no podían ser más que tres, él, yo y el nuevo presidente. [Hay que] buscar persona dirigible, realmente abierta, dice el Rey, y hacerlo [el desarrollo del proyecto] sin pacto prevío. ‘El pacto lo acabamos de haber tú y yo y basta. ‘Por cierto’, añadió el Rey, ‘se me ocurre que, sin precisar tanto, esa idea del pacto ante el. Rey debes usarla para probar a nuestros candidatos. Sí, para eso es colosal. Pero con cuidado, con habilidad, sin decir nada de su contenido o poco». Parece claro que ya se estaba buscando un ejecutor, y no un «diseñador», que debía garantizar lealtad y receptividad, aun sabiendo del contenido de la acción política «nada o poco». El presidente de las Cortes tuvo muy pronto la primera oportunidad de seguir la sugerencia del Rey y utilizar la idea del pacto para sondear a los candidatos e indagar sobre su «disponibilidad». No se trataba ni de ofrecer nada ni de jugar con la ambición de nadie. Simplemente, el paso que se debía dar era sumamente delicado, ya que de la correcta elección del candidato dependía demasiado como para actuar con frivolidad. Por otra parte, las personas con las que Fernández-Miranda habló eran verdadera y sinceramente «candidatos», personas a las que se les reconocía capacidad y lealtad. Pero la idea de «disponibilidad»‘ ya se había convertido en eje de la solución del problema. Ésa era la razón del sondeo, con independencia de la comprensible frustración posterior, de quienes tenían legítimas ambiciones y notables cualidades.

El 15 de abril de 1976, recién llegado de Roma, José María, de Areilza solicita precipitadamente una entrevista con el presidente de las Cortes. Se reúnen ese mismo día en el domicilio del presidente y durante aproximadamente una hora, de las doce a la una de la tarde. Fernández-Miranda ha dejado unas notas sobre esta reunión. Para iniciar la conversación «a modo diplomático», Areilza comenta su entrevista con el Papa, «de este viaje lo más interesante las doloridas ofensas de que se queja el Papa. Se resiente en unos términos increíbles, me dice. ‘Durante años el Gobierno español ha adoptado ante mí una actitud de permanente ofensa. Hasta tres veces supliqué clemencia en las últimas ejecuciones y fui despreciado’. Areilza subraya que le sorprendió el tono dolorido y de resentimiento». «Areilza», continúa Fernández-Miranda, «iba por la tarde a ver al Rey y no cabe duda de que quería decirle ‘estuve con Torcuato’. El Rey le había preguntado varias veces: ‘¿Viste a Torcuato? ¿Hablaste con Torcuato?. Me da la sensación de que ahora, precisamente ahora que se habla tanto del fin de Arias, le interesaba decir: ‘He estado con Torcuato’. Si no, no se explica. la prisa por vernos hoy’. Fernández-Miranda saca otra conclusión de la entrevista con Areilza. Tiene: la sensación de que éste le, está adulando porque sabe que el momento del cambio está próximo, y tiene conciencia de la compenetración existente entre el Rey y el presidente de las Cortes. «Él aspira», escribe Fernández-Miranda, «y ejerce la adulación. Quiere conquistarme y me adula, a base, principalmente, de la gran confianza que el Rey tiene en mí, de mi decisiva acción en estos momentos; de mi increíble dominio de las Cortes». Torcuato Fernández-Miranda expuso a José María de Areilza sus razones Para no aspirar a la presidencia del Gobierno, la pesar de los miedos de Arias». Acabó afirmando: «Es imposible y además no puede ser». Y añadió: «Le impactaron las razones porque aumentaban sussueños. Pero no hizo ningún comentario, lo que demuestra que le impactaron, si no las hubiera usado para su adulación». «Le expuse», continúa, «mi teoría del pacto, después que él insistió en que Arias no podía seguir. Lo captó perfectamente como una oferta. Le hizo mella. Y después de algunos minutos volvió [sobre el tema]: ‘Ese pacto es muy inteligente y un nuevo presidente no podría por menos que aceptarlo». Areilza parecía. manifestarse «disponible». No bastaba. Había que serlo. Cuatro días más tarde, el 19 de abril de 1976, se produce una segunda entrevista esta vez en el despacho del Palacio de las Cortes. «El día 19 vino a verme. Me telefoneó el domingo 18 sobre las ocho de la tarde y quedó en que vendría a mi despacho de las Cortes, a las doce. Tenía interés, en decirme su despacho del jueves con el Rey. Me dijo que éste le había hablado que estaba decidido a sustituir a Arias. Aduló de nuevo, con cierto salero, sobre mi autoridad e influencia sobre el Rey. ‘Lo que más me impresiona es lo mucho que te quiere’. Volvió a insistir en que el Rey estaba decidido a tomar la decisión. Arias es insostenible. Después me dijo: ‘El Rey está preocupado por los obstáculos que Fraga y yo podemos encontrar en el Consejo del Reino?. Se notaba que había aquí dos cosas que le preocupaban: una, la dualidad Fraga o él. Otra, esa oposición del Consejo del Reino. Yo sólo le dije, creo que el Rey piensa más bien en ti». «Después», continúa Fernández-Miranda, «me dijo: ‘Le conté al Rey tu tesis de que tú no podías ser, ni pensabas en ello. El Rey se rió y dijo: ‘Pues claro, es absurdo el miedo de C. Arias a que Torcuato le sustituya, bastaba que pensara que le pude poner allí y le puse donde está. Y si está ahí es porque tanto él cómo yo vimos que ése era su puesto, y los hechos han demostrado el acierto: Torcuato me seguirá ayudando donde esté’. (Ésto confirma el impacto de mis razones en Areilza, en la conversación del jueves). Ya al despedirse le dije: ‘Cuidado con Fraga, yo pienso en ti’. Se marchó lleno de gozo». No era una reflexión malévola ni cruel. Era la verdad, aunque no toda la verdad. Era verdad porque el Rey siempre pensó en Areilza e incluso, como se ha señalado, lo situaba en el primer lugar de la lista de candidatos a presidente del Gobiero. Era verdad porque, efectivamente, Torcuato prefería a Areilza más que a Fraga, ya que veía a aquél más claro y a éste más confuso. Era verdad porque Fraga tenía- sus propios recursos de poder y, si no un enemigo, era un adversario no desdeñable. No era toda la verdad porque Torcuato prefería ya entonces a Adolfo Suárez, quien le parecía más sinceramente «disponible» que Areilza o Fraga, personalidades con apoyos propios que podían entrar en contradicción con el proyecto del Rey. Suárez garantizaba un gobierno del Rey. La personalidad de Areilza o la de Fraga darían lugar aun gobierno Areilza o a un gobierno Fraga. No era toda la verdad, porque Areilza, no garantizaba suficientemente la tranquilidad de la extrema derecha, a la que había que derrotar de un solo golpe, sin previo aviso y de forma irreversible. No era toda la verdad, porque las posibilidades de Areilza en el Consejo del Reino eran escasas y el precio que se debía pagar para sacarlo adelante era demasiado caro.

El Rey comienza a dudar de Areilza.

19 abril 1976 No era toda la verdad, en fin, porque el Rey empezaba a dudar de Areilza; no de su lealtad ni de sus convicciones y voluntad democratizadoras, sino de su «disponibilidad» y de su capacidad objetiva de servir al proyecto de la Corona sin crew males mayores. Ese mismo día, en el despacho del presidente de las Cortes con el Rey, la candidatura de Areilza pierde fuerza, sin duda por su misma fuerza, pero se vuelve a hacer explícita la necesidad de un cambio inmediato. Don Juan Carlos siente la urgencia de encontrar el sustituto de Arias. «Es necesario», dice, «tomar ya la decisión sobre a quién hay que nombrar, sin tener esto decidido no podemos ir a lo otro. «Yo», dice Fernández-Miranda, «le repetí mi tesis, que no le gusta: lo decisivo es crear la vacante, las decisiones políticas se hacen difíciles en lo abstracto o en la mera expectativa, la imaginación enreda; se facilitan en la creación de la situación concreta que ayuda a decidir».

En abril de 1976 los tanteos y los globos sonda habían provocado algunas filtraciones internas que no trascendieron a la sociedad. Por otra parte, la desafección a Arias de la mayoría de sus ministros -crecía por momentos. El día 22 Torcuato escribió: «Pérez de Bricio y Lozano vienen a. verme porque el, Rey les dijo: ‘Por qué no habláis con T.’; pero no añaden nada. Ataques a Arias, claros en uno, velados en otro, y una grar ambición en el primero. Pérez de Bricio me dijo que el Rey le había hablado de Adolfo Suárez como posible candidato a presidente». La táctica acordada entre el Rey y el presidente de las Cortes de insinuar y observar reacciones no podía impedir rumores, pero no provocaba compromisos, comportaba un riesgo de filtraciones; sin embargo, tal riesgo era entonces más peligroso para los candidatos que para el proyecto de la Corona. Días más tarde, Torcuato Fernández-Miranda habla con Adolfo Suárez de su conversación con Pérez de Bricio y Lozano: «Me dice [Adolfo Suárez] que P. de Bricio le contó que el Jueves Santo estuve tres horas con el Rey y que éste le había dicho que pensaba en él, en Adolfo Suárez, para presidente del Gobierno». Suárez dice que lo negó, pero se queja de la insinuación: «Estoy aterrorizado con ligerezas de esta índole». Fernández-Miranda reflexiona: «¿Por qué [está aterrado de la ligereza]? ¿Porque llegue a Arias o porque estropee sus sueños?». Torcuato estaba cada vez más convencido de que Adolfo, era la persona idónea, pero aún tenía que convencer al Rey y, en el fondo, aún debía convencerse a sí mismo. Todavía duda porque ignora qué hay en Suárez de legítima ambición y qué hay de codicia de poder, cuánto de voluntad de servicio y cuánto de crudo deseo de mandar. «Sigo creyendo», escribe, «que A. Suárez ofrece ventajas para la operación, pero no me gusta la facilidad con que acepta esa posible responsabilidad; no ha vuelto a su tesis ‘tú eres el único’ desde la cena en que mis palabras debieron sonarle como las de las brujas de Macbeth». Acaso pueda decirse que la más importante baza de Suárez, aparte de sus sobresalientes cualidades personales de capacidad de diálogo y de energía política, era la versatilidad, pues ésta facilitaba su lealtad a un proyecto ajeno, el de la Corona. La perplejidad de Suárez ante lo que él consideraba un cambio de rumbo en la actitud del presidente de las Cortes, junto con su abierta disponibilidad y su notable confusión respecto a los caminos que se debían seguir, le aproximaban, creciente e inconscientemente, al retrato robot. Recordemos que Suárez se había entusiasmado con la- recuperación -de la Comisión Mixta Gobierno-Consejo Nacional, por entender que era una idea cara a Torcuato Fernández- Miranda, puesto que él había sido su promotor.

Recordemos, asimismo, que Torcuato la aceptó como una vía para ganar tiempo (como anteriormente se podría recordar cuándo la había propuesto. como una vía para perderlo), convencido de la inutilidad del camino y de la inviabilidad de una reforma sustantiva «desde arriba»; consciente, en fin, de que la única reforma posible «desde arriba» era la procesal. En esta época, Adolfo Suárez aún estaba convencido de que el camino era la reforma sustantiva de las leyes fundamentales, empezando por la Ley de Sucesión, pero, al parecer, no era esto lo más importante. «Lozano le había dicho», escribe Fernández-Miranda, «que yo no era partidario de que la Ley de Sucesión entrara con toda la reforma a referéndum. Le volví a decir que la reforma en bloque no pasaría por las Cortes. ‘Pero ¿vas a decirme’, replicó Suárez, ‘que la labor de la Comisión Mixta es inútil? Entonces, ¿para qué las normas de urgencia?’. No quise volver a explicar mi tesis: la reforma desde un solo punto. Le dije sólo: ‘Pero ¿no está antes la sustitución de Arias?’ Esta pregunta le hizo tranquilizarse. Tengo que estudiar más detenidamente a Suárez». Después de lo expuesto, parece claro que no es correcta la tesis de que el Rey y el presidente de las Cortes pensaran desde el principio en Adolfo Suárez como futuro presidente del Gobierno, y que, por ello, se forzara a Carlos Arias para que lo nombrara ministro. La selección de Suárez, requirió fasesprevias. Primeró, desactivar el enorme poder que Arias tenía en 1975 sobre el aparato del Estado. Después, una lenta ocupación de esferas de poder en ese aparato, preparando las instituciones para la revolución material que se avecinaba. Por último, seleccionar a la persona idónea que ejecutara el proyecto. Ahí emergió la figura de Adolfo Suárez y el apoyo, dubitativo pero intenso, de Torcuato Fernández-Miranda, que logró vencer las reticencias del Rey. En junio de 1976, tras numerosas conversaciones y reflexiones, el Rey convino en que quien más se aproximaba al retrato robot del futuro presidente del Gobierno era Adolfo Suárez. Para entonces, los mecanismos institucionales estaban debidamente engrasados. El Consejo del Reino estaba preparado. La mayoría de los expertos estaba convencida de que el nuevo presidente del Gobierno sena un político de notoriedad, conocido por la opinión pública y apoyado por los principales poderes fácticos. Sin embargo, don Juan Carlos volvió a jugar fuerte, se implicó personalmente en la decisión, implicó a la Corona, y fue protagonista al arriesgarse a que si su elegido paya presidente del Gobierno fracasaba se responsabilizase de ello a la Monarquía. El Rey volvió a ganar pese a que tuvo todos los pronósticos en su contra.

28 Septiembre 1995

"¿Que es lo que se pretende al elaborar una terna: tres opciones diferentes o una lista integrada por tres hermanos gemelos?"

Pilar y Alfonso Fernández Miranda

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El tiempo juega en contra del proyecto del Rey.

JUNIO 1976En junio de 1976 don Juan Carlos ya estaba convencido de que la persona idónea para ocupar la presidencia del Gobierno era Adolfo Suárez. Ya no existía el problema de quién ni el de cuándo, puesto que había coincidencia en que el relevo debía ser inmediato. Sólo subsistía un problema: cómo, y esta interrogante tenía dos dimensiones: ¿cómo conseguir la dimisión de Arias y la inclusión en la terna del candidato a la Corona? Respecto a la dimisión de Arias ya hemos hablado. Respecto a la terna hablaremos ahora.

La inclusión en la terna del candidato de la Corona planteaba a su vez dos dificultades: primera, más que nunca, el tiempo era oro. Entre la comunicación de la dimisión de Arias y la designación del nuevo presidente no podía transcurrir ni un minuto más de lo que exigía el respeto a los trámites procedimentales; y ello por una razón obvia: ni Arias era todavía un cadáver político ni la capacidad de maniobra del Rey era tan amplia como para poder situarse al margen de toda presión.

El tiempo jugaba en contra del proyecto del Rey y a favor de quienes, instalados en el aparato del Estado, incluido el Consejo del Reino, sostenían su propio proyecto. Si la decisión se demoraba, las presiones comenzarían a resultar insoportables; y no olvidemos que el general Armada presionaba desde el mismo corazón de la Casa del Rey.

A la luz de esta evidencia, seguramente pueda hacerse una interpretación más generosa y más inteligente de la decisión del presidente del Consejo del Reino de institucionalizar las reuniones de este alto organismo de forma continuada y periódica. No se trataba de fortalecer las instituciones del franquismo, sino, simplemente, de estar preparados para la decisión, «porque no se sabía ni el día ni la hora». Y efectivamente, cuando llegó la hora, y no por casualidad, el Consejo del Reino tenía reunión extraordinaria y pudo dar salida rápidamente (1 de julio) al trámite del «oído» a la dimisión del presidente y decidir, no menos rápidamente (días 2 y 3), la tema que se propondría al Rey. En suma, celeridad, prudencia y sigilo, absolutamente indispensables para el éxito de una operación perfectamente planificada. Ni el Rey ni el presidente del Consejo del Reino tenían la menor duda de que el día y la hora habrían de llegar. Era menester estar preparados y lo estuvieron.

La segunda dificultad consistía en incluir en la terna al candidato de la Corona. A nadie le puede escapar, y ya se ha dicho, que don Juan Carlos no heredaba de Franco ni su poder político ni su posición jurídica. En tiempos de Franco el Consejo del Reino había funcionado como un órgano subaltemo que legalizaba a posteriori la decisión tomada desde El Pardo. Mas esto ya no era posible, máxime cuando en el Consejo del Reino se sentaba una mayoría de personas sinceramente afectas al régimen franquista, con mayor o menor sensibilidad hacia el futuro y la necesidad de la reforma, pero con mayoristas e inequívocas reticencias hacia un proyecto de la Corona desvinculado, en su proyección de futuro, del Movimiento, del legado de Franco y de los últimos cuarenta años de la historia de España.

Reconstruir aquella reunión del Consejo del Reino no es tarea fácil, aunque ya se haya hecho, con mayor o menor fortuna, por algunos autores. Unas veces con aproximada veracidad, aunque con fuentes ocultas; otras, de forma disparatada. Nuestra reconstrucción tiene dos fuentes: una documental y otra que nace de conversaciones particulares de los autores de este libro con el que fuera presidente del Consejo del Reino. Quede la documentación para la historia y quede nuestra interpretación sometida al juicio de los historiadores.

El 2 de julio de 1976 se reunió el Consejo del Reino bajo la sensación general de que la crisis había sido una operación netamente monárquica y, que sólo personas muy vinculadas personalmente a la Corona tenían conocimiento de su preparación. Prueba de ello es que la mayoría de los ministros no sabían nada del cese de Arias hasta que él mismo lo comunicó en el Consejo extraordinario celebrado la tarde del 1 de julio, y que la mayoría de los consejeros tampoco lo sabían cuando aquella misma tarde, convocados para llevar a cabo una más de las reuniones que periódicamente se venían celebrando desde principios de enero, se encontraron con que tenían que dar su «oído» a la dimisión que el presidente de Gobierno había presentado al Rey podas horas antes, en el transcurso de un despacho en el Palacio Real.

Las reuniones del Consejo del Reino durante los días 2 y 3 de julio, para discutir y elaborar la terna de la que habría de salir el nuevo presidente, se caracterizaron por el secreto mantenido en torno a las deliberaciones, la cordialidad en las discusiones y la originalidad del sistema de votación.

El secreto fue respetado como nunca lo había. sido desde la creación del alto organismo, y ello fue comentado con extrañeza, no exenta de curiosidad, en los círculos habitualmente «bien informados». Al término de las reuniones, cuando el presidente del Consejo comunicó a los periodistas: «Hemos terminado la tarea encomendada y hay ya terna para elevar a Su Majestad el Rey», uno de ellos comentaba: «Algo raro ocurre esta vez; tanto con Arias como cuando Carrero, a estas horas, ya se había filtrado la terna».

Sin embargo, desde el primer momento se supo que las sesiones transcurrieron en un ambiente cordial y distendido que el presidente del Consejo del Reino resume, al ser preguntado si había habido unanimidad en las votaciones, con estas palabras: «Hubo unanimidad en la cordialidad». A crearla había contribuido la originalidad del planteamiento, y del sistema de votación.

El presidente [Torcuato Fernández-Miranda] abrió la histórica sesión del Consejo resaltando la responsabilidad de sus miembros en una coyuntura en la que sus decisiones serían de gran trascendencia para el futuro del Estado y la consolidación de la Corona. Desde este planteamiento de responsabilidad trascendente, y considerando que era precisamente de las distintas opiniones y preferencias de donde deberían partir las disculiones, el presidente del Consejo propuso la elaboración de un retrato robot con las características que, a juicio de todos los consejeros debería reunir el nuevo presidente del Gobierno.

Durante toda la tarde del día 2 de julio, los consejeros fueron exponiendo sus preferencias sin que en ningún momento se les comunicasen directrices ni sugerencias procedentes del palacio de la Zarzuela.

Tomó la palabra en primer lugar Miguel Primo de Rivera para asumir e insistir en la idea del presidente de la conveniencia de fijar el retrato robot.

A continuación, monseñor Cantero uadrado planteó con absoluta lucidez no exenta de sorn, el núcleo de la cuestión: «¿Qué es lo que se pretende al elaborar una terna? ¿Representar tres opciones diferentes, o confeccionar una lista que estuviera integrada por hermanos. gemelos?». Cantero estaba planteando un problema previo y fundante: ¿se encontraban los consejeros ante las tradicionales indicaciones de la Jefatura del Estado que convertían en ridículo todo intento de discusión, libre o, por el contrario, no había insinuaciones del poder y la deliberación iba a ser totalmente libre? Parece que Cantero no estaba directamente implicado con los intereses de ninguna familia del régimen y que su pregunta era tan escéptica como honesta.

Le respondió el presidente. Torcuato Fernández-Miranda era plenamente consciente de que aquél no era un Consejo del Reino de los tiempos de Franco y de que todo intento de imposición de un candidato tenía dos riesgos insoportables: comprometer a la Corona y correr el peligro de un fracaso estrepitoso. Más aún: correr el riesgo de propiciarlo, de provocar, frente a una explícita voluntad del Rey, la reacción negativa de quienes se sentían depositarios de las esencias del régimen. El presidente del Consejo respondió a monseñor Cantero que no había candidatos previos, que la decisión del Consejo era libre, que ni había ni habría indicaciones de la Zarzuela y que por ello convenía proseguir en la fijación del retrato robot.

El retrato robot de los franquistas. 2 de JULIO 1976

A continuación tomó la palabra Antonio de Oriol para fijar las características esenciales del retrato: debía ser anticomunista y un a persona que gozara de toda independencia tanto en España como en el extranjero; asimismo, debía estar dotada de firmeza y capacidad de diálogo, así como de capacidad física y buena salud.

Se iban poniendo de manifiesto exigencias previsibles, algunas ideológicas, otras tópicas. Ideológica era la exigencia de convicciones anticomunistas; tópicas, las exigencias de firmeza, autoridad y capacidad de diálogo… Junto a estos tópicos, luego se añadieron otros: bien visto por el Ejército, por las instituciones…. Pero entre estas manifestaciones tópicas había una útil que el presidente repitió eludiendo la impresión de insistencia: capacidad física, juventud… Era la primera puerta que involuntariamente se le abría a Adolfo Suárez.

Íñigo de Oriol insistió en alguna de las características ya apuntadas en la misma línea por su tío: persona de autoridad, de confianza (se supone que capaz de inspirar confianza al aparato de poder) y persona de experiencia.

Tomó la palabra de nuevo monseñor Cantero (y Torcuato Fernández-Miranda, complacido una vez más con su intervención, anotó: «[intervención] muy iluminadora»). Monseñor destacó uno de los caracteres tópicos -«el principo de autoridad»-, pero concebido en un determinado contexto: «persona abierta e integradora».

A continuación habló Dionisio Martín Sanz. Su intervención fue de las más radicales y el retrato robot que esbozó era de los más contrarios a las pretensiones de la presidencia: persona mayor («de edad»), capaz de mantener la unidad sindical, capaz de un pacto social (a partir de los sindicatos verticales), leal, con autoridad e inteligencia… y ¡economista!…, Parece que para Martín Sanz el gran problema que se avecinaba era más económico (tecnocrático) que político (democrático)… A todo ello añadió muy serias reticencias respecto a la Corona en la tradición clásica del antimonarquismo falangista. Pero quizá su exigencia más rotunda y visceral fue la del anticornunismo… Esto era vital.

Íñigo de Oriol intervino brevemente para hacer una apostilla, seguramente al hilo de la argumentación tecnocrática de Martín Sanz, proponiendo un economista. Oriol reflexionó sobre el abandono del tema económico: «Arias descuidó la economía».

Miguel Primo de Rivera insistió en que el futuro presidente debía ser «aceptado por la banca». A ello añadió que tenía que ser una persona apta para conectar con las tendencias del momento y ganar las elecciones. Lo que significaba que Miguel Primó de Rivera también pensaba en la necesidad y en la inmediatez de un proceso electoral.

Tomó la palabra José Antonio Girón, que expuso ideas tan previsibles como inviables: hombre que mantuviera la unidad sindical, evitara la politización de los sindicatos, fuera anticomunista y antimarxista, y afecto a lo que significó el 18 de julio. Hombre de carácter…

Álvarez Molina habló con ambigüedad: «Un hombre con buena imagen cara al pueblo, cara al Rey y cara a las instituciones; que gobierne y mande con gran autoridad; que tenga conciencia del momento político». La cuestión era conocer a qué conciencia se refería, ¿a la de los consejeros?

Viola insistió en los tópicos: «Que sea capaz de enfrentarse a los problemas actuales», que tenga «prudencia y sindéresis» (aquí al tópico se le añade la pedantería), «que no sea virgen políticamente» (hombre de experiencia, «que esté abierto a las instituciones». Sin embargo, hubo dos elementos novedosos e interesantes en el planteamiento de Viola: quería una persona con buena imagen ante la prensa… y situó el problema en el contexto de la apertura de un proceso constituyente.

A continuación intervino el rector González Álvarez. En las notas de Torcuato Fernández-Miranda hay una expresión rotunda y llena de sorna: «Académico». En efecto, el rector, según parece, estuvo académico, alejado del sentido político, retórico, irreal… Insistió enfáticamente, una y otra vez, en la necesidad de la prudencia política (la obviedad reiterada resulta siempre cargante). Delimitó la geografía del Mediterráneo con exigencias hueras: «Ha de tener memoria del pasado» (¿qué memoria?), «vivencia del presente» (¿qué vivencia?) y «anticipación del futuro’, (¿qué futuro?). Continuó su intervención con un riguroso diagnóstico de los problemas de España: el desarrollo económico y técnico. Y la ausencia de una mentalidad democrática. El rector concluyó preguntándose: «¿Capitalismo, sí o no? ¿Socialismo, no o sí?».

Araluce, que se movía en la línea de la lealtad a la Corona, señaló como características principales: «Buena imagen, lealtad al Rey, con experiencia en la gobernación del Estado, persona del sistema, de los 40 de Ayete y (…) no atado por dogmatismo (…), que no tenga ni poca ni mucha edad». Por último, desde la preocupación de la unidad de España, habló del problema regionalista. (El artículo 22 de la Ley Orgánica del Estado establecía la composición del Consejo Nacional del Movimiento, y en el apartado b) determinaba que 40 consejeros serían designados por el jefe del Estado entre personas de reconocidos servicios. Por coincidir la época de la designación con la estancia de Franco en el palacio de Ayete, en San Sebastián, a estos consejeros de designación directa se les conocía como «los 40 de Ayete». Al cumplirse las previsiones sucesorias, estos consejeros adquirían el carácter de permanentes hasta la edad de 75 años, y las vacantes se cubrirían por elección mediante propuesta en terna de este grupo de consejeros al pleno del Consejo. Así fue elegido Adolfo Suárez, frente al marqués de Villaverde y Carlos Pinilla, el 25 de mayo de 1976).

El general Vallespín hizo una breve intervención: el presidente no debía ser militar, aunque sí una persona bien recibida por las Fuerzas Armadas… También debía ser persona con buena capacidad física (otro argumento a favor de la salud y de la juventud que, como veremos, habría de tener su peso).

Lora-Tamayo hizo una exposición en la que, al parecer, confirió mayor importancia a la designación del Gobierno que a la de su presidente. Como si (y lo decimos con absoluta inseguridad) estuviera más preocupado por la composición del futuro Gobierno que por la persona de su presidente.

Por último intervino el general Vallespín, quien hizo una exposición de continuismo franquista en la que concebía al Rey como al verdadero presidente y al presidente como ministro del Interior.

La reunión concluyó. Había sido cordial y terminó de forma distendida. La cordialidad tuvo una causa directa: el presidente del Consejo no presionó, no dio indicaciones, se creó un clima de libertad. La operación Suárez era un secreto bien guardado. Los consejeros se sentían libres y seguros, por lo que no hicieron valer su poder. La mayoría creyó sinceramente que, «después de Franco, las instituciones», y singularmente el Consejo del Reino.

29 Septiembre 1995

Se juzgó con la absoluta irrelevancia política de Suárez que lo convertía en un "insignificante relleno" ¡Qué error! ¡Qué inmenso error!

Pilar y Alfonso Fernández Miranda

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Nadie votó por Fraga, y Areilza cae en la 1ª votación. 3 de JULIO 1976A las 9.30 de la mañana siguiente, 3 de julio, volvió a reunirse un Consejo sosegado: los consejeros se sentían protagonistas del futuro, responsables e independientes. Ni había habido ni iba a haber consignas oficiales. Los menos, los afectos a el proyecto de la Corona, confiaban en la habilidad del presidente delConsejo. Los más, los afectos a la continuidad franquista, ya no desconfiaban de la habilidad del presidente del Consejo, se sentían seguros en la medida que percibían que las instituciones funcionaban. También es cierto que las previsiones de funcionamiento habitual del Consejo habían privado a los consejeros de tiempo para la conspiración o para la presión y les habían enfrentado repentinamente con sus responsabilidades históricas. Por ello, todos, aun los más antidemócratas y antimonárquicos, se sentían abrumados por la responsabilidad y tendían hacia la prudencia. No faltaban ni la moderación ni el sentido común.

El presidente abrió la sesión. Es correcta la afimación de Morán cuando escribe que «el presidente hace una breve intervención sobre la misión histórica de este Consejo y sobre las características de independencia absoluta de los allí reunidos, no sometidos a ninguna presión que no sea la de la conciencia y la de España». Cuando todos esperaban oír de boca del presidente del Consejo el nombre predestinado, Torcuato Fernández-Miranda propuso que cada consejero escribiera tres nombres en una papeleta para comenzar las deliberaciones elaborando una lista general que recogiera a todos los candidatos.

Resultó una lista de 32 nombres formada por José María de Oriol, Gonzalo Fernández de la Mora, Rodríguez de Valcárcel, García Hernández, Solís Ruiz, López Rodó, Federico Silva, Manuel Fraga, José María Areilza, López-Bravo, Adolfo Suárez, Licinio de la Fuente, Rafael Cabello de Alba, Alfonso Osorio, Jesús Romero Gorría, Fernando Castiella, José María Azcárate,Virgilio Oñate, Alfonso Álvarez Miranda, Fernando de Santiago, Galera Paniagua, Emilio Lamo de Espinosa, Carlos Pérez de Bricio, Leopoldo Calvo Sotelo, Joaquín Ruiz-Giménez, Juan Sánchez Cortés, Raimundo Fernández Cuesta, Alejandro Fernández Sordo, Fernando Suárez González, Antonio Barrera de Irimo, Cruz Martínez Esteruelas y Alberto Monreal Luque.

A partir de esta lista comenzó la criba. Se fue leyendo uno a uno cada nombre y preguntando si se mantenía o eliminaba. Si ninguno de los consejeros apoyaba al nombrado, éste quedaba eliminado (en esta fase previa a las votaciones Fraga perdió su lugar en la lista de los candidatos al no ser defendido su nombre por ninguno de los consejeros). Si uno solo de los consejeros defendía a un candidato, se votaba en secreto para ver si obtenía la mayoría. Los nombres que consiguieron los votos necesarios pasaron a una nueva eliminatoria.

Cada familia del régimen jugó sus bazas, aceptando la eliminación de sus candidatos más débiles, o de los que suscitaban menor interés de los consejeros, para quedarse con los estimados más fuertes y que concitaban mayores aprecios.

José María de Areilza, candidato con gran proyección en el extranjero, pero con escaso apoyo en el país, cayó en la primera vuelta. Sacar su candidatura adelante hubiera tenido un coste seguramente impagable en términos de respeto a la legalidad; además, en aquel momento tampoco había el menor interés institucional para que prosperara su nominación. Se le apreciaba, al igual que a Manuel Fraga, pero se consideraba que no era el hombre adecuado, y no por falta de personalidad política, sino por todo lo contrario.

Compartimos de nuevo la tesis de Morán cuando afirma que «casi por unanimidad quedan para sufrir otra votación nueve candidatos». Son los siguientes: «Alejandro Rodríguez de Valcárcel y Nebreda, José García Hernández, Laureano López Rodó, Federico Silva Muñoz, Gregorio López-Bravo y de Castro, Adolfo Suárez González, Alfonso Álvarez Miranda y Carlos Pérez de Bricio y Olariaga» [y Gonzalo Fernández de la Mora].

A estas alturas, los consejeros apuestan por los, candidatos que estiman fuertes, que les inspiran confianza y que consideran viables… En el fondo hay algo de envite.

Todos los candidatos son personas de las que se presume afección al régimen. Los consejeros integristas, la gran mayoría, están satisfechos del resultado y aceptan el juego. Quieren ser ponderados y equilibrar la propuesta entre las tres familias que sostienen el régimen: democristianos conservadores, tecnócratas y falangistas puros o gente del Movimiento.

Ninguna persona seria puede establecer barreras significativas dentro de tan convencional clasificación. Objetivamente, la clasificación es sumamente irrelevante, pero, en el pequeño mundo de las percepciones subjetivas de las posibilidades de poder, la clasificación funcionaba porque se quería que funcionase. Por ello, utilizarla era razonable. Y se utilizó.

Quede claro que estamos hablando de un conjunto de personas que los miembros del Consejo consideraban ortodoxas. Cada uno tenía sus preferencias personales, pero nadie se sentía amenazado en sus posiciones políticas. Todo discurría bien; todo era, por tanto, negociable.

En la siguiente. votación, presente ya de manera acusada la idea de familias políticas «dentro del régimen», fueron eliminados tres nombres, uno de cada correspondiente familia. Desaparecen de la lista López Rodó, Pérez de Bricio y José García Hernández.

En esta penúltima selección jugaron de manera importante, sin directa intervención del presidente, los factores pacientemente cultivados en la sesión del día anterior: la juventud de Adolfo Suárez como factor para representar un «franquisino renovado», idea sostenida con energía y lucidez por uno de los consejeros más claramente alineados con el proyecto de la Corona, Miguel Primo de Rivera. En segundo lugar, se jugó con la absoluta irrelevancia política de Adolfo Suárez, que le convertía en un «insignificante relleno» (¡qué error!, ¡qué inmenso error!) que a nadie molestaba y sobre el que nadie perdió un solo segundo en estimar sus posibilidades reales ni las consecuencias de su eventual nombramiento.

La última selección se realizó ya en un clima de extraordinaria cordialidad y de abierta satisfacción. No existían enemigos: Fraga y Areilza, los únicos capaces de crispar la mayoría del Consejo, estaban eliminados. Sólo quedaban adversarios menores para los unos y para los otros. En gran medida, el resultado final no se percibía como grave. La continuidad parecía garantizada.

La última votación fue casi irrelevante para todos menos para el presidente del Consejo. ¿Fernández de la Mora o López-Bravo? Había matices, pero no posiciones irreconciliables. ¿Federico Silva o Alfonso Álvarez Miranda? No había problemas sustanciales, quizá se le concedía mayor prestigio al primero, pero no era un problema grave. ¿Rodríguez de Valcárcel o Adolfo Suárez? No había color, desde luego, Rodríguez de Valcárcel…, pero estaba enfermo… muy enfermo… No era viable. Había que renunciar a esta posibilidad… En estas condiciones optar por Adolfo Suárez suponía un hermoso brindis al sol. Joven, afecto e imposible, ¿por qué no?… Acaso algún día este joven ambicioso se encontrara en situación de agradecer un gesto protocolario…

El nombramiento de Suárez es una bomba. 3 de JULIO 1976

El objetivo se había cumplido; la terna resultó formada por Silva Muñoz, López-Bravo y Adolfo Suárez. Todos se sintieron satisfechos. No hubo sorpresas porque nadie apostaba por Suárez, considerado candidato de relleno ante los problemas físicos del «candidato natural» por el sector falangista, Alejandro Rodríguez de Valcárcel. Los otros dos, Ios verdaderos candidatos», eran más o menos amigos, pero representaban (percepción subjetiva que no valoramos) posiciones continuistas y una garantía de la supervivencia del régimen.

Al término de la reunión, Torcuato Fernández-Miranda hizo unas breves declaraciones, tan meditadas como incomprendidas. Los torcuatólogos, especie tan pintoresca y casi tan arbitrista y arbitraria como los kremlinólogos (salvando, desde luego, las distancias, cualitativas y cuantitativas), alimentaron su posición de aventajados criptólogos e iniciados en os arcanos de su poder turbio, en permanente estado de conspiración, suministrando interpretaciones que avalaban su privilegiado instinto y su probada sensibilidad política. El presidente del Consejo del Reino dijo: «Estoy en condiciones de ofrecer al Rey lo que me ha pedido». Los expertos interpretaron: en la terna va Areilza y el nuevo presidente será Areilza, porque… ¿qué otra cosa podría querer el Rey?

Dos horas más tarde comenzaron los rumores. La agencia Cifra lanzó los nombres de Areilza, Suárez y Silva como componentes de la terna. ¿Hubo filtraciones maliciosas, intencionadas y mezquinas? No lo creemos. Hubo, simplemente, dosis letales de kremlinología y voluntarismo. También se barajaron hipótesis certeras, nacidas sin duda de filtraciones veraces: Gregorio López-Bravo, Adolfo Suárez y Federico Silva. Para todos los comentaristas, Suárez era un relleno irrelevante. La rumorología bien informada discutía los pros y los contras de Silva y López-Bravo, la intoxicada apostaba por Areilza.

A las 8.30 horas del día 3 de julio de 1976, Televisión Española dio la noticia de la denominación de Adolfo Suárez como presidente de Gobierno.

El nombramiento cayó como una bomba en todos los sectores comprometidos con el cambio, e incluso, todavía hoy, en algunos, sectores colea aquella resaca.

Una vez hecho público el nombramiento de Adolfo Suárez, los que necesitaban salvar la figura del Rey (unos porque la percibían honestamente como la única base sólida para propiciar una razonable transición hacia la democracia, otros porque eran incapaces de comprender el alcance de la operación) escupieron su frustración responsabilizando del nombramiento al presidente de las Cortes (a su «conocido y turbio maquiavelismo»), y, volviendo contra él las palabras que había pronunciado al final de las reuniones del Consejo del Reino, formularon sus conclusiones: el Rey quería a Areilza, pero Torcuato Fernández-Miranda, que ha jugado bazas de imposibilidad práctica para imponer su criterio y nombrar una marioneta a su servicio, tiene la desfachatez de imputar al Rey el fruto de su maliciosa voluntad.

La realidad es que Torcuato Fernández-Miranda, que tuvo conciencia inmediata de que se había equivocado al decir aquellas palabras y que las rectificó con rapidez, las había pronunciado con el fin de transmitir un mensaje radicalmente distinto: aquí manda el Rey. Yo no soy su valido, sino su servidor. La democracia es un proyecto irrenunciable de la Corona y yo un modesto servidor. No soy yo quien promociona a Adolfo Suárez, sino que es el Rey quien juega sus bazas, me da instrucciones y yo las cumplo. La democracia nace de la voluntad de la Corona, los demás aconsejamos pero no decidimos.

Pero a pesar de haber nacido con una intención honesta, aquella frase acabó resultando desafortunada. ¿Por qué? Si el presidente elegido (en el caso de que hubiese estado incluido en la terna) hubiera resultado ser José María de Areilza, la frase hubiera sido objeto de general aplauso: «¡He ahí un leal lacayo que cumple las órdenes del Rey!».

Pero la reacción de los medios ante el nombramiento de Suárez fue de tal escepticismo y dureza que excedió las previsiones del presidente de las Cortes. El ruido de los medios, la agresividad desmedida contra Adolfo Suárez y la transmisión de un mensaje que comportaba el descrédito de la Corona obligaron al presidente de las Cortes a cambiar el mensaje y a desmentirse. En declaraciones al diario Abc niega su primera declaración y señala que el Consejo del Reino ha sido libre para confeccionar la terna, que nadie lo ha manipulado, ni directa ni indirectamente.

Fernández-Miranda transmitió este mensaje falso por dos razones de superior estimación. Primera: cuando los medios se opusieron frontalmente a Suárez, tanto en España como en el extranjero, mantener la realidad resultaba peligroso para la Corona. Decir que había dado al Rey lo que le había pedido, que era una fórmula que buscaba potenciar la posición de poder del Rey, se convertía en aquellas condiciones en un riesgo para la Corona: ¡el Rey se ha equivocado! O, peor aún, ¡el Rey no quiere el cambio! Hay que asumir que don Juan Carlos no ha sido libre y que la turbia y monstruosa capacidad de conspiración del presidente del Consejo del Reino le ha jugado una mala pasada a Su Majestad. Había que tragar el sapo y se lo tragó. Segunda: en las palabras de Torcuato Fernández-Miranda, pensadas unilateralmente para seguir potenciando la Corona, había un implícito menosprecio de la libertad y la independencia del Consejo del Reino. La frase hacía explícita una cierta manipulación del Consejo que se contradecía con el clima de libertad que aparentemente se había querido fomentar.

Fernández-Miranda asumió los dos errores de cálculo, ponderó sus riesgos y decidió desmentirse a sí mismo para evitar desgastes innecesarios a la Corona o inútiles agravios al Consejo. Asume disciplinadamente su propio desgaste.

Pero el juicio y el comentario de Fernández-Miranda, peligroso a corto plazo, se reveló acertado y fecundo a largo plazo, y ninguno de los que reprocharon las turbias conspiraciones del presidente del Consejo del Reino en el nombramiento de Adolfo Suárez, cuando se interpretó como un gran error de la Corona, mantuvo su tesis cuando la operación dio sus esplendorosos frutos de pacífica democratización de España. Entonces la frase se interpretó ad pedem litterae, sin necesidad de la alucinada mediación de los torcuatólogos: el presidente de las Cortes había dado al Rey lo que el Rey le había pedido.