26 julio 2010

Acusan al PP de resistirse a reconocer la diversidad de España en su artículo para EL PAÍS

Felipe González Márquez y Carme Chacón Piqueras publican un artículo conjunto definiendo a España como una ‘nación de naciones’

Hechos

El 26.07.2010 el diario EL PAÍS publicó el artículo «Apuntes sobre Cataluña y España» firmado por el ex presidente del Gobierno D. Felipe González y la ministra de Defensa Dña. Carme Chacón.

26 Julio 2010

Apuntes sobre Cataluña y España

Felipe González Márquez - Carmen Chacón Piqueras

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El problema sigue estando en la resistencia del PP a reconocer la diversidad de España y en la obstinación de los sectores catalanes que magnifican las fricciones y minimizan los avances históricos conseguidos

Cataluña es hoy uno de los sujetos políticos no estatales, llamados naciones sin Estado, con mayor nivel de autogobierno de toda Europa, gracias a la Constitución española de 1978 y a los Estatutos de Autonomía de 1979 y 2006.

El camino recorrido por nuestra democracia ha ido superando dos resistencias. La de los centralistas, que consideran el proceso como un debilitamiento de la nación española y una afrenta al castellano. Y la de los separatistas, que presentan los avances como un engaño y magnifican cualquier fricción como ofensas a Cataluña.

La Constitución y los Estatutos, como el bloque institucional básico que asegura tanto la articulación de España como la cohesión interna de Cataluña, han sido las normas que mayor apoyo social han alcanzado nunca en Cataluña. Son las normas que permiten la convivencia de identidades diversas en un mismo espacio y con las mismas reglas de ciudadanía.

Una amplia mayoría de catalanes compatibiliza su identidad catalana y española, sin considerarlas excluyentes, con un acento mayor o menor en cada una de ellas.

En esta perspectiva ha de entenderse el proceso de tramitación del Estatut de 2006 y la sentencia del Tribunal Constitucional. Pero esta merece algunas consideraciones:

– Los votos particulares que respaldan la impugnación del PP expresan una visión preconstitucional del Estado. Se niega la noción misma de autogobierno, se cuestiona la inmersión lingüística que cohesiona a Cataluña, se escatima la condición de parte del Estado a la Generalitat, y se llega a desfigurar incluso su nombre. Y, para ello, se invoca como autoridad jurídica y política… la Biblia.

– La sentencia aprobada por la mayoría del TC resulta ambivalente. En su fallo preserva la inmensa mayoría de los preceptos estatutarios y rechaza casi todas las objeciones del recurso del PP. Pero en los fundamentos de la sentencia se refleja un desconocimiento de la diversidad catalana en la realidad española. Usa expresiones ofensivas: ciudadanía catalana como «una especie de subgénero de la ciudadanía española»; injustificada primacía natural de cualquier norma estatal, u obsesión injustificada por la indisoluble unidad de la nación española.

– Si a ello se unen las dilaciones, la obstrucción intencionada de su renovación por parte del PP, o la recusación de algún miembro, se entiende perfectamente que la sentencia del TC, mucho más que el fallo, produjera indignación y rechazo en sectores amplios de la sociedad catalana.

En rigor, los efectos jurídicos del fallo sobre la realidad del Estatuto son pequeños. No solo por la extensión del texto afectado -un solo artículo e incisos de párrafos de 13 artículos sobre 238-, sino también porque la práctica totalidad sigue en vigor, y podrá ser desarrollado con la misma normalidad jurídica y política con la que se ha hecho en los cuatro años transcurridos.

El fallo consagra y constitucionaliza el mayor nivel de autogobierno alcanzado; reconoce derechos propios a los ciudadanos de Cataluña, y todas las competencias que el Parlament había propuesto. Reconoce los derechos históricos, el estatuto lingüístico, la bilateralidad en las relaciones con el Gobierno central y convalida el sistema de financiación y la organización territorial propia de Cataluña. Por tanto, mayor autogobierno institucional y de fuentes del derecho.

El problema no radica, pues, en la Constitución, que se ha revelado por más de tres décadas como un texto incluyente de la diversidad y ha permitido el desarrollo de un proceso federalizador en la configuración del Estado de las Autonomías, aunque no estuviera contemplado en su letra. Tampoco radica en este Estatut, a pesar de las insidiosas campañas del Partido Popular sobre la ruptura de España o el tutelaje de ETA. Estos cuatro años de desarrollo sin fricciones lo demuestran.

El problema sigue estando en la resistencia del PP a reconocer la diversidad de España y en la obstinación de los sectores catalanes que magnifican las fricciones y minimizan los avances históricos que hemos vivido. Y radica también en la falta de energía de quienes desde Cataluña y desde el resto de España apostamos por la vía del entendimiento y rechazamos tanto el camino de la imposición uniformadora como el de la separación.

El malestar que predomina en Cataluña se observa con extrañeza en el resto de España. Como ya sucedió con la aprobación del nuevo sistema de financiación, un 5% de problemas ensombrecen el 95% de avances y soluciones.

Las responsabilidades políticas de esta situación están repartidas, aunque en distintas proporciones. Todas las fuerzas políticas incurrimos en oportunismos. Pero los más responsables de la situación son los que, tras perder la votación sobre el Estatut en las Cámaras y en el referéndum, decidieron recurrirlo al Constitucional, para pasar a continuación a bloquear su renovación, a torpedear su composición y a presionarlo. También tienen grave responsabilidad quienes se excluyeron del consenso del Estatut y ahora se rasgan las vestiduras reivindicando la misma norma que rechazaron. Eso sí, proponen como mágica solución la independencia con argumentos que combinan la apelación a las emociones -especialmente las negativas- con la invocación de un grosero cálculo económico cada vez más distante de las tradiciones progresistas y más cercano a los postulados de la Liga Norte italiana.

Tras la manifestación de Barcelona, ya ha habido quien ha proclamado sin más que la vía del autogobierno está superada, sin tener en cuenta la pluralidad de opciones que animaban tanto a los asistentes como a los no asistentes. Sin embargo, la vía del autogobierno, como la de la Constitución, es la única con plena vigencia.

Lo que ha caducado es la composición del Tribunal Constitucional. Por eso urge su cambio, que aliviará la pesadumbre que produce la lectura de las 800 páginas de esta sentencia y que nos lleva a añorar los tribunales presididos por García Pelayo, Tomás y Valiente o Cruz Villalón.

Cuando se disipe la espuma y se observe con serenidad la situación, se comprobará que no hay un antes y un después. La historia de las relaciones entre Cataluña y España, con encuentros y desencuentros, es una realidad multisecular, cuyo devenir hay que medirlo en unidades de tiempo más amplias que los incidentes de recorrido. Y en esta relación se reiteran las posiciones abiertas desde el siglo XIX.

– La de quienes se identifican con una historia única, con una sola lengua, en una España uniforme. Apoyan la involución que preconiza el PP y sus medios, azuzando el desencuentro, y ahora miran para otro lado esperando que la tempestad amaine.

– La de los que nunca han aceptado un espacio público compartido con España; la del lamento independentista y soberanista que exagera y amplifica los agravios y, cuando no existen, los inventa.

– Las de quienes no confundimos el griterío anticatalanista de los centralistas con España, igual que distinguimos entre una minoría estridente de catalanes y Cataluña; los que pensamos que esta sentencia no es la Constitución; los convencidos de que la fuerza de España está en su diversidad, en la potencia del autogobierno, de la federalización inserta en el marco normativo que nos dimos. Es el camino de la mayoría de catalanes y españoles.

Lo conseguido hasta ahora, convivir en paz y libertad sin renunciar a lo que somos ni a lo que queremos ser, es lo que importa, a pesar de quienes se empeñan en atizar el enfrentamiento. Nuestro reto no se limita a restituir los preceptos del Estatut objetados que pueden recuperarse. Va más allá. Debemos demostrar que estos 30 años de convivencia y autogobierno no han sido un paréntesis, sino el inicio de una nueva etapa; hemos de poner de manifiesto que la Constitución de 1978 fue punto de encuentro y de partida; que la concepción de España como «Nación de naciones» nos fortalece a todos. Que no hay ninguna razón para rechazar la diversidad identitaria que caracteriza a España como una nación política y cultural, no como un mero armazón jurídico. Este reto exige perseverancia y energía, porque implica trabajar sobre una materia que no son solo preceptos legales, son emociones y sentimientos de pertenencia. Pero en este reto nos jugamos la convivencia libre, democrática, en paz.

01 Agosto 2010

El embudo catalán

Pedro J. Ramírez

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Cualquiera diría que la evolución de Felipe González desde su ya remota salida del poder parece destinada a refrendar la cínica teoría del brillante ensayista y compulsivo fumador de opio Thomas de Quincey sobre lo imparable de la degradación humana. Según él, quien se ha bañado en el crimen pronto se verá cometiendo pequeños hurtos, de ahí pasará a emborracharse e incumplir sus obligaciones religiosas y, a nada que se descuide, terminará siendo maleducado y perezoso. Entraba pues dentro de lo previsible que el promotor, o al menos consentidor, de los GAL echara ritualmente fuego por la boca, se enredara en los negocios de un magnate transoceánico y entrara con pie firme en los circuitos de la prensa rosa. Con lo único que no contábamos es con que escribiera artículos tan malos como los que periódicamente aparecen en las páginas del diario que tanto le debe.

Y como si se tratara de demostrar que cuatro manos pueden aporrear el piano con más saña que dos, el peor de todos esos artículos es el que firmó el pasado lunes en comandita con la también indefendible ministra de Defensa, Carme Chacón. Sus Apuntes sobre Cataluña y España tuvieron, sin embargo, la doble virtualidad de demostrar que es ya el conjunto del PSOE -quintaesenciado en estas figuras emblemáticas de dos generaciones distintas- el que ha asumido el planteamiento de Zapatero que está cuarteando nuestro Estado constitucional y de poner en evidencia la inanidad intelectual, la simplonería párvula de los cuatro palotes dialécticos que lo sustentan.

Que quien fuera piropeado hace 28 años al llegar al poder por el New York Times como un «joven nacionalista español» y quien tiene encomendada la preservación de la seguridad nacional frente a cualquier amenaza exterior o interior empiecen haciendo suyo el concepto romántico de Cataluña como «uno de los sujetos llamados naciones sin Estado», a mitad de camino entre los palestinos, los kurdos y el Holandés Errante, ya lo dice todo de en qué manos estuvimos y en qué manos estamos.

Pero la metamorfosis que hacen de la España de las Autonomías, consagrada en la Constitución del 78, no ya en el modelo federal, históricamente defendido por el PSOE, sino en una rimbombante «Nación de naciones» con toda su herrumbre a cuestas, plantea un dilema que ni este decrépito profesor Higgins ni su cantarina Liza Doolittle con mando en plaza tienen al menos el decoro de resolver. Asumiendo que las trillizas Galeusca y doña Realidad Nacional Andaluza son «naciones» que integran la «Nación», sólo cabría deducir que o bien la «nación» riojana, la «nación» extremeña y la «nación» castellano-manchega también figuran entre las llamadas con igual rango a sentarse en esa tabla redonda o sensu contrario sería España la que, ocupando tan sólo el espacio comprendido entre Despeñaperros y el Ebro, concurriría junto a las mentadas a una confederación superior, pendiente de denominación. Es decir que Pigmalión y su alumna aventajada habrían dado por fin carta de naturaleza política al inveraz dictamen metereológico-musical de que «the rain in Spain stays mainly in the plain».

Descontemos, para no desviar el tiro, el patético sectarismo que supone diabolizar al PP por haber recurrido el Estatut ante el Constitucional «tras perder la votación en las cámaras y en el referéndum» -lo verdaderamente pintoresco es que lo hubiera recurrido tras ganar esas votaciones- y centrémonos en el corazón argumental de esta mezcla de tomadura de pelo colectiva y ejercicio de mala fe.

Sostienen Carme González y Felipe Chacón que, puesto que «la fuerza de España está en su diversidad», huelga la «obsesión injustificada por la indisoluble unidad de la nación española» plasmada, según ellos, en la sentencia del Constitucional. Al margen de que si eso fuera cierto doña Torcuata, el Dúo Sacapuntas y sus otros tres compañeros de viaje habrían anulado decenas de artículos en vez de blanquearlos mediante la «interpretación conforme» de hacerles decir lo contrario de lo que dicen, lo mínimo que podría exigírseles a quienes establecen esa premisa canónica -lo bueno es la «diversidad», lo execrable la pretensión del PP de imponer «una España uniforme con una sola lengua»- es que la aplicaran por igual a los dos sujetos de la controversia.

Pero hétenos aquí que estos mismos vates de lo plural y heterogéneo se nos vuelven trovadores de lo monolítico y homogéneo cuando proclaman la necesidad de preservar «la inmersión lingüística que cohesiona Cataluña». O sea que la «diversidad» de España debe llegar hasta el extremo de ser el único Estado del mundo -perdón, junto a Dinamarca en su relación con las remotas Islas Feroe- lo suficientemente idiota como para consentir que en una parte importante del territorio no se pueda estudiar en la lengua oficial común a todos los ciudadanos. Y al mismo tiempo la «cohesión» de Cataluña puede adquirir tanta capacidad implosiva como para liquidar las raíces culturales de la mitad de sus habitantes y transformar incluso en extranjeras a las familias transeúntes.

Esta pareja de truchimanes nos dice en resumidas cuentas con fingido aplomo que siendo lo «progresista» defender la «diversidad» de España y la «cohesión» de Cataluña, incurrirían en grave pecado reaccionario quienes osaran abogar por la «cohesión» de España y la «diversidad» de Cataluña. No pretendo darle la vuelta a su tortilla, sino invocar algo tan elemental como que lo que ellos preconizan como bueno para el todo también debería serlo para la parte, o incluso a la viceversa. Que esto va de «diversidad», pues «diversidad» para todos: ¡Viva la Cataluña plural del torero Serafín Martín, el no menos diestro Boadella y los valerosos firmantes del manifiesto de los 2.300! Que esto va de «cohesión», pues «cohesión» para todos: que el Congreso de los Diputados recupere cuanto antes para la Administración central las competencias sobre Enseñanza, Cultura y Medios de Comunicación y ya verían lo rápido que se encauzaba el problema.

Lo inaceptable es que cual nuevos Chirinos y Chanfalla de un, por cierto, españolísimo retablo de maravillas embusteras, este par de tramposos nos obligue a pasar por su asimétrico embudo -tan ancho de entrada, tan estrecho de salida- so pena de quedar identificados, tal que en el texto cervantino como chuetas, marranos o levitas.

Pero esta es la doble vara de medir que viene interiorizando el PSOE al menos desde que Maragall «no actuó lealmente» -son palabras de Rodríguez Ibarra- y se saltó los acuerdos de Santillana del Mar sobre los límites estatutarios para perseguir su quimera soberanista. Los compromisos adquiridos por Zapatero, la antepasada semana hizo 10 años, en el Congreso en el que el PSC le proporcionó el liderazgo socialista, canalizaron el destrozo, dando carta de naturaleza a una sensibilidad política, según la cual a la selección española hay que llamarla La Roja para no ofender a nadie y a los órganos de la Administración central de la España «diversa» trasformarlos en «agencias estatales», de modo que los símbolos y las instituciones «nacionales» queden reservados para una Cataluña «cohesionada» a martillazos.

Diluida ya toda seña de identidad ideológica en el pragmatismo económico del a la fuerza ahorcan -he ahí los primeros efectos, tan alentadores como tardíos, de la reducción del déficit, la reforma laboral y la despolitización de las cajas- al PSOE sólo le queda apalancarse en el poder mediante la asunción del discurso nacionalista y la gestión conjunta de una agenda más desintegradora que separatista. En el «usted ha echado cuentas» de Zapatero a Rajoy se resume el desastroso estado actual de la Nación, puesto que implica que el propio presidente no deja de tenerlas ni un momento en la cabeza: 25 diputados del PSC, 11 de CiU, tres de Esquerra, uno de Iniciativa. En esos 40 escaños que, junto con los escuálidos siete del PP, aporta Cataluña al Congreso de los Diputados -casi un 15% de la cámara- radica la morfología del embudo en el que los socialistas se han zambullido y por cuyo angosto cuello pretenden hacernos pasar ahora a todos los españoles.

Sólo un gran pacto de Estado sobre el modelo territorial podría haber interrumpido esta deriva hacia el desastre. Las promesas de reforma constitucional, previo dictamen del Consejo de Estado, enunciadas por el PSOE y el clima favorable a un nuevo consenso que siguió al trauma del 11-M parecían propiciarlo al comienzo de la pasada legislatura. Sin embargo, Zapatero descartó pronto ese camino y pese a haberse comprometido con Rajoy a afrontar juntos cualquier reforma estatutaria, emprendió con CiU la huida hacia delante de construir el nuevo marco jurídico catalán. Si en algunos momentos en los que se enfrentan parece que Rajoy pone cara de estupor, es porque, cinco años después, aún no se ha recuperado del impacto que le produjo el innovador argumento de Zapatero de que los consensos sobre cuestiones de Estado había que fraguarlos entre los dos principales partidos de cada comunidad. El día que le dijo eso en La Moncloa se evaporó en un instante la confianza y se acabó toda posibilidad de colaboración entre este líder de la oposición y este jefe de Gobierno.

Así las cosas, la superchería de que España ha de ser plural para que Cataluña pueda elevarse monolítica sólo aguantaría medio embate si no llevara aparejada la demonización del único partido que, junto con la UPyD de Rosa Díez, aún merece el calificativo de nacional. Es verdad que hay otros ámbitos en los que el PP parece trabajar a diario para sus adversarios políticos -no puede ser que siga votando contra la política económica que demandó siempre- pero el único reproche que cabe hacerle en este es falta de tesón y brío en lo que no ha dejado de ser una postura impecable de defensa de la igualdad de derechos de todos los españoles.

La fuerza de los hechos va imponiéndose en todo caso de manera inexorable y ni siquiera un trilero redomado como Chaves, curtido en 1.000 engaños y falsificaciones, puede convencer a nadie de que, tras la prohibición de los toros en Cataluña, es el PP quien amenaza la convivencia por querer anular sus efectos mediante una norma estatal. Es de sentido común que ninguna autonomía puede utilizar una competencia cedida por el Estado para liquidar la actividad que se le encomienda regular. Por las mismas Castilla-La Mancha podría prohibir la caza o Castilla y León la pesca, privando a Zapatero de algunas de sus mejores horas de cruel asueto.

Aquí está en juego mucho más que la fiesta de los toros. Por respetable, por respetabilísima o incluso encomiable que fuera la iniciativa popular de los defensores de los animales, su formulación política nada tiene que ver con esa causa y los correbous son -nunca mejor dicho- la prueba de fuego. Sólo la peor ralea del zoon politikon, sólo los especímenes más cínicos de nuestra animal farm -de ahí la comentada portada de EL MUNDO el jueves- pueden pretender que nos creamos que mientras la suerte de banderillas ha de ser expulsada de la legalidad, la ignición y quema del astado, en medio de otras torturas varias, constituye, en cambio, una tradición a conservar. De nuevo la ley del embudo, sólo que al revés: cuello estrecho para la sangrienta lidia a la española, manga ancha para el gamberrismo sádico a la catalana.

Aunque mi ecuación es la del prohibido prohibir, si para algo habría motivos sería para llegar a un resultado opuesto al del Parlament, pues todos los argumentos contra la corrida se dan en los correbous y, en cambio, resulta imposible redimirlos con el elemento cultural y artístico compensatorio que intelectuales de todas las generaciones e ideologías han encontrado en la lidia. Pero, insisto, el desenlace legislativo de este debate no es sino la última expresión de la forma más mezquina y ruin del nacionalismo, consistente en moldear una identidad colectiva mediante la poda y supresión de cuanto lingüística, comercial o culturalmente se desvíe del patrón establecido por los popes de su iglesia, por los zelotes de un catalanismo excluyente.

Todo mi respeto también para el independentismo educado y tolerante, pero tras los modales aseados de algunos dirigentes late el fanatismo insaciable de un puñado nada despreciable de profesionales de lo antiespañol. Forman una minoría pequeña pero compacta, organizada y audaz. No son Cataluña, pero logran a veces suplantar a Cataluña o, al menos, arrastrar a una parte de sus fuerzas vivas. Son el huevo de la serpiente. La típica levadura de todo cataclismo engendrado siempre entre el silencio de los corderos. ¿Cómo hacerles frente? Hay dos alternativas perfectamente reflejadas en las dos últimas estrofas de un lúcido poema de Auden que me enseñó el otro día Carmen Iglesias.

La primera opción es la del apaciguamiento: «¿Qué diablos les hiciste? / ¿Nada? Nada no es la respuesta: / Terminarás pensando -¿y cómo no pensarlo?- / Que algo hiciste, en efecto, que algo has hecho, / Te verás deseando hacerles sonreír, / Buscarás su amistad».

La segunda la de la resistencia churchilliana al totalitarismo: «No habrá tregua / Plántales cara, pues, con todo tu coraje / Y todas las argucias de que seas capaz, / Con la conciencia clara a este respecto; / Su causa, si es que causa tienen, la han olvidado; / Ellos odian tan sólo por el placer de odiar».

06 Octubre 2010

¿Cuántas naciones en la Nación de naciones?

Juan Carlos Rodríguez Ibarra

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No siempre he coincidido con Felipe González, pero siempre hemos mantenido una lealtad personal y política a prueba de bomba. En la última conferencia que di en Madrid antes de abandonar la presidencia de la Junta de Extremadura, Felipe tuvo unas palabras llenas de sentido y afecto hacia quien había colaborado con él, desde mis responsabilidades institucionales y partidarias, en las que afirmó, a propósito de una infundada limpieza de la vieja guardia, que la única persona que habría tenido razones para excluirme de los núcleos de dirección del PSOE, habría sido él cuando, como secretario general, aguantaba mis discrepancias con la línea política que él representaba.

No lo hizo, porque Felipe siempre fue capaz de convivir con la disidencia y la crítica a su tarea en el PSOE y en la dirección del Gobierno de España. También, añado, porque sabía, y sabe, que mis posiciones respondían y responden a una forma de entender el socialismo desde un territorio que históricamente había sufrido la marginación como ninguno, y porque mi lealtad a su figura, a lo que representaba y a lo que significaba para España y para el socialismo, era y es indeclinable.

Siempre pensé que Felipe fue un revolucionario, porque revolución fue dar pensiones a tanta gente que no las tenía, después de años trabajando en condiciones lamentables sin que nadie hubiera cotizado por ese trabajo a la Seguridad Social. Revolución fue impedir que los niños, sobre todo los de las zonas rurales, abandonaran la escuela a los 11 años de edad para meterse en el campo o marchar a la emigración. Revolucionario fue acabar con la beneficencia en la sanidad y apostar por un sistema sanitario universal, gratuito y de calidad para todos los españoles fuera cual fuera su nivel de renta o su ubicación territorial. Solo los habitantes de los núcleos rurales saben lo que ha significado abandonar la cola de la casa del médico para estar integrado en áreas sanitarias y atendidos en centros de salud. Y revolucionario fue desarrollar, definitivamente, la España diversa y descentralizada como jamás nadie había imaginado desde que la identidad territorial hizo acto de presencia en la escena política nacional.

Sé y conozco el pensamiento político de Felipe González en esa última materia y por eso me ha sorprendido sobremanera leer en un artículo publicado en estas páginas, en el mes de julio, firmado por él y por la ministra Chacón, que España es una Nación de naciones. Confieso que mi sorpresa fue equiparable a la que podría haber experimentado un cristiano al que, después de creer toda la vida en la existencia de un dios único y verdadero, el Papa de Roma le anunciara que todo era mentira y que ese dios no existe. No era esa idea de España la que yo había elaborado desde mi experiencia, mis lecturas y mis conversaciones con otros españoles, y fundamentalmente con Felipe.

No sé las razones ni los motivos que llevaron a Felipe a escribir eso. Tiene derecho a decir lo que piensa y, sobre todo, a cambiar de opinión si ese fuera el caso. Y se puede estar o no de acuerdo con ese pensamiento, a condición de que se explicite y se debata en el seno del PSOE, porque no estamos hablando de un asunto baladí. En mi opinión, España, después del recorrido de 32 años, no es lo que era ni loque dice la Constitución que es. No sé si será algo mejor o peor, pero es algo indefinible en estos momentos. A las definiciones de España que tengo anotadas, se añade ahora lo de Nación de naciones que, como mínimo exige discutirse, razonarse y explicitar.

¿Cuántas naciones dentro de la Nación española? Los nacionalistas gallegos ya han tomado buena nota de la nación política catalana y se prestan a levantar la bandera de la nación gallega. Imagino que no pasarán dos meses sin que los nacionalistas vascos reclamen el mismo concepto para lo que ya es un país. Y a partir de ahí, y vista la experiencia, casi todos querrán emular la definición, como ocurrió con lo de región y nacionalidad.

Yo no temo a ese nuevo definitorio nacional y territorial, a condición de que se explicite en qué consiste el todo y cuál es el papel de las partes. En definitiva, que se tenga el coraje suficiente de definir el modelo que cada cual defienda y que se diga si el resultado final es federalismo, federalismo asimétrico, confederalismo o cualquier otro modelo que se desee. Pero, ¡que se explicite clara y rotundamente!, y así tendremos los demás la oportunidad de acatarlo o combatirlo.

Lo que no resulta pertinente es que se vayan dando pasos en no se sabe qué dirección y en función de la coyuntura porque, además de desconcertar, seguimos perdiendo energías en un debate interminable que acaba por aburrir, si no fuera porque estamos jugando con algo tan serio como intentar saber qué demonios somos en este santo país.

Sigo defendiendo que cada cual se sienta español como le dé la gana, o si quiere, que no se sienta español de ninguna manera. Ese no es mi problema.

Mi preocupación radica en saber si cada uno está dispuesto a mantenerse en las premisas que hacen reconocible la opción política en la que milita o con la que se identifica electoralmente. Mientras el PSOE ha mantenido sus señas de identidad en el modelo territorial, es decir, en la identificación del modelo que marca la Constitución, los nacionalistas han podido ocupar su espacio sin necesidad de tener que buscar nuevas posiciones, porque las suyas no las ocupaba nadie.

El problema territorial español se ha agravado cuando, en determinadas zonas, los socialistas han pretendido ocupar el papel de los nacionalistas, cosa que se aprecia nítidamente en la Cataluña pospujolista.

Tanto Maragall como Montilla han pretendido ocupar el espacio que corresponde a Convergència i Unió y a Esquerra Republicana de Cataluña. El resultado ha sido el previsible: cuando a alguien se le ocupa su espacio, ese alguien no tiene más remedio que buscarse otro. Y los nacionalistas que, en la Transición, aceptaron el sistema autonómico y el juego de nacionalidades y regiones, ahora se han escorado a posiciones más radicales, porque su espacio se confunde con el de los socialistas, que ya no se definen por socialistas, sino por catalanistas. Los nacionalistas han roto el pacto de la Transición y, ahora, apuestan por la nación, la capacidad de decidir y la autodeterminación.

Si el resultado de esa operación de ocupación del espacio nacionalista tuviera un resultado electoral brillante para el PSC, yo seguiría estando en contra de esa estrategia que difumina al socialismo. Pero, encima, no parece que ese travestismo político vaya a ofrecer una ventaja electoral, ya que el electorado nacionalista, puesto a elegir entre el original y la fotocopia, no tiene dudas, se queda con el original, mientras que el electorado socialista se desconcierta y se abstiene.

Así que se pierde identidad y se pierden votos, no solo allí donde se confunde el socialismo con el nacionalismo, sino, también, en el resto de España, donde parte del electorado se decanta hacia una opción de derechas en la creencia de que el PP mantendrá mejor la unidad de España. No estaría mal repasar la Declaración de Mérida y Los acuerdos de Santillana para saber por dónde deberíamos circular los socialistas en este diabólico conflicto territorial, que sería más llevadero si cada cual se dedicara a lo suyo.

Juan Carlos Rodríguez Ibarra