10 enero 1980

Homenajes al ex Jefe de Estado español Manuel Azaña Díaz, durante la II República, con motivo del centenario de su nacimiento

Hechos

El 10 de enero de 1980 se conmemoró el centenario del nacimiento de D. Manuel Azaña Díaz.

10 Enero 1980

Azaña

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera Cortázar)

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POCOS HOMBRES, públicos han sido víctimas de tantas calumnias, improperios y vilezas como Manuel Azaña, sobre todo después de la sangrienta contienda fratricida que costó la vida de cientos de miles de españoles, el exilio o el ostracismo de la flor y nata de la inteligencia española y el desmantelamiento de los cimientos construidos a lo largo de la Restauración y de la II República para la edificación de un Estado y una sociedad civil modernos. El primer centenario del nacimiento de aquel gran escritor y notable político, es una buena ocasión para reflexionar no tanto sobre los logros y fracasos de nuestro último regeneracionista como acerca de la incapacidad de nuestro país para asumir el legado de su propia historia y rendir homenaje a las escasas figuras de la vida pública española que sobresalieron de la mediocridad, el conformismo y la vulgaridad, que tan abrumadoramente conformaron nuestro pasado y amenazan todavía con aplastar nuestro presente.El recuerdo de Manuel Azaña es, en verdad, un molesto recordatorio para todos los que consideren la política como una profesión, sustituyen las ideas por el pragmatismo y renuncian a un proyecto de Estado y de sociedad por el simple acomodo dentro de unas estructuras de poder a las que consideran más como domicilio privado de ambiciones personales que como plataforma para la transformación de los hábitos de comportamiento y los valores motrices de la colectividad a la que gobiernan. La historia de España contemporánea se halla tan espectacular y dolorosamente ausente de auténticos hombres públicos y tan colmada de medianías a las que ni siquiera el aura del poder logra hacer dignas de respeto, que la contradictoria, polémica y escindida personalidad del que fuera presidente del Gobierno y jefe del Estado durante la II República se instala, por encima de sus carencias y de sus defectos, en un punto de referencia insoslayable para todos los que se preocupan por las posibilidades truncadas de nuestro pasado.

Manuel Azaña no fue sólo uno de los más grandes prosistas de nuestro siglo y un impresionante orador, que demostró que la eficacia de los discursos puede descansar en las ideas y no en los trucos retóricos o la fotogenia. Su actividad pública a lo largo del primer bienio fue una tentativa, no por fracasada menos digna de estima, de transformar la realidad española de acuerdo con una tradición de pensamiento que se inscribe en nuestra historia con igual o mejor derecho que otras corrientes ideológicas que pretenden abusivamente monopolizar el dominio de nuestro pasado en nombre del espíritu tridentino, del aborrecimiento por la Ilustración y de la condena del triple lema de la Revolución Francesa. Heredero del erasmismo, de la silenciosa y semioculta veta de heterodoxia que Menéndez Pelayo, a la vez condenó y descubrió, del siglo de las luces y del jacobinismo, del krausismo y del regeneracionismo, Azaña, sin asumir por entero ninguno de los componentes de ese heterogéneo legado, convirtió en el eje de su acción política un acendrado españolismo y el propósito de orientar a la sociedad de su tiempo hacia la libertad, la razón y el laicismo. Tras la exhortación orteguiana a construir ese Estado del que nuestro país carecía, Azaña, en los albores de la II República, se esforzó, con independencia de los errores que pudo cometer en la realización de su programa, por dotar a la Administración civil de esos instrumentos que la influencia de otros hipertrofiados poderes institucionales habían hasta entonces coartado o anulado.

Después del Concilio Vaticano II, la política azañista respecto a la Iglesia católica puede ser anacrónicamente motejada de sectaria o extremista. Sin embargo, una reconstrucción histórica honesta de las actitudes y posiciones de los contendientes en aquel enconado conflicto, a la vez ideológico, político y de intereses, forzosamente habrá de distribuir las responsabilidades y las culpas de forma equitativa y de eliminar cualquier maniqueísmo en los juicios. Ni la jerarquía eclesiástica de los años treinta era la de los años setenta, ni la CEDA era la Democracia Cristiana de la Europa antifascista de la posguerra, ni el joven Gil Robles era el culpable exiliado que desde Portugal condenaba al franquismo. De otro lado, la reforma militar de Azaña se anticipó sorprendentemente al actual diseño de los ejércitos europeos y a los principios de subordinación de las Fuerzas Armadas al poder civil de nuestra actual Constitución. Aunque la, reivindicación de la tierra para los campesinos que la trabajan haya sido en gran parte desdramatizada por los progresos del capitalismo agrario y por la emigración hacia las ciudades, la reforma agraria en la década de los treinta era una condición indispensable para la modernización y el desarrollo de la economía española, que Azaña, inequívocamente comprometido con el sistema de valores de la burguesía, trató de impulsar. La batalla contra el analfabetismo y por la expansión y calidad de la educación pública fue otro de los objetivos que el presidente de la coalición republicano-socialista durante el bienio 1931-1933 consideró prioritarios. Y un español tan profundamente patriota como Azaña fue también el patrocinador de la solución autonómica para los viejos contenciosos con las nacionalidades históricas.

Ni que decir tiene que Manuel Azaña no pudo escapar a los condicionamientos de su época, ni superar las debilidades de su carácter, ni domeñar las fanáticas fuerzas destructivas nacionales e internacionales que llevarían a España, primero, y a todo el continente europeo, después, a un sangriento holocausto. Las contradicciones de un desgarrado tejido social le relegaron, cuando en la primavera de 1936 fue elevado a la presidencia de la República, a un papel más de espectador que de actor. El pesimismo de la inteligencia no fue compensado, en el caso de Azaña, por el optimismo de la voluntad, sino reforzado por el escéptico desánimo que le produjo el comprobar que los demonios de la guerra civil derribaban por los suelos su proyecto de modernización de España en el marco de una República burguesa, laica, liberal y europea. El autor de Invención del Quijote, en cualquier caso, mantuvo con dignidad y estoicismo, como presidente de una República -la de la guerra-, que ya no era la suya, su apuesta perdedora en nombre del mismo idealism o que le hizo abandonar la seguridad y la tranquilidad de su mesa de escritor para lanzarse a combatir a unos molinos de viento que resultaron después mortíferos gigantes.

24 Agosto 1980

El sentido histórico de Azaña

Victoria Kent

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Somos conscientes de los límites a que nos obligan nuestros deseos de cooperar a trazar en pocas líneas la personalidad de este hombre, de capacidad y actividades múltiples, y, por encima de todo, de esta excepcional figura de la política española. Tenemos, pues, que renunciar a analizar las múltiples actividades en las que cooperó a ensanchar el horizonte en la cultura española y humana. Hemos de limitarnos a considerar aquellos problemas políticos con los que este gran español hubo de enfrentarse.

El problema militar

El primer problema, y quizá el más importante, que cayó en sus manos, fue el problema militar. El Gobierno provisional de la República le asignó el Ministerio de la Guerra. Hemos de señalar que entre sus estudios de política francesa figuran: Concepto de la política militar, Democratización del Ejército, Antecedentes políticos de la reforma militar de 1872, etcétera.

El Ejército en España venía interviniendo en la vida política del país durante el siglo XIX; tenía su Prensa, y la ley de Jurisdicciones estaba en sus manos y le permitía enjuiciar a los militares y algunos civiles culpados de ataques a la Patria o al Ejército.

La primera medida que tomó Azaña, como ministro de la Guerra, fue abolir dicha ley de Jurisdicciones. Su segunda medida fue suprimir el Consejo Supremo de Guerra y Marina y muchos privilegios políticos de que gozaba el Ejército: suprimió las ocho capitanías generales; comprobó que había un exceso de oficiales y permitió que se retiraran con el sueldo íntegro a aquellos oficiales que lo deseaban. Como segunda medida hizo jurar lealtad a la República a aquéllos que deseaban quedarse en el servicio activo.

Azaña puso de relieve con estas medidas la altura que alcanzaba la razón de su ideal republicano.

Constituido el Gobierno republicano, Azaña fue nombrado presidente del Gobierno, en 1931. Los problemas con los que se enfrentaba el Gobierno recayeron, pues, sobre su responsabilidad.

El problema religioso

El de más envergadura a resolver era el problema religioso, que se debía solucionar según señalaba la Constitución.

El presupuesto del clero quedó reducido según señalaba el artículo 26, quedando totalmente suprimido en 1933. Hemos de destacar aquel discurso de Azaña justamente refiriéndose a la nueva situación del Estado sin ataduras a la Iglesia católica. En él quedó para siempre marcado el presente y el futuro de esas relaciones: «España ha dejado de ser católica». Discurso de los mejores pronunciados por él, marcó en él la nueva situación del Estado sin ataduras a la Iglesia católica.

Azaña, hombre liberal, no era antirreligioso; para él, el sentimiento religioso no interferirá para nada en la política. Acometió el deber señalado en la Constitución en el citado artículo 26 y sus derivados.

Pero la Prensa de la derecha tomó ocasión para reorganizar y emprender nueva batalla contra los poderes constituidos, fuera de toda razón y derecho, ya que el Gobierno no hacía sino aplicar los preceptos de la Constitución.

El problema agrario

Otro de los hondos problemas que la República se propuso resolver era el problema agrario. Con esta finalidad emprendió Azaña la labor de estudio de la reforma agraria. A ese estudio dedicaron las Cortes Constituyentes todo el verano de 1932. A iniciativa del presidente Azaña se creó el Instituto de Reforma Agraria, con facultad de expropiar sin compensación los fundos feudales.

El problema era agudo en Andalucía y Extremadura, y su solución, urgente, pero no fue posible la total reforma a causa de las opiniones encontradas, que pudieran y debieran plegarse a la realidad de la tan necesaria reforma, lo que dificultó su aplicación, tan necesaria para la buena marcha de la República. Esta lenta marcha de la aplicación de la reforma permitió a los oponentes a ella decir que Azaña había fracasado en ese problema.

Pero Azaña no fracasó; la reforma deseada por él la hicieron fracasar esas encontradas ideologías de ciertos partidos que retrasaban su aplicación.

Azaña cumplió, asimismo, el deber señalado también en la Constitución en su artículo 43 y sus derivados. El citado artículo señalaba: «La familia está bajo la salvaguardia especial del Estado. El matrimonio se funda en la igualdad de derechos para ambos sexos y podrá disolverse por mutuo disenso a petición de cualquiera de los cónyuges, con alegación, en este caso, de justa causa».

La ley del divorcio era esperada con máximo interés, interés que acusaba su necesidad, dada la situación social en España. La Santa Sede no concedía la separación de los cónyuges, si no se atenían a las condiciones establecidas por la Iglesia. El divorcio por la vía civil no existía en España. La impaciencia, pues, de aquellos matrimonios que deseaban una situación nueva legalizada por el divorcio, era justificada.

Esa ley del Divorcio señaló con firme trazo la valiosa aportación del régimen republicano a la democracia.

Las elecciones de 1933 fueron una desconcertante mezcla: diecinueve partidos se agruparon para fines electorales en tres coaliciones: derecha, centro y algún sector de izquierda. Dos factores vinieron a complicar esas elecciones: la nueva ley Electoral, que amplió en gran extensión los distritos electorales, y el voto femenino, factor importante en esas elecciones, que aportó seis millones de sufragios. Esos dos factores contribuyeron a dar a las nuevas Cortes la mayoría a las derechas.

El voto femenino

Sobre esta cuestión tan debatida debo señalar que el presidente Azaña deseaba conocer mi opinión respecto a la posible decisión de otorgar el voto a la mujer. Fui a su casa; estuvimos examinando el problema, su pro y su contra, y con gran satisfacción por mi parte, Azaña compartía mi opinión, sobre el riesgo de otorgar entonces el voto a la mujer. Mi impresión de que el voto femenino favorecería a las derechas fue una realidad. Esas elecciones, apoyadas por los factores que hemos señalado, llevaron al Parlamento la mayoría de voto a las derechas.

Una vez más pude comprobar la clara visión política de Azaña y su certero sentido histórico.

Victoria Kent