30 marzo 1981

El autor del crimen era un estudiante perturbado

Intento de asesinato de Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos: una bala le alcanzó, pero logró salvar la vida

Hechos

El 30 de marzo de 1981 se produjo un intento de asesinato del presidente de los Estados Unidos de América, Ronald Reagan.

Lecturas

El presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, ha sido herido en un atentado cuando salía de un hotel donde se había reunido con sindicalistas, en Washington. Reagan presenta una herida de bala en el pulmón izquierdo, pero el equipo médico que le atiende asegura que salvará la vida. El autor del atentado es John Hinckley, de 25 años, nacido en Colorado. Hinckley disparó seis balazos; el portavoz de la Casa Blanca, James Brady fue alcanzado dos veces en la cabeza y dos miembros del cuerpo de seguridad del presidente resultaron heridos. La policía opina que el agresor actuó solo, impulsado por una enajenación mental.

El vicepresidente George Bush, asumirá las funciones presidenciales.

El autor del crimen fue el estudiante John Hinckley Jr., que aseguraba que su objetivo era impresionar a la actriz adolescente Jodie Foster, con la que estaba obsesionado. Llegó a herir a dos guardias, al secretario de prensa Brady y alcanzó al propio Reagan, que apenas llevaba 70 días como presidente de Estados Unidos. Fue absuelto en el juicio al ser declarado un enfermo mental y encerrado en un manicomio.

El secretario Brady fue alcanzado por un disparo en la cabeza que le dejó descapacitado para toda su vida.

La actriz Jodie Foster emitió un comunicado en el que detallaba como había padecido el acoso de Hinckley con el envío masivo de cartas a su domicilio particular.

 

31 Marzo 1981

Tiros contra Reagan

EL PAÍS (Director: Juan Luis Cebrián)

Leer

LA NOTICIA del atentado contra Reagan, a la espera de ulteriores investigaciones, es ya atribuida a la mano de un loco y se ve rodeada a la hora de cerrar esta edición de una cortina de silencios e interrogantes. Miles de folios de cientos de expertos dedicados a demostrar que Lee Harvey Oswald, el asesino de Kennedy, era también un loco individual no han bastado para eliminar a la población americana, a la población del mundo, la sensación de que en estos casos la trascendencia del hecho mismo sobrepasa la de quien lo originó. Un loco quizá -¿quizá un conspirador?- segó la vida de John F. Kennedy e imprimió con su acto un giro inverosímil a la historia del mundo, al tiempo que fabricaba uno de los mitos políticos más imperecederos de la Humanidad. Un loco -¿quién sabe?- ha estado a punto de acabar con la era Reagan cuando ésta no ha hecho sino comenzar.El atentado no debe por eso ser minimizado, y valdría mejor, en cambio, que aprendiéramos algunas lecciones inmediatas del hecho. La primera de todas, que no hay servicio de seguridad y de policía en el mundo tan perfecto que sea capaz de prever todos y cada uno de los actos violentos que las gentes son capaces de hacer, y que ni siquiera el hombre más poderoso de la Tierra puede considerarse a salvo de una bala terrorista o de un ataque personal. Esta meditación sobre la futilidad del vivir seguro que algunos tanto gustan predicar gana todo su valor en los actuales momentos de España, y debería servir para que alguien aprendiera algo sobre estas cuestiones tan inútilmente debatidas entre nosotros en los años recientes. La segunda lección es sobre la condición misma de los presidentes norteamericanos y sobre el funcionamiento de su sistema político. Tan curioso que un vicepresidente, como dijera De Gaulle en sus memorias, parece no tener otra misión que esperar la muerte del presidente para sustituirle. Tan eficaz que no existe en momento alguno ese vacío de poder deseado por los salvapatrias que en seguida quieren sacar tanques o misiles a la calle y arreglar así las situaciones.

La estrategia Reagan, con toda su larga teoría de relaciones internacionales, la vida y la miseria de millones de personas, han estado por unos momentos en el gatillo de un orate. No consuela en absoluto saber que estas cosas pasan, también al otro lado del Atlántico. Pero parece evidente que nadie va a sacar como consecuencia de este atentado que los norteamericanos «no están preparados para el autogobierno». Lo que discierne a las sociedades civilizadas de las salvajes no es la comisión de crímenes, sino la impavidez de la estructura social frente a la amenaza de la violencia. Morir a tiros seguirá siendo el riesgo de todo presidente norteamericano que cumpla con la más elemental de sus obligaciones: estar a pie de obra, dialogar con la calle, a la que representa.

Si Bush es presidente…

LA BOLSA de Nueva York, cerrada; Bush, alerta ya en Washington para cualquier eventualidad; Reagan en un quirófano; la madrugada iba apretando algunos indicios mucho más inquietantes de lo que las primeras noticias -un atentado sin consecuencias históricas-_ podían hacer suponer; Reagan tiene una edad en la que todo es grave: era una eventualidad que incluso no dejó de manejarse durante la campaña electoral.Se puede considerar que la Presidencia de Ronald Reagan es la consecuencia de una serie de movimientos políticos en la maquinaria republicana y en los círculos de poder que requerían una determinada respuesta, dura y enérgica, a una situación exterior desafiante. No sería, probablemente, la desaparición de Reagan la que hiciera cambiar esta política; aunque la personalidad humana de George Bush pudiera darle un semblante más diplomático y más actual que el de este superviviente de la guerra fría anterior. Bush tiene la experiencia de la representa ción de Estados Unidos en la ONU, y tiene la de una imagen electoral que él mismo fomentó e inventó: aspiraba a la Presidencia en rivalidad con Reagan. Aunque sus éxitos en las primarias fueron muy escasos, sí tuvo los suficientes como para mantener una corriente de simpatía dentro del partido, y fue esa corriente la que hizo que Reagan buscara el pacto para la vicepresidencia; se sabe cuál es la, tradición: un presidente de un determinado color político busca un vicepresidente que tenga un «relativo» sentido contrario para equilibrar el ticket y obtener el mayor número de votos. Reagan prometió en este caso que el vicepresidente no sería, como también es habitual y tradicional, una figura invisible, sino que tendría una personalidad considerable en la dirección política. Así ha sido: hace unos días, Reagan nombraba a Bush manager of crisis, o director de un consejo capaz de hacerse cargo de situaciones de crisis (internacionales o nacionales). Puede que el estreno de esta comisión de crisis se esté produciendo precisamente en- estos momentos: simplemente por la necesidad de hacer frente, cuando menos, a una probable convalecencia larga del presidente.

En este caso, la política de Estados Unidos no cambiaría en absoluto. Todos los secretarios gubernamentales y todos los secretarios de la Casa Blanca permanecerían en sus puestos. Si Reagan tuviera que abandonar, podría aparecer otra tradición siempre confirmada: la del vicepresidente convertido en una figura singular y definitiva en la historia. Fue el caso de Truman con la muerte de Roosevelt, o el de Johnson en el momento del asesinato de Kennedy (fue la bisagra sobre la que giró toda la política norteamericana en un sentido contrario). Queda dicho que Bush, probablemente, no cambiaría el frente de la política interior y exterior de Estados Unidos, por que lo que allí también se pueden llamar poderes fácticos tienen también una línea trazada. Pero sí cambiarían su estilo y sus hombres. Ya se puede suponer que Haig no duraría mucho. Precisamente, el nombramiento de Bush al frente del Gabinete de crisis estaba hecho para equili brar, para moderar, el estilo abrupto de Haig, y puede ocurrir -es ya terreno de mera hipótesis- que esa necesidad de equilibrio viniera dirigida no por el propio Reagan, sino por las fuerzas cuyo apoyo tiene.