14 octubre 1994

Juan Luis Cebrián y Javier Pradera descalificaron su obre 'MC, un intruso en el laberinto de los elegidos' y el autor descalificó a ambos periodistas desde las páginas de EL MUNDO

Jesús Cacho (EL MUNDO) publica un nuevo libro sobre Mario Conde que desata las iras del Grupo PRISA

Hechos

  • En sendos artículos en EL PAÍS D. Juan Luis Cebrián y D. Javier Pradera aludieron al libro de D. Jesús Cacho ‘MC, un intruso en el laberinto de los elegidos’. D. Jesús Cacho respondió al Sr. Cebrián el 14.10.1994 y al Sr. Pradera desde EL MUNDO.

Lecturas

Durante el año 1994 se produjeron muchas polémicas entre columnistas por libros. Un libro sobre el Sr. Azaña del Sr. Jiménez Losantos o un libro sobre «Don Juan» del Sr. Anson causaba cruces de ataques entre periodistas del Grupo PRISA por un lado y de la AEPI (‘Sindicato del Crímen’) por el otro.

También ese año hacía su aparición en ese momento el libro ‘MC Un intruso en el laberinto de los elegidos’ de D. Jesús Cacho sobre la figura de D. Mario Conde y en el que los dirigentes del Grupo PRISA no quedaban muy bien librados al ser presentados como poco menos que aliados interesados del banquero cuando creyeron que les era útil estar cerca de él y luego le atacaron cuando lo útil era hacerlo. Ni que decir que en el libro se miraba de lado a los evidentes vínculos del Sr. Conde con figuras mediáticas de ABC, EL MUNDO o la COPE.

El primero en atacar el libro era D. Javier Pradera desde EL PAÍS el 8 de octubre con un artículo cuyo título resumía lo que él pensaba de la citada obra ‘El cambión de la basura’, “El libro de Cacho tiene la pinta de un oxidado camión de la basura cuya misión sería vaciar sobre la vida pública toda la maloliente porquería que el exbanquero consideró inelegante transportar en su aséptico vehículo”.

Pero no se quedó ahí, el día 9 de octubre era el propio CEO del Grupo PRISA, D. Juan Luis Cebrián, el que tomaba parte en la batalla para recordar los motivos por los que había tenido que despedir de EL PAÍS al Sr. Cacho (caso ‘Cartera Central’, 1988).

El Sr. Cacho respondía desde EL MUNDO el día 14 calificando al Sr. Cebrián de ‘rebuzno fascista’ y de ‘tonto pitiminí’ (no era muy original, dado que usaba las mismas palabras usadas por el Sr. Martín Prieto) y al Sr. Pradera de ser ‘la lucecita que alumbra los destinos de la Moncloa’ (equiparándose a la expresión que usaba D. Pedro Rodríguez para referirse al General Franco como ‘la lucecita del Pardo’).

El 16 de noviembre de 1994 D. Javier Pradera desde EL PAÍS decidía atacar en una sola columna a sus enemigos libreros titulada ‘Cristales Rotos’:

“Un mercenario que trata de hacer pasar por periodismo de investigación las intoxicaciones dictadas por sus financiadores y las confidencias extorsionadas a los compradores de protección embiste contra quienes muestran a la luz la superchería de sus reportajes fraudulentos”

08 Octubre 1994

EL CAMIÓN DE LA BASURA

Javier Pradera

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El libro de Cacho tiene la pinta de un oxidado camión de la basura cuya misión sería vaciar sobre la vida pública toda la maloliente porquería que el ex-banquero consideró inelegante transportar en su aséptico vehículo.

Esta nueva obra de Jesús Cacho dedicada a la intervención de Banesto, mantiene el aire de familiar con sus restantes obras sobre el mundo bancario español. El éxito de las anteriores salidas al mercado de este periodista económico ha producido un efecto de mostración: durante los últimos años se han multiplicado los títulos sobre personajes y temas de atualidad escritos desde parecidos enfoques. Pero la voz dominante en España del periodismo de investigación no es sino un remedo del género cultivado con el mismo nombre en el mundo anglosajón: los criterios habituales de selección contraste y registro de las fuentes se hallan en las antípodas del trabajo riguroso de los reporteros norteamericanos al estilo de Bob Woodward y Connie Bruch (o para poner ejemplos más cercanos, de Andrés Oppenheimer y Ernesto Ekaizer).

El estilo Cacho es extraordinariamente amable con el lector a la hora de contarle chismes e intimidades, pero bastante descortés al negarle la posibilidad de cotejar la mayoría de sus fuentes anónimas unas veces e imprecisamente identificadas otras; el autor tampoco explica las razones de la caprichosa alternancia de las citas entrecomilladas con el verso libre. La voz de Conde resuena atronadora y caudalosa en todo el libro; según algunos indiscretos, sus opiniones no sólo fueron grabadas durante largas horas de conversación sino también reproducidas de los diarios auténticos o maquillados del ex banquero. A diferencia de los cestos en que las manzas agusanadas pudren los frutos buenos, Cacho se las arregla para que las conjeturas más improbables queden sanadas en el mismo párrafo por la yuxtaposición taumatúrgica de hechos ciertos: el menú de un almuerzo (p.146), el lugar de una cita discreta (p.71) o la descripción de un atuendo (p.24) son utilizados para contaminar de veracidad las chácharas teatralizadas a las que sirven de escenario. La reproducción supuestamente literal de diálogos escandalosos crea el clima propicio para convertir las conjeturas en certidumbres y los monigotes de carton-piedra en personas de carne y hueso. El objetivo final es que la veracidad de los hechos quede suplantada por su verosimilitud y la reproducción fidedigna de los acontecimientos por su carácter meramente plausible.

Influído tal vez por el género novelesco, el estilo Cacho cambia sin solución de continuidad los tiempos de los verbos y desliza frecuentemente la voz del narrador – sobre todo cuando hablar Conde – desde la tercera a la primera persona del singular. Junto a ese regate repetido hasta la fatiga, el monólogo interior es otro préstamos tomado por el periodista a la creación literaria; los flujos de conciencia son autentificados en ocasiones con expresiones malsonantes como ‘morosidad de cojones’ (p.29). Las incesantes idas y venidas temporales a lo largo del libro, forzadas por la impericia del autor para conducir en paralelo diferentes hilos narrativos, aumentan la confusión del relato y hacen que las reiteraciones engorden el volumen con adisposibilidades superfluas. Queda por saber si esas técnicas sólo pretenden empbarullar las cosas o aspiran también a satisfacer las ínfulas literarias de un novelista dominguero.

Después de la niquelada limusina bibliográfica puesta en circulación por Mario Conde, el libro de Cacho tiene la pina de un oxidado camión de la basura cuya misión sería vaciar sobre la vía pública toda la maloliente porquería que el ex banquero consideró inelegante transportar en su aséptico vehículo. Como el Echermann de un Goethe político-financiero dedicado a la conquista faústica del mundo, Cacho acepta la interpretación conspirativa de la intervención de Banesto dada por Conde y piropea sin sonrojo a su biografiado: ‘el genio de Tuy’ (p. 281) es comparado con ‘Alejandro Magno’ (p. 102), ‘Moises’ (p. 123) o ‘Napoleón’ (p. 293). Sin embargo, el volquete descarga en ocasiones sus desperdicios sobre el ex-banquero: ‘un mentecato que había perdido cualquier contacto con la realidad, un personaje atrabiliario ofuscado en el estúpido rigodón de palacio, un hombre fracasado como financiero’ (p. 515). Scott Fitzgerald creía que la prueba de una inteligencia de primera fila es pensar al mismo tiempo dos cosas opuestas y seguir funcionando; pero afirmar simultáneamente que la intervención de Banesto tuvo una causa exclusivamente política (p. 613) y que la gestión de Conde era desastrosa (p. 582) rinde más bien tributo a la esquizofrenia.

El cambio de humor de Cacho a propósito de su biografiado se justifica por las malas amistades de Conde.

El libro levanta los techos de los palacios de la Villa y corte para revelar anécdotas, intrigas y maldades situadas a medio camino entre cotilleos de alta sociedad propios de Dallas o Falcon Crest y conspiraciones políticas dignas de La Corte de los milagros. Sin embargo, ese material narrativo no procede de una realidad compuesta de hechos sino que pertenece al universo verbal donde las cosas no son verdad ni mentira sino fabulaciones. El egotrip de Conde alcanzó durante 1993 dimensiones delirantes; el relato improbable de los sentimientos cuasifiliales del ex banquero hacia Don Juan de Borbón, de su intimidad cómplice con el Rey y de sus fraternales relaciones con Suárez producen esa sensación de irrealidad que suelen transmitir los monólogos paranoides de un megalómano. ¿Trató Sabino Fernández Campos de que el Rey abdicara en el príncipe Felipe (p. 239? ¿Fue Aznar responsable en última instancia de la intervención de Banesto (p.590)?

¿Forman la Zarzuela, la Moncloa y Polanco las puntas del triángulo mágico donde resiste el auténtico poder de España (p. 581)? ¿Presionó Don Juan de Borbón a Luca de Tena para que vendiera ABC a Banesto (p. 169)? ¿Recibió Conde sugerencias del Rey (p.360), González (p.384), Suárez (p.445), Roca (p.460), Cuevas (p.136), Bono (p. 146), Anson (p. 155), López Rodó (p.385) y el embajador de Rusia (p.458) para dar el salto a la política? ¿Acarició Conde la ambición de ser ministro con González (p.363) y presidente de un Gobierno de gestión tras el 6-J (p.388)? No es fácil tomarse en serio estas mitomanías disfrazadas de informaciones. A otros efectos, sin embargo, daría igual que esas fantásticas confidencias cuchicheadas por Conde a media luz hibiesen sido an ciertas com ola graciosa historia – contada por Ekaizer – de las funciones de topo al servicio del ex banquero asumidas dentro del Gobierno por el consorte de la directora de la Fundación Banesto y ministro de Defensa (p.384). Porque las compulsivas indiscreciones musitadas a cacho – con las verdades sirviendo de coartada a las mentiras – de ese reverdecido Barón de Munchhasuen, crisálida de un nuevo Ruiz-Mateos, le condenan en el futuro a no tener más interlocutores que sus familiares y su psiquiatra.

Javier Pradera

09 Octubre 1994

EL SISTEMA Y LOS PÍCAROS

Juan Luis Cebrián

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Entre los libros que comento se encuentra el de un periodista al que despedí de EL PAÍS, en mi época de director, porque publicó a sabiendas una noticia falsa que, además, beneficiaba los intereses de un sujeto tan digno de atención como Javier de la Rosa. La descripción y análisis de los hechos se ajustan muy poco a la realidad

Este otoño nos ha regalado con una abundante vendimia de libros que, bajo la aparente vitola del periodismo de investigación o de las memorias personales, tratan de iluminar a la opinión pública sobre algunos aspectos recientes de la historia pequeña -y aun de la grande- de este país. Naturalmente, no todos esos libros son iguales: no responden a la misma intencionalidad ni la calidad de sus afirmaciones es necesariamente equiparable. Pero todos, sin embargo, tienen un aire de familia: tratan de ilustrarnos, cada cual a su manera, sobre las interioridades, la trastienda y aun las opacidades de personas e instituciones decisivas en la vida española.Con raras y brillantes excepciones, estos pretendidos ensayos o documentos son de una parcialidad evidente, cuando no de una subjetividad declarada. Y en el viaje, muchas veces paranoico, que los autores pretenden realizar de la mano del lector se mezclan descripciones de hechos ciertos con medias verdades, manipulaciones interesadas, opiniones discutibles y mentiras flagrantes. La habilidad o la torpeza -según los casos- de los escribanos de turno hace imposible distinguir el grano de la paja, de modo que el resultado es una aseada mezcla de datos interesantes, cotilleos curiosos e invenciones despiadadas y difamatorias sobre las que se construyen toda clase de fantasías, en un alarde demostrativo de hasta qué punto es posible utilizar la libertad de expresión como pretexto de las propias manías de algunos escritores.

Otra característica común a la mayoría de estas obras es que están mediocremente escritas, y en casi ninguna se citan fuentes acreditativas de los hechos que relatan. Éstos se construyen prácticamente a base de confidencias de origen ignoto, en las que se utilizan a menudo contenidos de conversaciones privadas, que en ningún caso han sido verificadas por los autores. Si yo tuviera que juzgar las aseveraciones que hacen por las referencias a hechos de los que he sido testigo o he protagonizado, debería concluir que nada de lo que narran es creíble, porque nada es verdad o porque, aun siéndolo en parte, ésta resulta insignificante junto al cúmulo de falsedades construido en torno a unos cuantos datos ciertos.

Pero no se puede negar la resonancia social de alguna de estas obras, potenciada por operaciones de promoción y venta de habilidad indudable, lo que las convierte en necesario objeto de atención. No sólo para desmentirlas, sino, sobre todo, para depositar en alguna parte el testimonio escrito de que estos libros no pueden, en modo alguno, ser materiales de trabajo fiables para la reconstrucción de la verdad. Es de suponer que el buen criterio de los historiadores del futuro llevará a no prestar mucha atención a algo que carece de cualquier mínimo rigor documental. En cualquier caso, es difícil imaginar el método de rectificación. que podría utilizarse para devolver los hechos a su justo término, y no deseo un nuevo aluvión de libros destinados a demostrar exactamente todo lo contrario de lo que éstos pretenden.

La teoría subyacente en ellos es que gran parte de los latrocinios y descalabros empresariales llevados a cabo en España por algunos avispados son, fundamentalmente, el fruto de su connivencia con el poder político. La posterior defenestración social de estos individuos se debería a la resistencia de ellos mismos a encuadrarse obedientemente en lo que, con expresividad muy poco imaginativa, definen como el sistema» o el «régimen». La mayoría de los autores que comentamos, y todos sus estusiasmados propagandistas, coinciden en la denuncia de un poder, maligno y oculto, instalado tras las instituciones sociales y jurídicas de nuestro Estado. Dicho poder habría vaciado de contenido democrático a la vida española, al no estar sometido a ningún tipo de control legal o político, y se pondría de manifiesto tanto en el comportamiento del Gobierno como en el del mundo financiero o el de los medios de comunicación.

No niego que este último aspecto ha multiplicado mi curiosidad por el tema, dado que EL PAÍS y su empresa son señalados abiertamente, en la mayoría de los casos, como «la punta del ice berg» de semejante conspiración. Resultan, por lo mismo, objetivos a destruir en esta nueva cruzada de nuestra historia civil, dispuestos como están sus adalides a demostrar a cualquier precio la muerte de la democracia a manos de Felipe González y de Jesús Polanco, de quienes se ha llegado a escribir que tanto montan, y que son presentados como genuinos enemigos de las libertades de los españoles. Que acusaciones tan gruesas se hagan desde tribunas conocidas por su apego al oscurantismo y su nulo compromiso con la democracia poco importa. Mucho menos interesa todavía la contribución objetiva que esta casa o determinados partidos políticos, como la UCD y el socialista, hicieron en su día al establecimiento y consolidación de la actual monarquía parlamentaria. La derecha se encarga de recordamos que Franco es un fantasma del pasado del que ya no se siente culpable. Pero, por lo mismo, es preciso descubrir la manipulación interesada de estos análisis, y los motivos nada altruistas sobre los que se construyen.

El descubrimiento, que se presenta como novedad intelectual, de la existencia de un «sistema» de poderes que trasciende a las instituciones es de una obviedad tan bochornosa que cabe preguntarse sobre si el autor de la teoría será un ignorante -lo que parece improbable- o sólo un cínico. La presencia de los llamados poderes fácticos en todas las sociedades, y de lo que ha dado en denominarse el establishment, ha sido materia tan frecuente de estudio que enrojece la pretensión de denunciarla ahora como si se tratara de una primicia filosófica. La tendencia a adjudicar a ese establishment un comportamiento conspiratorio permanente, cuya demostración serían las funestas consecuencias sufridas por quienes no se avienen a sus reglas, pertenece también a lo más granado de la tradición periodística y está en la base de un buen número de guiones de Hollywood. Pero la aseveración de que las instituciones democráticas están secuestradas por esa conspiración y son inanes e inermes frente a las fuerzas de la misma recuerda demasiado a las argumentaciones totalitarias de aquellos individuos empeñados en el anhelo de un orden social perfecto, imposible de conseguir si no son precisamente ellos quienes lo rigen.

En este punto, avergüenza comprobar que es todavía necesario repetir la más simple de las meditaciones sobre la democracia, aquella que la describe como «el menos malo de los regímenes conocidos». Las instituciones de los países libres no evitan per se la existencia de mafias, entre las que es necesario incluir las de los financieros y periodistas corruptos, ni anulan la operatividad de poderosos centros de influencia. Simplemente, tratan de garantizar unas mínimas reglas aceptables por todos que permitan solucionar los conflictos con la menor apelación posible a la violencia.

En España, por el momento, y para desgracia de los charlatanes que se empeñan en que «esto no es una democracia’.» seguimos teniendo elecciones periódicas -cuya limpieza no ha sido puesta seriamente en duda por nadie- y, que yo sepa, los ciudadanos son libres de escribir y leer lo que deseen. Hasta el punto de que nuestro marco de convivencia permite la publicación de diarios golpistas o de portavoces del terrorismo etarra, lo mismo que la venta de libelos con aspecto de libro y la degradación de las ondas a base de la emisión de naderías engoladas, que nadie es obligado a pronunciar, ni mucho menos nadie compelido a oír. Un régimen así, que garantiza la pluralidad a veces hasta límites extravagantes, podrá ser acusado de cualquier cosa menos de conspiratorio y, desde luego, cumple con creces los requisitos de la democracia, que, hoy por hoy, sigue siendo el verdadero sistema que nos rige. De modo que, por ejemplo, las comparaciones de Felipe González con Franco, además de obscenas, son estúpidas y resultan el mejor camino para perpetuar a aquél en el poder, porque deforman el diálogo político hasta el ridículo y ponen en evidencia la debilidad dialéctica de sus oponentes.

Entre los libros que comento se encuentra el de un periodista al que despedí de EL PAÍS, en mi época de director, porque publicó a sabiendas una noticia falsa que, además, beneficiaba los intereses de un sujeto tan digno de atención como Javier de la Rosa. En su obra se recogen un buen número de encuentros y conversaciones entre Mario Conde y Jesús Polanco, a gran parte de los cuales he tenido oportunidad de asistir por razones profesionales. El autor acierta en algunas cosas, pero, en su conjunto, la descripción y análisis de los hechos que cuenta se ajustan muy poco a la realidad, al menos tal y como yo la viví. Son conversaciones en las que estábamos presentes tres o cuatro personas, y, desde luego, ni Polanco ni yo hemos sido preguntados, «chequeados», como se dice en el argot, sobre la veracidad de lo que allí se escribe, lo que demuestra que el otro interlocutor ha hecho uso -a mi parecer abusivo- de conversaciones personales, tergiversándolas, manipulándolas -él o su escribiente- y maquillándolas, naturalmente, a su favor. No sé si Una manera de derribar ese siniestro «sistema» contra el que nos ponen en guardia es saltarse a la torera cualquier norma de decencia. Pero es evidente que lo que interesa al autor del libro no es la verdad de lo que narra, sino su eventual verosimilitud como demostración de sus hipótesis.

La mayoría de estas cosas se escriben, al margen todo empeño de honestidad profesional, por exclusivos motivos personales, desde guerras comerciales hasta venganzas entre antiguos amigos, pasando por delirios de la razón y unas cuantas borracheras de vanidad o de alcohol, según los casos. O sea, que estas gentes que empuñan la pluma como si fuera una brocha o un garrote sólo tratan de practicar un ajuste de cuentas. Cualquier método parece bueno a la hora de desacreditar al opositor en política o al competidor en el mercado, y no se para en mientes ante la injuria, el engaño o la mentira.

El silencio es, desde luego, la tentación humilde de quien se sienta agredido con tales maniobras. Pero conviene advertir que, por muchos libros de este género que se escriban, los hechos seguirán siendo tan testarudos como siempre. Los problemas de España no se resumen tanto en la existencia de un «sistema» inasible y siniestro que gobierna nuestras vidas como en la impunidad con la que circulan por ellas determinados pícaros. La colección de mentiras encuadernadas con que ruidosamente se han presentado ahora no es sino una constatación más a este respecto.

Juan Luis Cebrián

14 Octubre 1994

EL SISTEMA Y SUS LACAYOS

Jesús Cacho

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Así sigue medrando con el Régimen este tonto pitiminí con ínfulas británicas, asesorando a banqueros, consiguiendo subvenciones oficiales para llevar al cine su novelita, apoyando los negocios de la señora que le mantiene. Este es Cebrián. Descanse en paz.

El Grupo PRISA ha sacado a relucir su artillería gruesa con motivo de la publicación de mi último libro. Nada menos que Javier Pradera, cuánto honor, la lucecita que alumbra los destinos de Moncloa, y Juan Luis Cebrián, el censor vocacional de la televisión franquista, han saltado a la palestra: Pradera con un gorgorito intelectual el sábado, 8 de octubre; Cebrián con un rebuzno fascista al día siguiente.

El señor Polanco, tan obsesionado con mi persona desde hace años, y el señor González, ¿tanto daño les ha hecho mi libro?, han puesto a trabajar a sus mandados -el ideólogo Pradera, sectarismo en estado puro, y el consejero de Bankinter Cebrián-, les han enviado al tajo, a ganarse el sueldo, que estos señoritos no pasan de ser los recaderos, los amanuenses, los lacayos del Sistema.

Independientemente de que el próximo lunes, 17 de octubre, dé cumplida respuesta desde estas mismas páginas al eruptito intelectual de Pradera, hoy quiero referirme en concreto a la calumnia que el domingo, 9 de octubre, vertió Cebrián contra mi persona desde la página de opinión de EL PAÍS.

Algunos amigos me insisten en que debería llevarle a los tribunales. Asegura Cebrián que él me echó de EL PAÍS después de que yo publicara una noticia que sabía falsa, una afirmación ciertamente grave puesto que atenta contra el primer -y quizá único- patrimonio de un periodista, que es su credibilidad. Miente, miente radical y absolutamente. Pero no voy a ir a los tribunales, no, porque eso sería conceder a un canalla el crédito que no tiene.

Al final, el único juicio que me importa es el de los lectores, ante quienes el asunto se reduce a la palabra de Juan Luis Cebrián frente a la de Jesús Cacho. Y ahí le gano por goleada. A este caballerete, cuyo principal rasgo de carácter es la cobardía, no le queda ni una brizna de vergüenza, porque no de otra forma se puede comprender que cada cierto tiempo reaparezca en público ventoseando desde las páginas de EL PAÍS, ¿serán las necesidades del negocio «Tacsativo» de su mujercita, «usted no sabe con quién está hablando», las que le obligan a asomar la cabeza para mentir, zaherir y amenazar?

Lo que diga este personaje por encargo de sus amos no conseguirá quitarme el sueño ni un segundo. Si sigo adelante, si me tomo la molestia de volver a explicar -en junio de 1988 escribí un relato pormenorizado del evento, que repartí entre bastantes colegas de la profesión- mi salida del diario EL PAÍS, es porque un hecho objetivamente intrascendente para el lector como éste, es, sin embargo, revelador de los mecanismos inquisitoriales y reaccionarios que rigen el funcionamiento del diario de Jesús Polanco, del doble juego, la manipulación a que el diario polanquil somete a sus lectores al servicio de un Régimen, el «felipismo», que le ha hecho multimillonario con sus favores y prebendas, por un lado, y de los poderosos socios y/o amigos de Polanco, por otro.

Todavía recuerdo con nitidez la última entrevista, 28 de junio de 1988, siete de la tarde, que, cara a cara, mantuve con Cebrían en su despacho de Miguel Yuste 40. Yo había entrado nervioso en aquella guarida en la que no había luz natural, pero muy pronto me tranquilicé cuando observé que el señorito estaba hecho un flan.

En efecto, Cebrián había bajado el foco de su lámpara halógena para esconder su rostro en la penumbra y, como en un cuadro tenebrista, el haz de luz le daba de pleno en su bigote rubio, por el que pronto comenzaron a desfilar brillantes gotitas de sudor. «Janli» fue directo al grano, asegurando que se habían producido dos hechos muy graves. Primero, que el periódico había sido manipulado el sábado, 25 de junio del 88, con motivo de una noticia de la que yo era autor, referida a la sociedad Cartera Central (KIO y «Los Albertos»), y segundo, que mi respuesta a la reacción del periódico contra esa supuesta manipulación había sido «decepcionante». Se refería Cebrián a mi negativa radical a firmar, el domingo 26, la columna de salida de la primera página de la sección de Economía, donde el diario detallaba las fuentes que me había visto obligado a revelar bajo amenaza de despido fulminante.

¡La columna en cuestión la había redactado el jefe de la sección de Economía, y Cebrián pretendía que la firmara yo! De modo que Cebrián me dice que «se ha producido un abismo de desconfianza entre el periódico y uno de sus periodistas más destacados», y que mi continuidad en Economía no tendría sentido, como tampoco lo tendría enviarme a otra sección, «puesto que ésa sería una solución deshonrosa tanto para mí como para el periódico».

A continuación intervengo para decirle que «quien ha perdido la confianza en El País como paladín de la libertad de información he sido yo». Retado a que explique públicamente si mi información era cierta o no, responde que «no, no, si nadie duda de la veracidad de tu información…»

Le digo que su pretensión de hacerme firmar la dichosa columna revelando las fuentes tenía ingredientes policiales inaceptables para mí, como inaceptable era su intención de obligarme a realizar un reportaje, en flagrante violación de la cláusula de conciencia, redactado en primera persona, «poniendo a parir a Javier de la Rosa», que según le habían manifestado telefónicamente Mariano Rubio y «Los Albertos», todos de infausta memoria, era quien me había manipulado

De nuevo cito textualmente: «No me da la gana atacar a perros sin collar, contra los que todo el mundo puede arremeter con total impunidad. Lo que me pide el cuerpo es hacer un reportaje sobre las andanzas de Sarasola, o sobre algún otro de los poderosos amigos de esta casa, como los Botín o los March».

El valiente Cebrián tragaba sin rechistar. «Sabrás que no tengo relación con ninguno de ellos». Y fui yo quien, a continuación, ofrecí a Cebrián una solución definitiva, que no era otra que la de marcharme del periódico. Todo dependía de que llegáramos a un acuerdo económico satisfactorio para ambas partes. De manera que fui yo quien se marchó de EL PAÍS, señor Cebrián, usted no me echó porque hasta para eso hacen falta unas agallas de las que usted carece.

Me fui sin resentimiento, porque quería irme, porque había culminado una etapa de mi vida, porque tenía otros horizontes profesionales y salariales. Si hubiera querido seguir comiendo la sopa boba de EL PAÍS, a 250.000 al mes, todavía seguiría allí como tantos otros. No hubiera tenido más que bajarme los pantalones.

Hasta tal punto es cierto lo que digo que, como los abogados de las partes no se ponían de acuerdo sobre mi indemnización, a los pocos días me llamó a casa Sol Gallego, subdirectora del diario, para decirme textualmente que «como parece que no tienes claro que quieras salir del periódico, no hay ningún problema para que vuelvas a reincorporarte». Ni la pareja de la Guardia Civil hubiera conseguido que yo volviera a poner lo pies en Miguel Yuste.

Todo este rifirrafe de finales de junio del 88 era una simple cortina de humo, una excusa, la disculpa necesaria. En realidad mi estancia en EL PAÍS había terminado unas semanas antes, el día en que me negué a publicar mi primer libro, Asalto al Poder, con la Editorial Aguilar, propiedad de Polanco.

Ese día firmé mi sentencia de muerte: me había permitido desafiar al Imperio polanquil. Todavía recuerdo la frase de Eduardo San Martín, responsable de Aguilar, cargada de amenazas, cuando empezó el cerco sobre mí: «Yo, como amigo, te recomiendo que publiques tu libro en esta casa…» Lo gracioso del caso es que tanto Joaquín Estefanía, futuro director, como Xavier Vidal-Folch, responsable de la edición catalana, por aquel entonces supuestos amigos míos, se habían prestado con entusiasmo a buscarme editorial.

La situación cambió cuando me entrevisté por segunda vez con Pedro Toledo, ya copresidente del BBV, para mi libro. El banquero se percató de que yo tenía en mi poder material altamente peligroso, y llamó corriendo a Polanco, este chico sabe mucho, es un peligro, y encima no va a publicar con vosotros. En un instante pasé de ser un redactor mimado de la casa a convertirme en un apestado.

¿Por qué tenía tanto interés Polanco en que yo publicara con Aguilar? Obviamente no porque quisiera hacerse un poco más rico, sino porque necesitaba tenerme controlado, necesitaba saber qué iba a decir el libro, para poderlo censurar a gusto.

Ahorro al lector los detalles finales de mi salida de EL PAÍS, la cobardía de muchos, la villanía de Juan Luis Cebrián: primero había que decir que Cacho se había ido a su casa para terminar su libro; después estaba dispuesto a emprender -que fue lo que hizo- una «campaña selectiva de desprestigio» contra Cacho, si Cacho invocaba en los tribunales la cláusula de conciencia; más tarde hizo correr la especie de que «sospechaba que Cacho estaba metido en algo raro…».

Es el drama de los Cebrianes, la voz de sus amos, recaderos del Régimen, lacayos del Sistema: anegados como están por la corrupción, no pueden comprender que haya alguien que cumpla con su obligación sin corromperse, no alcanzan a entender que haya millones de españoles que realizan su trabajo sin corromperse.

Y así sigue medrando con el Régimen este tonto pitiminí con ínfulas británicas, asesorando a banqueros, consiguiendo subvenciones oficiales para llevar al cine su novelita, apoyando los negocios de la señora que le mantiene, emboscado, siempre emboscado como los francotiradores de Sarajevo, delatando a unos y otros como cuando, jefe de los servicios informativos de la televisión franquista, pasaba al SEDEC del teniente coronel San Martín los vídeos de la «revolución de los claveles» portuguesa, que servían para que la Policía identificara a los españoles que acudían a manifestarse a Lisboa. Este es Cebrián. Descanse en paz.

Jesús Cacho

17 Octubre 1994

EL GUARDIÁN DE LA BASURA

Jesús Cacho

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El peligro para la institución monárquica no está en las conspiraciones trevijaniles que se inventan, no, el peligro de verdad está precisamente en estos señoritos -sucesivamente estalinista, claudinista, felipista a tope, el uno; franquista y demócrata bizarro, el otro- y en los negocios de sus amos.

Confieso que me tenían seriamente preocupado, porque pensé que en su infinita soberbia me iban a ignorar de nuevo, me iban a despachar con un Perejil de segunda mano. En la editorial Planeta se cruzaban apuestas, que sí, que no, y era Fernando Lara quien sostenía, tozudo, que esta vez no iban a tener más remedio que salir de la madriguera.

¡Y vaya si han salido! Perejil, pimienta y mostaza. Han salido con todo, ¡bingo!, la artillería gruesa de PRISA las más reputadas plumas del «agit-prop» felipista, los dos portaaviones del imperio polanquil han desplegado toda su artillería contra mi persona. Desde primeros de enero pasado supe que tenía un libro importante entre manos, pero jamás pude imaginar que merecería la atención de tan altos caballeros. ¿A qué debo tanto honor? Digámoslo por derecho: a que M.C. El intruso les ha explotado en plena línea de flotación, ha dado en la diana, ha hecho pupa.

Mi padre, hombre de pocas palabras, suele tener siempre a mano una frase heredada de mi abuelo que resume muchas de las miserias de España: En este país casi todo el mundo ha nacido para tener un amo, y si no lo tiene, se lo busca.

Javier Pradera y Juan Luis Cebrián no tienen uno sino dos amos: el inquilino de La Moncloa desde 1982, y el dueño de Miguel Yuste, 40. Y sus amos les han puesto al tajo, a ganarse el sueldo. Esto no puede quedar así, se han dicho, vamos a ver, ¿quién es el más listo de los que tenemos en nómina? ¿Pradera? Pues que sea Pradera, que le descalifique Pradera, y luego que le machaque Cebrián, que fue el Pradera del diario de los sindicatos verticales, el censor de los servicios informativos de la agónica televisión franquista.

Y manos a la obra. El Pradera sutil y el Cebrián zafio. No quiero perder ni un minuto con el consejero de Bankinter, que ya quedó respondido el pasado viernes, de manera que me dedicaré al fino Pradera.

Nada habría que objetar a las críticas, sin duda numerosas, que desde el punto de vista metodológico o estilístico podrían formularse contra mi libro por parte de un crítico políticamente neutral. La gente tiene perfecto derecho a reprobar un libro si no le gusta. Pero la cuestión que nos ocupa, como habrá advertido enseguida el lector inteligente, no es ésa. Pradera no ha ido a hacer la crítica de M.C. El intruso, sino a buscar las costuras del libro para acabar con él, enterrarlo, y, de paso, acabar conmigo. Pradera ha querido destruirme con maña rebuscada.

Y él sabe hacer el trabajo como nadie. «Es muy peligroso», me dicen por doquier, «personaje brillante en su juventud, inteligente siempre, fracasado después y por lo tanto amargado, vitriólico, mal enemigo». Cualidades todas puestas al servicio de sus señores. Porque, veamos, ¿cómo puede, por ejemplo, el sutil Pradera llegar al extremo ejercicio de manipulación de considerar elogios a Conde las citas a Napoleón, Alejandro y otros próceres de la Historia tomando las mismas ad litteram, y pasando por alto la hipérbole, el componente irónico en ellas implícito? Porque Pradera no está haciendo la crítica de un libro. Sus descalificaciones personales son un simple testimonio de la sangre que brota por la herida que El intruso ha abierto en la costalera de sus amos y señores, al poner al descubierto el tinglado de intereses y favores mutuos que preside las relaciones entre Polanco y González desde 1982. Ahí le duele.

Porque si yo aireo las vergüenzas del Régimen, conduzco «el camión de la basura», en praderil expresión, él me pisa los talones conduciendo otro artilugio, pero éste cargado de tierra para tapar la basura. Pradera es el enterrador de la mierda, el diligente funcionario que lleva años tendiendo alfombras, ocultando la corrupción, el «wonderbra» del felipismo, empeñado en que nada se sepa, vitalmente volcado en tapar las vergüenzas del Régimen al que sirve, mintiendo, manipulando, pintando cual ingenua Alicia un país de maravilla donde no hay un 24% de parados, ni una deuda de 40 billones de pesetas, tratando de machacar a José María Aznar desde su púlpito en EL PAÍS, zahiriendo hasta la extenuación a Alfonso Guerra por ver si Guerra levanta el campo y abandona el PSOE, que es lo que a su jefe político le gustaría, para poder, por fin, dar forma a ese partido de centro-izquierda, ni fu ni fa, ni Flick ni Flock, con el que sueña Polanco y la «guapa gente» de Madrid, esa elite de tahúres que desde 1982 tiene a González a su servicio.

Lo más triste del caso es que Pradera hace su trabajo de barrendero porque no le queda más remedio. ¿Sería usted, señor Pradera, capaz de explicarnos por qué dejó EL PAÍS? Y más importante aún, ¿sería usted capaz de explicarnos por qué volvió unos años después? Me reservo los detalles de mal gusto, pero a usted lo cogió prácticamente en la indigencia el coche escoba de Jesús Polanco, usted vive de la caridad de Polanco, y es cosa de bien nacido estar agradecido.

Está usted obligado a salir en defensa de su amo, de sus amos, Duguesqluin dispuesto a todo, presto a cualquier dicterio, se ha convertido usted en el guardián de la basura, siempre dedicado a «borrar huellas» -título del memorándum que remitió a Felipe González antes de las elecciones del 6 de junio del 93-, barrer las huellas de la corrupción, y dicen que hay que leerle a usted todos los domingos, tan barroco, tan pesado, para saber lo que piensa Moncloa, aunque es suficiente oír a Moncloa para saber la hondura de pensamiento de Pradera y su profundidad de periscopio.

Mientras mucha gente -muchos periodistas- lucha por la regeneración ética de nuestra democracia, usted y los Cebrianes de turno, en el otro extremo de la cuerda, se dejan la piel en la defensa a muerte de un Régimen corrupto que se cae a pedazos, en la defensa de un líder cínico que se aferra al poder, convertido en una rémora para el futuro de España.

Este Régimen al que usted sirve como ideólogo -lucecita de Moncloa, émula de aquella crepuscular lucecita de El Pardo-, ha permitido medrar a quien le paga el sueldo, ha convertido al señor Polanco en una de las mayores fortunas del país, saltándose la Ley a la torera en la concesión del CANAL PLUS, burlando la ley de OPAS en la compra de ANTENA 3 RADIO, haciendo negocios con Eductrade y Sanitrade en Sudamérica a cuenta de los créditos FAD, y ahora le van a dar la segunda licencia de la telefonía móvil, porque «si no hubo cojones» para negarle a Polanco una cadena de televisión, tampoco los habrá para negarle el gran negocio de finales de siglo, y todo a cambio de un tratamiento informativo favorable para el Régimen, coyunda pestilente, entrevistas exclusivas del presidente y su guardia de corps e información privilegiada.

Para usted no ha habido ni hay corrupción, señor Pradera. Ibercorp, como se hartó de decir su periódico, era una pura conspiración, humo, hojarasca, verdura de las eras que decía el poeta. Pero el 12 de febrero del 92, mientras un par de periodistas se jugaban el tipo destapando el escándalo, su patrón Polanco y su amigo Arango redactaban la nota de prensa que al filo de la medianoche hacía pública Mariano Rubio negándolo todo.

Para los voceros del Régimen, todo era una conspiración. Mientras yo recibía amenazas de muerte en mi domicilio, ustedes insistían en que todo era una conspiración y tenían la villanía de publicar a toda página en EL PAÍS las conversaciones grabadas por unos mafiosos, al servicio de la «guapa gente» de Ibercorp, que violaron mi domicilio para pinchar mi teléfono. Todo era una conspiración. De aquella bellaquería incalificable todavía no se han disculpado ustedes ante sus lectores, que son quienes realmente deberían sentirse ofendidos por tanta manipulación.

Ni Ibercorp ni Filesa. Todavía no hemos visto a Praderita extrañarse desde su púlpito dominguero en EL PAÍS de la obstinación del juez Barbero llamando a declarar a los empresarios estafados por Filesa, sin que se atreva nunca a citar al estafador, al primer responsable de la estafa.

Todo lo que atenta contra los intereses de sus amos es para Pradera, dueño de la aduana intelectual del polanquismo, una conspiración. La última -supuestamente dirigida contra Luis Angel Rojo- estaba relacionada con el consejero del Banco de España, Tomás Ramón Fernández. Para pincharle una historia a EL MUNDO, el señor Rojo les filtra a ustedes el escándalo de las acciones de Banesto vendidas por aquél con información confidencial. Pero cuando, días después, el protagonista era Emilio Ybarra, ustedes se callan cual muertos, en uno de los casos más burdos de manipulación informativa que recuerda la historia del periodismo español.

La culpa, obviamente, no es de Emilio Ybarra. El problema para los lectores de EL PAÍS es que Ybarra es uno de los muchos socios de Jesús Polanco, y los socios/amigos de Polanco, todo el poder económico-financiero de este país, tienen bula informativa, son intocables (como lo era el propio Conde cuando compartía luna de miel con Polanco), de manera que nadie podrá encontrar nada contra ellos en las páginas de EL PAÍS.

Esa es la forma en la que entienden el derecho a la información de sus lectores estos inquisidores del «felipismo». Ambos lanzan gorgoritos de protesta porque yo no revelo las fuentes de El intruso. En el caso Watergate estos señoritos hubieran estado sirviendo a Nixon, intentando forzar a Woodward y Bernstein a revelar la identidad de su «garganta profunda» para, cual nuevos Torquemadas, enviarlo directamente a la hoguera.

Ha pretendido Pradera darme el paseíllo literario, y lo hace un tipo cuyas obras completas caben en un Ave María, cuyos editoriales para EL PAÍS (función que compartía, por cierto, con el jefe de Prensa de Mariano Rubio, Luis Alcaide, tan orgulloso de su tarea el hombre que hasta lo hace figurar en su curriculum) había que reescribir, como bien saben quienes trabajaron a su lado. Porque, aparte de esa infumable cosa llamada «Claves» que usted codirige, ¿qué obra literaria, qué ensayo filosófico, qué aportación doctrinal le distingue a usted? ¿dónde está su producción cultural? ¿dónde las obras maestras, señor Pradera, por las que será usted recordado en siglos venideros? ¿Por qué, entonces, esa soberbia pretensión de dar carnets de «intelliguentni» por doquier. ¿A qué viene tanto dogmatismo?

Obliterado por el sectarismo, Javier Pradera se va a morir siendo una gran promesa. Pero quizá se refiera usted a esa pesada homilía que todos los domingos destila desde EL PAÍS, donde despliega su «expertise» en la utilización del lenguaje y todo su talento para los slogans y las frases hechas, tras arduos esfuerzos por oscurecer sus propios textos, aparentemente convencido de que la sabiduría y la brillantez no están en la luz sino en la oscuridad.

Son ustedes tipos peligrosos, que han funcionado gracias al mecanismo del miedo insuflado en los demás. «¿Qué es el terror? -escribía Plejánov-. Un conjunto de acciones que tienen como finalidad atemorizar al enemigo político, y difundir el miedo en sus filas». Son ustedes tan peligrosos, me insisten, que por defender el universo lampedusiano de sus amos serían capaces de cualquier cosa. Repito, de cualquier cosa, hasta el punto de que el peligro para la institución monárquica no está en las conspiraciones trevijaniles que se inventan, no, el peligro de verdad está precisamente en estos señoritos -sucesivamente estalinista, claudinista, felipista a tope, el uno; franquista y demócrata bizarro, el otro- y en los negocios de sus amos. Todo depende de que los negocios editoriales de sus amos comiencen a menguar en un momento determinado y requieran de un cambio radical de horizonte político para seguir rindiendo dividendos.

Desde lo más alto de la «nomenklatura» polanquil está usted vitalmente empeñado, señor Pradera, en la defensa de un Régimen corrupto y de un líder descreído e hipócrita, que tirando del gasto público para mantener a cualquier precio su clientela electoral -los nuevos «burgos podridos»-, gobierna en contra de los intereses de España y que ni siquiera garantiza la unidad de España.

La sociedad española está enferma, engañada, sin pulso ético, sedada con el cloroformo de la mentira institucionalizada. Una democracia donde nadie osa hablar de los temas de fondo, huele a podrido, y los Praderas y Cebrianes, son los mandarines de este paisaje letrinal, en palabras de Ramón Pérez de Ayala, que nos preside.

Desde Aristóteles y Cicerón a Locke y Montesquieu, pasando por Maquiavelo, la salud política de las sociedades ha dependido de la capacidad de regeneración de sus ciudadanos. Este país no necesita mitos de «bodeguiya» ni predicadores televisivos, sino valor y esperanza, honestidad intelectual, impulso creador y confianza en el futuro. Pero no será posible edificar sobre el barro esa España más rica, más abierta y menos dogmática, sin antes haber sacado a la luz, como en un psicodrama colectivo, la basura que el «felipismo» y sus mercenarios tratan de esconder.

Jesús Cacho

El Análisis

JEFES ANTIGUOS Y JEFES PRESENTES

JF Lamata

D. Jesús Cacho, ex periodista del Grupo PRISA, publica un libro en el que salen bastante mal parados los directivos del Grupo PRISA, y el libro es puesto a parir por dos de los principales directivos del Grupo PRISA. Hasta aquí todo parece bastante lógico, ¿no? Si el Sr. Cebrián o el Sr. Pradera no hubieran salido a desmentirlo podrían haber sacado contra ellos el dicho de ‘quien calla otorga’. El hecho de que criticaran el libro no dejaba de ser un éxito para el Sr. Cacho, pues demostraba que los de la cúpula de PRISA sabían que el libro tenía suficiente difusión como para que tuvieran que salir a dar la cara a replicarlo. Cuando, años antes, un libro había acusado a los jefes de PRISA de narcotraficantes, el diario no lo replicó en sus páginas, aunque sí lo demandara judicialmente, justo al revés que con ‘MC’, al que no demandó, pero sí replicó. De paso, el Sr. Cebrián contó su versión sobre el despido de D. Jesús Cacho de PRISA en 1988.

En lo que se refiere al Sr. Cacho, que consideraba a sus antiguos jefes como una pandilla de delincuentes quedaría claro cuando se querelló contra ellos en el ‘caso Sogecable’. Pero quizá lo más inquietante del libro no es lo que dice de sus antiguos jefes de PRISA, sino de sus actuales jefes de EL MUNDO, de como D. Pedro J. Ramírez entregó la cabeza de su fuente, el General Fernández Campo, para quedar bien ante el Jefe del Estado y salvar su cuello. Si sus antiguos jefes de PRISA le replicaron ipso-facto, sus presentes jefes, D. Pedro J. Ramírez y D. Alfonso de Salas optaron por guardar silencio ante las referencias del que era su empleado – y seguiría siéndolo durante unos cuantos años – sobre ellos.

J. F. Lamata