20 junio 1980

Nueva riña entre los dos periodistas franquistas

La Prensa contra Suárez: Emilio Romero (EL PAÍS) entona ‘Delenda est Suárez’ y es replicado por Jaime Campmany (ABC)

Hechos

El 3.06.1980 D. Emilio Romero publicó en el diario EL PAÍS el artículo ‘Delenda est Suárez’. En respuesta D. Jaime Campmany publicó su artículo ‘Destruir a Suárez’ en el diario ABC.

03 Junio 1980

Delenda est Suárez

Emilio Romero

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El primer gran debate de la nueva democracia ha proporcionado a muchos españoles una copiosa información sobre sus políticos, y el espectáculo ha sido atractivo, aunque no ejemplar. En principio, el Parlamento está acorazado de actitudes previas; cada grupo parlamentario sabía lo que iba a hacer antes del torrente de los discursos. El Parlamento ya no es un lugar para confrontar opiniones y elaborar sobre la marcha una actitud. Los protagonistas del Parlamento ya no son los parlamentarios, sino los partidos políticos. Y como los partidos políticos, o son una opción de poder o aparecen instalados de acuerdo a una expectación y no a unos fundamentos, lo que se confronta no es pensamiento y opiniones políticas, sino estrategias. Los grandes beligerantes en ese debate fueron, como es consiguiente, los dos grandes partidos de la situación: los centristas y los socialistas. Hasta ahora era un bipartidismo de consenso, de negociación o de pacto que, prácticamente, componía una gran mayoría, parlamentaria, aunque no una mayoría de poder. Esa se rompió estos días con la moción de censura presentada por los socialistas. Este fue el primer acontecimiento. El segundo acontecimiento estuvo referido a las asistencias o no a la moción de censura. Aquí es donde tuvo lugar la manifestación ostensible del gran vacío actual de poder para gobernar. No prosperó la moción de censura, pero la totalidad de las fuerzas parlamentarias no otorgaba, mediante la abstención, la confianza al Gobierno. La suma de los censores y de los críticos dejaba aislado al Gobierno con poco más de un tercio del Congreso. Y así es imposible gobernar.Nuestro sistema proporcional de acceso al Parlamento nos había dejado en las dos elecciones generales de 1977 y de 1979 una realidad de minorías donde ninguna de ellas constituía una mayoría para gobernar libremente. Ninguno de los partidos políticos, o de las fuerzas parlamentarias, tenían la mitad más uno en el Congreso, y ello quería decir que quien gobernara tendría la necesidad de acudir a otros partidos, o a otras fuerzas parlamentarias, para poder hacerlo. Nadie estaba en condiciones de gobernar con su programa. La derrota general de todos los electores era evidente. Hasta la fecha, el habilidoso descubrimiento del consenso por parte de Adolfo Suárez, que comenzaría en los célebres pactos de la Moncloa, le producía la ayuda parlamentaria necesaria, y cuando por razones episódicas o estratégicas se quebrantaba esta asistencia de socialistas y comunistas, aparecían las minorías regionales o de Coalición Democrática para asistir al Gobierno en determinados asuntos, entre ellos el de investidura del presidente del Gobierno. Pero en este mes de mayo de 1980, y tras el debate más sonado de nuestra reciente historia parlamentaria, todos han adoptado una posición crítica hacia el Gobierno y hacia el partido en el poder. Ya están solos. Pavorosamente solos. A esto hay que añadir alguna fragilidad producida en el propio seno del partido de los centristas y promovida por el quebrantamiento de protagonismo de Adolfo Suárez, producido por la resurrección de las familias políticas que componen la Unión de Centro Democrático, que habían sido dadas por muertas. El hecho político descollante consiste en que todas las fuerzas parlamentarias no asisten a Suárez, a su Gobierno y su partido, atravesando el momento más débil de su reciente historia. Prácticamente la unanimidad del Parlamento, excepto UCD, tenía en el, corazón la moción de censura de los socialistas, pero los partidos de la abstención no tenían en la cabeza la idea de llevar al podera Felipe González y su partido socialista. La mala pasada de la Constitución a las mociones de censura, el germanófico y obstruccionista artículo 113, no ha evitado, y hasta ha provocado, el aislarriliento y la soledad del poder.

En estas ocasiones se produce un grave y evidente vacío que obliga a soluciones próximas. Tenemos delante una nómina de graves problemas nacionales, entre los que destacan el terrorismo, la crisis económica y el paro, y la tarea próxima e indiferible del desarrollo constitucional. Estamos, por ello, solamente ante dos caminos: el logro de una mayoría parlamentaria para gobernar o la disolución de las Cortes. Un mínimo buen sentido político aconseja la búsqueda, hasta los últimos recodos de nuestro laberinto político, de una nueva posibilidad de obtener la mayoría. Suárez, en su discurso, estuvo afortunado en esta cuestión. En medio de ese gran vendaval de los problemas que nos acosan no se puede paralizar otra vez la acción de gobernar y convocar al país a otra feria electoral. Todos los indicios señalan que la búsqueda de una nueva mayoría puede encontrar serias dificultades en la persona de Adolfo Suárez. Esta ha sido la manifestación del Parlamento. En estos momentos el presidente del Gobierno, además, no cuenta en su partido con la misma confianza y adhesiones que en el pasado reciente, y si ahora no han salido a la luz en el debate parlamentario, no ha sido por otra cosa que por entender los discrepantes de Suárez que el Parlamento no era precisamente el lugar para unas manifestaciones de las discrepancias, sino todo lo contrario, porque otro comportamiento

habría destruido al partido en el mismo hemiciclo del Congreso. La entrada de Joaquín Garrigues Walker en el hemiciclo, en el momento exacto, fue un acto de escenografía política difícilmente superable. Fuera del partido el panorama es este: animosidad ulcerada de socialistas y comunistas, que no van a darle cuartel, y la exhibición de testimonios privados respecto a ETA y los comunistas, comprometen al presidente Suárez de manera gravísima en otros estamentos del país; la posición crítica o de descalificación del resto de las fuerzas parlamentarias ha sido clara y total. Coalición Democrática, Grupo Mixto, catalanes, andaluces y vascos son críticos de Suárez. Un panorama así no autoriza a un simplismo radical, que pondría en riesgo la democracia misma. Veamos: la Unión de Centro Democrático es la minoría mayoritaria del Parlamento y con una asistencia en las urnas que no debe ser subestimada. Todo el proceso democráti co ha descansado sobre esa amplia base popular de socialistas y de centristas y las colaboraciones de los otros. Esto se ha roto. Habrá entonces que buscar exclusivamente los deterioros o los desgastes en la dirección del partido de UCD, y nunca en la descalificación global del partido. No sería justo, ni útil, y así se ha hecho. Es evidente que, hasta la fecha, ha sido más ¡mportante Adolfo Suárez que su partido, y ello despeja fácilmente las responsabilidades. La personalidad política e histórica de Suárez exige que se le abonen, casi en exclusividad, los aciertos y los fracasos. Esto es el precio que deben pagar los partidos presidencialistas o personalizados. Al amparo del poder, Adolfo Suárez inventó la UCD, y aquellas familias políticas exiguas que se unieron a Adolfo Suárez en la primavera de 1977 no lo hicieron al calor de la admiración a Adolfo Suárez, sino solamente a que detentaba el poder con el respaldo de la Corona. Así es como ascenderían al Gobierno y al Parlamento, y no por entender eso -la influencia y el poder de Suárez- naufragaron otras figuras políticas de evidente relieve, como las de Gil Robles, Ruiz-Giménez, Fraga, Areilza, etcétera. La dirección política de UCD ha estado a cargo, plenamente, de Adolfo Suárez, quien, fínalmente, buscó el refugio de sus íntimos y de sus confidentes en el palacio de la Moncloa, los cuales se comportaron con los hábitos de la podrida Roma de los césares. Las últimas remodelaciones ministeriales tuvieron como imagen el acotado de sus personajes fieles o íntimos. El partido no intervino apenas, sino como coro griego, en la concesión de las autonomías de Cataluña y del País Vasco, y no ha tenido ni la menor incidencia en la corfiguración de la política exterior. Adolfo Suárez ha arreglado personalmente, o a través de intérpretes íntimos, los avatares del consenso con socialistas y comunistas, y ha sido el único puente abierto entre la Corona y el poder ejecutivo, e incluso con la estrategia nacional de conjunto. No han funcionado hasta los últimos días -y en los últimos días en precario- los organismos superiores o de dirección del partido centrista, y la disciplina de partido, mediante recados o papeles, tenía la misma identidad que la de los viejos modos. Ultimamente hasta decidió por su .cuenta quién tenía que ser el secretario general de la Unión de Centro Democrático -que es un liderazgo nato de representación-, aunque las características personales del designado tuvieran todos los merecimientos.

Adolfo Suárez puede tener el orgullo y la satisfacción de haber sido titular de un período excitante y atractivo dela historia española; pero eso le obliga a ser, asimismo, el responsable de los hechos, que no puede desplazar a otros. Y como las cosas no van bien en el país, y en el Parlamento le han. sacudido con una moción de censura, con la asistencia de casi un centenar y medio de diputados, y con un numeroso resto de abstención que en conjunto alcanzan 183 votos no favorables, está claro que no se pueden buscar otras responsabilidades que las propias. El inolvidable José Ortega y Gasset produjo aquel famoso artículo «Delenda est Monarchía» cuando la primera Restauración se había agotado en 1923, la dictadura del general Primo de Rivera no había asumi,do la creación y la estabilidad de un orden político, permanente y no aparecían integrados en las áreas de responsabilidad pública o política ni los obreros ni los intelectuales. La España oficial y la España vital eran cosas diferentes. El rey Alfonso XIII, sin posibilidad de reordenar una situación en 1931, abandonó el país dando la razón al filósofo. Este no ,es el caso de la Corona ahora. Don Juan Carlos I ha creado el orden político de la democracia clásica, están integrados en ella -como resulta lógico- los obreros y los intelectuales, y la soberanía nacional está en las manos del pueblo. No está en crisis la Corona, pero los fracasos de la operación Unión de Centro Democrático, al no tener de su parte la gran mayoría del Parlamento, y no ofrecer esperanzas al país en su programa sobre las adversidades presentes, ha hecho renacer un delenda est Suárez en el propio Congreso, que abriría la única posibilidad razonable que queda para abordar todas estas cosas: el urgente desarrollo constitucional, creando el Estado moderno, con todas las lecturas necesarias de la Constitución, sin ambigüedades, con seguridad, y con la imaginación y la autoridad necesarias para salir de la encrucijada presente; avisar al país, claramente, sin el auxilio de Mefistófeles, de Adam Smith o de Keynes, de nuestra realidad económica, y proceder a subir la cuesta arriba que tenemos delante de nosotros, mediarite la erradicación del desencanto y la animación de nuestros sectores de producción y de inversión; obtener el único consenso aprovechable con la izquierda -para que ésta ocupe su sitio en una oposición necesaria-, y que no es otro que el social, con sus. sindicatos, sin andarse por las ramas en las concesiones o en las denuncias ante el país, si hubiera razones que impidieran este pacto o consenso, y obrando en consecuencia, clarificación de la política exterior a los dos únicos fines del provecho económico y de la defensa, y afrontar el terrorismo llegando hasta el límite de la negociación política -para que no se queje Bandrés-, tras de la cual no procederían otras medidas que las de erradicación sin contemplaciones.

La naturaleza política de esta «nueva mayoría» parece que debe tener una base de entendimiento entre la UCD, Coalición Democrática, catalanes y vascos, incluyendo personalidades independientes -como pensaban hacer los socialistas-, que tenga como objetivo la eficacia, y no represente ninguna animosidad o recelo contra socialistas y comunistas, que Son fuerzas legitimadas y asistidas en el proceso democrático.Las manifestaciones de Rafael Arias Salgado sobre el gueto comunista, sin diferenciar claramente, y hasta escandalosamente, los eventos, resultó intolerable. Constituye un sarcasmo envanecerse de haber traído a los comunistas con la condición de tenerles encerrados. No se trata de buscar asistencias parlamentarias completas -la concentración que propugnaba Carrillo-, sino que el Gobierno tenga la autoridad de una mayoría, sin que esto represente la provocación a la izquierda. Esta.ya no es una empresa histórica para Suárez, tal como yo la pinto, y tal como está en el ambiente; su persona acaba de ser quemada en la hoguera del Parlamento, independientemente de su supervivencia por razón de la propia rigidez constitucional y de los emocionantes instintos de conservación del presidente del Gobierno en el poder. Para Teresa de Jesús el destino era el Cielo, para su paisano Adolfo Suárez es el Poder, y lo defenderá con oraciones y llagas.

Ya no se tarta de inventar otro Suárez. Este fue oprtuno y útil para pasar de la dictadura a la democracia. El acierto del Rey está fuera de toda duda. Ese hombre que necesitaba aquel tiempo tenía que poseer las cualidades personales de Adolfo Suárez, que era un hombre débil -puesto que en aquel tiempo la fortaleza estaba en la Corona-, sin creencias, porque no era un tiempo para dogmáticos, sino para un político que fuera mitad lagarto y mitad liebre, y con brillante cualidades para seducir o engañar a sus semejantes políticos; pero ese tiempo ha pasado. A los que se tenía que meter el tubo -de la derecha y de la izquierda- ya lo tienen dentro. Ahora hace falta un estadista, un personaje seguro en sus objetivos, un movilizador de esperanzas, un creador de situaciones políticas estables, una inteligencia familiarizada con el Estado, un experto en la realidad múltiple internacional -financiera y de defensa-, un hombre decidido, y, a ser posible, no provocador de tempestades. Al tiempo que el mundo ha descorrido otro período, después de los sucesos de Irán y de Afganistán, España ha abierto otra etapa después del gran debate en el Parlamento. Por el momento, y como coincidencia de la mayor parte de nuestra clase política, el delenda est Suárez es nada menos, que la iniciación de un nuevo recorrido. En España se puede decir aquello de Pascal respecto a que «todo nuestro mal viene de que no sepamos permanecer en una habitación». La democracia convoca a todos los diferentes en la gran habitación del Parlamento. El modo de estar en ella consiste en impedir aquello que hace allí dentro imposible la convivencia. La necesidad de hacer un Parlamento habitable, que sea extensivo a lo que representa, y que es España, está ahí. Gobernar en solitario podría ser heroico, pero no es ni viable, ni placentero, ni digno, ni democrático. Ni es ya la hora de Suárez ni era todavía la hora de Felipe González. Esta hora de nuestra democracia es aquella en que, puestos los cimientos con una Constitución, procede hacer el edificio; y cuando sobre nosotros está desencadenada una tormenta, parece necesario un gran paraguas

Emilio Romero

05 Junio 1980

Destruir a Suárez

Jaime Campmany

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Dice Emilio Romero que hay que destruir a Suárez. Esto lo viene diciendo Emilio Romero desde hace tiempo, pero esta vez, además, lo dice en latín, como si quisiera grabar la frase en piedra para que pase a la Historia – o la Prehistoria – de nuestra democracia. Catón el Viejo dijo aquello de Delenga est Carthago, o sea, Cartago debe ser destruida, y, al poco, Roma destruyó Cartago con encarnizamiento. José Ortega dijo eso mismo de la Monarquía, Delenda est Monarchia, y justo cinco meses después terminaba la Monarquía por casi medio siglo. Emilio Romero dice ahora que ‘Delenda est Suárez’ y ya veremos lo que pasa. Entre destruir Cartago y destruir a Suárez no sé yo lo que resultará más difícil, sobre todo teniendo en cuenta que Emilio Romero tampoco es Roma. A Catón el Viejo le quitaba de sueño Cartago, y el trance no era para menos. A José Ortega se le ocurrió la destrucción de la Monarquía al contemplar ‘el error Berenguer’. Y a don Emilio Romero le obsesiona la destrucción de su paisano don Adolfo Suárez. ¡Manías de los grandes personajes de la Historia! En la mente de los grandes hombres siempre puede encontrar una sublime obsesión.

Digo que Emilio Romaro ha dicho que hay que destruir a Suárez, y que lo ha dicho en latín. Pero de esto último no estoy demasiado seguro. Yo no he pasado del latín macarrónico, pero se me ocurre que, para decir que Suárez debe ser destruido, tal vez habría que escribir ‘Delendus est Suárez’. Delendus y no ‘delenda’. Afirmar que Suárez debe ser ‘destruida’ – así, en femenino – me parece llevar demasiado lejos la enemistad política, o poner demasiado cerca el dominio del latín. De Suárez podrá decirse lo que se quiera, pero nadie le achacará una veleidad semejante. Ya ven ustedes: uno de ha pasado la vida profesional oyendo decir que Emilio Romero ‘sabe latín’. Y ahora resulta que es mentira.

Bueno, el caso es que Emilio Romero dice que Suárez debe ser destruido. Y otros han dicho lo mismo. Don Alejandro Rojas Marcos, ese socialista andaluz que parece recorrer todas las semanas el camino entre Blas Infante y el ‘ayatollah’ Jomeini, dijo en el Parlamento que Suárez es ya un árbol caído, y son muchos los que piensan que ha llegado el momento de mepezar a hacer leña. En el gran debate parlamentario de la moción de censura se habló de un cambio de timón, se le echaron los tejos al sector socialdemócrata de la UCD y se aconsejó abiertamente a Suárez que presentara su dimisión al Rey. La revelación de don Felipe González acerca del supuesto conocimiento del presidente del Gobierno de una negociación con ETA era un puñal florentino. Y la confesión de don Santiago Carrillo de haber sido requerido de amores políticos por don Adolfo, suponía recrearse en la herida con ensañamiento. Don Rodolfo Martín Villa acaba de decir en Asturias que sufrir el mayor desgaste de debate es cosa que entra en el sueldo del presidente del Gobierno, y que es posible que el señor Suárez sea sustituido, pero no demasiado pronto. Lo fía, pero más largo. Y don Joaquín Garrigues ha recordado que los jefes de Gobierno europeos y democráticos duran poco porque se erosionan mucho. Se insinúan los nombres de posibles sucesores de Suárez: don Leopoldo Calvo Sotelo, don Landelino Lavilla, don Rodolfo Martín Villa y alguno más que irá saliendo. El propio Suárez ha apuntado en dos ocasiones la posibilidad de su sustitución, no sabemos si por realismo político, por modestia personal o por comprobar quién es el que da el primer paso al frente. Y ‘delendearlo’ convenientemente.

La tesis de los aspirantes a destructor de Suárez es que el artífice de la reforma ya ha cumplido su misión, y que ahora hay que hacer otras labores, para las cuale quizás no esté tan bien dotado. ‘Este muchacho ha llevado bien todo el pasteleo de la transición, pero ahora hay que construir un Estado, y eso ya es harina de otro costal’, parece argumentar los partidarios del cambio. Y el argumento quizá resulte convincente. La necesidad de que un partido llamado a estar en el Gobierno tres años más, en el peor de los casos, o ciento siete, en el mejor de ellos, posea algunos repuestos aceptables para ir instalándolos en la Moncloa, parece una necesidad evidente. Seguramente no sería bueno para el país que el proceso a la democracia y la democracia misma se personalizasen en una sola figura política y asumiera su nombre y su apellido. El ejercicio del poder fatiga, quebranta y desgasta, sobre todo en un sistema democrático. Hay movimientos políticos que un partido como la UCD debe abandonar o enmendar, pero hay cosas que uno no debe corregirse a sí mismo, etc.

Todo esto seguramente es verdad Todo eso es prudencia política y razón política. Son máximas elementales. El cambio de un jefe de Gobierno es un sistema democrático no debe suponer una convulsión, y por eso es bueno hacerse a la idea de que la sustitución de Suárez es un terremoto que no derribará ningún edificio público y que sólo debe ocasionar algunos temblores en el ágora política. Pero tengo la sospecha de que, en este momento, todo ese afán de buscarle un repuesto a Suárez ha perdido la naturalidad. Ha nacido algo así como una prisa frenética por sustituir a Suárez, y en eso debe de haber más de un gato encerrado. Antes de embarcarse seriamente en la operación de desmontar a Suárez de la Moncloa, hay que mirar con atención ese recibimiento que te ha hecho Valencia. Parecía que los valencianos reencontrasen en Suárez, con alegría, algo que había creído a punto de perder, y es muy probable que ese mismo sentimiento se haya producido en otras muchas gentes de otros lugares de España. Es curioso; la popularidad que Suárez pierde cuando se olvida un poco de que hay que gobernar, la gana tan pronto como parece que puede dejar de gobernar definitivamente.

Lo cierto es que ‘este muchacho’ que sacó adelante la transición tiene ante sí un nuevo reto, no sé si más difícil o más complejo, pero igualmente importante: gobernar de verdad, desde una mayoría parlamentaria y sin complejos. Según sus propias palabras, se ha dado cuenta de ello y se dispone a hacerlo. A uno, modestamente, le parece que habría que ponerse a ayudarle, antes de ponerse a destruirlo. Para eso siempre encontraremos voluntarios, adversarios, amigos y latinistas.

Jaime Campmany

10 Junio 1981

A Jaime Campmany, mi latín

Emilio Romero

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Jaime Campmany ha replicado a mi artículo publicado en EL PAÍS y cuyo título y su tesis, era Delenda est Suárez, con una argumentación principal, y es que en lugar de haber dicho ‘delenda’ tuve que decir ‘delendus’ porque el ‘delenda est Cartago’ de Caltón el Antiguo, y el ‘delenda est Monarchía, de Ortega y Gasset se refieren a una ciudad o a una institución que ha de ser destruida, mientras que lo que correspondería a Suárez serñia la expresión destruido, delendus. Admiro el deseo entusias de Jaime Campmany de complacer al presidente del Gobierno, mediante la denuncia de mis incorrecciones en el manejo del latín. Lo malo es que tampoco es válida la argumentación recocijante de mi ilustre compañero, y lamento que mi profesor de latín, don Vicente García de Diego, académico de la Lengua, ya no esté en este mundo por haberse ido al otro recientemente. El delenda ya no está rigurosamente en el Latín con sus reglas y significados por la universalización de esa expresión, puesto que se emplea para denostar la idea fija de combatir o aniquilar algo. El delenda y no el delendus, ya es patrimonio de todas las lenguas en el uso de los escritores. Recuerdo, igualmente, a Campmany, que Cartago fue, además de una ciudad, un pueblo, el de las célebres tres guerras con Roma. Yo tampoco soy latinista, aunque pienso que no me vendría mal saber ‘el murciano’, que a Jaime le tiene justamente, y gloriosamente en la cresta de la ola, en la exaltación democrática y ateniense de los retóricos y los sofistas, una especie admirable de Protagonistas de nuestro periodismo; y en 300 millones, que al precio de hacer las Américas nos priva de contarnos como nadie las andanzas de ‘Fernando el Caótico’. Mi ‘Delenda est Suárez es correctamente, y resumidamente, por todo esto.

Porque siendo líder de su partido y presidente del Gobierno fue estrepitosamente derrotado en el País Vasco, en Cataluña y en Andalucía, en cuyas regiones y nacionalidades carece de protagonismo político, y hasta de existencia.

Porque la quiebra de la economía española está produciendo mil quinientos parados diarios – medio millón de parados anuales – según se acaba de anunciar, que supera cualquier comparación con los países miembros de la OCDE.

Porque el terrorismo y la inseguridad ciudadana ha alcanzado las más altas cotas de nuestro país en lo que va de siglo.

Porque ha entendido que su condición de presidente del Gobierno era más parecida a la de un jefe de Estado B y con cierto parentesco a los grandes válidos de los Austrias y que fueron Lerma, Uceda y Olivares, cuando el Rey actual, no es, afortunadamente como aquellos, sencillamente por las características que dijo Marañón de Olívares, ‘la pasión de mandar’, y con ella la tendencia de debilitar un partido, en función de sus receleos, que merece ser muy fuerte – por quienes están y porque es necesario – y concertando como Lerma el poder en favoritos, especialmente en uno, a la manera de Rodrigo Calderón, como ese a quien Jaime Campmany llama don Fernando el Caótico. Todo esto no tiene nada que ver con un presidente democrático en el mundo actual.

Porque recientemente en el Parlamento – que es donde está representado el pueblo español – únicamente se pusieron de parte del Gobierno, y especialmente del presidente Suárez, los miembros de su partido (166 votos), mientras que el resto de las fuerzas parlamentarias, mediante el voto de censura o de abstención, no estuvieron de su parte, y el Congreso tiene 350 diputados. Traducido este repudio a votos populares, mientras el partido en el poder tiene 6.268.953 votos, los que votaron en contra tienen 7.074.954 y los que se abstuvieron 1.988.115. Los que censuraron y los que se abstuvieron de apoyar a Suárez, suman 0.063.069 sufragios del pueblo español que no ampara a Suárez. Así, verdaderamente, no se puede gobernar. Con estas cifras no había otro remedio que hacer lo que pidió Fraga: ‘el voto de confianza’. Naturalmente, Suárez no lo habría alcanzado, y el Rey habría abierto un periodo de consultas para tratar de alcanzar en el Parlamento ‘una nueva mayoría’.

Por eso escribí el ‘Delenda est Suárez’ y en donde se reconocía al presidente del Gobierno, a diferencia de Catón con Cartago y de Ortega con la Monarquía, que Adolfo Suárez había interpretado billantemente los deseos del Rey en ‘la operación cambio’ había establecido una democracia y había alcanzado una Constitución, aunque ahora, por sus ambigüedades e imperfecciones sea una fuente de problemas. El propio Joaquín Garrigues – casi el espíritu de UCD – acaba de decir que ‘el presidente es sustituible, y esa es la esencia de la democracia’, la razón no es otra que el desgaste. Winston Churchill había sido uno de los grandes vencedores de la segunda guerra mundial, y cedió las mieles a Atlee. De Gaulle fue la gran figura de una Francia, y a quien la democracia llamó y luego devolvió a su casa, a la manera de un trámite normal. Suárez está ahora mismo, y democráticamente, asilado. Las Numancias solamente se justifican frente a los invasores; nunca en un Parlamento. Por eso, si espontáneamente Suárez no se va, o no presenta ‘el voto de confianza’; y hasta para ser más afectuoso, más sugeridor, más benévolo, más comprensivo, y más sensible con él – que lo soy, por razones antiguas y de paisanaje – si no alcanza urgentemente ‘una gran mayoría’ en el Congreso, necesariamente ‘Delenda est Suárez’

Emilio Romero