10 enero 2011

Los medios de comunicación progresistas culpan a la derecha de fomentar la violencia

Matanza de Tucson en Estados Unidos: seis muertos y una diputada del Partido Demócrata, Gabrielle Giffords, herida

Hechos

  • El 8.01.2011 el Tiroteo en Tucson 18 personas fueron tiroteadas en el estacionamiento de un supermercado Safeway en Casas Adobes, cerca de Tucson, Arizona. Falleciendo seis. Entre las heridas estaba la diputada Gabrielle Giffords.

Lecturas


EL ASESINO:

Jared Lee Loughner,

LAS VÍCTIMAS:

  • Christina Taylor Green, 9 años
  • Dorothy Morris, de 76 años.
  • John McCarthy Roll, de 63 años
  • Scheck Phyllis, de 79 años.
  • Stoddard Dorwan, de 76 años.
  • Gabriel «Gabe» Zimmerman, 30

LOS PROGRAMAS DE TELEVISIÓN PROGRESISTAS EN ESPAÑA  CULPAN A LA DERECHA NORTEAMERICANA Y ESPAÑOLA DE FOMENTAR LA VIOLENCIA

Los programas de televisión ‘Al Rojo Vivo’ (LA SEXTA) y ‘Las Mañanas de Cuatro’ (Mediaset) culparon a la derecha norteamericana mediática (Sarah Palin, Fox News) de fomentar el odio y ser responsables del crimen, y a la derecha española de hacer lo mismo.



EL DIARIO PÚBLICO SEÑALA A SEIS PERIODISTAS ESPAÑOLES COMO ‘SEMBRADORES EL ODIO’ QUE PUEDE DERIVAR EN MATANZAS COMO LA DE TUCSON

El diario que llegó más lejos fue PÚBLICO que publicó una lista de los periodistas que, en su opinión, fomentaban el odio, a los que calificó como ‘cornetas del apocalipsis’: los señalados eran el jefe de LIBERTAD DIGITAL D. Federico Jiménez Losantos, D. Fernando Sánchez Dragó, D. Hermann Tertsch, D. César Vidal, D. Pío Moa y ek director de LA GACETA, D. Carlos Dávila.

 

11 Enero 2011

La Matanza de Arizona

Javier Rupérez

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«Aun siendo imposible asegurar la desaparición de crímenes debidos a armas de fuego, si estas fueran controladas o prohibidas, es evidente que su posesión en manos de iluminados como el autor de la matanza de Tucson es la que a la postre facilita la tragedia. ¿Cuándo lo aprenderán?»
Visiblemente alterado por los acontecimientos, el sheriffdel condado donde se encuentra Tucson, en el estado de Arizona, al dar cuenta de la terrible matanza que se ha cobrado la vida de seis personas y producido graves heridas a otras dieciocho, y después de confesar que en sus cincuenta años de dedicación profesional no había visto nada parecido en el horror, descargó su iracundo sentimiento contra la atmósfera de intolerancia y odio que medios políticos y de comunicación estaban generalizando en la vida americana y en la cual, cabía deducir, se encontraban las raíces de las acciones del criminal. Estaba todavía fresca la sangre de los asesinados y en el quirófano, entre la vida y la muerte, se debatía la congresista demócrata Gabrielle Giffords cuando ya la blogosfera se lanzaba a la búsqueda de la autoría intelectuale del terrible desmán y la encontraba precisamente en el carácter brutalmente divisivo de la reciente vida política americana. Los más osados aventuraban que la responsabilidad había que buscarla en los programas ideológicos del «tea party» e incluso en algunas de las declaraciones más incendiarias de la ex gobernadora de Alaska Sarah Palin. No han faltado respetables comentaristas televisivos que se han hecho eco de tales suposiciones, arrojando con ello leña al fuego del cainismo. Que, como se puede suponer, dada la filiación política de la señora Giffords, se apunta en el debe de los republicanos. El hecho de que sea judía contribuía a reunir todos los ingredientes de la tragedia: un crimen motivado por el odio antiprogresista y antisemita. Para colmo de coincidencias, la señora Giffords se había opuesto frontalmente a la dura legislación recientemente aprobada por su estado en contra de los inmigrantes ilegales.
La noción de que la vida americana contemporánea —desde que Obama llegó al poder— ha alcanzado niveles insoportables de partidismo fratricida no resiste el más mínimo análisis histórico y comparativo. La vida americana, como muchas otras vidas políticas vividas en democracia —incluyendo, entre otras, la nuestra— puede llegar a registrar altos niveles de confrontación a lo largo de su historia, y en los Estados Unidos basta con haber seguido de cerca los diez últimos años, con republicanos y demócratas en el poder, para certificar el aserto: fueron los republicanos los que asaltaron la fortaleza Clinton con el asunto Lewinsky, y los demócratas los que se cebaron con el segundo Bush, y ahora los republicanos los que lo hacen con Obama. Como antes había ocurrido con Lincoln, Kennedy, Johnson, Truman, los dos Roosevelt, incluso en el comienzo de la existencia de la república, cuando los «padres fundadores» se guardaban rencores y alimentaban rencillas de carácter épico. Y ha habido magnicidios por medio, cierto es. Pero nadie en sus cabales, aun lamentando profundamente los excesos verbales de unos o de otros, piensa poder atribuir la responsabilidad de la autoría del crimen a otro que no fuera el autor material del asesinato o aquellos bajo cuyas órdenes, instrucciones o pago se llevó a cabo. Mantener otra cosa equivale a la aceptación de la tesis del reverendo Jeremiah Wright, el pastor afroamericano de la iglesia evangelista del sur de Chicago que solían frecuentar Obama y su familia, o la del eximio lingüista y extravagante ciudadano Noam Chomsky al mantener que los ataques terroristas contra las Torres Gemelas en Nueva York —en el fondo, cualquier ataque terrorista contra Occidente— habían sido provocado por las mismas víctimas. Todavía estremecen las palabras del flamígero pastor: «Los pollos vuelven para ser asados».
Toca ahora a los demócratas mostrar cara compungida, lamentar los excesos del lenguaje, insinuar que en ellos se encuentra la raíz del mal y exigir un drástico cambio de conducta, bordeando la delicada frontera que rodea y protege la libertad de expresión, tan profundamente arraigada en la vida democrática americana. Y es previsible que, en el inmediato futuro, parte de la ardorosa conversación pública se oriente hacia ese terreno. Seguramente sin ningún resultado porque en los Estados Unidos, y en cualquier otra sociedad democrática que se precie, el ejercicio está de antemano, y afortunadamente, condenado al fracaso. Las palabras y los pensamientos no delinquen, decían los clásicos, y si no hay incitación directa al crimen, y, a falta de mejor receta, bueno es atenerse a la fórmula, por mucho que horroricen —y horrorizan— las cosas que en los medios de comunicación americanos —y en tantos otros, incluyendo los nuestros— se escuchan sobre personas e instituciones. Esa es la diferencia que existe entre los que trabajosamente viven respetuosamente en democracia y aquellos otros que, como también acabamos de ver en Pakistán, se vanaglorian de asesinar a un político que disiente de la monstruosidad de una ley que castiga con la muerte a los blasfemos contra el islam. O de aquellos que, precisamente en el nombre del islam, en Nigeria, Irak y Egipto, asesinan a los cristianos que osan seguir los ritos de su fe.
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La terrible historia de Arizona —terrible por las heridas de la congresista, pero sobre todo terrible por el carácter indiscriminado de la matanza, en la que han perecido niños y ancianos: que lo del riesgo del político va en su misma función, como algunos suficientemente sabemos, no vaya a ser que todo se traduzca en un pésame corporativo— tiene un incontestable autor material que deberá hacer frente a la responsabilidad de sus actos. Ya se encargará el abogado defensor de alegar que su cliente no estaba en posesión de sus plenas facultades mentales. La sociedad americana, en estado de choque por lo sucedido, está en período de lo que en inglés gráficamente se conoce como «soul searching», un apesadumbrado examen de conciencia para averiguar cómo y por qué ha pasado lo que ha pasado. Sería urgente que aprovechara la ocasión para resucitar lo evidente: la necesidad imperiosa de limitar de manera efectiva el comercio de armas, que en el barullo de las angustiosas horas tras el incidente apenas nadie menciona. Por demás desgraciada, fue la sentencia del Tribunal Supremo americano que hace unos meses, basándose en una peculiar interpretación de lo que la Constitución dice sobre las «milicias» dieciochescas y la posesión de armas, derogó reglamentos existentes en varias ciudades americanas para dificultar su adquisición. Porque, aun siendo imposible asegurar la desaparición de crímenes debidos a armas de fuego, si estas fueran controladas o prohibidas, es evidente que su posesión en manos de iluminados como el autor de la matanza de Tucson es la que a la postre facilita la tragedia. ¿Cuándo lo aprenderán? Y en ciertos estados de la Unión es más fácil comprar un kalasnikov que abrir una cuenta bancaria.
Javier Rupérez

10 Enero 2011

Matanza en Tucson

EL PAÍS (Director: Javier Moreno)

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Los partidos se distancian del radicalismo del Tea Party tras el ataque a una congresista

Un joven de 22 años, Jared Lee Loughner, disparó a bocajarro contra la congresista demócrata Gabrielle Giffords en Tucson, Arizona, hiriéndola de gravedad. Después dirigió su arma contra la multitud, dejando seis muertos y casi una veintena de heridos entre las personas que asistían al mitin de Giffords. La policía detuvo al autor de la matanza, aunque busca, además, a un presunto cómplice. Para los investigadores, Loughner se trata de una persona «inestable» más que de un militante radical. Pese a ello, y paradójicamente, no cabe restar gravedad al caso, en la medida en que el debate político norteamericano ha adquirido tal dureza que la violencia puede llegar a percibirse como un desenlace inevitable.

El ataque contra Giffords ha supuesto, con todo, una llamada de atención sobre la crispación que vive Estados Unidos y de la que el Tea Party ha hecho su principal y casi única estrategia. Giffords, de 40 años, se ha caracterizado por su defensa de los derechos de los trabajadores extranjeros en un Estado que, como Arizona, ha tratado de convertir la inmigración ilegal en un delito. Durante meses, la congresista ha sido por ello objeto de una campaña de ataques en la que ha llegado a participar la propia Sarah Palin. En una de sus páginas de Internet aparecen señalados con dianas los Estados que aspira a arrebatar a congresistas y senadores demócratas. El nombre de Giffords estaba escrito en ese mapa de objetivos, y Palin lo mantenía horas después del ataque.

Nadie en Estados Unidos se ha atrevido a señalar una relación directa entre la matanza de Tucson y la degradación política que vive el país, en especial tras las elecciones del pasado noviembre, en la que los republicanos obtuvieron la mayoría en el Congreso. Pero lo que sí parece extenderse es la conciencia de que ha llegado la hora de poner freno a los excesos, algo en lo que coinciden los demócratas y los republicanos más alejados del Tea Party. Se trata, sin duda, de un consenso imprescindible, pero falta por saber si las emociones suscitadas por la tragedia serán suficientes para reintroducir el demonio del extremismo en la botella o, por el contrario, solo alcanzarán a levantar otra efímera barrera que acabará cediendo al empuje de la demagogia y el radicalismo

Incluso sin el ataque contra Giffords, los modos de hacer política instaurados por el Tea Party constituían un peligro creciente para la salud del sistema democrático en la primera potencia del mundo. Producido el ataque, ese peligro se materializa en el hecho de que solo los principales líderes de los dos grandes partidos se han pronunciado de forma contundente contra la violencia. Si los republicanos logran poner coto a la expansión del Tea Party en sus filas, habrá sido un movimiento tan desestabilizador como, al fin, efímero. Pero las respuestas políticas a la matanza de Tucson solo acaban de empezar, y si el Tea Party supera la prueba habrá más razones que antes para temer su fanática influencia.

10 Enero 2011

No utilizar sin pruebas el atentado de Arizona como munición política

EL MUNDO (Director: Pedro J. Ramírez)

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NO HAY hecho más reprobable en el ámbito político que el intento de utilizar un atentado atribuyéndolo a los adversarios de la víctima. Desde diversos ámbitos de opinión en Estados Unidos y en otras partes del mundo, también en España, se ha tratado de vincular al movimiento derechista norteamericano Tea Party, y en particular a Sarah Palin, con el intento de asesinato de Gabrielle Giffords, congresista demócrata por Arizona. Giffords fue herida gravemente el pasado viernes en la ciudad de Tucson en un atentado que causó la muerte de seis personas. Este periódico no siente ninguna simpatía por los postulados defendidos por el Tea Party, pero mientras las investigaciones no encuentren ningún vínculo del autor con ese movimiento es temerario y oportunista especular sobre cualquier tipo de connivencia. Es cierto que determinados planteamientos políticos radicales pueden incitar al odio, pero esto no es una cuestión de hoy en Estados Unidos. Se ha dado en todos los países y en todas las épocas. Lo único que se puede decir en estos momentos es que un loco con una pistola automática ha disparado contra una representante política, como hace ahora treinta años otro descerebrado lo hizo contra una estrella de la canción en Nueva York. Quizá este hecho debería plantear en Estados Unidos la necesidad de aplicar una política más restrictiva sobre la venta y posesión de armas de fuego.

14 Enero 2011

Obama en Tucson

EL PAÍS (Director: Javier Moreno)

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El discurso del presidente puede marcar el fin del sectarismo que ha impuesto el Tea Party

Barack Obama ha conseguido conmover a una mayoría de norteamericanos con un discurso en Tucson sobre la matanza perpetrada por Jared Lee Loughner, en la que resultó herida la congresista demócrata Gabrielle Giffords. Sobre ese mismo suceso, Sarah Palin ahondó aún más la división entre sus defensores y sus adversarios. Los efectos opuestos de una y otra intervención tienen que ver con la experiencia, la formación y las habilidades retóricas de ambos protagonistas, entre los que no cabe comparación personal ni institucional digna de tal nombre; pero tienen que ver, además, con dos modos irreconciliables de entender la política.

La matanza de Tucson fue obra de un joven al que la policía calificó de «inestable». Si su crimen ha conmovido a Estados Unidos es porque el clima político auspiciado por el Tea Party hacía verosímil que se tratase de un atentado político. Que finalmente resultase ser la acción de un perturbado ha permitido a los norteamericanos un suspiro de alivio, pero les ha empujado a una obligada reflexión sobre los límites del debate político. Para el Tea Party todo valía antes de la matanza y, a juzgar por sus reacciones, también después, cuando sus representantes se presentaron como víctimas de una clase dirigente que traiciona las esencias de la nación. Para Obama, los demócratas y la mayoría de los republicanos, el debate político no se propone distinguir entre buenos y malos norteamericanos, sino entre mejores y peores argumentos.

El discurso de Obama en Tucson podría marcar un punto de inflexión que liberase a la política norteamericana de la espiral de sectarismo al que la ha arrastrado el Tea Party. El presidente estuvo a la altura que requería la ocasión, lo mismo que el Partido Republicano al sustituir en el Congreso una votación contraria a la reforma sanitaria, la bestia negra de los seguidores de Palin, por una moción de condena de la matanza. Pero no se puede subestimar la capacidad de un movimiento que, como el Tea Party, prefiere los eslóganes a los argumentos. Cuando Palin recurrió a una expresión como «libelo de sangre» en respuesta a quienes la responsabilizaban directa o indirectamente de lo sucedido en Tucson, no pretendía solo colocarse en el lugar de los judíos perseguidos, sino también identificar a sus adversarios con el nazismo, contra el que cualquier medio parece legitimado.

Si la reflexión sobre los límites del debate político abierta tras la matanza de Tucson no consigue aislar al Tea Party, puede que la democracia norteamericana no tarde en enfrentarse a uno de sus recurrentes capítulos oscuros. Hasta ahora, los controles ejercidos por las Cámaras, la justicia y la opinión pública siempre funcionaron, y es de esperar que en esta ocasión también lo hagan. Pero no será trivializando la virulencia de los discursos del Tea Party, ni minusvalorando la eficacia de sus eslóganes, como se ponga freno a su creciente presencia en la vida pública de Estados Unidos.