16 enero 2011

La corrupción de Leila Trabelsi clave en su caída, a las protestas tunecinas se unen otras en Egipto y Libia

Una revuelta popular acaba con la dictadura de Ben Alí en Túnez dando inicio a la ‘primavera árabe’

Hechos

El 16.01.2011 el presidente de Túnez, Ben Alí, abandonó el país en medio de una oleada de protestas.

Lecturas


LA ESPOSA DE BEN ALÍ, SÍMBOLO DE LA CORRUPCIÓN DE LA DICTADURA TUNECINA:

esposabenali

15 Enero 2011

Túnez y la libertad

EL PAÍS (Director: Javier Moreno)

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La revuelta ciudadana derroca a Ben Ali y abre las puertas a una transición a la democracia

La chispa que prendió en el pueblo tunecino de Sidi Bouziz tras la muerte de Mohamed Bouazizi, un licenciado en informática que trabajaba como vendedor ambulante y se inmoló como protesta por el maltrato que recibió de la policía, ha terminado derribando la dictadura de Ben Ali, ininterrumpidamente en el poder durante casi un cuarto de siglo. Ben Ali huyó ayer a media tarde, cediendo el poder al primer ministro Mohamed Ghanuchi. Este podría presidir un Gobierno de transición hasta la celebración de elecciones democráticas en un breve plazo.

Tan pronto como se conoció la noticia de la huida de Ben Ali, fuerzas de la policía y del Ejército confraternizaron con los manifestantes. Tanto los tunecinos que han logrado desembarazarse de una sangrienta dictadura, como la comunidad internacional, que fue excesivamente condescendiente con ella hasta ayer mismo, están obligados a concertar esfuerzos para establecer un auténtico sistema democrático en el Magreb.

El derrocado Ben Ali supo granjearse el apoyo de las principales potencias mediante la hábil explotación de una fachada reformista y un explícito compromiso en la lucha contra el terrorismo. Las protestas que siguieron a la muerte de Bouazizi dejaron al descubierto la verdadera naturaleza de su régimen. Los tunecinos enfurecidos contra un presidente y un Gobierno que no solo les oprimían con mano de hierro, sino que, además, habían conseguido labrarse una falsa reputación exterior de prosperidad y tolerancia, deberían haber encontrado un decidido respaldo de la comunidad internacional, no la precavida indiferencia de todos estos años.

Todo está por hacer tras el triunfo de la revuelta democrática en Túnez. La comunidad internacional, y especialmente la Unión Europea, que defraudaron a los demócratas tunecinos durante casi un cuarto de siglo, el tiempo que Ben Ali estuvo en el poder, tiene ahora la oportunidad, y la obligación, de contribuir al establecimiento de un régimen de libertades que podría obligar, por su sola existencia y ejemplo, a repensar el futuro de una de las regiones más inestables del mundo. En esta ocasión ya no valen, frente a las aspiraciones democráticas de los tunecinos, las coartadas de las que se sirvió el régimen de Ben Ali para disfrazar como un oasis de modernidad amenazado por terroristas lo que, tras su caída, aparece como lo que era, un país empobrecido por el mal gobierno y la corrupción, y sojuzgado por una camarilla.

Los tunecinos que han salido a las calles reclamando libertad necesitan el apoyo internacional que merece su causa, aunque solo sea ahora que ha triunfado. En Túnez se decide ahora algo que excede sus fronteras: si las democracias de los países desarrollados apoyarán a partir de ahora a los hombres y mujeres libres del Magreb o si seguirán prefiriendo, por miedo, cortedad o miopía, respaldar a quienes los reprimen a sangre y fuego invocando los fantasmas del islamismo y del terror.

15 Enero 2011

El autócrata que prometió no serlo

Javier Espinosa

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La historia siempre ha gustado de recurrir a los paralelismos. Quizás por ello y si todavía estuviera vivo hoy en día, Habib Bourguiba podría regocijarse al ver como su sucesor -el mismo que le depuso con golpe blanco la noche del 7 de noviembre de 1987- ha terminado su carrera política como él, arrinconado por el desencanto popular y obligado por los militares a dejar el poder y el país.

El régimen que estableció Bourguiba a partir de 1957 sentó el precedente para los usos y políticas que después adoptaría el general Zine Abidine Ben Ali, un devoto alumno del autócrata que pensó -como su antecesor- que las estadísticas que indicaban un crecimiento económico sostenido bastaban para frenar las aspiraciones de libertad de su pueblo.

Porque el ocaso de Bourguiba también comenzó con una revuelta del pan y una sangría, la de 1983, que degeneró en una crisis social de la que se aprovechó quien había sido primero su ministro del Interior y después su jefe de Gabinete. La mayoría de los tunecinos podría repetir de memoria las vicisitudes del 7 de noviembre de 1987, cuando el entonces jefe del Gobierno se presentó en la residencia presidencial con un acta médica en la que se declaraba «senil» al dirigente.

Todos los que vivieron aquel instante rememoran las palabras que lanzó Ben Ali: «En la época que vivimos no podemos sufrir un presidente de por vida ni una sucesión automática de la que el pueblo se vea excluido. Nuestro pueblo es digno de una vida política evolucionada, fundada realmente en el multipartidismo».

Amparado en un carácter apocado y en su manejo de los servicios secretos, Ben Ali se había convertido en el heredero del dictador. Un fulgurante ascenso para el cuarto hijo de una modesta familia de 11 hermanos, que nació en 1936. Militar de carrera, Ben Ali se formó en Francia y Estados unidos, y entre sus cargos figura la agregaduría militar en la embajada de Túnez en España durante los años 70. Quien había sido un político gris y sumiso al poder de Bourguiba hasta 1987 se transformó en el mismo autócrata y represor que había reemplazado.

Los tunecinos estarán ahora invocando a sus creencias más arraigadas para que la Historia no se repita de nuevo en su país.

17 Enero 2011

¿La sorpresa tunecina?

Gustavo de Arístegui

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EN 1987 un joven y dinámico primer ministro que había sido militar de carrera (alumno de la prestigiosa Academia Militar de Saint Cyr de Francia), agregado militar en Rabat y Madrid, embajador en Polonia y ministro del Interior, apartó del poder al presidente Habib Bourguiba, fundador del Túnez independiente, en una maniobra de palacio más que un verdadero golpe de Estado. Es curioso que cuando era aun coronel agregado militar, su ambición era dejar el Ejército y montar una compañía electrónica, puesto que Ben Ali es también ingeniero electrónico y, ya ven, llegó a presidente.

El legado de Papá Bourguiba, como le llamaban algunos tunecinos, era ciertamente notable: un país estable, con una creciente clase media, buena educación, sanidad pública razonablemente buena, espectacular para los estándares de los países en vías de desarrollo, y un código de familia y un catálogo de derechos de la mujer sin parangón en cualquier otra parte del mundo islámico. El nuevo presidente inauguró lo que dieron en llamar el espíritu del 7 de noviembre, fecha del golpe de palacio, que fue en realidad el comienzo del montaje de su Estado policial.

Túnez era un país apacible, tranquilo, casi aburrido, con dosis justas de exotismo, buenas playas y bellos paisajes, todo en pequeñito, manejable, sin sobresaltos, previsible… o eso creían algunos. Menudo fracaso de los analistas. Cuando era segundo jefe de la embajada de España en Trípoli (Libia), recorrí Túnez en coche de norte a sur y alguna vez de este a oeste. No podía uno evitar notar que buena parte de esa tranquilidad y aburrimiento se debía a que el país se había convertido ya en un eficaz Estado policial. El presidente, ex ministro del Interior, conocía a la perfección el oficio, y sabía controlar a sus Fuerzas de Seguridad, cuatro veces más numerosas que sus Fuerzas Armadas (120.000 frente a 35.000).

Mis amigos tunecinos, profesores de universidad, funcionarios de la ONU, algún político, diplomáticos, directores de cine, artistas, activistas de derechos humanos, me decían todos más o menos lo mismo: queremos paz y tranquilidad pero no a costa de los derechos y libertades fundamentales. Temían el peligro que representan los islamistas radicales, pero el presidente no podía pretender un cheque en blanco. Todos reconocían que era su país el que en mejores condiciones estaba para instalar una sólida y moderna democracia, en la que los extremismos fuesen marginales, pero buena parte de ellos reconocían también, que la represión sólo alimentaba las filas de los extremistas.

Todo parecía perfectamente bajo control, un pueblo tranquilo y apacible como el tunecino se acabó indignando. La gota que colmó el vaso no fue, a mi juicio, el suicidio a lo bonzo -para entender la trascendencia del acto hay que tener en cuenta que el suicidio tiene un terrible estigma social y religioso en el mundo islámico- del licenciado en Derecho desempleado y vendedor ambulante a la fuerza, Mohamed Bouazizi. Son, de hecho, un flujo continuo de abusos de poder del clan del presidente y sobre todo de su segunda mujer Leila Trabelsi y de su codiciosa familia, a la que todos conocían como la peluquera en referencia a su oficio antes de convertirse en primera dama.

El hartazgo más se parece al clamor popular en Nicaragua contra el latrocinio sin límites de los Somoza, que provocó el levantamiento popular a cuyo frente se puso el Frente Sandinista, pues quien echó a Tacho Somoza fue el pueblo nicaragüense y no el FSLN. Túnez se había convertido en una disparatada cleptocracia, sin Estado de Derecho ni seguridad jurídica, en la que todo giraba en torno a la voracidad desenfrenada de la primera dama y de su clan, que extendían sus tentáculos a cuanto podían, el latrocinio y el capricho abusivo habían llegado a límites insospechados.

Hay un punto de inflexión fundamental de esta crisis: el enfrentamiento entre el ex presidente Ben Ali y el jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra, general Rachid Amar, a quien el presidente le ordenó disparar sobre los manifestantes en las ciudades de Kasserine, Thala y Sidi Bouzid. El general se negó rotunda y airadamente, y Ben Ali lo destituyó fulminantemente.

El Ejército tunecino tiene una bien merecida reputación de no mezclarse en cuestiones políticas, otra herencia de Bourguiba. El temor que despertaba en el presidente sus compañeros de armas era evidente, y siempre se ha sabido que el presidente Ben Ali practicaba una irresponsable e injusta política de mantener a sus Fuerzas Armadas infradotadas de medios humanos y materiales. La sospecha se extiende, además, a la muerte en un extraño e inexplicado accidente de helicóptero de la totalidad de los trece principales mandos de las Fuerzas Armadas en abril de 2002, entre ellos del prestigioso y respetado general Abdelaziz Rachid Skik. Es evidente que las FAS tunecinas no apoyaron la delirante huida hacia delante de Ben Alí.

Hay varias lecciones que pueden sacarse de éste y otros incidentes parecidos pero no idénticos. El primero es que el vacío de poder tras la huida de un jefe de Estado es extraordinariamente peligroso, y la Historia nos demuestra que el vacío lo ocupan los mejor organizados y fuertemente ideologizados, como fue el caso del imam Jomeini y de los ayatolás radicales, tras la caída y huida del sha de Irán en 1979. Ese riesgo existe hoy claramente en Túnez. Los islamistas radicales dentro del país están escondidos, agazapados, esperando su momento. Los que están en el exilio, como el muy radical Rachid Ghannoushi -que a nadie engañen sus declaraciones aterciopeladas, que estudien su historial de incitación al odio y a la violencia- han anunciado su vuelta, y su intención de «desmontar» el régimen, mas habría que leer en sus declaraciones montar un régimen islamista radical, que es exactamente lo contrario que las clases medias y los manifestantes tunecinos quieren. Los islamistas radicales no van a dejar escapar esta ocasión, y van a maniobrar y hacer todo lo que esté en su mano para hacerse con el poder, y si no lo logran tratar de aprovecharse de las aguas revueltas ya que las protestas e inestabilidad continúan en el país. Tampoco conviene descartar que el terrorismo aproveche el momento para asestar un golpe de efecto.

MUCHO se ha hablado en estas horas siguientes a la caída de Ben Ali del efecto contagio. No se puede descartar en absoluto el efecto mimético, por diferentes que sean las circunstancias de cada país. Sin embargo, los vecinos no tienen la estructura social de Túnez, sus clases medias son pequeñas en relación a la población total, su influencia es aun limitada. Sin embargo se ha visto el devastador efecto que tiene sobre la opinión pública la corrupción y el latrocinio cósmico desde los clanes del poder. Además hemos visto cómo se han producido tres inmolaciones en Argelia, que siguieron a graves disturbios en las grandes ciudades del país, con varios muertos y numerosos heridos. Como consecuencia de los mismos, el Gobierno ha anunciado ya que no va a subir los precios de los productos de primera necesidad, que es una verdadera espoleta de revueltas sociales en los países en vías de desarrollo.

Marruecos tampoco está inmunizado del efecto contagio, la pobreza y la falta de libertades son un caldo de cultivo de descontento y la transición tantas veces anunciada ha sufrido un serio parón, como reconocen en privado numerosos políticos marroquíes. El poder económico y el poder político muchas veces se encuentran en las mismas manos, lo que puede ser una muy importante fuente de irritación social y potencial desencadenante de seria inestabilidad política y social.

Por otra parte, están las sucesiones pendientes en algunas repúblicas árabes que se anuncian ya, como Siria, hereditarias. No estamos en el año 2000 cuando Bashar Al Assad sucedió a su padre Hafed Al Assad. Habrá que ver cómo se toman los egipcios la designación de Gamal, hijo del presidente Hosni Moubarak (ya se conoce el rechazo de las Fuerzas Armadas), pues lo que parecía bien atado hace unos meses, es incierto hoy.

La revolución de jazmín sigue viva, esperemos que siga siendo de jazmín, y ha puesto de manifiesto que la influencia en la región de Europa, y especialmente de Francia, ha mermado en beneficio de otros actores. Éste es el momento de trabajar más intensamente en fortalecer seriamente el papel geoestratégico de la UE, especialmente con sus vecinos más próximos.

No es sólo el mundo árabe el que tiene que sacar sus conclusiones sobre lo ocurrido en Túnez, nos toca a todos los demócratas del mundo. Se ha producido un punto de inflexión histórico en Túnez que puede acabar siendo un brillante ejemplo para los países en transición a la democracia, o degenerar gravemente hacia el desorden, la violencia y el caos. Ha llegado el momento de defender las libertades con decisión y coraje más allá del pragmatismo cínico de la realpolitik.

Gustavo de Arístegui

17 Enero 2011

Después del mal menor

Salvador Sostres

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Júbilo entre los comentaristas de izquierda por la caída de Ben Ali, el mismo júbilo que sintieron por los tiros que recibió la congresista Giffords y que ellos corrieron a disparar contra Sarah Palin. Celebraron también la caída del general Musharraf y hoy nos preguntamos si había realmente algo que celebrar. Más retrospectivamente y sin movernos del lugar podríamos preguntarnos si Gandhi fue realmente un héroe pacifista y visionario o uno de los grandes enemigos de la Humanidad. También el fin del sha de Persia pareció una victoria de la libertad, pero lo cierto es que llegaron los ayatolás.

Hay veces y zonas del mundo en que un dictador más o menos corrupto -pero determinado y firme en lo esencial- es lo mejor a lo que se puede aspirar. Ben Ali, que había contado siempre con la complicidad de Estados Unidos y de Europa, actuó de cortafuego contra el islamismo, y tal como durante la Guerra Fría algunas dictaduras suramericanas fueron el mal menor con que nos tuvimos que conformar para frenar al comunismo, hoy el islamismo representa una amenaza incluso superior a aquélla para nuestra vida libre. La libertad no siempre con libertad puede defenderse.

Es cierto que esta necesidad de estabilidad, cuando va ligada a la falta de alternativas, acaba generando situaciones difícilmente sostenibles. Y que el precio de mantener sistemas autoritarios que actúen de dique de contención contra la barbarie es que se acaben engendrando regímenes podridos por dentro. La sensación de impunidad favorece corrupciones exageradas, más allá de lo que el normal funcionamiento de cualquier país puede soportar. Al fin y al cabo, Ben Ali ha caído cuando la economía le ha empezado a fallar. Salvando todas las distancias, también la Democracia Cristiana italiana fue la herramienta más valiosa para luchar contra el comunismo, y también se perpetuó en el poder y también se corrompió.

Veremos qué sucede en Túnez, y hasta qué punto es esta vez estúpido el júbilo de los comentaristas de izquierda. De momento, las primeras tentativas democráticas han sido severamente sofocadas por los militares. Esto no es una fiesta de nada, ni el exilio de Ben Ali tiene nada que ver con la victoria de la democracia, sino más bien con una concesión de las corruptas oligarquías que controlan Túnez junto con el Ejército y que harán cualquier cosa para mantenerse en el poder. Incluso buscarse otros aliados -y otros enemigos- si América y Europa no les continúan respaldando. O sea que, detonada la estabilidad, cualquier cosa puede pasar y eso es decir mucho cuando Trípoli es tu vecina.

Podríamos acabar añorando a Ben Ali en menos de nada. Ese mal menor al que tantas veces es lo sumo a lo que podemos aspirar. De hecho, la Historia acaba enfrentándose a toda clase de plagas cada vez que la izquierda celebra algo.