2 septiembre 1981

Condenado a 20 años de cárcel en Nüremberg, la prensa lo apodaba el 'nazi bueno' por su oposición a Hitler en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial

Muere Albert Speer, ex ministro nazi de Armamento y ‘arquitecto del III Reich’ cuando estaba en Londres por un documental de la BBC

Hechos

El 2.09.1981 la prensa española informó del fallecimiento en Londres de Albert Speer, ministro de Armamento de Alemania durante la Segunda Guerra Mundial.

Lecturas

Albert Speer ingresó en el Partido Nacional Socialista (nazi) en 1931, cuando aún no estaba en el poder, siendo presentado a Hitler por Goebbels.

El dictador nazi Adolf Hitler (1933-1945)  que se encontraba descontento con los métodos de trabajo de los arquitectos de la época, vio en Speer el hombre idóneo para ejecutar sus grandes proyectos ‘dignos del poder nazi’, convertido así en el arquitecto del Führer. Speer hizo una rápida carrera dentro del partido. Construyó la gran cancillería, sede del poder de Hitler, que sería destruida al finalizar la Segunda Guerra Mundial.

En 1942 al morir el ministro de Armamento, Frotz Todt, en un accidente aéreo, Speer es nombrado para ese cargo, que desempeñaría hasta el finall de la guerra. Poco antes de la caída del Reich, Albert Speer se opuso por primera vez a Hitler cuando éste le dio la orden de destruir la industria alemana para que no cayese en manos de los aliados. Speer llegó a insinuar que había participado en un intento de asesinato a Hitler pocos días antes de caer en manos de los aliados. Por aquella fama y por su actitud de ‘disculpa’ ante los medios por los crímenes nazis fue apodado el ‘nazi bueno’,

No obstante sus aseveraciones de que no conocía nada sobre el holocausto fueron desmentidas por numerosos historiadores a su muerte.

06 Julio 1981

ALBERT SPEER Y LA ARQUITECTURA NAZI

Santiago Amón

Leer

El pasado martes fallecía en Londres, a la edad de setenta y seis años, Albert Speer, ministro que fue de Armamento y Munición de la Alemania nazi durante la segunda guerra mundial (a partir, concretamente, de 1942) y exponente

singular de la arquitectura que en su patria se alzó bajo el mandato del Führer. Vivió como arquitecto los días de esplendor del III Reich, y los de estertor y derrota como ministro. Se opuso -reza por mayor elogio la nota necrológica- al intento hitleriano de destruir la industria alemana antes de que cayera en manos del vencedor y fue el ‘único de los acusados que se reconoció culpable en el juicio de Nuremberg (la ciudad de sus más ambiciosos proyectos), cumpliendo condena de veinte años en la cárcel de Spandau.

Arquitecto y ministro de Armamento. Deseche el lector o atenúe la paradoja que media entre las artes de construir y los oficios de destruir, y crea que no cuadran mal ambos títulos a Albert Speer en cuanto que intérprete de la idea que de lo uno y lo otro sostenía Adolfo Hitler. En su «Arte e ideología del nazismo» escribe B. Hinz: «Los gastos del Estado para construcción pública (y el término «público» en el 111 Reich está cargado de un sentido grandioso) tienen la misma función económica que los

gastos para armamento.» Armamento y edificio entrañaban para el nazismo un glorioso valor publicitario, llegando el Führer a establecer -según testimonio del propio Speer- una relación de identidad entre barcos de guerra y construcciones edilicias.

La relación era, sin embargo, más profunda y también más terrible de atender a las tres claras conclusiones que de la arquitectura nazi desprende el autor sobredicho. La actividad constructiva del nazismo había coadyuvado, por un lado, a preparar la guerra a través de una política de endeudamiento del Estado. Por otra parte había desarrollado formas estéticas estrechamente relacionadas con la guerra («la guerra incorporaba el signo fortificatorio y sepulcral de los edificios, en la medida en que, como reverso de la medalla de la monumentalidad, ocasionaba muertos en proporción jamás vista»»). ¿Qué son, por último, las construcciones nazis, junto al armamento y su realización en una guerra de todos, sino funciones de una completa expropiación al pueblo?

Admitido su talento creador y su capacidad organizativa, reconocida también la entereza de su actitud frente a no pocos desatinos hitlerianos, así como su sincera hombría en el juicio de Nuremberg y la objetividad de sus escritos dados a la luz en y tras su larga cautiverio, no deja Albert Speer de representar, en su doble papel público, la síntesis estética de arquitectura, armamento y guerra tal cual prosperó (?) en la andanza del nacionalismo-socialismo. Los tres puntos de valoración no sólo simbolizan, de acuerdo con M. Jüroens, sino que son crímenes contra el pueblo, que, inaccesibles a toda otra legitimación, han de presentarse como valores estéticos. «La estética nazi-viene a concluir Berthold Hinzculmina en la síntesis de arquitectura, armamento y guerra. »»

Pero no, no fue, a fin de cuentas, Albert Speer el arquitecto del nazismo, aunque a su mano se deban obras tan significativas como el Campo de Marzo o el Zeppelinfeld, ambas en Nuremberg. Tampoco lo fueron los Reissinger, Sagebiel, Troost, Klotz, Ludwig y Franz Ruff…, con el holgado suma y sigue de monumentos erigidos para gloria de la glorificación. El verdadero arquitecto del nazismo fue el propio Hitler, iluminado promotor de un modelo al que habían de atenerse, sin excepción, todos los otros modelos. «La vía más apta para volver a llevar al pueblo alemán por el camino del trabajo -declaraba el Führer en septiembre de 1933- la veo en esto: antes que nada, poner en movimiento nuestra economía, iniciando por doquier grandes trabajos monumentales.»

¡Demasiado esfuerzo para tan vano objetivo! En aras del colosalismo y con el abuso público de financiar a los grupos capitalistas dominantes, el III Reich fomentó de forma espectacular la actividad constructiva, sin que el beneficio económico de los pocos se viera mínimamente reflejado en mejoras sociales de los muchos. Entre 1932 y 1939 -de atenernos a los cálculos aproximativos de Bettelheim- los ingresos brutos de una de las más poderosas empresas constructoras (la Philipp Holzmann AG de Francfort) aumentaron en un ¡900 por 100!, cifra únicamente igualada por alguna industria de material bélico. Por ese mismo tiempo decrecían las empresas constructoras (el pez grande se come al chico), creciendo sólo en proporción irrisoria los puestos de trabajo.

«Las principales tareas que se le plantean a la arquitectura en el futuro -volvía a la carga el Führer- son edificios de carácter colectivo, que sirvan a las solemnidades y a las celebraciones en el sentido religioso alemán.»» Unánime y cabal resulta la crítica a esta y otras grandilocuencias hitierianas. Precisamente por no tratarse de realizaciones colectivas destinadas a las necesidades de la población se insistía tanto en lo colectivo. «Los edificios destinados a servicios sociales -escribe textualmente Hinz- fueron muy escasos: de ellos no hay ni rastro en las grandes realizaciones arquitectónicas.»» Exentos de todo fin concreto que no fuera la solemnidad al modo alemán, los tales edificios colectivos veían la luz con la gala de los más preciados materiales.

No es fácil imaginar dislates mayores que RT expresados por Hitler en su alocución de 7 de septiembre de 1937, en Nuremberg. Frente a la condición pasajera (sic) de las insignificantes necesidades cotidianas, e! Führer exalta como imperecederos a través de los siglos los grandes monumentos de las civilizaciones humanas esculpidas en granito y en mármol, cifrando en su ejemplo todas las otras manifestaciones de la raza. Y no sólo la traza singular de los edificios; también el planeamiento de las ciudades ha de inscribirse bajo título común de monumentalidad. «Estas obras arquitectónicas -exclama Hitler en pleno delirio- no deben ser concebidas para el año 1940, ni aun para el año 2000, sino erigirse como nuestras catedrales de los milenios futuros. »

¿Aceptó y asumió Albert Speer la fatuidad general del proyecto hitleriano? El golpe de vista sobre obras suyas tan características como el Campo de Marzo o el Zeppelinfeld nos induce a concluir que orden y solidez resplandecen, por encima de otras glorias, en el concepto y la práctica de su arquitectura, así como de sus escritos se desprende una certera actitud crítica sobre hechos ciertamente irreparables. En 1969 publicó Speer en Berlín un libro harto ilustrativo en torno a la pretensión colosalista del nacional-socialismo. Años y años de forzada reflexión en Spandau le llevarían a ironizar acerca de la probada desmesura de su célebre estadio de Nuremberg, cuya presencia engolada pretendía triplicar la hierática volumetría… ¡de la pirámide de Keops!

Donde quizá muestra Speer mayor agudeza es en el sereno repaso de lo que en los días de esplendor nazi debió tenerse y temerse como alarmante síntoma: el concepto glorioso (¡amarga paradoja!) de la ruina. Para asombro de futuras generaciones, los edificios del III Reich habían de alzarse conforme a la teoría del valor de. las ruinas, de suerte que el paso de los siglos o los milenios -llegara a asemejarlos a los modelos romanos. «¡En tales términos pensábamos!»», reconoce y lamenta, desde la perspectiva de Spandau, el otrora ministro de Armamento. Sólo a demencia del verdadero padre del modelo cabe achacar tan siniestra visión de la historia o forma tan descabellada de celebrar la inexorable ruina del futuro en la que sobre su propio presente sufría ya Alemania.

14 Enero 2002

El hombre que sabía demasiado... poco

Jacinto Antón

Leer

No me cae bien Albert Speer, el arquitecto de Hitler. Es cierto que como nazi le prefiero a Kaltenbrunner, el brutal jefe de la Gestapo. También es verdad que hasta una víbora de Gabón resulta más simpática que Kaltenbrunner. Con Speer es más fácil identificarse porque no tenía cicatrices en la cara, era de buena familia, bien parecido, inteligente, culto, sensible, practicaba el remo, fue amigo del estupendo piloto de caza Adolf Galland y escribió una vez: ‘No tengo madera de héroe’.

Pero yo le tengo por un gran mentiroso que disfrazó su culpa real con una beatería y una ingenuidad virginal repugnantes. Sencillamente, no soporto que tratara de hacernos creer -y de hecho lo lograra ante el Tribunal de Nurenberg, nada menos, lo que le evitó la horca, al contrario que Saukel, seguramente tan culpable como él- que no sabía lo que estaba pasando con los judíos, que Hitler, en su amor por él le ‘blindó’ para que no se corrompiera. Esa falsa imagen de ‘nazi bueno’, de mirlo blanco entre cuervos me resulta vomitiva. Durante un tiempo, y en el curso de sus altas responsabilidades en el Gobierno nazi, Speer incluso fue responsable del sistema ferroviario en el Este. ¿Adónde pensaba que se dirigían todos esos trenes cargados de judíos en el año 42? ¿De colonias, de vacaciones?

La historiadora Gitta Sereny ha demostrado en su colosal y demoledor libro Albert Speer: su lucha con la verdad (Javier Vergara Editor, 1996), seguramente una de las mejores biografías y el más profundo análisis de un hombre seducido por el mal que se haya hecho jamás -un libro de historia imprescindible, más incluso que lasMemorias del arquitecto nazi que ha reeditado El Acantilado-, hasta qué punto Speer mintió. Sereny necesita 750 páginas, una investigación de rigor excepcional y una larga relación con el viejo arquitecto, al que entrevistó en numerosas ocasiones, pero al final obtiene la terrible confesión que no se logró en Nuremberg: Speer reconoce que ‘sentía que a los judíos estaban sucediéndoles cosas terribles’ y su ‘tácita aceptación de la persecución y el asesinato de millones de judíos’.

No se crea que Speer se rindió ante Sereny porque le abrumara la conciencia, qué va. La pequeña y aparentemente inofensiva historiadora húngara lo fue acorralando implacablemente -tenía buena práctica, lo había hecho antes con Franz Stangl, el comandante de Treblinka (Into that darkness, 1983) y luego casi llegó a las manos con el revisionista David Irving-. Probó que Speer estuvo presente en un discurso de Himmler en Posen el 6 de octubre de 1943 en el que el pinturero jefe de las SS fue muy franco al hablar de la Solución Final. Speer reconocía haber estado allí, pero sostenía que se había marchado, mira tú que casualidad, un pelín antes de que hablara Himmler. Lo que se contradice con el hecho de que Himmler se dirigió en su discurso directamente a Speer…

En fin, después de lo de si sabía o no sabía lo del Holocausto -y dejando de lado su muerte de un infarto en una habitación de hotel en Londres en 1981 en brazos de una jovencita, lo que contrasta con sus mogijatas críticas a Bormann en lasMemorias por ligarse a las secretarias-, lo más interesante de Speer es su malhada amistad con Hitler, pues ¿quién no se ha equivocado a la hora de elegir amigos? Más allá de los flecos psicoanáliticos y de erotismo sublimado de la relación -es impagable la escena (recogida también en las Memorias) en la que elführer le deja su chaqueta con insignia del máximo rango al joven arquitecto, nuevo favorito, lo que despierta los celos de los altos jerarcas nazis-, hay una pregunta fundamental: ¿nos habría seducido a nosotros Hitler? Yo, por ejemplo creo que no le hubiera interesado, pues desde el punto de vista fáustico tengo poco que ofrecer y soy incapaz de duplicar la producción de armamento, ni que me empeñe. Pero sin duda el selecto grupo que se congregó el pasado jueves en el CCCB para la presentación y debate, precisamente, de las Memorias de Speer, le habría parecido un excelente objetivo.

Había, sin ir más lejos, otro arquitecto, Óscar Tusquets. Dios nos libre de identificar a causa de Speer arquitectura con nazismo: todos tenemos una oveja negra y con esvástica en el oficio y la de la prensa es peor pues Goebbels era ladino y rijoso. Tusquets destacó que Speer no fue un gran arquitecto pero que por eso mismo triunfó en un momento en que lo que tiraba era ‘un neoclasicismo ñoño’. Evocó casi cinematográficamente cuatro grandes momentos de lasMemorias y consiguió materializarlos para la nutrida audiencia: cuando Speer descubre que los edificios del Reich de los mil años llegarán a ser ruinas; su construcción de una ‘catedral de luz’ con reflectores antiaéreos para el congreso del partido en Nuremberg en 1934 -Tusquets apuntó que a causa del precedente nazi se ha visto con malos ojos el proyecto de recrear las Torres Gemelas con luz; él se declaró partidario de reconstruirlas exactamente, pero vacías por dentro-; la visita de Hitler a las maquetas del Gran Berlín, con el führer de rodillas asomándose a la inmensa avenida para visualizar la perspectiva, y la fulgurante expedición a París (‘Hitler no tenía más posibilidad de visitar París que conquistándola’). También estuvieron en torno a las Memorias dos representantes de otro colectivo con ilustre miembro -Heidegger- seducido por Hitler: los filósofos Eugenio Trías y Félix de Azúa. Para el segundo, Speer es la ‘contrafigura’ de Hitler. ‘Hitler por sí solo era ineficaz, necesitaba al técnico, y ése es Speer, un hombre que jamás se plantea la responsabilidad moral de lo que hace y ve el trabajo esclavo como una cuestión de productividad’. Eugenio Trías fue más al núcleo íntimo del affaire Speer: ‘El tirano es el que no puede tener amigos, pero en su soledad, Hitler generó un alter ego en el que proyectó sus anhelos, ambiciones y protofantasías: Speer’.

Speer, el hombre que entregó su alma a Hitler y creyó que podría pasar de puntillas por el infierno.