9 noviembre 1970

Muere Charles de Gaulle, un año después de abandonar el poder en Francia

Hechos

El 9.11.1970 falleció Charles de Gaulle.

Lecturas

El general Charles De Gaulle ha dejado de existir este 9 de noviembre de 1970, en su casa de Colombey-les-deux-Églises, víctima de una afección cardiaca.

De Gaulle, que ha sido una de las personalidades políticas determinantes de la historia del siglo XX, será sepultado sin grandes ceremonias, de acuerdo con los deseos expresados en su testamento. La noticia de la muerte de De Gaulle ha conmovido indudablemente al mundo entero.

Apenas conocida, los dirigentes políticas del Este y el Oeste han expresado sus condolencia a los franceses.

En la China comunista sus máximos jerarcas, Mao Zedong, Lin Piao y Chou Enlai, concurrieron a la embajada de Francia para expresar sus condolencias.

El gobierno de Georges Pompidou ha decretado día de duelo y se celebrará una misa solemne en Notre Dame.

10 Noviembre 1970

Charles de Gaulle

ARRIBA (Director: Jaime Campmany)

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Ha muerto Charles de Gaulle. Ha muerto un político de excepcionales dimensiones y un soldado de raza. En el torrente de los juicios y de las opiniones de su desaparición origine estos días debe subrayarse legítimamente su condición de mayor relieve, su causa minera y fundamental, su amor y su único desvelo: Francia.

Charles de Gaulle ha sido uno de los últimos grandes patriotas. He ahí a raíz de su ejecutoria. Conoció, sí, las altas cimas del quehacer político internacional. Pero nadie podrá dudar en esta hora de solemne gravedad que Francia ha perdido el más noble de sus príncipes. Desde los amargos días de junio de 1940 en que De Gaulle se instala en Londres para convocar a los franceses hasta la extrema frialdad de su dimisión como presidente de la V República en abril de 1969, la vida de este hombre ejemplar ha constituido una dilatada sucesión de servicios en su pueblo. Su muerte en la residencia de Colombey-leseus Eglises conforma un acontecimiento de carácter universal.

Ha muerto uno de los últimos grandes lideres del mundo. Ha muerto de pie, como los buenos soldados. Para él tendríamos que recordar aquella canción que proclama la ida de los veteranos: “Los viejos soldados no mueren, no se desvanecen…”. Charles de Gaulle no deja un hueco reparable: llena un hueco increíblemente profundo en la historia contemporánea de su país.

Sin Charles de Gaulle no se concibe la Francia libre en Londres, ni la resistencia, ni el júbilo triunfal de los campos Elíseos en 1944, ni la independencia de Argelia, la reconciliación con Alemania, ni siquiera el inicio del nuevo concepto de Europa… En ese contexto histórico en pudiera resumirse en la imagen dialéctica utilizada por Pompidou en su alocución: “Francia se ha quedado viuda”. No fue un nacionalista. Pero entendió que posible la unidad de la diversidad. Su idea de la Europa de las patrias constituye un concepto que nadie puede desdeñar.

Nada más fácil, pues, que sintetizar las grandes líneas de su pensamiento y de su acción. Sirvió, sin reservas a Francia, a la que salvó del deshonor. La hermanó, después en los pueblos de Europa y la puso en condiciones de intervenir con dignidad en el concierto universal. Se revolvió con su noble gesto de independencia, contra cualquier cesión de fuera o de dentro, económica o política y no dudó en confrontar la fuerza de su pueblo con cualquier querencia que de una u otra forma intentase una interferencia en la trayectoria política de su país. Evitó la guerra civil y dio vigor a las instituciones que permitirían a Francia recobrar el prestigio y la fortaleza perdidos durante la IV República.

Entregó su vida con decoro, constancia y devoción humanas. Su mayor obra, quizá haya sido el intento de abortar la política de bloqueos, del cual le queda a Europa una comprensión clarividente: el universo no puede vivir sometido a las decisiones unilateralmente adoptadas en Washington o en Moscú.

Con la muerte de Charles de Gaulle acaba una vida fecunda y ejemplar. Ha muerto un europeo insigne. Las banderas del mundo se rinden hoy ante la estampa señera de un hombre que supo vivir con honor.

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10 Noviembre 1970

Un hombre del destino

Manuel Blanco Tobío

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Este hombre tan singular, que acaba de empobrecer al mundo dejando súbitamente su escenario, tenía aquella cierta idea de Francia, que tan magistral y pungentemente describió en sus Memorias y que le inspiró una política que desafiaba la clasificación de Francia en la tabla de las naciones. Como el mundo no respondía a lo que el esperaba, se puso a corregirlo con insolencia, y acabó riñendo con sus amigos, sin reconciliación con sus enemigos. Como la OTAN no era lo que él quería apartó a su país de ella enfurencia y al mismo tiempo intimidando a Estados Unidos.

Hombre complejo, atrabilioso, despótico y genial, Francia es hoy, sin embargo, una magna obra política suya. Derrotada y maltrecha, De Gaulle la sentó en el exclusivista club de los grandes vencedores; atrapada en la esterilidad del parlamentarismo, por igual indijerente a la mediocridad de los Laniel y a la inteligencia de los Mendes-Francer, la dotó de una Constitución que ha hecho posible, sin anestesia, el trauma del posgaullismo, desangrada en los Dien-Bien-Pus de su inútil empeño en conservar un Imperio condenado, De Gaulle practicó la cirugía de Argelia con éxito. Esto le debe el pueblo francés, rescatado por él de la catástrofe de la III República, del caos de la IV y del difícil parto de la V.

Esto es lo que verdaderamente quedará de De Gaulle. Lo otro, la agrandeur, el desdén y la desconfianza hacia los anglosazonas, la ambición de una influencia mundial francesa en un planeta para gigantes continentales como Rusia, China, Estados Unidos, eran exuberancias de su carácter, romanticismo galo, nostalgias vanas de los soles de Austerlitz. Un ejército de un solo hombre, y detrás, como ha dicho Romain Gary, una Francia fatigada, que quería reconciliarse definitivamente con su pequeñez.

Manuel Blanco Tobío

11 Noviembre 1970

De Gaulle

José María de Areilza

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La historia de un hombre excepcional es casi siempre la historia de una época. Los años de vida pública del general De Gaulle son los 30 últimos años de la Historia contemporánea. En el comienzo de sus Memorias se define asimismo como un hombre que tenía una cierta idea de Francia que llenaba el ámbito de su vida y de su acción. Nunca dejó de estar presente en su ánimo ese hilo conductor de su pensamiento que era el papel relevante de su país en el concierto del mundo. La grandeur francesa que afluía a sus labios en discursos y alocuciones no era en su interpretación ni potencia militar – cuyas inevitables limitaciones conocía – ni riqueza económica – cuyo relativo tamaño comprendía – sino vocación nacional del alma francesa para encontrar en el torbellino de la posguerra y de la revolución tecnológica un mensaje propio e independiente que fuera valido para todos los pueblos.

De Gaulle era nacionalista, de filiación maurrasiana, como muchos de sus compañeros de armas. Probablemente fue monárquico en su juventud por oponerse al republicanismo pacifista anterior a 1914. Después evolucionó, en cuanto a forma del estado, pero no en lo relativo a la exaltación de su patria, que mantuvo tenaz frente a las corrientes integradoras de Europa. Sin De Gaulle, la unificación del Continente estaría hoy en el kilómetro cien en vez de en el kilómetro 20. Si el general hubiera tomado en los años 50 o 60 la iniciativa federal, en vez de torpedearla, el consenso de los pueblos de Occdiente hubiera sido clamoroso. Si donde decía Francia hubiese dicho Europa, el eco de sus discursos resonaría todavía en muchas capitales además de París.

Tuvo en junio de 1940 la profunda intuición de la clarividencia anticipada que sella el perfil de los hombres excepcionales. Cuando todo parecía perdido en su país, y otra vez en seis semanas, como en 1870, las tropas alemanas habían logrado el armisticio y la rendición de los Ejércitos franceses, De Gaulle pronosticó que la batalla de Francia se había perdido, pero que la guerra era mundial y la ganarían los Ejércitos aliados contra Hitler y Mussolini. Su mensaje era de inverosímil esperanza. Contra toda apariencia racional, los acontecimientos le dieron la plena razón. Y cuatro años después, en agosto de 1944, su Gobierno provisional de la Francia libre se convertía en el Gobierno oficial de la República.

De Gaulle sostenía que, desaparecida la III República en 1940 por el suicidio político la única legitimidad republicana estaba vinculada a su persona. «Yo soy la legitimidad del Poder», repitió a menudo desde Londres. Su antigua formación doctrinal acentuaba los valores de ese vocablo, «legitimidad», que en él era convicción honesta y profunda de su misión. De ahí nació, en gran parte la leyenda de su soberbia. Pero François Mauriac, que lo conocía bien y lo admiraba, decía que el orgullo no era autoveneración, sino conciencia aguda de lo que él encarnaba.

Restauró la República como forma de Gobierno, y la democracia como sistema de convivencia política. En 1942 en una de sus célebres conferencias de Prensa en Londres, precisó su pensamiento al respecto: «La democracia se confunde, para mí, con la soberanía nacional. La democracia es el gobierno del pueblo por el pueblo, y la soberanía nacional es el pueblo ejerciendo su soberanía sin trabas». La IV República fue posible gracias a él aunque discrepó tanto de sus estructuras internas, excesivamente parlamentarias, que se alejó del Poder durante diez años para rumiar en el ostracismo de Colombey las futuras singladuras de su destino. La V República fue enteramente obra suya, y en ella combinó presidencialismo y parlamento en un equilibrado dosaje de rodamientos institucionales. Alguien la definió como República consular por la frecuente apelación al referéndum y al sufragio universal directo que su presidente hacía en una y otra ocasión. Pero las reglas del juego democrático – pluralidad, libertades civiles, respecto a la mayoría y a las minorías – fueron para él inamovibles. Por acatarlas al pie de la letra abandonó el Poder en 1969, en el último envite, al conocer el resultado escasamente negativo de su consulta sobre la regionalización.

Dos veces evitó De Gaulle la guerra civil en su país. La primera en 1944, cuando integró las milicias armadas de la Resistencia interior en el cuadro militar de los Ejércitos. La segunda, en 1960, al sofocar la revuelta de los generales colonialistas de Argel. Hizo imposible en el primer caso la ruptura total de la difícil convivencia subsiguiente a la liberación y no vaciló en volar a Moscú para tratar con Stalin del delicado problema. En cuanto al putsch malogrado, nadie puede hoy discutir de buena fe la necesidad histórica de una Argelia independiente ayudada por Francia, aunque los sacrificios para llegar a esa meta habían de ser considerable para el hombre que encarnaba precisamente al ser renovado de su país. El haber emancipado el imperio colonial francés será una de las más notables ejecutorias de la obra del general como gobernante.

Su visión del mundo – ya lo hemos dicho – era a la vez nacionalista y universal. No quería pertenecer al a política de los bloques ideológicos y trato de superar esa división maniquea de los pueblos de la Tierra, apoyándose  en las circunstancias de la economía y de la raza; constantes que estimaba superiores a las doctrinas partidistas. De ahí nació el concepto ‘entre los Urales y el Atlántico’ con el que trataba de atraerse a Rusia hacia su vieja orientación europea. Y su política de deshielo de los países del Este, que ahora es una plena realidad. No era un enemigo de los Estados Unidos, como se ha dicho, sino estadista europeo, preocupado por la avasalladora potencia de los dos supergrandes, listos para entenderse por encima de las cabezas de Europa. Entendió muy bien el problema del Tercer Mundo y lo visitó incansablemente para conectar con su ambiente. Fue el primero en reconocer el peligro del aislamiento de la China continental y extendió hacia ella en seguida la normalidad diplomática. En el Oriente Medio mantuvo al principio la equidistancia, inclinándose después del lado árabe, acaso por determinadas promesas petrolíferas que luego se vieron incumplidas.

Era profundo y sincero creyente, acaso el más religioso de cuantos presidentes ha tenido Francia desde Mac Mahon y Thiers. Pero jamás este jefe temporal de una gran nación cristiana se permitió la más leve alusión espiritual o injerencia en ese terreno, ni quiso aludir siguiera a su condición de católico ferviente para obtener ventajas electorales o involucrar problemas civiles con la influencia de su fe.

Su manejo de la lengua era prodigioso. Seguramente era el mejor orador de su época, con sus agudos repentinos y sus inflexiones tan comentadas. Como don Antonio Maura entre nosotros, esmaltaba de neologismos o arcaísmos sus oraciones para regocijo y admiración de críticos y seguidores. Su estilo de gran escritor era soberano. Quizá, sólo Mauriac y Camus podrían comparársele. Como a Winston Churchill le ocurría con el inglés, aquí también De Gaulle fue el general artífice de su habla nativa, portavoz del pensamiento nacional en volandas del más rico, ingenioso y adecuado vocabulario para el patriotismo.

Físicamente, tamibién era un gigante. Su presbicia daba una extraña y oscura lejanía a sus ojos inquisitivos, curiosos, interrogantes. Me honré con su amistad y conocimiento durante mis años parisinos. Era hombre de conversación incesante, de humor agudo, ‘buen tenedor’ para decirlo en términos gálicos y nada ignorante de los mejores caídos de su tierra. Conocía las grandes literaturas de nuestra cultura y su juicio crítico rara vez fallaba en la materia.

Creía que la misión del que manda es no sólo la ejemplaridad, sino mostrar la ruta de la cima a los hombres que forman un país, despertando en ello lo que tengan de más noble y asociando su libertad a la responsabilidad de sus actos.

En la soledad de Colombey, frisando el gran bosque que lleva a las fronteras del Rhin, reposa ahora el gran francés. Si la patria suya viene – como escribió en sus Memorias de esperanza – fondo de las edades y tiene un porvenir indisoluble, se debe en parte a espíritus como él, que hicieron compatible el servicio a una idea con el respeto a la dignidad del hombre dentro de la cultura común del Occidente cristiano.

José María de Areilza.