28 abril 1969

La derrota en el referendum sobre las regiones en Francia supone la caída del fundador de la V República

Fin de una etapa en Francia: el General Charles De Gaulle dimite como presidente y se retira de la política

Hechos

El 28 de abril de 1969 el jefe del Estado de Francia, General Charles de Gaulle, presentó su dimisión.

Lecturas

Apenas conocido el resultado del referéndum, que ha significado un duro revés para su gobierno, el general Charles De Gaulle ha presentado su renuncia a la presidencia de la república.

De Gaulle hizo conocer su decisión a medianoche, desde su residencia en Colombey-les-deux-Eglises.

El electorado francés ha rechazado las reformas constitucionales propuestas por De Gaulle; el 52,4% de los votos ha sido negativo; los que apoyaban la propuesta gaullista suman 47,58%.

El 10, De Gaulle había anunciado en el curso de una entrevista con Michel Droit que si se imponía el ‘no’ abandonaría inmediatamente la presidencia de la V República de Francia.

Lo cierto es que la mayoría gaullista en el parlamento no ha realizado una campaña electoral brillante; los ministros independientes, por su parte, habían recomendado, por boca de Giscard D´Estaing, que no se votará afirmativamente.

Partidario de un gobierno fuerte e incluso autoritario, De Gaulle no ha tenido más remedio que renunciar. El general se muestra pesimista respecto del porvenir de Francia.

La periodista de PUEBLO, Dña. Pilar Narvión, escribió célebres crónicas sobre el proceso político en Francia del periodo 1968 y 1969 incluida la dimisión de De Gaulle. También hizo la primera crónica en España sobre el perfil del que sería su sucesor, Georges Pompidou, titulada: «Pompidou, capitalismo en estado puro cristalizado» (8-8-1969)

30 Abril 1969

Los franceses no están locos

Gabriel Cisneros

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Me parece, en cambio, que han dado un admirable muestra de cordura. Ciertamente, cabría hablar de ingratitud, si es que la gratitud fuera una virtud con connotaciones políticas, lo que está muy por ver. Entre la historia y la política existen fronteras que la sensibilidad de las democracias intuye con agudeza. No se puede andar cotidianamente a golpes de historia. Cada día no se escribe una página de memorias, pero cada día puede deteriorarse un punto el poder adquisitivo de un salario. La política – por seguir la expresiva terminología de Máximo – se hace con modos y maneras de pret a porter.

Pocas figuras han circulado por nuestro presente con tal capacidad de fascinanción como el general De Gaulle. Me explico, la emoción temblorosa de la admirable crónica primera de Pilar Narvión, dominada por el temor – que la propia crónica se encargaba de desmentir – de no estar a la altura de tan descomunal acontecimiento histórico. La sugestión del general De Gaulle provenía, entiendo, de que su propio calibre histórico le hacía rebasar las categorías convencionales de clasificación atribuyendo a su política apariencias epidérmicamente paradójicas. Con una paradoja se inicio su último reinado: llamado para salvaguardar la Argelia francesa se convirtió en su liquidador. Con otra paradoja se ha cerrado: pretendió impulsar dos reformas de signo descentralizador apelando a la suprema centralización en su persona de la bondad o conveniencia de tales proyectos.

La izquierda francesa y la izquierda mundial se felicitan con la derrota – aunque hay un buen repertorio de motivos para pensar que los comunistas sólo deben participar en el jubileo de boquilla – y en su júbilo veo yo otro motivo de relfeixón paradoxal. Porque quizá convenga, en esta hora de balance, poner algún dique de reflexiones a su entusiasmo. Porque, en primer lugar, parece claro que ha sido la derecha y el centro – pasado el trago de mayo, ocasión para la que sí requería al general – los principales parteros de la derrota. En segundo término, porque son alternativas de centro y de derecha las únicas que se adivinan como posibles al menos inmediatamente. Pero, sobre todo – y eso importa más – porque debajo de la hermosa retorica historicista del gaullismo laten adivinaciones que me parecen de incuestionable modernidad. La pretensión de integrar al Consejo Económica y Social en el Senado no es un burdo cooperativismo, sino el reconocimiento – moderno – de la necesidad de ensanchar las fórmulas de representación democrática, sin circunscribirlas al recinto de los partidos. El robustecimiento del poder ejecutivo no responde a una irrefrenable vocación dictatorial mal disimulada, sino que es una tendencia impulsada irreversiblemente por algunos caracteres de nuestro tiempo. Los ensayos ahora nonnatos de desenvolver la filosofía de la participación evidencian una preocupación rabiosamente contemporánea, por trasladar los principios de la democracia a las esferas de realización más próximas e inmediatas al individuo. La utilización del reférendum es una posibilidad legítima en busca de formas directas de democracia.

El gaullismo sin De Gaulle se presenta quizá como una opción descolorida y de escaso atractivo, por la carencia del excipiente literario inigualable que el general le proporcionaba. Pero, sobreviva o no el gaullismo, quienes le sucedan no podrán hacer tabla rasa de ese repertorio de adivinaciones perfectamente modernas que señalaba.

Naturalmente no es legítima la conversión deliberada de un referéndum en un plebiscito; ni se puede pretender salir al paso de unas exigencias descentralizadoras auténticas, robusteciendo el poder de las autoridades periféricas. En la frontera entre el uso y el abuso, la sugestión y la amenaza, la política y la historia se agazapan las claves para entender la caída de Charles de Gaulle.

Pero lo que ningún detractor podrá negar es que las instituciones arbitradas por De Gaulle han tenido virtualidad para operar la posibilidad de su sucesión en un marco pacífico y ordenado. Y que ha aceptado su salida con la más serena dignidad. Con la dignidad de un verdadero demócrata.

Garbriel Cisneros

29 Abril 1969

La Herencia de De Gaulle

Antonio Fontán

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No fue superflua ni arbitraria por parte del general De Gaulle, decíamos ayer, la decisión de vincular la suerte de su mandato presidencial al resultado del referéndum del domingo.

Los sucesos de mayo habían mostrado que Francia necesitaba y quería un enérgico golpe de timón que encaminara por otro rumbo la nave del Estado. En un primer momento De Gaulle respondió esgrimiendo una de las grandes palabras de la década 60 en todos los países desarrollados de Occidente: participación. Pero al mismo tiempo se mantenía el estilo de Gobierno más personalista y menos compartido que es posible concebir en una democracia. Y los problemas reales irresueltos se acumulaban unos sobre otros, generando en la opinión incomodidad y desconcierto. La Universidad, los salarios, los precios, la moneda y un sinfín de etcéteras aguardaban respuestas que no llegaban nunca. El Gobierno de Francia – un Gobierno fuerte – perdía la capacidad de iniciativa, se arrastraba penosamente a remolque de realidades sociales y económicas que escapaban a su dirección.

El Error fundamental

La gran política exterior que había esbozado el general tampoco daba frutos positivos. Francia no estaba a la altura del grandioso destino planetario soñado por De Gaulle. La Europa de las patrias era un freno para la construcción de Europa, igual que la terca oposición a la integración británica, en el Mercado Común. Rusos y americanos seguían tratando sus asuntos y los del mundo entero a espaldas del gran solitario de París. Ni los otros países europeos, ni la América Latina, ni los pueblos árabes, ni el resto del tercer mundo se dejaban reclutar como clientes políticos de Francia.

Los gestos del general De Gaulle no carecieron de grandeza y su palabra fue, con frecuencia, sabia. Pero había una inadecuación, que no fue nunca superada, entre el gesto y la palabra de una parte y la realidad de otra.

El error central del gaullismo fue confundir los dos órdenes de la política y la técnica y tratar de resolver con fórmulas técnicas los problemas políticos y con fórmulas políticas los técnicos: decir no a la devaluación del franco por razones de prestigio, y pensar que la participación que exige una sociedad moderna se satisface convirtiendo el Senado en Cámara corporativa y repartiendo atribuciones administrativa en veinte capitales de provincia.

Tres urgencia francesa

Durante el largo reinado de De Gaulle, Francia superó – dolorosamente – graves crisis que no hubieran tenido solución sin el prestigio nacional e internacional del Presidente. Francia también creció en estatura y en audiencia. EN momentos difíciles la mayoría de los franceses se agrupó en torno al extraordinario personaje, que muchas veces representó la conciencia nacional. Pero, al final, han quedado pendientes muchos problemas concretos, nada desdeñables, que requieren soluciones técnicas, y algunas grandes cuestiones que los futuros gobernantes tendrán que afrontar en términos puramente políticos, pero coherentes y capaces de encauzar – sin incertidumbre ni contradicciones – aquellas soluciones técnicas.

Hace casi un año, en un discutido artículo de MADRID sobre la situación francesa, se enumeraban las tres urgencias del país vecino tras la crisis de mayo un nuevo programa de gobierno, una renovada organización política y la sucesión.

De Gaulle cambió personas en el Gabinete, pero no renovó realmente su gobierno ni formuló nuevo programa. No se tocó siquiera la organización política, y la máquina de las antiguas mayorías gaullistas ha producido la minoría de ahora. Y la crisis sucesoria se ha presentado de improviso, en condiciones precarias para la eventual continuidad homogénea de la versión gaullista de la V República Francesa.

Otras serían hoy las perspectivas de un gaullismo sin De Gaulle si, antes del problema de la sucesión del Presidente, hubieran sido abordados seriamente y por su orden los otros dos, que debían haber recibido una consideración prioritaria.

La Renovación Necesaria

De Gaulle acabó por darse cuenta de que Francia necesitaba renovarse en organización y programa. Y es lo que intentaba iniciar con la reforma constitucional cometida a referéndum: tardíamente, porque en la política, como en la vida, el tiempo que ha pasado no se recupera, y lo que hubiera sido un buen punto de partida años atrás, hoy resultaba insuficiente.

De Gaulle sabía también que, igual que Johnson, se hallaba ante un problema de consensus. Y que no podía embarcar a los franceses en el largo viaje que se proponían iniciar con estas reformas sin una ratificación de confianza. Por eso vinculó su Presidencia al resultado de referéndum del domingo. No fue una manifestación del orgullo, ni un ademán de desafío, como frívolamente han comentado muchos, sino una prueba de respeto hacia el país y de su sentido de la responsabilidad de gobernante.

Las grandes figuras de la Historia no se retiran de escena sin que se produzcan sacudidas y su ausencia cambie un vasto panorama. Ocupan mucho espacio, y la política, como la Naturaleza, cubre en seguida todos los vacíos, pero no sin que se altere, y a veces muy profundamente, el sistema de posiciones y fuerza preexistentes. Sin el general De Gaulle como protagonista, tendrá lugar en Francia, en Europa y en el mundo un amplio reajuste de papeles entre los primeros actores de la política, a escala doméstica e internacional. La serenidad con que él ha sabido retirarse en buen augurio para la transición pacífica a una situación renovada en personas y en ideas, en programa y organización.

Antonio Fontán

03 Mayo 1969

Después de De Gaulle, el centro

Eduardo Haro Tecglen

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Es difícil imaginarse en estos momentos cómo va a ser un mundo sin De Gaulle, una Francia sin De Gaulle. La elevada maciza, terca silueta que ahora se aleja por el camino de Colombey había tomado en sus manos muchos hilos conductores de los problemas del mundo – el Mercado Común, la OTAN, las relaciones con el Este, el equilibrio a los Estados Unidos en Europa, las negociaciones de Oriente Medio, el oro y el sistema monetario internacional – y la mano que ahora vaya a sustituir la suya no podría ser en ningún caso tan ágil y tan enredadora. Quizá confiaba demasiado en su carácter de hombre fundamental, de hombre insustituible. Uno de los problemas que tienen los políticos de este orden es que llegan a creerse sus propias frases y la aserción, tantas veces repetida por él, de que su propia persona era la única que separaba a Francia del caos puede haberle hecho suponer que los franceses harían la misma reflexión, cuando la realidad es que una mayoría ‘casi un 53%, han podido suponer que, por el contrario, el caos era esta misma V República con su apariencia de orden, de autoridad, de serenidad. Sólo este error de cálculo puede explicar por qué razón el general ha decidido jugarse su régimen en una jornada cuando no parecía necesario. De Gaulle ha querido ampliar su base y la ha partido definitivamente.

En política todo es equívoco, a condición de que aparezca lógico, De Gaulle se excedió en los equívocos al plantear en una sola pregunta al pueblo francés un trío de cuestiones heterogéneas y no relacionadas entre sí: la regionalización del país, la debilitación del Senado y la reforma constitucional que debería permitir al presidente designar él mismo a su sucesor. Este tipo de referéndum ejemplariza en sí mismo todas las acusaciones que los demócratas hacen a las consultas referendarios, es decir, la falta de matices. Un ciudadano puede tener respuestas distintas para cada una de las tres preguntas. Más aún, puede decir en principio de una o de todas esas leyes, pero no en la forma de redacción y monólogo que presenta el poder, sino convenientemente enmendadas, discutidas en los medios de opinión y elaboradas en los parlamentos. Generalmente, el referéndum no deja lugar a ello, sobre todo cuando se plantea en este caso sobre un conjunto de leyes. Limita, por lo tanto, la soberanía del pueblo.

Lo que no se sabe aún es quién lo ha ganado. El entusiasmo de los grupos más activos de la izquierda mostraron en la madrugada del domingo en las calles de Paris por la caída del régimen personalista, sobre la base de que sus movimientos de mayo de 1968 son el origen de esta triste caída administrativa, parece ser un exceso de optimismo. Es muy difícil analizar la mayoría del ‘no’, es muy dudoso que esta mayoría en las urnas signifique la existencia de un grupo compacto. Menos aún es posible suponer que el ‘no’ signifique un voto de izquierdas. Entre los votantes del ‘no’ se pueden reconocer muchos antiguos revanchistas de la Argelia francesa, muchos entusiastas de Israel, muchos pro-americanos, muchos temerosos de que De Gaulle arrastre el franco a su devaluación, muchos enemigos de su aproximación al os países comunistas, muchos europeístas del Mercado Común y de la OTAN. Muchos partidarios de Pompidou. De la misma forma, en el ‘sí’ pueden reconocerse a muchos izquierdistas que temen que la atracción del sistema deshaga las esperanzas de coalición entre los partidos izquierdistas y conduzca a otro equívoco político más, el de una de las coaliciones centro izquierda como la de Alemania Federal o la de Italia. Para el partido comunista, la situación de ahora es especialmente crítica. La rapidez con que los socialistas han reaccionado al saberse los resultados de la votación indican que éstos se sienten irresistiblemente atraídos hacia los grupos moderados, hacia el centro, que les pueden dar una posibilidad inmediata de participación en el poder, y abandonan así la posible alianza con el comunicado que tímidamente habían iniciado en 1965.

Las posibilidades de una Francia centrista son ahora muchas, y se entiende por centro lo que puede representar Georges Pompidou, candidato especialmente calificado en este momento para la sucesión. La probabilidad de que el sucesor del general De Gaulle brote precisamente de entre aquellos que parecen haber perdido el referéndum, de los grupos que han recomendado la votación del ‘sí’, es una de las paradojas de la situación francesa. Pompidou es un revisionista del gaullismo. En una explicación simple, este revisionismo consiste en sustituir el sentido de misión histórica de Francia, la visión larga de que alardeaba el general, por una proyección de la política sobre la actuación diaria, sobre los franceses vivos y no sobre los que están aún por nacer. Se presenta como el hombre que querría restablecer una reconciliación nacional. Teme que su figura no tenga fuerza suficiente por sí misma como para aglomerar la mayoría electoral, y busca alianzas. Estas alianzas están en el centro propiamente dicho, en el gaullismo de izquierdas, en el socialismo de derechas, de forma que en el momento en que consiga estos apoyos destrozará simultáneamente toda posibilidad de un reagrupamiento de las izquierdas. Si lo consigue habrá elaborado una ‘tercera fuerza’ con considerable poder electoral, no sólo por el arrastre de los hombres y los grupos que figuran en ella, sino también por la inveterada tendencia del electorado francés hacia los políticos centristas.

Este tipo de solución estará muy lejos de complacer a quienes esperan que la caída del general De Gaulle suponga una renovación de Francia o una inclinación decidida hacia la izquierda. Pero la realidad es que la izquierda se encuentra una vez más ante un momento decisivo sin tener nada que ofrecer. Las jornadas de mayo fueron tan dañinas para ella como lo han sido para De Gaulle. La forma más lógica de considerar los acontecimientos que se van a producir a partir de ahora, que deben iniciarse desde la apertura de la campaña electoral, la elección de presidente en uno o dos turnos y la formación de un nuevo gobierno, no deben suponer más que una rotura del poder personal y el regreso a una situación de las llamadas normales, a partir de la cuál todo sea posible. No hay que olvidar que una persona y unos acontecimientos han de pesar mucho en el concepto inmediato de ‘normalidad’. El personalismo espectacular del general De Gaulle ejercido durante once años y las jornadas fulgurantes y creativas de mayo del año pasado debe hacer imposible, a la larga, todo intento que se reduzca a un conformismo pálido.

Eduardo Haro Tecglen