19 abril 1996

Pasó de apoyar el franquismo a oponerse a él

Muere el catedrático José Luis López Aranguren, símbolo para el progresismo intelectual

Hechos

Falleció el 18 de abril de 1996.

18 Abril 1996

Una larga clase de ética

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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SE FUE como había vivido, con esa discreción y esa modestia que nunca le impidieron ser un valiente del pensamiento y un maestro de la tolerancia. José Luis López Aranguren murió a los 87 años, después de una vida en la que dio a los españoles lecciones de todas estas virtudes. Su frágil cuerpo albergaba una mente llena de energía intelectual, profunda curiosidad por el hombre y el mundo y tanta piedad como respeto por el prójimo. Era lo que se llama un hombre bueno. Como tal vivió su cristianismo heterodoxo y como tal formó en la disciplina del pensar, en el conocimiento de la filosofía y en la cultura de la libertad a generaciones de estudiantes españoles. Nada más lógico que la dictadura franquista lo honrara erigiéndolo en peligroso enemigo y arrebatándole la cátedra en la Universidad Complutense. Pero, a diferencia de otros grandes españoles represaliados, López Aranguren vivió lo suficiente para poder gozar del reconocimiento general de su pueblo. Y para darnos lecciones de dignidad y honestidad intelectual. Hasta su despedida, tras la larga clase de ética que ha sido su vida.

18 Abril 1996

Un cristiano

Francisco Umbral

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Lo tuve junto a mí, el verano pasado, en El Escorial, donde accedió a participar en nuestro curso «Hombre clínico/hombre lírico» justamente como hombre lírico (místico).

No sólo dio su conferencia, informal y conmovida, «improvisada» y profunda, sino que me pidió quedarse todo el curso, pues que le interesaba mucho la intersección entre la barbarie científico/técnica y el hombre lírico/místico/humanista: dos mundos que se ignoran y hasta repelen. Ya Ortega, en su «Libro de las misiones», denunciaba al científico como «hombre inculto». Aranguren veía en nuestro curso una posibilidad de humanizar la ciencia, la técnica, la medicina incluso. Aranguren auspiciaba en la barbarie técnica una nueva idolatría, certificada esta vez por las ciencias exactas y los brillantes resultados. Contra la idolatría de la máquina, Aranguren fue uno de los últimos en levantar una forma de humanismo, en su caso el cristiano. Ya Cela (debe ser una cosa generacional) dice en uno de sus libros de viajes que los autos, las máquinas y los bidés le parecen «cosa de masones». Descontada la ironía cachonda de Cela, viene a ser lo mismo de Aranguren. Quizá el común horror generacional, ya digo, de unos hombres que nacieron bajo el patronazgo de Unamuno y van a morir por computadora.

Bergamín tuvo la gallardía de negarse a ser hospitalizado y consiguió morirse en casa, realizar «su propia muerte» rilkeana. Aranguren, en el curso que digo, también manifestó su voluntad de morirse en su cama (no sé todavía dónde ni cómo ha muerto, mientras escribo), y no por rechazo irracional de la medicina, naturalmente, sino por rechazo político de la muerte serializada que nos imponen estas democracias cibernéticas.

Era, en agosto del año pasado, un hombre acabado, una hilacha del Aranguren dandy, ácrata y cristiano primitivo que a todos nos fascinó durante muchos años. Le dejaron finalista del Premio Nacional de las Artes y las Letras (una de esas formidables y espantosas máquinas ministeriales), para premiar a un remoto discípulo suyo. Me lo comentaba una tarde merendando en Lhardy, y terminó lleno de bondad (éste sí que sin acritud):

– A mí siempre me dejan finalista en todo.

Espero que ahora los plurales autores del disparate escribirán, como los beneficiarios de aquella injusticia, temulentos artículos sobre la «irreparable pérdida», pues que son inevitables asiduos del tópico. Aranguren, aquel gran finalista de la vida, una trayectoria que va de Eugenio d’Ors a los nuevos teólogos antivaticanos, Hans Kung y todo eso, muere como tal finalista, pues que España nunca le dio reconocimientos reales, y sólo algunos oficiales, que no sirven para nada, salvo para salir en los periódicos, y él no quería salir en los periódicos porque se creía feo.

Feo, cristiano y poco sentimental, sino más bien intelectual hasta la raya de luz o sombra de la fe, he sentido muchas veces cómo apoyaba en mi brazo su esquelatura sin peso, hecha de balbuceo y teología. Era como llevar del brazo a un levísimo ciego lleno de lucidez y clariver. Hasta le hice un soneto en el homenaje final que le dedicamos, y, como no había flores a mano, mandé cortar un árbol de la montaña para él. El árbol no llegó, pero hubiera sido su merecida cruz.

19 Abril 1996

José Luis Aranguren, como referencia

Martín Prieto

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Como siempre, acierta Justino Sinova en este periódico calificando de juvenil la muerte de Aranguren a sus 86 años. Cuesta acostumbrarse a su muerte porque era un chaval entre la generación de cincuentones que le tuvimos como referente intelectual y, sobre todo, como modelo de comportamiento civil, como magisterio de costumbres de quienes tuvimos la triste necesidad de aprender a ser libres. No es más que una anécdota, pero la cuento: hará un año que Aranguren, aún manejando su automóvil, intentaba estacionarlo en las cercanías del Ritz madrileño para asistir a una reunión cultural cuando unos chiquilicuatres le disputaron el espacio. A la salida Aranguren se encontró con las cuatro ruedas de su auto bien rajadas, y ya dadas las tantas y con frío y esperando que llegaran las asistencias mecánicas, agarró un resfriado derivado en gripe, multiplicado en neumonía, que inició el declive que le ha llevado a la tumba. Todo gran hombre se acaba por topar con cuatro gilipollas que ni siquiera saben salir de copas como nuestro ético por excelencia.

Algo parecido le ocurrió a Rafael Alberti, quien regresando de una fiesta en El País, vio su coche embestido por detrás por unos malemborrachados, fracturándose una pierna, inicio de una inevitable decadencia física que aún le tiene cabreado y a maltraer. Ya en el Jurásico Superior, aún rigiendo Francisco Franco, José Luis Gutiérrez y Augusto Delkáder, a la sazón director y redactor-jefe de la desaparecida revista Gentleman, me encargaron una entrevista en profundidad con José Luis López Aranguren. Odio las entrevistas, como todo aquello que no sé hacer, pero di en el empeño. Nos citamos en un bar inglés de Chamberí. Yo llevaba un listín de preguntas abstrusas sobre el diálogo entre cristianos y marxistas, entonces en boga. Ni a él ni a mí nos interesaba un carajo la vela la dichosa entrevista y comenzamos pidiendo sendos «whiskies» de malta bien servidos. De lo último que me acuerdo es que me relataba el convencimiento de una provecta pariente suya abulense, firmemente convencida de que el desembarco de Amstrong en la Luna era un engaño retransmitido por una televisión desde un «plató».

Pasadas las horas y los tragos, amables camareros nos extrajeron dinero de nuestras chaquetas, dimos más que cumplida propina por sus servicios, y, acaso agradecidos o compasivos, nos metieron a ambos por los codos en un taxi que nos depositó en nuestros respectivos domicilios. Bien entrada la mañana siguiente nos volvimos a citar, esta vez en su casa y con una resaca de clavo cerebral y a base de café negro completamos la peor entrevista de nuestras vidas, casi sin recordarnos el uno al otro de la noche anterior. Luego, incluso bastantes años después, cuando yo todavía frecuentaba la noche, le encontraba de madrugada en alguna discoteca de bailón frenético cuando a mí me dolían los huesos y no daba en sostener mi alma. Hoy me humillo ante su vitalidad, ante la eterna juventud y desprejuicio de su talento, ante su liberalidad, ante su deseo de vivir y dejar vivir y ante el ejemplo que nos ha dejado más desde su magisterio de costumbres que desde su cátedra, porque la ética la practicaba a diario y a pie de acera. Feo, católico y sentimental, como el marqués de Bradomín, me parece que era más cristiano que otra cosa, y, de seguro, un referente moral y ético que se nos ha ido cuando más falta nos hacía para aliviar nuestra miseria política junto a él al amparo de una buena provisión de «whisky» de malta. España será otra sin las resacas que te podías lujosamente permitir con Aranguren.

Amargo final.- Aranguren, que al frente de las más conflictivas manifestaciones estuvo, en el 82, se sumó al poderoso cuerpo de marea electoral que llevó a Felipe al poder. No voy a utilizar su memoria pero estimo no errar demasiado suponiendo que se ha muerto desencantado de lo que ha supuesto el «felipismo». Personas de su proximidad me cuentan de su amargura viéndose malinterpretado respecto de la barbaridad de los GAL. Algunos disentimos de sus palabras sobre este terrorismo de Estado sin por ello perderle el respeto intelectual al que siempre fue acreedor. Si el disentimiento fue alto era porque su talla lo exigía. Y antes de su muerte todos entendimos que fue malinterpretado y sus palabras descontextualizadas. Pero tanto necesitábamos de la ética práctica de Aranguren que no le podíamos dejar pasar ni una. Para la generación garbancera de quienes soñábamos con Berkeley y Sausalito fue una estrella polar en una navegación de aguas oscuras.

08 Junio 1996

Acerca de José Luis L. Aranguren

Eduardo López-Aranguren

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Hace poco más de dos años, creo que en enero de 1994, me decía un amigo a propósito de mi padre, con quien había coincidido en un vuelo a Barcelona: «Si llego a la edad de tu padre (entonces 84 años y medio), quiero estar como él». Mi padre, nuestro padre, era, en efecto, y como a él le gustaba decir, un hombre que «sabía que era viejo, pero que no se sentía viejo». Y, ciertamente, su vida no era la de una persona retirada, inactiva, que descansa hasta que le llegue su hora. Viajaba sin parar, frecuentemente solo, hasta cualquier rincón de España, donde, a menudo en jornadas interminables, daba una conferencia, siempre seguida de coloquio, era entrevistado por representantes de la prensa regional y local, visitaba con sus anfitriones los lugares de interés, para terminar comiendo o cenando rodeado de amigos antiguos o recientes. Habitualmente, volvía a casa de estos viajes con recuerdos y. regalos diversos. Cuando no estaba de viaje, la mayor parte de los días conducía su automóvil desde la casa familiar de Aravaca hasta su estudio de la calle de Fortuny, para recibir visitas de periodistas, fotógrafos y entrevistadores de alguna emisora de televisión, de estudiosos de sus obras, de amigos y conocidos, y para contestar a todos aquellos que se ponían en contacto con él a través del correo. Además, seguía leyendo y también escribiendo artículos y prólogos para obras ajenas y para reediciones de sus propios libros; y participando en presentaciones de libros sobre los que, por su contenido, pensaba que algo podía decir. A toda esta actividad había que añadir una vida social que, a rachas, podía ser intensa (invitaciones a comer o cenar, alguna obra de teatro, exposiciones, etcétera).

Fue nuestro padre en estos últimos años, y hasta febrero de 1995, un gustoso y desinteresado catedrático ambulante, un viajante de la cultura, del pensamiento ético y social y de la reflexión crítica, que compartió y contrastó con todo aquel que quiso escucharle o leerle. Viajó físicamente y por medio de la televisión, la radio y la prensa para comunicar con un público universitario y no universitario, para dialogar con él y, sobre todo, para desarrollar para él la idea del intelectual colectivo que se opone a la injusticia y a la discriminación, y que, desde una necesaria posición de independencia, critica como puede todo ejercicio autoritario, arbitrario e inmoral del poder.

Digo que nuestro padre llevó a cabo toda esta actividad gustosa y desinteresadamente porque, por una parte, nunca consideró ni sintió que lo suyo era trabajo en el sentido usual de algo instrumental e impuesto. Siempre le gustó lo que hacía, y su quehacer tuvo siempre para él, en la jerga de la sociología del trabajo, un significado expresivo, siempre le proporcionó satisfacciones intrínsecas. Y, por otra parte, tuvo la buena fortuna de nacer en una familia de clase media económicamente acomodada (su padre, nuestro abuelo Isidoro López Jiménez, y su tío César Jiménez Arenas fueron los propietarios de la Banca Sucesores de A. Jiménez, en Ávila, una de las entidades bancarias cuya fusión resultó en el Banco Central, del cual el abuelo Isidoro fue consejero, y su primo el marqués de Arenas consejero delegado), por lo cual nuestro padre nunca tuvo preocupaciones económicas ni nuestra familia sufrió privaciones de ese tipo.

Esta forma de vida cambió muy significativamente a partir de enero-febrero, de 1995 cuando, a consecuencia de una gripe que evolucionó hacia una neumonía que no se logró curar en casa, nuestro padre ingresó en el hospital Gregorio Marañón, donde no le dieron de alta hasta pasados 15 días y donde le sometieron a múltiples pruebas y análisis clínicos con el fin de averiguar lo más exactamente posible su estado de salud. Fue entonces cuando se le descubrió una seria insuficiencia cardiaca en la válvula mitral, inoperable dada su edad, y además una cierta insuficiencia renal.

La enfermedad de enero-febrero de 1995, aunque breve en duración, representó un punto de inflexión en el proceso de envejecimiento de nuestro padre. A partir de ese momento, el deterioro de su salud y la disminución de sus capacidades fueron notables casi cada día. Se inició, pues, al comienzo de 1995 un periodo muy duro y muy difícil de progresivo envejecimiento que vino a durar 14 meses. Muy duro y muy difícil para nuestro padre porque se dio perfecta cuenta de que cada día le costaba más hacer las cosas que antes hacía con facilidad y escaso esfuerzo. Los paseos fueron más infrecuentes y más lentos; en el verano de 1995 no se metió en la piscina ni una sola vez. Las conferencias y artículos se hicieron más y más cortos.

Crecientemente, y como él mismo dijo en más de una ocasión, intelectualmente «vive de las rentas», de lo que produce el capital intelectual acumulado durante muchos años de lectura, estudio, reflexión y creación. Intentó continuar con su forma de vida anterior -la cátedra ambulante-, pero cada mes tuvo que declinar más invitaciones y anular más viajes porque no se encontraba bien. Los médicos le desaconsejaron el whisky con hielo antes y la copa de vino blanco durante las comidas, intentó la renovación de su permiso de conducción y se encontró con otra negativa. A partir de ese momento, para ir a su estudio de Fortuny o asistir a cualquier acto o compromiso social tenía que llamar a un taxi o depender de alguno de sus hijos o de Javier Muguerza, cuyo paso por Aravaca, siempre animoso y cariñoso, se hizo más y más frecuente. En suma, su independencia y su autoestima recibieron un golpe tras otro, y todos los acusó porque se percataba bien de lo que estaba ocurriendo. «No estoy para nada», se decía y nos decía. Y también se irritaba más fácilmente y más a menudo.

A partir de enero de 1996 ya no pudo salir de casa sino para dar unos pocos pasos por el jardín y sentarse al sol durante un rato. Poco a poco, y afortunadamente sin dolores físicos, perdía las escasas fuerzas y el poco ánimo que le quedaban. De cuando en cuando saltaba una chispa de inteligencia en alguna reacción inesperada o algún comentario ingenioso, pero el mínimo esfuerzo físico era agotador, con lo que en las últimas semanas apenas se movía.

El progresivo envejecimiento de nuestro padre, que ha sido, como digo, duro y dificil para él, ha sido para nosotros triste y penoso de presenciar, impotentes para aliviar su creciente y crecientemente desesperanzada depresión. Para nosotros, sus hijos hijas, y también para las pocas personas que han podido seguir de cerca este proceso: Javier Muguerza, José Gómez Caffarena, Magdalena Mora, el doctor José Manuel Ribera. Por lo que a mí concierne, creo que en estos meses, conviviendo con él, he aprendido mucho acerca de la vida y del declinar de la vida, Quiero pensar que, con él, algo he cambiado, que me he hecho más comprensivo de los problemas y dificultades con que se enfrentan las personas mayores, y que mi actitud hacia ellas es ahora más abierta.

Algunos motivos y momentos de alegría, por pasajera que fuese, ha tenido nuestro padre en estos difíciles meses. La concesión del Premio Príncipe de Asturias de humanidades y comunicación 1995 (compartido con la agencia Efe), la sorpresa de encontrar en el número de diciembre de 1995 de Saber Leer un largo artículo de Elías Díaz sobre el tercer volumen (‘Ética y sociedad’) de sus Obras completas, que viene publicando la editorial Trotta, con edición a cargo de Feliciano Blázquez, la aparición del cuarto volumen en el mes de febrero, que le fue llevado a Aravaca por su editor, Alejandro Sierra. En los últimos días del mismo mes le sacaba de su rutina de persona enferma una entrevista que le hizo y grabó nuestra prima Begoña Aranguren.

Tenía nuestro padre, indudablemente, como todo ser humano, virtudes y defectos, rasgos, cualidades y comportamientos admirables, y otros criticables. Algunas de las muchas personas que le han conocido tendrán de él un mal recuerdo. Mas, por lo que yo puedo juzgar, los sentimientos que predominantemente ha despertado con su actitud hacia jóvenes y mayores, mujeres y hombres, con su trayectoria sociopolítica inconformista durante el franquismo, y durante la democracia, y con su creativo, riguroso y crítico trabajo intelectual han sido los de cariño, entusiasmo, admiración y respeto, en dosis distintas según las personas. De su importancia en el pensamiento español y de su impacto en la filosofía, y particularmente en la ética, que se han hecho en el mundo latino durante los últimos cincuenta años pueden escribir mucho mejor que yo, además de lo que ya han publicado, los profesores Elías Díaz y Javier Muguerza. Sobre Aranguren en familia yo remitiría al interesado a la primera parte del Retrato de José Luis L. Aranguren, que publicó el Círculo de Lectores en 1993.

El día 9 de junio, mañana, nuestro padre hubiera cumplido 87 años y lo hubiera celebrado invitando a sus familiares y amigos a pasar unas horas con él en el jardín de su casa de Aravaca. Ahora descansa al lado de las cenizas de su mujer, María Pilar Quiñones, y junto a otros seres queridos, en el panteón que hizo construir el abuelo Isidoro en el cementerio de Ávila.