28 enero 1999

Muere el escritor Gonzalo Torrente Ballester, antiguo falangista y autor de ‘La saga/fuga de J. B.’ y ‘Los gozos y las sombras’

Hechos

La noticia se conoció el 28 de enero.

Lecturas

Como tantos de los escritores que se dieron a conocer entonces -al inicio de la Guerra Civil- Gonzalo Torrente Ballester procuró ocultar o minimizar, con el paso de los años, aquellos comienzos tan claramente comprometidos con el llamado Alzamiento Nacional.

Nacido en El Ferrol -como Franco- hace 88 años, Torrente Ballester estudió en la Universidad de Santiago de Compostela (que será siempre una de sus ciudades emblemáticas y a la que dedicará un hermoso libro casi olvidado, Compostela y su ángel, 1948) donde se licenció en Filosofía y Letras en 1935. Ya escribía por entonces, claro es, aunque todavía no había publicado. Desde 1936 empezó a dar clase en institutos, y aunque algunos dicen que entonces sus simpatías iban hacia la izquierda, lo cierto es que en julio de ese año ya tenía elegido su nuevo camino -fervorosamente seguido- y que le llevó en 1937 y en Salamanca (otra de sus ciudades emblema) a una estrecha amistad con personajes tan significados del momento y la facción como Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar, Luis Felipe Vivanco o Pedro Laín Entralgo. Empiezan ahí también sus colaboraciones en la revista Escorial.

La vejez gloriosa, desengañada, liberal y patriarcal de Torrente, su éxito tardío pero espléndido (muy crecido, precisamente a raíz de la muerte del dictador) también hicieron olvidar que Gonzalo Torrente, durante muchos años, fue profesor de Literatura y luego catedrático de instituto, activo y muy laborioso periodista (tuvo que sacar adelante a una familia de ocho hijos), pero poco considerado por la crítica y escasamente (o no multitudinariamente) atendido por el público lector. De sus inicios como escritor de teatro de cámara -o sea, teatro para ser leído- Torrente salva sólo un auto sacramental, El casamiento engañoso, de 1939. Sus inicios reales (como cuenta Trapiello en Las armas y las letras) fueron artículos teóricos y apologéticos del nacionalsindicalismo escritos desde 1936 en adelante y cuatro piezas de teatro (editadas todas, pero nunca representadas), la primera de las cuales fue El viaje del joven Tobías, de 1938, muy influida por el pensamiento de Eugenio D’Ors.

La primera novela (género en que se asentaría y al que debe su fama) de Torrente fue Javier Mariño, de 1943, sobre la búsqueda de identidad de un personaje al filo de la Guerra Civil, en prosa directa, eficacísima y lírica, que cuando apareció -pese al buen nombre político del autor y de la Editora Nacional, que la publicó- fue retirada de venta por la censura. Torrente la rescataría, mucho más tarde, en 1985, como una de sus obras fundacionales. Con todo, la prueba de que el creador no había cambiado sustancialmente es que otra obra suya posterior, El retorno de Ulises, de 1946, trate aún el clásico tema joseantoniano y falangista del Ausente.

En 1947 gana cátedra de instituto y se hace colaborador asiduo (y crítico teatral) del diario Arriba, uno de los más claramente adscritos al Régimen. De hecho su pertenencia a éste (aunque no a la Falange) es clara, al menos, hasta 1950, cuando publica Atardecer en Longwood. Hasta ese momento su literatura -por prosa lírica y cercanía ideológica- es vecina de la de Luys Santamarina, Sánchez Mazas o a la de Cunqueiro en esas mismas calendas. Pero, además de novelista, Torrente fue un tiempo prolífico ensayista, escribiendo un Panorama del teatro español contemporáneo (1957) y otro, inmediatamente anterior, Panorama de la literatura española contemporánea (1956), donde vertía opiniones demasiado contundentes y discutibles, aún entonces, verbigracia su famoso y total ninguneo a un poeta como Luis Cernuda. En edición, algunos años posterior, Torrente mudó de pareceres. Y es que 1962 (el año mismo que culminó su cuatrilogía Los gozos y las sombras, iniciada en el 57, y sólo muchos años después famosa, hasta convertirse en serie televisiva) será el momento, el punto exacto, de la fuerte inflexión ideológica y personal del escritor. Firma ese año un manifiesto (promovido por intelectuales de izquierda, afines algunos al exiliado Partido Comunista) a favor de las reivindicaciones de los mineros asturianos en huelga, y esa firma le cuesta ser expulsado de todos los organismos oficiales en que colaboraba, desde el periódico Arriba, hasta sus intervenciones radiofónicas.

A fines del mismo año, con buen criterio (no sólo político, sino económico y aun intelectual), Gonzalo Torrente Ballester, como tantos otros españoles -está por estudiar este disimulado exilio profesoral- acepta un puesto docente de literatura española en la Universidad de Albany (Nueva York), donde residirá, como profesor, varios años. Es probable que, en ese tiempo, Torrente pudiese íntimamente considerarse a sí mismo un escritor fracasado. Pese a que hasta los progres hubieran olvidado -aparentemente, al menos- su pasado falangista. Publica en 1963 Don Juan, la primera de sus novelas esencialmente renovadoras, que -a su aparición- tampoco tendría el eco que luego se le otorga.

Hay que esperar a 1972 -Torrente había regresado ya de Estados Unidos, como profesor de Literatura en Vigo primero y enseguida catedrático de nuevo en Salamanca- para que con la publicación de La saga-fuga de J.B. (quizá su novela más renovadora, más honda, más lúdica y más famosa) empezase a ser reconocido como el alto escritor que nunca había dejado de ser. Gracias a esa novela Torrente Ballester pasó a formar parte del grupo de novelistas innovadores de la última narrativa española, junto a nombres como Martín Santos, Delibes, Benet o Martín Gaite, algo más jóvenes. Yo era estudiante universitario cuando apareció La saga-fuga (que Torrente vino a presentar, con Francisco Yndurain, a nuestra clase de literatura contemporánea) y el éxito -en novedad- de la novela sorprendió, lo recuerdo bien, en quien casi había llegado a parecer un autor del pasado, pese a anteriores (y no tan logrados) intentos de novedad, como Off-side en 1969.

A partir de aquel éxito y del siguiente, Fragmentos de Apocalipsis (1977), o de La isla de los jacintos cortados (1980), que le valió por segunda vez (aunque en otro tiempo histórico) el Premio Nacional de Literatura, Torrente Ballester se convirtió, aclamado por todas partes, casi en un Borges nuestro, con su bastón y su mala vista, en un autor consagrado e indiscutible. Desde 1975 era miembro de número de la Real Academia Española. Los premios enseguida se acumularon -como suele suceder- Premio Fundación Juan March, Premio Ciudad de Barcelona, Premio de la Crítica, Premio Cervantes (en 1985), Premio Planeta -en 1988 con Filomeno a mi pesar-, Premio Azorín, etcétera. Torrente alternó, en sus últimos tiempos, la búsqueda de nuevos cauces de expresión y, cada vez más (por su edad y su mala visión, pues ya no escribía, dictaba), el retorno a una narrativa más tradicional, llena, eso sí, de facilidad y agilidad prosísticas. Ahí hay que situar buena parte de su abundantísima producción final, desde Crónica del rey pasmado, de 1989, a su última novela, Los años indecisos, de 1998. En medio, piezas menores como La novela de Pepe Ansúrez (1994) o La boda de Chon Recalde (1995), así como, antes, varios tomos recogiendo su también generosa producción periodística.

Monstruo sagrado de nuestras letras, indiscutido patriarca, Gonzalo Torrente Ballester se va extinguiendo, en su adoptiva Salamanca, en olor de literaria santidad. El antiguo falangista terminó siendo -con sorna gallega- un viejo zumbón, resabiado, escéptico y descreído. Le gustaba muchísimo charlar y conversar. El viaje valió ciertamente la pena.

Luis Antonio de Villena