19 mayo 2008

Presidió el Gobierno en 1981-1982 entre Adolfo Suárez y Felipe González

Muere el ex presidente del Gobierno con UCD, Leopoldo Calvo Sotelo, primer ex jefe de Gobierno constitucional que fallece

Hechos

El 3.05.2008 falleció el ex presidente del Gobierno, D. Leopoldo Calvo Sotelo y Bustelo.

Lecturas

El fallecimiento del Sr. Calvo-Sotelo supone la desaparición del primer presidente en democracia.

04 Mayo 2008

Calvo-Sotelo

Isabel Durán

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Leopoldo Calvo-Sotelo se merece funerales de Estado y mereció mucho más reconocimiento en vida del que cicatera y roñosamente recibió. Los 21 meses en los que fue Presidente tras el golpe del 23 de febrero de 1981 fueron definitivos para la consolidación democrática en España. De su mano los españoles entramos en la OTAN, a pesar de la frontal oposición inicial del PSOE y él fue el negociador de nuestra incorporación en la Unión Europea (entonces CEE), culminada posteriormente por el siguiente Gobierno de Felipe González. Era un hombre excepcionalmente culto, dotado de una fina ironía, con el que tuve la oportunidad de charlar en diversas ocasiones para la elaboración de distintos libros junto con José Díaz Herrera y cuyos conocimientos y aportaciones resultaban definitivos para conocer la realidad de España.

Quizá la más relevante se refiera al golpe de del 23-F publicada en Los secretos del Poder. En concreto al célebre almuerzo de Lérida que tuvo lugar el 22 de octubre de 1980, es decir, cuatro meses antes de la intentona golpista, entre Alfonso Armada y el entonces responsable de la Comisión de Defensa en el Congreso, el socialista Enrique Múgica. En aquella comida estaban presentes Joan Reventós y el alcalde de Lérida, Antoni Caruana. Cuando el general, antiguo preceptor de Don Juan Carlos y ex secretario general de la Casa del Rey, planteó la necesidad de formar un «Gobierno de salvación» sin Adolfo Suárez, el socialista Reventós le dijo «¿Qué civil? Lo que necesita el país es un militar. ¡Y además esa persona tienes que ser tú!»

Muy pocos saben cuán mal se portaron los socialistas con él. Un buen día Julio Feo, secretario general de Presidencia con Felipe González, le retiró la seguridad de su domicilio familiar sencillamente porque no tenía dinero para pagar la calefacción eléctrica que había que instalar en la garita de la entrada de su casa para que los guardias civiles no se congelaran de frío durante el invierno. Con ocho hijos que sacar adelante, este ingeniero de Caminos tres veces ministro y vicepresidente económico pasó algún que otro apuro económico y por aquella época, con la emergente beautiful y los oropeles del socialismo del caviar y de la rosa, la honradez no se estilaba precisamente.

Por quitarle, a Leopoldo Calvo-Sotelo le quitaron hasta el Mercedes blindado para dárselo al ministro de Defensa, a la sazón, Narcís Serra, ya que tenía complejo de que los militares subordinados suyos acudían a los actos oficiales con mejores coches que su SEAT 131. Pero Calvo-Sotelo no les guardaba inquina alguna. Se hizo un hueco en la vida privada, dejó la Moncloa y desapareció de la vida política española, sin protagonismos. Con la llegada de José María Aznar las cosas cambiaron y sus opiniones fueron tenidas más en cuenta personal y políticamente por el nuevo jefe del Ejecutivo, pero sin grandes alharacas. Nunca fue del PP, no quiso afiliarse.

Como ha dicho el Rey a la hora de su muerte en el salón de los pasos perdidos del Congreso de los Diputados, Calvo-Sotelo era «un gran español, un gran hombre de Estado». Descanse en paz.

04 Mayo 2008

La democracia española pierde a uno de sus símbolos

EL MUNDO (Director: Pedro J. Ramírez)

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El inesperado fallecimiento de Leopoldo Calvo-Sotelo, ayer en su domicilio de Madrid, es una noticia triste, al tiempo que un acontecimiento histórico. España ha perdido a su primer ex presidente del Gobierno desde la Transición y ello significa que la democracia española ya no es tan joven, puesto que Calvo-Sotelo ocupó la Jefatura del Ejecutivo hace ya 26 años. A pesar de que ha sido el presidente más breve, sus 21 meses en La Moncloa fueron trascendentales en la consolidación de la democracia. Calvo-Sotelo recibió una España traumatizada por el 23-F -Tejero irrumpió en el Congreso durante su debate de investidura-, que dudaba de sus instituciones democráticas y entregó a Felipe González un país más seguro de sí mismo. Bajo su mandato, los golpistas fueron juzgados y cuando el tribunal les condenó, el Gobierno recurrió la sentencia para lograr penas más acordes con el delito cometido.

La brillantez y el encanto de su predecesor, Adolfo Suárez, y de su sucesor, Felipe González, le convirtieron en un ex presidente casi invisible durante bastantes años. No fue nunca un político al uso -se definió a sí mismo como «alto pararrayos de desgracias»-, aunque en su haber figuran acontecimientos tan decisivos para España como el ingreso en la Alianza Atlántica o las negociaciones para la incorporación a la Comunidad Europea. De hecho, ha sido el único presidente del Gobierno que sabía idiomas. Años después, vería reivindicada su apuesta histórica cuando el mismo Felipe González que en el debate parlamentario le había dicho que si UCD «metía a España en la OTAN por mayoría simple, el PSOE la sacaría por mayoría simple», empleó todo su capital político como presidente pidiendo el sí en el referéndum de 1985. Tal y como ayer subrayaron los líderes de todos los partidos sin excepción, se comportó durante su mandato como un auténtico «hombre de Estado». Su logro político más destacado -aunque poco reconocido- es la creación de la UCD, reclutando a una serie de personalidades importantes de la sociedad civil.

Años después de abandonar La Moncloa, los españoles pudieron conocer a través de su libro de memorias al hombre culto, refinado, elegante, irónico y lúcido que era Leopoldo Calvo-Sotelo. Un político capaz de desmitificar muchas cosas -«los que empezamos la Transición éramos, en materia política, poco más que modestos pescadores de Galilea»- y de hablar sin eufemismos del síndrome de La Moncloa: «El complejo físico y arquitectónico agrava el otro complejo psíquico y espiritual que aqueja a los presidentes».

Por todo ello, resulta especialmente acertado que el presidente del Gobierno haya dado órdenes de celebrar sus exequias con todos los honores de Estado. Su capilla ardiente será instalada en el Congreso y se abrirá la puerta de Los Leones para que los ciudadanos puedan rendirle homenaje. Especialmente simbólico es el hecho de que José Bono, aquel joven secretario cuarto de la Mesa que asistió a la intentona golpista durante su debate de investidura, sea ahora el presidente de la Cámara que reciba el féretro del ex jefe del Ejecutivo. Es la mejor prueba de que la democracia se impuso sobre sus enemigos.

04 Mayo 2008

Un presidente crucial

EL PAÍS (Director: Javier Moreno)

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Leopoldo Calvo-Sotelo supo encarnar el compromiso democrático que guió la transición

Con Leopoldo Calvo-Sotelo desaparece uno de los cinco presidentes del Gobierno que ha tenido España desde la recuperación de las libertades democráticas. Su compromiso con el régimen constitucional representa uno de los múltiples ejemplos, entre los herederos de uno y otro bando durante la Guerra Civil, de la voluntad de reconciliación que animó e hizo posible la transición. Perteneciente a una de las familias vinculadas a la reciente historia del país, desempeñó diversas responsabilidades políticas en el primer Gobierno de la Monarquía, bajo Arias-Navarro, y después en los gobiernos de la Unión de Centro Democrático, incluida la de vicepresidente para Asuntos Económicos.

Su llegada a la jefatura del Ejecutivo, en febrero de 1981, estuvo marcada por uno de los más graves episodios vividos desde el fin de la dictadura: la intentona golpista del 23-F, que se produjo, precisamente, durante la sesión de su investidura en la que solicitaba el respaldo del Congreso. Ya como presidente, comprendió la importancia de que el juicio sobre aquellos hechos se desarrollara bajo su mandato. La descomposición interna de la UCD hacía presagiar la próxima victoria electoral de los socialistas y, dada la dimensión del problema militar en aquellos años, la estabilidad e, incluso, la continuidad del sistema democrático podrían haberse visto afectadas si los golpistas hubieran comparecido ante los tribunales con Felipe González en el poder. Su decisión enviaba un claro mensaje a los poderosos sectores involucionistas del momento: el centro-derecha español estaba comprometido con la Constitución de 1978 y no consentía la intervención del Ejército en la vida política.

Pese a la brevedad de su mandato y a las dificultades políticas y económicas que tuvo que enfrentar, Calvo-Sotelo tomó decisiones cruciales en la modernización del país, como el ingreso en la OTAN y la Ley de Divorcio. La adhesión a la Alianza Atlántica fue ampliamente contestada en su momento, tanto por la opción internacional que suponía para España como por el procedimiento por el que se llevó a cabo. Con la perspectiva de un cuarto de siglo, es preciso reconocer que consiguió con esta decisión colocar al Ejército en la vía de la modernización y allanar algunas de las dificultades para el ingreso de España en la Comunidad Europea, antecedente de la actual Unión. La Ley de Divorcio, promovida por su ministro Fernández Ordóñez, fue otro gesto político cuya trascendencia conviene valorar de acuerdo con la situación del país en aquel momento.

Leopoldo Calvo-Sotelo fue un ex presidente discreto. Se mantuvo fiel a su opción política conservadora y apoyó a los gobiernos del Partido Popular. Pero sus contadas intervenciones públicas durante los años más duros de la crispación estuvieron siempre orientadas a defender su gestión, más que a alimentar la división. Como figura que participó en la transición y jefe de Gobierno en momentos difíciles, merece el reconocimiento y el tributo de todos los demócratas españoles.

04 Mayo 2008

Un hombre de las dos Españas

Juan Luis Cebrián

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Leopoldo Calvo-Sotelo era en sí mismo un paradigma de las dos Españas. Sobrino del líder de la ultraderecha José Calvo Sotelo, cuyo asesinato encendió la mecha de la Guerra Civil, y tío de la actual ministra de Educación del Gobierno socialista, su biografía es rica en lazos familiares de alta significación política, debido también a su segundo apellido, Bustelo, que le hizo entroncar con sectores de la izquierda y el liberalismo republicano, y, a través de ellos, por vínculos familiares indirectos, con los Azcárate, nombre de prosapia en la izquierda socialista y comunista de nuestro país. Por si fuera poco, había casado con Pilar Ibáñez Martín, hija de un ministro de Educación de Franco y genuino representante del integrismo católico. Fue en esta doctrina en la que sin duda se inspiró la educación primera del joven Leopoldo que militó después de la guerra en las Juventudes Monárquicas y en la Asociación Nacional de Propagandistas (Acción Católica). Su fervor religioso y su compromiso social le llevaron a formar parte de las partidas de la porra que trataron de boicotear, por inmoral, el estreno de la película Gilda, en la que Glenn Ford propinaba una sonora bofetada a Rita Hayworth. Presidente de Renfe y procurador en Cortes durante la dictadura, Calvo-Sotelo estaba llamado, por cuna y por formación, a ocupar mayores responsabilidades políticas en la democracia. Ministro de Comercio con el primer Gobierno del posfranquismo y de Obras Públicas después, se ocupó personalmente de la elaboración de las listas electorales de Unión de Centro Democrático para las elecciones de 1977. Tras la victoria en éstas, ocupó varias carteras de Gobierno, hasta que en 1981 sustituyó a Adolfo Suárez como presidente después de su dimisión. El azar quiso que, de nuevo, el apellido Calvo-Sotelo estuviera ligado al comienzo de un golpe de Estado, pues fue durante la votación de su investidura cuando el teniente coronel Tejero entró disparando a mansalva en el hemiciclo y el general felón Milans del Bosch declaró el estado de guerra en Valencia.

Una biografía así podría llevar a la suposición de que Calvo-Sotelo era un agitador o un activista, pero nada más lejos de esa realidad. Fue un hombre de talante moderado y buenas maneras, educado desde la infancia para el ejercicio del poder, una persona culta y un conversador ameno, con un sentido del humor muy a la gallega. Alguien a quien Mariano Rajoy quizá le hubiera gustado parecerse como líder de la derecha española. No fue un hombre de Estado, en el cabal sentido de la palabra, pero sí un político capaz que decidió la entrada de España en la OTAN y trabajó tenazmente por la incorporación de nuestro país a las Comunidades Europeas. Durante su breve mandato, de apenas dos años, tuvo que enfrentar además la nada fácil papeleta de llevar a cabo el juicio contra los militares golpistas del 23-F, tarea en la que contó con la inestimable ayuda del ministro Alberto Oliart y del general Alonso Manglano. Todas esas tareas las llevó a cabo con pulcritud y eficacia. Sin embargo, su encarnadura intelectual y su condición de ingeniero no le facilitaron el desempeño en los aspectos teatrales de la política.Hubiera podido lanzarse por el tobogán del populismo, como hicieron algunos de sus sucesores, pero no lo hizo y en 1982 protagonizó una de las más estrepitosas derrotas electorales que haya podido experimentar un partido en el Gobierno.

Virtuoso del piano, experto en economía, persona de erudición considerable y gran lector, Calvo-Sotelo no fue sin embargo hombre de escritura. Pese a ello, ya casi vencido el siglo XX, se empeñó en ser elegido para la Real Academia Española. Recabó los auxilios de sus pares en la presidencia del Gobierno, y tanto Felipe González como José María Aznar firmaron cartas de recomendación al respecto. Fue en este trance cuando recuperé una relación con él que había decaído después de su abandono del poder. El hecho me deparó un par de sorpresas: la primera, las malas relaciones que durante su etapa de Gobierno había mantenido conmigo, aun sin yo ser muy consciente de ello. La segunda, su capacidad de criterio en el análisis de la realidad, que yo había puesto recurrentemente en duda durante su desempeño como gobernante. Sobre las tensiones que mantuvimos, yo sabía que había solicitado a Jesús Polanco, reiterada e inútilmente, mi destitución como director de EL PAÍS. Pero nunca imaginé, hasta que él mismo me lo contó años más tarde, hasta qué punto ésa que yo consideraba una simple anécdota constituía una carga en su ánimo, llegando a crearle incluso una especie de sentimiento de culpa que él mismo trató de explicarme. En cuanto a su lucidez de análisis, se me hizo patente en los comentarios sobre el devenir de la derecha aznarista, sobre la que era capaz de opinar sin tapujos, al tiempo que mantuvo siempre una actitud de respeto impoluto hacia su sucesor al frente de la derecha española.

Guardo en mi biblioteca la parva obra de Leopoldo Calvo-Sotelo. En su Memoria viva de la transición, la dedicatoria dirigida a mí añade: «… con quien tengo pendiente una pelea a soneto limpio». Él conocía nuestra común manía de garrapatear ripios jocosos, y hasta era autor de uno que circuló por los corrillos madrileños y que versaba más o menos así: «Qué dilema en el que están, / y qué triste situación, / quienes huyendo de Ansón / van a parar en Cebrián». Lamento que se haya marchado para siempre sin que nuestro certamen literario haya tenido lugar. Los papeles de un cesante me los envió «con afecto antiguo y gratitud reciente». Ésta hacía referencia a los muchos encuentros que mantuvimos para preparar su nonata candidatura a la RAE. «¡Quién me iba a decir a mí -comentaba- que al final serías precisamente tú mi principal aliado!». Los hechos demuestran que le serví de muy poco. En ese mismo libro, que publicó como prólogo obligado para intentar el ingreso en la Academia, acusado como estaba de no tener obra, expresa su opinión sobre las relaciones entre políticos y periodistas: «Son, si no enemigos, sí adversarios». Para añadir: «El político que tiene relaciones demasiado buenas con los periodistas no es un buen político». Parece evidente que él soportó mal las críticas de la prensa y que tomó alguna iniciativa para evitarlas. Pero ni por manera de ser ni por convicción hubiera sido capaz de desatar la caza de brujas contra los disidentes, ni el clientelismo descarado con los amigos, a los que se vieron tentados algunos de sus sucesores. Ambas actitudes han distinguido el comportamiento, en el poder y en la oposición, de muchos dirigentes de Alianza Popular, y no me tomaré más tiempo en demostrarlo. Por eso creo que merece la pena recapacitar sobre las lecciones que el paso de Calvo-Sotelo por la política nos depara. La primera, que hay una derecha española capaz de gobernar desde la conciliación y contra el odio. La segunda, que el liderazgo político no se enseña en las aulas ni se aprende en los libros, no es fruto necesario ni de la inteligencia ni de la cultura, y no puede ser reemplazado por unas oposiciones a un cuerpo técnico del Estado. Por último, que la condición de español nos lleva irremediablemente a estar rodeados por todas partes de meapilas y rojos, de liberales y socialdemócratas, de comunistas y demócratas cristianos, y que todos caben en nuestra memoria común y en nuestro futuro posible.

Se nos va un político conservador en las ideas y liberal en las formas, que defendió el respeto y la tolerancia como normas obligadas de comportamiento. Las dos Españas, que él vivió en carne y hueso, le deben gratitud.

04 Mayo 2008

Cara y Cruz de Leopoldo Calvo-Sotelo

Federico Jiménez Losantos

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La cara de Leopoldo –la ventaja de un nombre raro es que puede ahorrarte los apellidos– es que representaba un cierto tipo de casta dirigente franquista, con inteligencia y muy buena educación, que fue capaz de hacer nada menos que la Transición. La cruz es que no fue capaz de hacer bien nada más que la Transición. Porque esa casta nunca se vio en la obligación moral y política de impedir la victoria apocalíptica del PSOE en 1982. La cara es que hizo frente con dignidad a unas circunstancias delicadísimas tras el 23-F. La cruz es que fue incapaz de convocar elecciones para otra cosa que perderlas, como si fuera más importante para él apurar el cáliz de un año y medio de Gobierno que tratar de que su partido, con mayoría en las Cortes, ganara las elecciones al PSOE. O, por lo menos, no regalara sin lucha el poder a la Izquierda para varias legislaturas. Leopoldo no quiso el pacto electoral de UCD con AP que hubiera reducido a un nivel aceptable la derrota de la Derecha. Y tampoco quiso ser candidato a la Moncloa, endilgándole el muerto a Landelino Lavilla, personaje pulquérrimo, tanto como el propio Leopoldo, pero que, después de Almunia, ha sido quizás el peor candidato a la Moncloa de los dos grandes partidos de la Izquierda y la Derecha en estos treinta años.
Leopoldo representó perfectamente las virtudes de UCD para salir de la dictadura, pero también sus defectos, que han inhabilitado a buena parte de la Derecha política para esa lucha sin cuartel –ideológica, mediática y política– que exige la democracia. Fue uno de los grandes funcionarios del Poder, pero no fue un político de acción, que es lo propio de la política. En cambio, en el análisis y en la dialéctica brillaba mucho más su talento.
También en la prensa de este domingo aparecía lo mejor de Leopoldo dentro de lo último: la crítica al modelo zapaterino de cambio de régimen, publicada en ABC bajo el título de La segunda Transición. He aquí los párrafos sustanciales del artículo:
(…) Con la Transición quedaron atrás, muchos creímos que definitivamente, un par de siglos de fracasos, de dictaduras y de discordias civiles; (…) A la vista de este éxito rotundo y brillante han ido apareciendo políticos que intentan ocupar la prestigiosa marca «Transición» con ideas o proyectos a los que dan el nombre de segunda transición. No es que me hiera la usurpación por unos recién llegados de una marca política prestigiosa, pero sí me irrita y me preocupa que bajo el rótulo de segunda transición se intente pasar una extraña y confusa mercancía que traiciona la esencia misma de la primera.
La desnaturalización empieza por las bases históricas de nuestra convivencia política, desarrolladas a lo largo de la Transición y cifradas en la Constitución de 1978. Todo edificio constitucional tiene sus cimientos históricos y los del nuestro son los llamados valores de la Transición: la Monarquía, el espíritu de reconciliación nacional, el propósito de no repetir los errores del pasado, la voluntad de mantener un sólido consenso en las cuestiones fundamentales.
Han pasado treinta años y creíamos haber integrado y asumido ya aquellos valores, con la tradición política que arranca de ellos -desde UCD y la alta figura fundacional de Adolfo Suárez y, luego, la prudente pasada por la izquierda de Felipe González, hasta los años prósperos de Aznar.
Muchos creíamos, y vuelvo a utilizar el pretérito imperfecto, que la Transición es, por fin, un referente aceptable para todos los españoles sobre el que asentar el futuro con los necesarios ajustes no esenciales. (…) Pero he aquí que la izquierda, vencedora relativa en Marzo de 2004, no se limita al ejercicio normal de una alternativa de Gobierno, sino que, ignorando aquellos valores que muchos habíamos creído asentados, propone una segunda transición y parece como si quisiera edificar el futuro de España sobre los cimientos de la II República.
Es muy significativo, en efecto, que el preámbulo del proyecto de Estatuto catalán, que hoy se discute en las Cortes con el apoyo del Gobierno, cite dos veces la Generalidad de la II República y ni una sola vez la Constitución de 1978; o que cuando se decide a escribir el nombre de España lo haga pegándolo al epíteto de Estado plurinacional. Así como el famoso Proslogion de San Anselmo arranca de la blasfemia religiosa Non est Deus, Dios no existe, para refutarla contundentemente, la nueva transición española parece arrancar de la blasfemia histórica Non est Hispania, España no existe: Sintámonos convocados a refutarla contundentemente también.
Éste es el Leopoldo memorable. Pero el olvidable también tuvo su lugar en la Prensa dominical. Se encargó de la faena Juan Luis Cebrián, anulando la almibarada despedida de su periódico a un hombre que, en los últimos años de su vida, defendió políticamente el PP pero también a sí mismo dentro del tinglado institucional Zarzuela-Prisa, el gran responsable de que ese cambio de régimen, esa Segunda Transición, tenga lugar. La aparente generosidad del título Un hombre de las dos Españas escondía el áspid cebrianita habitual. Mejor dicho, dos: en el primero, recordaba que Leopoldo quiso echarlo de la dirección de El País y así se lo pidió a Polanco varias veces; en el segundo, que pese a ese antecedente, más propio de Cebrián el antenicida, siempre enemigo de la libertad de los otros, que de Leopoldo, pero que sin duda existió, impetró el amparo y ayuda de Cebrián para entrar en la Academia de la Lengua. Como es evidente que no entró, la única duda es si Cebrián contribuyó a ese fracaso o se limitó a disfrutar de la mendicidad y humillación de Leopoldo ante un tipo al que detestaba: él.
Cuando lo conocí, la vanidad de Leopoldo, aunque inferior a la de Cebrián, me pareció enorme. Le faltó para disfrutarla, tanto en la política como en la literatura, esa dureza implacable, letal que a Cebrián le sobra. Pero buscar acomodo a la sombra de los poderes fácticos es típico de esa casta dirigente del  franquismo, luego ucedea y después prisoica, que sobrevive procurando no mezclar lo que públicamente predica y lo que privadamente solicita. Es, de nuevo, la cara y la cruz de Leopoldo Calvo-Sotelo. Mis condolencias a su mujer y a su familia. Y, si Cebrián se lo permite, descanse en paz.