17 febrero 1998

Muere José María de Areilza Martínez-Rodas, el franquista reformista que fundó el centro político en España pero fracasó en su sueño de ser presidente

Hechos

El 17 de febrero de 1998 falleció D. José María de Areilza Martínez-Rodas.

23 Febrero 1998

Político y diplomático durante sesenta años

Pedro Calvo Hernando

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José María de Areilza es uno de los españoles con más larga biografía política, adornada además de otras dedicaciones muy diversas. Puede decirse que ha estado presente durante los últimos 60 años en la vida pública española y que ha pasado por todos los cambios posibles en sus adscripciones políticas.

Este licenciado en Derecho por Salamanca y en Ingeniería Industrial por Bilbao ha sido político, escritor, diplomático y hasta periodista. Había nacido en Portugalete en 1909. Ya en 1936 fue candidato monárquico por Vizcaya y luego participó activamente en la Guerra Civil en el bando de Franco, por lo que sería condenado a muerte por un tribunal de Bilbao. Caída la ciudad en manos del general, Areilza fue nombrado alcalde de la misma. Enseguida, director general de Industria, consejero nacional de Falange y procurador en Cortes hasta la IV Legislatura. Es su época más dura y menos recordable.

Un hombre, pues, del régimen de Franco en toda la línea, que completaría más tarde con las embajadas en Argentina, Estados Unidos y Francia desde mediados de los 40 hasta mediados de los 60. Era embajador en París cuando renuncia a ese cargo por discrepancias políticas con el Régimen, en la línea de Ruiz-Giménez, Dionisio Ridruejo y otras personalidades del franquismo que lo fueron abandonando para entrar por el camino de las convicciones democráticas. Dos años después sería nombrado secretario ejecutivo del Consejo Privado de don Juan de Borbón, hasta la disolución de este órgano en 1969, tras la designación de don Juan Carlos como sucesor de Franco.

Estamos ya ante el Areilza comprometido con la necesidad de los cambios democráticos. Es la década de los 60, el tiempo en que madura una lucha interior de personalidades al franquismo, entre las que figura muy destacadamente el conde de Motrico, junto con el profesor Tierno Galván, Joaquín Satrústegui y el mencionado Ruiz-Giménez. Fueron famosas sus proclamas y sus visitas a embajadores extranjeros, que les costó multas y disgustos. Era la cara visible frente al Régimen, pues la otra -fundamentalmente comunista- estaba en las cárceles o en el exilio. Areilza personalizaba la oposición monárquica desde la convicción de que «la Monarquía es la única forma de transición política y social hacia la democracia en el más breve plazo con el más corto riesgo». Se recuerda a estos hombres con cariño y con gratitud. Era el posibilismo real.

Tal vez es que su devoción juanista, trasmutada luego en juancarlista, por lo que nuestro hombre esperaba protagonizar el cambio desde el Gobierno. Al morir Franco, el Rey deja continuar siete meses a Arias en la Presidencia. Pero en julio de 1976 José María de Areilza creyó llegado el momento definitivo e incluso se ha contado mil veces que celebró con champagne su nombramiento como presidente del Gobierno de Su Majestad. Pero Su Majestad prefirió al joven Adolfo Suárez, el asombro de Damasco, pero sobre todo el asombro de Areilza y Fraga, que vieron pasar la oportunidad de sus vidas.

Los dos eran ministros del primer gobierno del Rey, de diciembre de 1975 a julio de 1976. Areilza lo fue de Asuntos Exteriores y es fama que paseó por Europa y el mundo una democracia española que Carlos Arias se empeñaba en retrasar. Visitó todos los países de la CEE, firmó el tratado con Estados Unidos, normalizó las relaciones con Portugal y se entrevistó con el Papa Pablo VI, entre una infinidad de actividades y gestiones. El conde de Motrico vistió bien el muñeco, pero ya no estaría en el poder cuando la democracia se precipitó de verdad.

Enseguida formó parte -desde el primer Partido Popular, que había fundado y dirigido con Pío Cabanillas- de la gestación de la añorada Unión de Centro Democrático (UCD), que no pudo capitanear y se peleó con Adolfo Suárez, abandonó el partido y no acudió a las primeras elecciones generales, las del 15 de junio de 1977. El centro democrático se le había escapado también y ya no le quedaba otro camino que el de la derecha. Son golpes de mala suerte, pues nadie duda de que hubiera podido ser un buen presidente del gobierno y un buen líder de una de las alternativas políticas de aquellos tiempos. Era uno de los nombres que a veces se mencionaba durante la larga racha de liderazgo imposible o estrellado en la derecha española. Esta ya había sido ocupada por Manuel Fraga desde 1976, con su Alianza Popular y otras nomenclaturas posteriores de coalición. Así llegó a formar parte de la llamada Coalición Democrática para las generales de 1979, junto a AP y el grupo de Alfonso Osorio («Fraga, Areilza, Osorio, vaya supositorio», es una de las gracietas de la época). El conde llegaba allí como presidente del partido de Acción Ciudadana Liberal, antes Federación Liberal. Así salió elegido diputado por Madrid, cuando la derecha obtuvo nueve raquíticos escaños, el suyo, los de Fraga y Osorio y otros seis. Trabajó en la Comisión de Asuntos Exteriores. Pero aquello era una indigesta travesía del desierto para un hombre como él. Se liberó al ser elegido, en mayo de 1981, presidente de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, de la que tuvo que dimitir en enero de 1983, al no haber sido elegido diputado en las generales del 82.

Ahí termina la etapa política de su carrera, aunque nunca abandonaría ese campo. Ha sido un hombre de gran cultura y muy fino escritor, tanto político como literario. Académico de la Real de Ciencias Morales y Políticas desde 1966. En 1987 es elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón «G», que había pertenecido a Manuel Díez Alegría. Su discurso de ingreso, en presencia de los Reyes de España, versó sobre el porvenir de nuestra lengua, y fue contestado por Joaquín Calvo Sotelo.

Es autor de infinidad de libros y otras publicaciones. En 1941, en colaboración con Fernando María Castiella, publicó aquel famoso, patriótico y encendido libro Reivindicaciones de España, la principal de las cuales, dada la época, era Gibraltar, por el que obtuvieron, lógicamente, el Premio Nacional de Literatura. Y una vez normalizado su pensamiento, tenemos, entre otros, Escritos políticos (1968), Figuras y pareceres (1973), el muy notable Así los he visto (1974, semblanzas de personalidades), Diario de un ministro de la Monarquía (1979), Cuadernos de la transición (1983). Más tarde: Crónica de libertad, La Europa que queremos, Prosas escogidas, Siete relatos y sus memorias. Paisajes y semblanzas (1989).

Tras su abandono de la política, dispuso de más tiempo para su dedicación literaria, sus actividades culturales, sus conferencias, sus colaboraciones radiofónicas, etcétera. En 1992 fue elegido presidente del INCIPE (Instituto para la Política Exterior de España). El objetivo de esta fundación es poner a disposición de los gobiernos las conclusiones de sus estudios. En marzo de 1992 se mostró partidario de modificar algunos artículos de la Constitución española para dar cumplimiento a los acuerdos políticos y económicos firmados en Maastricht.

Por supuesto que estaba en posesión de las principales condecoraciones españolas. Estaba casado con María Mercedes Churruca, condesa de Motrico, con la que tuvo seis hijos. La pequeña murió de leucemia y había estado casada con Joaquín Garrigues.

23 Febrero 1998

Un lujo de la política española

Javier Tusell

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Ya en el momento en que llegó a la Real Academia de la Lengua se pudo caracterizar la figura política de José María de Areilza de la manera como se titula este artículo. Los años pasados desde entonces no han hecho otra cosa que multiplicar esa impresión. Hoy, cuando la política se ha vuelto prosaica y es el terreno de disputas entre quienes se han profesionalizado muy pronto en ella, carecen de preocupaciones por otras cuestiones y apenas ofrecen interés para terceros un poco exigentes, una persona como él resultaría inimaginable en este terreno. En nuestros tiempos resulta casi imposible encontrar en la política española una persona dotada de medios de fortuna capaz de pensar un poco en grande y, al mismo tiempo, con intereses intelectuales y literarios, como fue Areilza.Llegado tempranamente a la política española en circunstancias de maximalismo y radicalización de los años treinta, participó en los grupos de extrema derecha monárquica. Rasgo muy característico suyo fue que luego -en uno de sus escritos de memorias- se reconociera autor, en plena guerra civil, como entusiasta partidario de la sublevación del 36, de algunos discursos «rotundos y beligerantes». Fueron bastante más que eso, pero la levedad y la elegancia de Areilza le hicieron recurrir a estos adjetivos y no a la justificación tortuosa de lo que había sido su pasado o al examen de conciencia penitente como consecuencia del mismo. Lo que vino a continuación en su trayectoria política se explica por una mezcla entre una inteligencia brillante, una pasión nunca desfallecida por estar en política y un realismo apabullante. Nunca tomó muy en seno el régimen, ni siquiera en los años cuarenta, pero sirvió en él porque no vio otra posibilidad de actuación. Cuando lo abandonó, a mediados de los sesenta, fue porque, hombre de un género de derecha muy por encima de lo que esto suele significar en nuestro país, fue consciente de que la sociedad española estaba ya en condiciones de liberarse de las opresoras rigideces de una dictadura cuyo origen fue una guerra civil y que no quería hacer perdurar siempre la división entre vencedores y vencidos.

A partir de entonces Areilza se pudo equivocar en muchas ocasiones, pero no erró en lo esencial y no sólo prestó un servicio inestimable a todos los españoles, sino que es difícil imaginar quién podría haber cumplido esa misión de no ser él mismo. Su momento estelar no fue cuando asumió la dirección de la causa monárquica, ni tampoco al ejercer de ministro, ya en el comienzo de la transición, o todo a lo largo de ésta. Cumplió una auténtica misión histórica durante los primeros setenta, en aquellos momentos en que era imprescindible convencer a las clases medias ilustradas de que era posible y deseable una transición sin traumas. Esa postura le valió persecuciones ridículas y maniáticas de las que no quiso dar cuenta en sus memorias por esa elegancia que solía transpirar en todos sus actos. Luego, siempre en solitario, tuvo que recurrir a alianzas en donde descollaba por su obvia superioridad, pero en donde también una y otra vez era objeto de prevenciones que solieron acabar a disgusto suyo y de los demás.

Todo eso vale para el Areilza político. Había también otro, literato, capaz de hacer espléndidos retratos humanos, evocar recuerdos del pasado o transmitir impresiones estéticas. Sus memorias podrán ser discutibles por imprecisión o por sus elusiones pero son irrepetibles cuando translucen al escritor de raza. Sus artículos lubricaron el camino hacia la transición cuando ésta todavía parecía imposible. Lo más obvio que hoy se puede decir de él es que forma parte de esa docena de españoles del pasado medio siglo que exigen un buen libro biográfico.

23 Febrero 1998

Un contemporáneo

Juan Cruz

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Cruzó el siglo como un contemporáneo, un adelantado, un hombre moderno que sabía que el instante en que vivía iba a ser luego un lugar relativo en la historia. Era un posibilista, un diplomático; su aspecto físico, un poco adusto e incluso estirado, porque parecía más alto que su propia estatura, ocultaba una personalidad cordial y fresca, juguetona, interesadísima en las cosas cotidianas de igual modo que en los espectáculos de la historia. Conoció a todos los que fueron alguien a lo largo de una carrera diplomática y política enjundiosa y viajera y hablaba de ellos no sólo como un estadista sino como un narrador pendiente incluso del modo humano de abrocharse los zapatos. Hablaba así, como si los viera en zapatillas, de Franco y de Eva Perón, de De Gaulle y de Margaret Thatcher, de las actrices y de los escritores, de sus contemporáneos, amigos y enemigos; tenía una memoria privilegiada, que le servía para convertirse en un conversador ameno capaz también de reírse de su propia historia.Viajó con el franquismo, pero fue un descreído en ese trayecto, y convirtió su afiliación a los modos de aquel tiempo en un trabajo profesional del que hablaba como un notario; del dictador tenía una opinión corrosiva que desgranaba con anécdotas en las que aparecía como rasgo principal de su carácter la mezquindad con que Franco asumía la vida cotidiana, y toda la vida, como si nada nunca tuviera grandeza.

Trabajó en el desbloqueo de la herencia franquista y lo hizo con gusto, con pasión y con la aceptación de sus propios fracasos, el principal de los cuales debió ser no haber llegado al puesto que fue de Suárez; de eso hablaba con distancia, e incluso con desdén, porque a pesar de las apariencias siempre afirmaba que era un servidor, no un ambicioso. Le gustaba influir, eso sí, y contaba los meandros de la política con la pasión narrativa que parece alentar detrás de los relatos de John Le Carré. De algo hablaba con una seriedad muy profunda, del terrorismo; negociar era para él un verbo clave, y secreto, y para afirmarlo narraba anécdotas secretas del general De Gaulle. Los hombres de Estado, decía, tienen que hacer cosas discretas que jamás ha de conocer la historia, para que la historia siga marchando. En el primer ejemplar de EL PAÍS, el 4 de mayo de 1976, apareció su rostro como único elemento gráfico de su portada: iba a ver a Hassan II en Marruecos como ministro de Exteriores del Gobierno de Arias Navarro. Para él aquélla era una misión más; en el primer periódico moderno de la España que sucedió al franquismo ese retrato era también un rasgo contemporáneo.