1 agosto 1993

Su esposa, la Reina Fabiola, española, mantendrá el titulo como reina madre

Muerte repentina del Rey de Bélgica, Balduino, que será reemplazado por su hermano Alberto II

Hechos

El 1.08.1993 la prensa internacional informó del fallecimiento del Rey de Bélgica, Balduino.

Lecturas

funeral_balduino

02 Agosto 1993

Un rey para los belgas

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

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Lo mejor que puede esperar un monarca cuando su vida se extingue es un claro orden de sucesión, un heredero conocido y bien aceptado por el pueblo; lo mejor que puede esperar una monarquía constitucional es que la opinión se halle unida en torno a la institución, sobre todo, en el caso de que la línea sucesoria dé cobijo a la duda. Ninguna de las dos condiciones cabe decir que se cumplan enteramente en el caso de Bélgica, cuyo soberano, Balduino I, falleció el pasado sábado 31 de julio en esta su última y triste vacación española.Bélgica fue una creación de comienzos del siglo pasado sobre la base de un nacionalismo burgués y laico de expresión francesa, al que apoyaba el Reino Unido contra su soberano territorial holandés, y de una masa campesina de expresión flamenca e intensamente católica, que se sentía poco afín a la monarquía calvinista de la casa de Orange.

Durante algo más de un siglo, el apaño pudo mantenerse basado en la preeminencia social y cultural de la minoría francófona, pero ya en el periodo de entreguerras el despertar del arriére-pays flamenco anunciaba que el futuro del Estado iba a exigir considerables remociones institucionales para perdurar. Un largo camino de reformas, reequilibrios y tensiones ha desembocado en un reciente replanteamiento del Estado sobre base federal, lo que en la práctica significa la existencia de dos comunidades la francófona y la neerlandófona, plenamente soberanas en los asuntos internos, con sus Ejecutivos y Parlamentos correspondientes, y una tercera comunidad binacional en torno a la capital, Bruselas, todas ellas unidas por un Gobierno todavía común, y una Cámara Federal, lugar de reunión entre iguales, mucho más que expresión nacional de un solo pueblo.

En esa deriva desde el unitarismo al federalismo, pasando por diversos e insuficientes esquemas de autonomía, la gran cuestión que se discute hoy públicamente en Bélgica es la de si nos encontramos ante la última estación institucional que pone punto final a la separación de las dos comunidades o, contrariamente, un punto de partida para la escisión -preferentemente indolora- en la que el nombre de Bélgica, aunque eventualmente siga designando al conjunto, más una marca política que el nombre de un verdadero Estado.

En esas circunstancias, la muerte de Balduino, el rey respetado por todos sus connacionales como la expresión de lo que más fuertemente les unía, se convierte en un acontecimiento político de la mayor trascendencia.

El orden de sucesión era inequívoco: al no haber tenido herederos directos Balduino en su matrimonio con Fabiola de Mora y Aragón, el primero en la línea de herederos es su hermano Alberto, seguido de los hijos de éste, Felipe y Astrid. Pero hasta el anuncio oficial -realizado en la tarde de ayer-, de que el príncipe Alberto efectivamente sería el sucesor, nada estaba claro. Entre otras razones porque el propio hermano de Balduino había hecho saber repetidamente que no deseaba la corona. Con ello, las opciones se ampliaban a su hijo Felipe, de 33 años; y a la hermana de éste, Astrid, preferida por algunos sectores por su imagen más clásica y SU mejor dominio de las tres lenguas habladas por los belgas.

Entre los comentarios mejor o peor intencionados que se han podido oír en los últimos años sobre el destino de Bélgica, ha figurado prominentemente un punto de interrogación sobre el deseo de la mayoría flamenca de permanecer unida a la Walonia francófona, una vez desaparecido el que supo ser soberano de todos. Es razonable suponer, por tanto, que las vigorosas fuerzas centrífugas actuantes en el país de los belgas considerarán llegado su momento a partir del tránsito real. Por todo ello, la muerte de Balduino I plantea el acuciante desafilo a su sucesor de llegar a ser también una firme garantía para la compleja continuidad del Estado.

02 Agosto 1993

El Rey Alberto II

ABC (Director: Luis María Anson)

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La desaparición de Balduino decano de los Monarcas europeos, ha llenado de consternación no sólo a Bélgica, traspasada por la más viva emoción, sino a todos los espíritus europeos que veían en el Soberano un ejemplo de entrega abnegada a la causa de su patria y un impulsor de la construcción europea. Las gentes de Motril, el refugio de sus horas más felices, lloran a quien tenían por el más ilustre de sus vecinos. El Gobierno belga anunciaba ayer la aceptación de la Corona por parte de Alberto, Príncipe de Lieja, hermano del fallecido, de acuerdo con las previsiones constitucionales. La Monarquía acredita así todas sus virtualidades de permanencia. Bélgica es una nación joven – poco más de siglo y medio de exitencia – con dos comunidades culturales y lingüísticas fuertemente diferenciadas. La Corona es la garantía de su integridad e independencia, el símbolo de la unidad y continuidad de la patria de todos los belgas, encarnado ahora en el Rey Alberto II.

02 Agosto 1993

Viva el rey, pero ¿qué rey?

Jorge de Esteban

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Como es sabido, la característica principal de la Monarquía como régimen político consiste en que resuelve el problema de la sucesión de forma automática. El viejo dicho de «El Rey ha muerto. Viva el Rey», viene a señalar de forma gráfica tal aseveración. De ahí que sea necesario, durante la vida de un monarca en ejercicio, conocer con claridad quién es la persona predeterminada para sucederle para cuando ocurra su fallecimiento. Tal exigencia cobra una importancia aún mayor en aquellas monarquías, como la belga, en que el rey es precisamente el arco de bóveda y el punto de unión de una sociedad claramente dividida por motivos lingüísticos, históricos, culturales y económicos. En efecto, si Bélgica no se ha escindido como nación ha sido precisamente por la función integradora que el rey Balduino I ha representado en estos últimos años. Sin embargo, con estos antecedentes el monarca belga acaba de fallecer dejando la incógnita de quién será su sucesor, ya que lo que dice la Constitución de Bélgica a este respecto no se corresponde, al parecer, con el deseo expresado por la mayoría de los belgas. De acuerdo con el artículo 60 de la Constitución de 1831, reformado en 1893, «los poderes constitucionales del rey son hereditarios en la descendencia directa, natural y legítima de S. M. Leopoldo de SaxeCobourg, de varón en varón, por orden de primogenitura y con exclusión perpetua de las mujeres y sus descendientes». Este artículo, a su vez, acaba de ser reformado en fecha de 8 de mayo de 1993, a efectos de permitir que puedan reinar «también» las mujeres, pero, con la observación de que «únicamente» entrará en vigor esta derogación de la ley sálica con la descendencia del príncipe Alberto, hermano del rey Balduino. Por consiguiente, el heredero normal de éste debería ser el príncipe de Lieja, casado con Paola de Calabria. Ahora bien, a causa de las peculiaridades de esta princesa italiana, el pueblo belga, y al parecer el propio Balduino, preferirían que el heredero de la corona fuese el príncipe Felipe, soltero de treinta y tres años. Pero el hecho es que ni la Constitución, en su última reforma, ni el propio Balduino, antes de morir, han dejado las cosas claras a este respecto. Por consiguiente, es el príncipe Alberto el que tiene la última palabra para decidir si acepta el trono, de acuerdo con la Constitución, o si, por el contrario, renuncia a sus derechos dinásticos en favor de su hijo. Tal embrollo se podría haber solucionado hace tres años cuando Balduino renunció al trono durante veinticuatro horas, a fin de no firmar, por escrúpulos morales, la ley que despenalizaba el aborto. Esa ocasión la podía haber aprovechado el monarca para lograr un acuerdo con su hermano Alberto a fin de que entrase a reinar entonces su sobrino Felipe, como parece ser el deseo de la mayoría de los belgas. Al no haberlo hecho así el dilema de su sucesión está por resolver dentro del plazo que señala la Constitución. De esta manera, las Cámaras deberán reunirse dentro de los diez días posteriores a la muerte del rey, a efectos de tomar juramento de su sucesor. Por consiguiente, en contra de lo que constituye la propia naturaleza de la Monarquía, nos hallamos ante un caso de «suspense» en la sucesión, puesto que si el hermano de Balduino quisiera reinar, en lugar de su hijo Felipe, no existe ningún tipo de impedimento constitucional que se lo prohiba. Otra cosa distinta son los condicionamientos sociológicos a que deberá hacer frente, pues ya existe el precedente de su padre, el rey Leopoldo III, que tuvo que abdicar, tras la II Guerra Mundial, porque el pueblo belga, en razón de su sedicente colaboracionismo con el régimen nazi del III Reich, no aprobaba los derechos que teóricamente la Constitución de la nación le reconocía. Curiosa herencia, pues, la que deja el rey Balduino de Bélgica, que ante el lema mencionado de «El Rey ha muerto. Viva el Rey», surge la pregunta, pero ¿cuál rey? La solución la semana próxima…

03 Agosto 1993

Un Rey Cristiano

Otto de Habsburgo

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Inteligente y discreto, como siempre había sido, ha abandonado esta vida Balduino de Bélgica, el Rey más veterano de Europa. No fue una muerte como se la suele describir, sino más bien un paso al otro lado. El 31 de julio, el monarca belga entró silenciosamente en la eternidad, algo que él siempre había aceptado. Como profundo creyente cristiano, la ausencia de miedo frente a la muerte constituiría para él casi una realidad natural.

Si quisiéramos caracterizar al Rey Balduino tendríamos que emplear las siguientes palabras: fe, rectitud y un sentido de la responsabilidad inalterable, que han determinado toda su vida. Sólo así le fue posible llevar a cabo una difícil y compleja tarea.

Ya desde pequeño, la tragedia ensombreció su vida. SU madre, la hermosa Reina Astrid, querida por todos, falleció en un accidente de tráfico poco después de dar a luz. Para los belgas, que casi la veneraban, fue uno de los golpes más duros. Para su esposo, el Rey Leopoldo III, resultó una pérdida insustituible justo en el preciso momento en que habría necesitado un apoyo en su propia casa.

El Rey Leopoldo III era un hombre extremadamente inteligente, con un concoimiento exacto de la situación. Supo reconocer pronto el peligro que para su pueblo constituía el surgimiento del hitlerismo. Siempre exhortó a los amigos de Bélgica a presentarse para un próximo ataque del totalitarismo. Sin embargo, ni en París ni en Londres obtuvo la comprensión necesaria. Se le trató como a un pesimista sin remisión. Los franceses se sentían seguros tras su línea Maginot; los británicos vivían de la breve euforia de Salwins y Chamberlain. En todas partes el Rey se encontraba con las puertas cerradas.

Poco podía hacer su pequeño Estado, y salvo contadas exepciones, los políticos no eran conscientes del peligro. Si entonces se hubiese prestado atención a Leopoldo III, algunas cosas habrían transcurrido de forma distinta en los años treinta. Así vio venir los acontecimientos el padre del joven Balduino, sin tener la posibilidad de enfrentarse a ellos de forma eficaz.

Con nuevo años tuvo que asistir el joven ríncipe al estallido de la guerra. En mayo de 1940, Bélgica fue arrasada. El Ejército belga luchó valientemente, pero tuvo que retirarse ante la superioridad del enemigo. Fue cercado,  junto con unidades francesas y británicas, a lo largo de la costa del Mar del Norte. Las unidades inglesa y algunas francesas pudieron ser evacuadas a través de Dunkerque hasta Inglaterra; para los belgas, sin embargo, no hubo sitio. Tuvieron que rendirse. Para el Rey Leopoldo III había sólo dos opciones: huir a Inglaterra y abandonar a sus soldados, o caer junto a ellos como prisionero. El Rey optó por lo último. Seguro que esta decisión no influyó determinantemente en las pésimas relaciones que Leopoldo III mantuvo con los políticos de Londres y París. En cualquier caso, no fue traición, como luego se afirmí.

La batalla de Dunkerque ha tenido en la historia de la II Guerra Mundial al menos un papel tan crucial como más tarde tuvo Stalingrado. No es de extrañar pues que hayan surgido tantas leyendas al respecto. El objetivo de los aliados consistía entonces en encontrar cabezas de turco para sus propios errores, y cometieron muchos. Una víctima lógica era Leopoldo III que como prisionero de guerra no tenía la posibilidad de contar su propia versión al mundo. Lamentablemente, en este asunto Winston Churchill, que no estuvo muy acertado, aportó muchas de las calumnias sobre Leopoldo III. No obstante, en presencia de su hijo Randolph lo reconoció, con la franqueza que le caracteriza, ante el autor de esta necrología. Lo justificó con la necesidad de dar una imagen positiva ante la opinión pública sobre las acciones del Gobierno. No se entiende, sin embargo, por qué más tarde, cuando ya no existía la necesidad de mostrar la verdad que él conocía, lo reconoció públicamente. Así surgieron las leyendas negras sobre el Rey de los Belgas, según las cuáles había jugado un papel deshonroso, y hasta había quien había sido un fiel simpatizante de Hitler. Quien conoció al Rey sabe que eso es mentira. Lamentablemente, las voces de la verdad se escucharon muy poco. De este modo vidió la guerra Balduino, desde los 9 hasta los 15 años, sabedor de la increíble injusticia cometida hacia su padre, al que veneraba.

Las consecuencias de esta política, al a que se sumó también el Gobierno belga en el exilio bajo la presidencia de Pierlot y el ministro de Exteriores Spaak, a pesar de estar mejor informado, fue, que los aliados no permitieran al Rey volver a su propio hogar, una vez liberado. Tuvo que exiliarse en Suiza mientras su hermano, el príncipe Carlos, asumía la regencia.

Bajo la presión del pueblo, en especial de los flamencos, la regencia  se vio finalmente obligada a convocar a un referéndum sobre el regreso del monarca. A pesar de la propaganda masiva de los partidos de la oposición y del a presión ejercida por las potencias occidentales, la votación dio una estrecha mayoría al Rey. De este modo pudo volver junto a su familia a Bruselas. A pesar de todo, sus enemigos no se dieron por vencidos. Hubo tiranteces por parte de los partidos de izquierda, que estaban ostensiblemente apoyados y financiados por el exterior y la gran mayoría conservadora no estaba suficientemente convencida. El pueblo estaba a favor del monarca, pero los políticos en el poder eran demasiado cobardes como para acatar el deseo del electorado. Así se llegó a aquella grave crisis de Estado que finalmente obligó a Leopoldo III a abdicar y el joven Balduino se convirtió en Rey. Los días transcurrían como en una tragedia griega. Balduino tuvo que ocupar el lugar de su padre por el bien del país, y además tuvo que trabajar con aquellas personas que le habían traicionado. Alguien con un carácter más débil que él, se habría derrumbado. Eso era lo que había esperado la mayoría de los políticos. Sin embargo, ocurrió justo lo contrario, como demostró el discurso de toma de posesión del joven Rey. Estaba decidido a permanecer fiel al sentido de la responsabilidad de su padre, a anteponer a todo los intereses de la nación, pero también a permanecer fiel a sus convicciones. Demostró entender profundamente el sentido de la Corona y la tarea histórica de la Monarquía en e un país sobrecargado por tensiones nacionalistas. A pesar de las desagradables experiencias, estuvo interiormente por encima de los partidos y medió entre ellos como pocos supieron hacerlo.

Lo grande en el reinado de Balduino vino más tarde, y es que hubo poco que contar acerca de él. Lo difícil en la política es mantener la paz y limar las diferencias. Después de la inestabilidad de los años cuarenta, se volvió a reconocer la Corona, bajo el trono de Balduino como el único vínculo de unión del país. Una ayuda decisiva fue su mujer española, Fabiola, que logró hacerse con el corazón de los belgas y estuvo siempre al lado de su marido. Con su encanto y su incansable dedicación constituyó para el Rey un sólido apoyo. Un curioso ejemplo fue aquel matrimonio cristiano y el amor mutuo de la pareja real que en tiempos de crisis moral en las más altas esferas representaba un fuerte contrapeso frente al mal ejemplo. La base de este valor y de esta actitud ejemplar era la profunda fe que unía a la pareja. Cualquiera que les conociese de cerca, sabe que esa actitud fue decisiva en la vida del Rey.

En este asunto se mostró muy discreto y aparentaba ser extremadamente fuerte. Esto quedó claramente demostrado cuando el Parlamento belga decidió aprobar la ley sobre la legalización del aborto. Balduino dejó claro desde el principio que su conciencia no le permitiría sancionar una ley semejante. Ante renunciaría a su cargo. Cuando llegó la hora de verdad, el Rey permaneció firme. Finalmente, se llegó a un compromiso entre los altos intereses del Estado y la fe del monarca: renunciaría al desempeño de sus funciones hasta que una regencia sancionara la ley. Cabe señalar que, por entonces, casi todos los medios de comunicación afirmaron que el Rey perdería todo su prestigio con esa actitud. No sólo la mayoría del pueblo, sino también los políticos, se dieron cuenta de lo que tenían en este gobernante cristiano. Su prestigio aumentó aún más, si cabe.

Así fue el Rey Balduino en esta era no precisamente moral: un modelo de cristiandad en la política, una persona real, y un representante digno de su país. Ha manifestado la unidad de Bélgica en tiempos difíciles con discreción y comprensión, pero también con firmeza. También sus enemigos confiaban en él porque sabrían que siempre mantendría su palabra. En él no había ninguna diferencia entre lo que decía, lo que pensaba y lo que hacía. Un teólogo evangélico, Nigg, ha publicado un libro con el título ‘Von neiligen in der Politiz’ (‘Acerca de santos en la política’). No sé si conoció al Rey Balduino, perol o que es seguro es que se ha ganado un sitio entre ellos. Una afirmación esperanzadora en unos tiempos en los que tantos se quejan de que no tenemos ejemplos en la vida pública. Gracias a Dios todavía quedan algunos.

Otto de Habsburgo

03 Agosto 1993

Alberto II: ¿por cuánto tiempo?

Jaime Peñafiel

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Tras la enorme conmoción por la noticia de la muerte -¿imprevista?- del rey Balduino de Bélgica, el mundo político y social, aún no repuesto, se sorprende al conocer el nombre del heredero. Ignoro si el soberano belga creía tener el tema de la sucesión «atado y bien atado». Si no lo tenía, al menos, así parecía. Porque desde hace tiempo, años diría yo, no sólo se hablaba del príncipe Felipe, el hijo de su hermano Alberto, como el sucesor, sino que se le veía como tal acompañando a su tío, el Rey, presidiendo algún acto que otro de menor importancia y hasta representándole oficialmente. Resulta increíble que Balduino, aquejado gravemente por diversas enfermedades cardiovasculares amén de un cáncer prostático, no tuviera solucionado el tema sucesorio. Cierto es que tenía previsto que su heredero fuera el sobrino, pero sólo lo estaba «in pectore». Oficialmente era su hermano, el príncipe Alberto de Lieja, quien encabezaba la lista de sucesión al trono con el título de rey. Yo, personalmente, en mi crónica de ayer hacía patentes mis dudas sobre una posible renuncia de Alberto a sus derechos «siendo como es todavía muy joven». Pero como muchos lectores, pensaba también que un rey o una reina, en este caso ambos, no deben tener pasado porque el pasado siempre es presente. Y el hoy Alberto II (así como su esposa la reina Paola) lo tienen. Y no un pasado veleidoso cualquiera, sino un pasado escandaloso que obligó tanto al rey Balduino como a Fabiola a intervenir en 1970 para poner orden en aquellas vidas a las que les estaba prohibida la felicidad al margen de un matrimonio que parecía acabado. Alberto, cuatro años menor que Balduino, era el reverso de su hermano el rey. Tanto física como moralmente. Era lo que se dice un «playboy» en el más amplio sentido de aquella palabra: gustaba de coches lujosos y rápidos y de las mujeres jóvenes y bonitas. Mientras su hermano el soberano vivía enclaustrado en sus habitaciones del palacio real de Laeken, escuchando música sacra, al príncipe Alberto se le veía en las «boites» de moda bailando y tomando parte en actividades sociales de la corte como el Comité Olímpico o la Presidencia de la Cruz Roja. Pero su ocupación más importante era representar a su hermano el rey, sobre todo, en el extranjero. Y es en uno de estos viajes, en 1958, con motivo de la coronación del Papa Juan XXIII como nuevo pontífice, cuando Alberto cree haber encontrado el amor. El príncipe belga ocupaba un lugar en la tribuna destinada a los jefes de Estado. Posiblemente aburrido por la larga ceremonia religiosa, su atención se centró en una bellísima joven rubia que se hallaba en el recinto destinado a las personas de la nobleza romana. Impresionado por la belleza de aquella joven, de enorme parecido con la actriz Ingrid Bergman, volviose a su embajador y le preguntó por su nombre: Paola Ruffo de Calabria. Un año después era su esposa. Aquella boda sorprendió a los belgas, ya que después de tantos años de espera uno de los hijos de Leopoldo III había abandonado el celibato. Pero entonces todos habrían preferido que se hubiese casado Balduino. La soledad del monarca llenaba de inquietud tanto a valones como a flamencos. 34 años después son los valones y los flamencos quienes tienen la última palabra: ¿serán por mucho tiempo Paola y Alberto reyes de Bélgica?

04 Agosto 1993

Un plebiscito permanente

Javier Pérez Royo

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La institución monárquica choca frontalmente con los dos principios básicos sobre los que se ha articulado el Estado constitucional contemporáneo: el principio de igualdad y el carácter representativo de todo poder político. Si hay algo que el Estado constitucional no puede tolerar es que «jurídicamente» se configuren distintas categorías de individuos jerárquicamente ordenados; para evitarlo impone la equiparación de todos ellos como ciudadanos. Pero además el Estado constitucional exige que su manifestación de voluntad se reconduzca permanentemente a lo que dichos ciudadanos, bien directamente bien a través de sus representantes, establezcan. Por eso el Estado constitucional es ante todo un poder político igualitario y representativo.Esta es la razón por la que la monarquía como forma política es, desde la instauración del Estado constitucional, una especie bajo amenaza permanente de extinción. En última instancia, el Estado constitucional no es más que un proyecto de ordenación racional del poder y en el mismo no tiene cabida una magistratura de tipo hereditario.

La monarquía, como forma política del Estado constitucional, no tiene ni puede tener una justificación de tipo racional, sino que tiene una justificación puramente histórica. Es una consecuencia- del peso de la institución monárquica en el proceso de formación del, Estado-nacional en el continente europeo. Por eso, a pesar de que la Revolución fue fundamentalmente antimonárquica «en los principios», no fue capaz de serlo «institucionalmente». En la Europa de finales del siglo XVIII y principios del XIX una forma política no monárquica resultaba sencillamente inimaginable.

Esta contradicción «principal e institucional» ha marcado la evolución de todas las monarquías europeas sin excepción, resolviéndose además siempre a favor del primer término de la contradicción y en contra del segundo. Al menos en un doble sentido:

En primer lugar, aquellas monarquías que no supieron adaptarse institucionalmente a los nuevos principios, esto es, aquellas monarquías que no supieron convertirse a lo largo del siglo XIX en monarquías parlamentarias resultaron incompatibles con el tránsito del Estadoliberal al democrático, siendo barridas por la historia. Es el caso de las monarquías autoritarias centroeuropeas, de la rusa o de la italiana y la española, aunque esta última tendría una nueva oportunidad, a diferencia de las demás.

En segundo lugar, las monarquías que supieron adaptarse, y consiguieron de esta manera sobrevivir a la marea democrática del 17, han experimentado un proceso de democratización sui géneris que las hace depender cada vez menos de su carácter hereditario y, por tanto, de su legitimidad histórica, y más de su aceptación por la opinión pública. La monarquía es, pues, una anomalía histórica que ha tenido que ser corregida por el Estado constitucional, bien mediante su supresión pura y simple, bien mediante el sometimiento de la misma de una manera peculiar a ese axioma del constitucionalismo democrático según el cual «todo poder procede del pueblo».

Dentro de esta tendencia general, el caso de Bélgica es posiblemente el más expresivo. La experiencia monárquica belga es una especie de laboratorio privilegiado en el que se puede contemplar la evolución de esa contradicción principal e institucional desde la Revolución hasta nuestros días.

El punto de partida fue muy favorable. Aunque Bélgica como Estado nace en el primer tercio del siglo XIX, se constituye desde sus orígenes en el modelo del constitucionalismo monárquico del siglo XIX. La Constitución belga de -18 31 es el documento a través del cual se produjo la importación de la monarquía parlamentaria en el continente. Su evolución posterior parecía ser también la mejor prueba de laaclimatación de dicha forma política en la Europa continental. Con retoques conducentes casi exclusivamente a hacer posible el sufragio universal, la Constitución resistió no sólo todo el siglo, sino que soportó también el terremoto del final de la Primera Guerra Mundial e incluso las dificultades del periodo de entreguerras. La monarquía como forma política del Estado parecía estar por encima de toda discusión.

Y, sin embargo, no sería así. La monarquía belga se vería afectada de manera profunda, en las últimas décadas por tres de los procesos históricos que más han influido en los Estados europeos occidentales del siglo XX: el fascismo, la descolonización y la tendencia imparable a la descentralización del poder.

El primero afectó de tal manera a la monarquía que hubo de procederse a una refundación de la misma. El referéndum de 1950 confirmaría la voluntad de la sociedad belga de mantenerla como forma política del Estado, aunque en el mismo se evidenciaron quiebras profundas entre las comunidades flamenca y valona, que no han hecho sino acrecentarse desde entonces.

Pero sería sobre todo el proceso de descolonización el que rompería el equilibrio sobre el que había descansado la convivencia en Bélgica, poniendo fin a la cohesión social y política que había presidido los primeros 130 años de su historia como país. La pérdida del Congo y el repliegue sobre sí misma acentuarían las tendencias centrífugas en la sociedad belga, tendencias que se han pretendido canalizar a través de sucesivas reformas constitucionales, que van aproximando cada vez más a Bélgica a un modelo confederal más que federal, sin que pueda descartarse la separación política de las dos comunidades que han constituido Bélgica hasta hoy.

Así pues, la monarquía belga, si bien disfrutó de un periodo de aclimatación favorable, en el que la contradicción principal e institucional de la Revolución fue asimilada de manera ha tenido que poco conflictiva hacer frente, a lo largo de los últimos 50 años, a las circunstancias más adversas para cualquier relgimen monárquico de toda Europa occidental.

En este proceso la monarquía se ha transformado profundamente, convirtiéndose en una institución enormemente dependiente de la opinión pública del país.

Esto es lo más llamativo y lo que necesita ser resaltado. Una institución cuya utilidad residía, inicialmente, en su carácter hereditario, esto es, en el hecho de que, al estar garantizada la jefatura del Estado por un orden de sucesión perfectamente definido, la primera magistratura del país quedaba a cubierto de los vaivenes de la opinión pública, convirtiéndose de esta manera en un símbolo de la unidad y permanencia del Estado, ha pasado a tener una justificación completamente opuesta.

Justamente porque la monarquía es una magistratura hereditaria, porque el monarca no puede ser desalojado de la jefatura del Estado cada cuatro o cinco años, es por lo que la exigencia de su aceptación cotidiana por la opinión pública se acentúa todavía más que respecto de las magistraturas elegidas (aunque de forma distinta, por supuesto). El elemento personal, que es del que se pretendía prescindir al instaurarla monarquía como forma de Estado y del que de hecho se ha venido prescindiendo hasta hace poco, se ha convertido en un elemento de capital importancia en la monarquía de este final de siglo. En la belga y en todas.

Aquellas monarquías en las que los ocupantes del trono no sepan estar a la altura de lo que la opinión pública espera de ellas van a tener enormes dificultades, como mínimo, para subsistir. La monarquía como nación, en la famosa definición de Renan, se está convirtiendo, si no se ha convertido ya, en un plebiscito permanente.

El rey Balduino ha ganado este plebiscito con holgura a lo largo de sus 42 años de reinado en circunstancias nada fáciles. Queda por ver si su heredero es capaz de seguir ganándolo. El futuro de Bélgica como Estado depende en buena medida de ello.

Javier Pérez Royo

10 Agosto 1993

El auto del rey Balduino

Federico Jiménez Losantos

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De Balduino I de Bélgica, para nosotros simplemente Balduino, se recordará su muerte, es decir, sus funerales. Pocas veces un entierro ha servido de modo más eficaz para dar vida a un personaje una vez desaparecida la persona. Fabiola de Bélgica, para nosotros simplemente Fabiola, ha conseguido dotar a su difunto y amantísimo esposo de una aureola de mágica virtud sin fecha de caducidad. Y además lo ha conseguido sin ninguna de las convenciones al uso, precisamente ella, que siempre fue considerada un tóopico. Respetabilísimo, pero tópico.

Por tener, los funerales de Balduino han tenido incluso humor. Sólo a un humorista se le podía haber ocurrido que la representante de la prostitución belga, que acudió al entierro junto a otras colegas para agradecer el afecto y la caridad que en vida les dispensó como a tantos otros marginados, el rey de los belgas, tuviera como apellido casi un anuncio: Oral. Renuncio a imaginar el de las otras cuatro. Pero también había inmigrantes, y enfermos de sida, y esos barrenderos que se quitaban los guantes para saludar a Balduino en la última ed sus imágenes callejeras. Todos ellos tuvieron un papel esencial en los funerales alegres de quien fue llamado ‘El Rey Triste’, pero al que su esposa y diaconisa supo presentar en el momento de romper las ataduras terrenales como el hombre más feliz del mundo.

Para muchas personas, esa revelación del aspecto caritativo, popular, humilde atriótico, del ‘Alce Tranquilo’, ha roto la imagen de una pareja plomiza, dominada por los sustos de la vida y los repeluznos de ultratumba. Ya nadie podrá decir que la vida de Balduino y Fabiola fue un aburrimiento. Nadie que puede morir así pasa por la vida aburriéndose. Sufriendo, seguramente sí, que es condición de la inteligencia y del humano existir, pero aburriéndose, desde luego que no.

Que la sociedad belga es triste como su Palacio Real viene siendo un lugar común, que, como todos los lugares comunes, algo tendrá cuando lo frecuentan. Pero belga era también Jacques Brei; belga Simenon, tan ameno en su obra magnífica como terrible y obsesivo en su vida; belga Eddy Merck, ese antecesor de Indurain. Son gente rara, especial, y su rey, acrisoladamente representativo, obraba en consonancia. Un día, corrió la noticia de que iba a haber un comunicado oficial de Palacio, y una agencia de Prensa, adivinando la noticia, difundió que Balduino se metía a trapense. En realidad iba a anunciar su boda con Fabiola, la mujer que supo comprender su famosa tristeza, acaso porque compartía esa melancolía desesperada de quienes se sienten atrapados por las últimas preguntas.

Cuando yo era adolescente leía las novelas de Maxence van Der Mersch, que eran, como se decía entonces, “comprometidas”, y que hablaban de política bajo especie económica y de sexo bajo especie pecaminosa. No obstante, sorprendía su claridad, especialmente a los jóvenes de los años sesenta, educados en los circunloquios y la ocultación de los problemas morales. Se decía, supongo que con razón, que el catolicismo belga estaba demasiado cercano, por contingüidad, por ecumenismo, por competencia, al protestantismo. En los funerales de Balduino, gran regalo de su esposa como viático político para la Historia, me ha parecido ver una admirable fusión de la religión interiorizada, de la moral como convicción personal, rasgo, protestante, y, de la religión como celebración, como ceremonia ejemplarizante, propia del catolicismo clásico. Fabiola, española, ha oficiado para Balduino un moderno y magnífico auto sacramental.