3 febrero 1996

Pedro J. Ramírez denuncia que Iñaki Gabilondo no le permitió entrar en directo en ‘Hoy por Hoy’ (SER) después de haber sido aludido

Hechos

En el artículo dominical de D. Pedro J. Ramírez (EL MUNDO) del 4 de febrero de 1996 explicaba que el director del programa ‘Hoy por Hoy’ de la Cadena SER no le había haber permitido intervenir tras una alusión.

Lecturas

D. Pedro J. Ramírez denuncia el veto (TELECINCO, 22.05.1997):

Pedro Jota denuncia que fue censurado por Gabilondo (1997)_mp3

D. Iñaki Gabilondo explica a J. F. Lamata el veto a D. Pedro J. Ramírez:

Gabilondo_Pedrojota_mp3

04 Febrero 1996

POLANCOLANDIA

Pedro J. Ramírez

Leer
Cuando pedí el mismo acceso a los micrófonos de la SER que tiene cualquier oyente que sea atacado en antena -¡y vaya que yo lo fui!-, mi durante casi veinte años amigo Iñaki Gabilondo me comunicó que «se había decidido» no dejarme hablar.

A lo largo de toda la semana Jesús Polanco, el hombre que -según su primer asalariado- no ha utilizado jamás sus medios de comunicación al servicio de sus negocios personales, ha desplegado una auténtica exhibición de fuerza, atizando los fuegos de la prensa e incluso creando nuevos focos de incendio hasta formar una tupida barrera de humo y llamas, destinada a protegerle del escándalo Eductrade.

Un día se trataba de centrar la atención de oyentes y lectores en lo inadmisible de que un columnista le hubiera mentado el suegro a un dirigente político, al siguiente tocaba rasgarse las vestiduras ante la hipocresía de quien supuestamente -ahora hablaremos de eso- habría cambiado con el tiempo de opinión sobre los GAL y como remate se desempolvaba la palabra «chantaje» del cajón de las conspiraciones llave en mano, para denunciar dos reuniones tan insulsas e intrascendentes como el propio interlocutor que Anson y yo tuvimos en ambas.

La falta de relevancia o incluso de base real alguna de todo ello no sólo no ha sido obstáculo para las huestes polanquistas, sino que más bien se ha convertido en aliciente de su gran maniobra de desinformación. Lo que al final queda es un guirigay de dimes y diretes con el inevitable corolario de que al lector o al oyente termina por traerle al fresco que los periodistas se acuchillen entre sí.

Como exactamente eso es lo que busca quien trata de tapar el bosque con los árboles, ahora más que nunca es preciso hacer un esfuerzo de racionalidad y autocontrol para no caer en la trampa de la provocación y centrarse en lo que sí es de indiscutible interés ciudadano. Lo que se debate a través del caso Eductrade es nada menos que el uso y control tanto de los Fondos de Ayuda al Desarrollo como del resto de partidas que destinamos a cooperación internacional. Podrá ser todo lo legal que se quiera pero no es lógico ni admisible que después de que miles de jóvenes acampen durante semanas en la Castellana pidiendo su ampliación y después de que los líderes de la Plataforma del 0,7% lleven su huelga de hambre hasta el límite de la resistencia humana, luego resulte que una parte significativa de tan exiguas cantidades termine en los bolsillos de Sarasola o de Polanco, en concepto de intermediación o comisiones.

Me consta que en medio de todas sus maniobras de distracción, Polanco y sus más estrechos colaboradores se han visto obligados a explicar internamente el «modus operandi» de esta, hasta ahora, parte sumergida de su imperio. Estoy seguro de que la gran mayoría de los profesionales del grupo Prisa coinciden con mi diagnóstico de que estamos ante un obvio caso de colusión de intereses: ni para la prensa española ni para el comercio exterior es saludable que el editor que más rimbombantemente se proclama independiente, dependa luego de decisiones discrecionales de la Administración para colocarles a los uruguayos plantas procesadoras de frutas que ni siquiera desembalan, con sobreprecio y previo probable soborno a funcionarios.

La sobrerreacción del polanquismo ha servido para demostrar que nuestra denuncia no podía ser más certera. La saña con la que estamos siendo tratados los insumisos a sus pretensiones monopolísticas ha terminado de poner las cartas boca arriba.

En todos los periódicos, empezando por éste, se cometen equivocaciones, errores de apreciación y hasta abusos en la forma y el contenido de nuestras informaciones u opiniones. Incluso en el fragor de la batalla, debemos tener la humildad y gallardía de reconocerlo, aun a sabiendas de que por firme que sea nuestro propósito de enmienda nunca se convertirá en un antídoto definitivo frente a la precipitación con que tomamos decisiones. Pero hay dos principios sagrados que no se pueden vulnerar porque combinadamente constituyen una especie de juramento hipocrático del periodista. El primer mandamiento dice: No distorsionarás deliberadamente la realidad, presentando como verdadero lo que tú sabes que es falso. El segundo mandamiento añade: Siempre que ataques o critiques a alguien le concederás la oportunidad de defenderse. Pues bien, esta semana he comprobado en propia carne como ninguno de estos dos principios elementales está en vigor bajo la égida de Polanco.

Confieso que cuando leí en EL PAÍS de madrugada, negro sobre blanco, que yo había escrito hace doce años que el asesinato de «Txapela» era una acción «eficaz», bien acogida en los cuarteles, porque ya era hora de pasar «de las palabras a los hechos», mi primera reacción fue de turbación y hasta de vergüenza. Una cosa es que en un momento dado puedas hacer un juicio más o menos apasionado y otra aplaudir la muerte de un hombre con nombre y apellido. ¿Cómo era posible que yo hubiera podido escribir aquello, cuando si algo he detestado toda mi vida hasta la náusea ha sido la violencia armada? A la mañana siguiente comprobé que no era posible porque no lo había escrito. Las palabras entrecomilladas se referían inequívocamente a la primera redada de la Gendarmería en el sur de Francia y la única mención al asesinato de «Txapela», por el que ya entonces denominaba «siniestro GAL», era para recordar que en el País Vasco había algo más que un problema policial. Más burda aun era la manipulación de mi otro artículo sobre los GAL, pues el fragmento seleccionado incluía la afirmación de que la guerra sucia tenía el apoyo de amplios sectores sociales, pero excluía la inmediata advertencia de que eso era la «antesala del fascismo».

Lo peor vino después. No es sólo que, tras el descubrimiento del embuste, EL PAÍS no publicó aclaración, rectificación o justificación alguna, sino que cuando pedí el mismo acceso a los micrófonos de la SER que tiene cualquier oyente que sea atacado en antena -¡y vaya que yo lo fui!-, mi durante casi veinte años amigo Iñaki Gabilondo me comunicó que «se había decidido» no dejarme hablar. Quizá tenga razón Umbral cuando critica que me detenga en las circunstancias personales de la cuestión, pues, efectivamente, el asunto no hubiera sido menos grave si yo no conociera al conductor del programa o si la Ser no hubiera sido para mi algo tan importante y querido durante esos años decisivos en los que se fragua una vida. Se equivoca, en cambio, cuando sugiere que «estas garatas» atañen más a los periodistas que a la calle.

Hace un par de años, medio en broma, medio en serio, dije en los cursos de El Escorial que dentro de España existía ya un país imaginario llamado «Polancolandia» cuyos habitantes podían satisfacer todas sus demandas de información, cultura o entretenimiento, «from cradle to grave», desde la cuna hasta la tumba, con productos de un mismo grupo empresarial. A las divisiones de libros de texto, novelística y ensayo, información general, deportiva y económica, radio musical, pornografía codificada, hoteles y demás crisoles, se ha agregado desde entonces un creciente control sobre la producción cinematográfica española y una clara ofensiva para hacerse con los derechos de imagen del fútbol. Todo ello combinado con el inaudito acuerdo con Telefónica para explotar la televisión por cable a través de una infraestructura pública en la que se le permite instalar un privadísimo fielato.

Visto ya como las gastan, a todos nos concierne que no pueda darse un paso más hacia la transformación de «Polancolandia» en ese mundo feliz en el que muy pocas personas tengan la capacidad de decidir quién puede hablar por la radio, qué libros pueden editarse o comentarse, qué películas tenemos que ver y de qué homenajes a nuestros contemporáneos eminentes se puede dar fe.

Pedro J. Ramírez