21 noviembre 2005

Polémica entre los profesores Antonio Elorza y José Álvarez Junco en las páginas de EL PAÍS por el concepto de nación española: «Me cita manipulando mis palabras»

Hechos

El 21.11.2005 D. Antonio Elorza publicó el artículo «La nación española».

21 Noviembre 2005

La nación española

Antonio Elorza

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Una reciente entrevista de Pasqual Maragall permite apreciar el doble juego de que se sirve el político catalán para lograr que su proyecto adquiera un barniz de constitucionalidad. Por un lado, insiste una y otra vez en que considera España como una nación de naciones, lo cual le aproxima al juego de «nación» y «nacionalidades» que refleja el artículo 2 de la Ley Fundamental. «Nosotros somos una nación de naciones que tiene un Estado», define. Pero de inmediato añade que las «varias» naciones que lo integran son en número de «tres seguras, y alguna probable» (ABC, 6 de noviembre). Dado que en una reunión con partidos nacionalistas celebrada después del 30 de septiembre identificó a esas tres naciones como Cataluña, Euskadi y Galicia, la consecuencia no ofrece dudas. La plurinacionalidad corresponde en el caso español al Estado, de acuerdo con la caracterización fijada en el nuevo Estatuto: «Cataluña considera que España es un Estado plurinacional». Nunca en el articulado del Estatuto aparece España; siempre «Estado español». «Gozan de la condición política de catalanes los ciudadanos del Estado…» (artículo 7). La confusión se mantiene porque ni Maragall a título personal ni el proyecto de nuevo Estatuto rechazan ese marco estatal hispano, aun cuando en el segundo pueda ser dicho de Cataluña que «su espacio político y geográfico de referencia es la Unión Europea» (artículo 3). A diferencia del valle de Arán, que es «una realidad nacional occitana», España queda fuera de la lucha por ese título.

El problema planteado por el nou Estatut no es, pues, la afirmación nacional de Cataluña. Éste sería sólo un obstáculo formal perfectamente superable si la concepción del tema descansara sobre ese engarce entre naciones como la vasca o la catalana y el eje nacional español, en torno al cual está configurado el Estado-nación desde que la Constitución de Cádiz definiera su contenido en 1812. El problema reside en la negación que de hecho recae sobre la nación española. Por eso los redactores se preocupan de algo tan insólito como definir qué es España. La nación catalana queda entonces como un sujeto «singular», desligado por su supuesta historia y rasgos propios de cualquier otra entidad nacional. De ahí el postulado del derecho de autodeterminación (Cataluña puede «determinar libremente su futuro como pueblo»), a partir del cual, respecto del Estado, y en eso el proyecto es coherente, las relaciones políticas se establecen de acuerdo con «el principio de bilateralidad». De ese federalismo que según Maragall constituye la base del socialismo moderno, nada.

La declaración de que España no es una nación se encuentra ya en textos catalanistas de fines del siglo XIX y ha mantenido su vigencia entre nacionalistas radicales, y otros que no lo parecían tanto. Su presencia en medios académicos se vio reforzada por la publicación en 1990 de un artículo del historiador Borja de Riquer. A su juicio, la monarquía de los Borbones no habría logrado «integrar de forma eficaz los muy heterogéneos países hispánicos» -como si Alemania o Italia lo estuvieran entonces- y el proyecto de nación española fue posterior a la pérdida del imperio en América. Resultó un intento fallido. Consecuencia: «¿Se puede hacer historia de lo que no ha existido, de la ‘nación española’?». Respuesta obvia: «No se puede hacer mitología y pretender historiar lo que no fue, lo inexistente». En años sucesivos, la condena de la nación se hizo más matizada, sin alterar el papel jugado por el imperio, situando en las Cortes de Cádiz el acta de nacimiento de ese proyecto al fin fallido.

Quedaba por superar el obstáculo de esa guerra de Independencia que según la interpretación tópica fuera un estallido de resistencia nacional. La investigación de J. Álvarez Junco, hoy presidente del Centro de Estudios Constitucionales, pareció eliminarlo. «La lucha», diagnostica este autor en su Mater dolorosa, «no tuvo nada que ver con un intento de liberación e independencia nacional». Añade que nadie habría hablado de independencia hasta que el término surgió como eco de los procesos de independencia en América. La guerra de Independencia fue así una invención tardía y el «mito nacional» español emerge cuando «la soberanía nacional se convirtiera en el caballo de batalla de las primeras -y decisivas- sesiones del debate constitucional». Consciente o inconscientemente, la tesis catalanista recibía un respaldo más que estimable.

Sólo que los documentos dicen otra cosa. Hay una lucha armada que se autodefine de liberación y por la independencia desde el primer momento, y con esas palabras. A principios de junio de 1808, la Junta Suprema de Sevilla declara la guerra a Napoleón por la independencia y a partir de ese momento hay independencia hasta en la sopa. Luego de invención de la guerra de la Independencia, nada. El protagonista colectivo de la insurrección patriótica asume el nombre de nación, obviamente por la pluma de una minoría de ilustrados, y en nombre de la «soberanía nacional» exige una reforma política con la convocatoria de Cortes como eje. No es el debate en las Cortes lo que hace entrar en escena a la nación y a la soberanía nacional españolas; es la generalizada asunción de ambas lo que determina la convocatoria de Cortes. La Constitución procede de la nación española, y no a la inversa, surgiendo al mismo tiempo la imagen de su composición plural. Por algo la de Cádiz es la primera Constitución de la historia que precisa, y en su primer artículo, el contenido del Estado-nación, según advierte Miguel Artola. Más tarde, y con el desplome económico como telón de fondo, vinieron los estrangulamientos y las limitaciones en la construcción de la España liberal y en el proceso de construcción nacional. Pero la nación española no fue un invento de la revolución liberal. Lo explicó en su día Pierre Vilar: el nuevo régimen se establece en nuestro país coincidiendo con la desaparición de las precondiciones que lo hicieran posible. Y es la demostración de las limitaciones subsiguientes en el funcionamiento del Estado, visible en el doble episodio de la guerra de Cuba y del desastre ante Estados Unidos, lo que sirve de palanca al ascenso político de los nacientes movimientos catalán y vasco.

Más tarde, la modernización española a partir de la década de 1960 sentó por fin las bases económicas y culturales de una integración eficaz en el Estado-nación español. Sólo que a esas alturas, y con el franquismo creando la imagen aún vigente hoy de identificación entre nacionalismo catalán o vasco y progresismo, la consolidación de ambos movimientos era ya un hecho inevitable. Y ha sido precisamente el éxito de las dinámicas de construcción nacio

-nal en ambas comunidades, más la incidencia de ETA en un sentido de radicalización, lo que explica el doble reto que encarnan, cada uno a su modo, el proyecto de Estado asociado vasco y el nou Estatut, contra el orden constitucional de 1978. Aplicando el esquema interpretativo que Tocqueville planteara para la Revolución francesa, la alternativa al vigente Estado de las autonomías no es producto del fracaso ni de la miseria, sino de un sentimiento de insatisfacción en las élites catalanas y vascas que surge del mismo proceso de crecimiento y de afirmación nacional puesto en marcha a partir de la transición.

Ahora bien, una cosa es que una toma de posición política sea explicable, y otra que sea obligado comulgar sin más con sus planteamientos, en este caso verdaderas ruedas de molino consistentes en falsas evidencias. Su composición puede ser plurinacional, pero España no es una simple superestructura estatal que cubre una serie de realidades nacionales, como ocurriera con Yugoslavia y el Imperio austro-húngaro. La identidad hispánica cuenta con un larguísimo recorrido secular, desde el De laude Hispaniae de Isidoro de Sevilla y el lamento por «la pérdida de España» de la crónica mozárabe del año 754, lo cual en modo alguno significa que entonces existiera una nación española, como sin duda afirmarían nacionalistas vascos y catalanes si contaran con tales antecedentes, pero sí que esa identidad no es un invento del siglo XIX. Incluso los mitos nacionalistas románticos arrancan de atrás. En su reciente libro Las esencias patrias, Fernando Wulff nos recuerda la significación de la Numancia de Cervantes, recuperada por Alberti en la guerra civil, con una España personificada de protagonista, y de la Historia de España de Mariana. En torno a 1600, la conciencia de crisis económica propicia una presencia constante del sujeto España en las obras de arbitristas y literatos. El Imperio no está ausente, si bien para subrayar la cadena de dependencias: España como las Indias de Europa. No hay una suplantación de España por su imperio colonial, ni siquiera cuando en la Ilustración el periódico El Censor la denomine Cosmosia. De nuevo una conciencia aguda de los problemas, ahora culturales, políticos y económicos, vinculados a la problemática modernización, es lo que genera esa dimensión nacional que literalmente estalla en 1808.

El factor económico interviene en lo sucesivo a la hora de provocar estrangulamientos decisivos en la eficacia de los agentes de socialización (escuela y ejército), en la configuración del mercado nacional y de la política exterior, de manera que en el tránsito de la monarquía de agregación del Antiguo Régimen al Estado-nación las fracturas de éste abren paso a las alternativas de los nacionalismos. Las dobles identidades estaban ya consolidadas en el 800 y la federación -algo bien distinto de la confederación-, entonces como ahora, resulta la única fórmula viable de articulación democrática para España. Claro que también cabe emprender el camino de la disgregación y de las identidades únicas a que apuntan sin reservas los proyectos nacionalistas de Cataluña y de Euskadi.

23 Noviembre 2005

Réplica

José Álvarez Junco

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Lo último que deseo en la vida es tener una polémica con Antonio Elorza, pero no me queda más remedio que protestar ante la crítica que me lanza en el artículo La nación española, publicado por su periódico el 21 de noviembre. Me menciona en él personalmente y cita un párrafo mío entrecomillado, para expresar a continuación su desacuerdo. Como es muy propio de este autor, el párrafo está manipulado.

Dice que, en mi opinión, la llamada Guerra de la Independencia «no tiene nada que ver con una liberación o independencia nacional». No es cierto. Mi análisis no lleva en absoluto a una conclusión tan contundente. Porque él omite el comienzo de ese párrafo, como cualquiera que esté interesado puede comprobar en Mater Dolorosa, Taurus, 2001, página 120. Allí, refiriéndome exclusivamente al aspecto militar de la guerra (escribo «en primer lugar» al empezar el párrafo, y a continuación siguen páginas de matizaciones), observo que todas las grandes batallas de aquella guerra, salvo Bailén, consistieron en enfrentamientos entre los ejércitos de las dos grandes potencias europeas del momento, Francia e Inglaterra; que en ellos había egipcios, polacos, portugueses, españoles; y que, si en el mando supremo del lado imperial siempre hubo un general francés, el jefe de lo que la versión nacional de la historia llama «Ejército español» era un inglés, Wellesley, futuro duque de Wellington. De todo eso concluyo: «Por este lado, por tanto, la lucha no tiene nada que ver con una liberación o independencia nacional». Elorza, tras eliminar las primeras cinco palabras de este párrafo, presenta el resto amputado como mi diagnóstico general sobre el conflicto.

Es, sencillamente, falso; no pienso tal cosa. Dedico las páginas siguientes a analizar otros cinco o seis aspectos o vertientes de la lucha, cuya «complejidad» destaco repetidas veces. Citar de esa manera es una falta de honestidad intelectual. Quien obra así no pretende aclarar un problema, sino ser protagonista, o meter el dedo en el ojo a los demás; una forma de comportarse típica de este autor. Qué pesadez; qué fidelidad a sí mismo.

24 Noviembre 2005

¿Citas manipuladas?

Antonio Elorza

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En su réplica, por llamarla de algún modo, a un párrafo de mi artículo La nación española, el señor Álvarez Junco termina con una alusión personal: «Qué pesadez. ¡Qué fidelidad a sí mismo!». Y acierta. Siempre he sido fiel a mí mismo en el debate intelectual evitando el ataque por la espalda que consiste en satanizar a quien emite una crítica. A juicio de JAJ, «el párrafo está manipulado», «citar de esa manera es una falta de honestidad intelectual», lo mío es querer «ser protagonista o meter el dedo en el ojo de los demás». No es manipulación alguna suprimir las cinco palabras -«por este lado, por tanto»- que aluden a argumentos anteriores sobre el carácter militar de una guerra, porque ese carácter es lo decisivo y lo que determina que sea o no de independencia. La composición de los ejércitos nada prueba: también en la guerra mundial hubo ucranianos, letones, franceses, rumanos y hasta españoles en el ejército que invade y ocupa la URSS en 1941-1944, pero aquello fue el Ejército alemán, lo mismo que fue francés el napoleónico y que la lucha por la independencia se abre con la victoria del Ejército español en Bailén. Lo siento: papeles hablan. Y la puesta en cuestión de la «guerra de independencia» por nuestro autor no se ciñe a ese párrafo. La primera frase del capítulo anuncia ya lo que va a venir: «Es muy dudoso que el conflicto desatado en la península ibérica entre 1808 y 1814 se ajustara realmente a la categoría de ‘guerra de independencia’ (entre comillas)…». Y tiene más citas en tal sentido. Si ello me importa no es por la personalidad del señor Álvarez Junco, tema para mí indiferente, sino por la implicación que tal planteamiento tiene para la relación entre Nación española y Estado liberal. El nacionalismo español inició su andadura en Cádiz, lleva por titular en el Diario de Cádiz la reseña de su conferencia pronunciada el 2 de este mes. Y no es así: la Nación precede a la entrada en escena del proceso constituyente. Tiene esto importancia para el presente político, lo apoya la documentación disponible y por ello escribo. De insultos, paso. De posibles intervenciones de acólitos en el futuro, también.

28 Noviembre 2005

Respuesta de Álvarez Junco

José Álvarez Junco

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Lamento darle a Antonio Elorza la satisfacción de continuar ocupando columnas de prensa en la enésima polémica de su vida. Le doy la razón y terminemos. Reconozco que él sabe lo que los demás pensamos, e interpreta lo que decimos, mejor que nosotros mismos. Podría plantearse, en el futuro, escribir en nombre de otros, poner en nuestras bocas todas las tonterías que él imagina que sostenemos y destrozar a continuación nuestros débiles argumentos a placer. Le ahorraría el trabajo de manipular citas.

01 Diciembre 2005

El uso político de la historia

Borja de Riquer Permanyer

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En el largo y complejo artículo de Antonio Elorza La nación española, publicado en EL PAÍS el día 21 de noviembre, en el que se me alude, se hace un uso político de la historia que me parece preocupante. Pienso que deberíamos esforzarnos mucho más en divulgar una historia crítica que ayudase a entender la real naturaleza de los actuales debates identitarios hispánicos, a ser más exigentes y rigurosos ante la complejidad de los procesos históricos y a no manipular y esquematizar de forma interesada la historia. Hoy es innegable que los ciudadanos de España tenemos unos claros elementos de identidad histórica común, de historias compartidas, pero también que hay sentimientos identitarios diferentes, que incluso se afirman como nacionales. Ésta es la realidad social y cultural, guste o no guste. Ahora bien, creo que buena parte de los comentaristas políticos, como el propio Elorza, están cayendo en el error de mirar demasiado al pasado y muy poco al futuro. Me preocupa esa pérdida de la idea de futuro que hay en sus escritos, ese abandono de la necesidad perentoria de pensar en los futuros posibles. Encuentro unas reflexiones demasiado preocupadas por defender, y por inmovilizar, el presente. Y eso conduce, forzosamente, al obsesivo empeño de recrear el pasado en función de los intereses políticos de hoy, cosa peligrosa.

Con respecto a los debates sobre los sentimientos identitarios actuales debe señalarse un preocupante fenómeno. Hoy en Cataluña se percibe claramente una notable pluralidad de opiniones y de proyectos, tanto sobre el propio concepto de país como sobre su relación con España, en todas las fuerzas políticas, en la propia coalición gobernante de la Generalitat e incluso en el interior de la mayoría de los partidos. En cambio, no aprecio una pluralidad similar sobre las ideas identitarias y los proyectos sobre España entre los líderes de las formaciones políticas y los comentaristas españoles. Me preocupa especialmente el escaso esfuerzo que realizan las gentes de izquierdas de Madrid por construir un discurso sobre España, sus identidades y su futuro político que sea realmente diferente del de las derechas ¿Por qué será que ahí hay menos diversidad ideológica? Y ¿no es realmente paradójico que hoy en Barcelona se reflexione más sobre el futuro del Estado de las autonomías que en Madrid?

Hay que decirlo claramente: los progresistas españoles no han sabido, o no han querido, vertebrar y asumir intelectualmente el hecho de que en España haya amplios colectivos que consideran que su nación es Euskadi, Cataluña o Galicia. Han preferido mirar hacia otro lado, o considerarlo una desgracia, o incluso negar esa realidad. Algunos incluso se han enfrascado en sacralizar el pasado y participan en la absurda carrera esencialista de buscar el «nacimiento» de la nación española lo más lejos posible y por divulgar una idea de identidad nacional inmutable y superior. O participan en absurdas elucubraciones sobre si la Constitución de 1812 procede de la nación española, o al revés, que casi recuerda aquello del huevo o la gallina. Y están cometiendo el mismo error que sus predecesores del siglo XX, una centuria, reconozcámoslo, en la que hubo un exceso de esencialismos y desencuentros. Como escribió Javier Tusell, entonces en España «se elaboraron unas percepciones del otro construidas en paralelo, pero al mismo tiempo excluyentes». Y a eso contribuyeron por igual, es justo decirlo, todos los nacionalistas, los catalanes, los vascos, los gallegos y los españoles, incluso los que no se reconocen como tales nacionalistas, que eran y son muchos.

Realmente se ha hecho poco, por parte de los propios historiadores, para avanzar hacia un nuevo concepto de ciudadanía democrática que parta de un conocimiento crítico del pasado y contemple la existencia de identidades diversas como algo normal y compatible. Aún hay demasiados guardianes de la historia oficial. Parece que cuesta asumir aquello que afirmó, ya hace más de 30 años, Juan J. Linz, nada sospechoso de rojo-separatista, de que la historia de todos los nacionalismos hispánicos (el español, el catalán, el vasco y el gallego) es la historia de unos proyectos parcialmente fracasados, de fracasos recíprocos y compartidos. ¿Por qué no aceptar la evidencia de que nunca ninguno de ellos alcanzará sus máximos objetivos y de que además estamos en una situación de identidades plurales y cambiantes? Sólo hay que ver cómo han evolucionado en los últimos veinticinco años los sentimientos identitarios de los españoles; cómo, según las encuestas, se ha incrementado el peso de los que afirman tener sentimientos compartidos, han disminuido notablemente los sentimientos exclusivamente españoles y se han consolidado los sentimientos propios en la mayoría de las comunidades, y no sólo en Cataluña o el País Vasco. No hace mucho, Manuel Castells escribía: «Lo verdaderamente esencial en el mundo de las identidades vivas es que no sean excluyentes. La exclusión del otro es el principio del fundamentalismo y, por tanto, de la violencia». ¿Quién está hoy moralmente habilitado para decidir que Cataluña no es una nación, aunque la mayoría de los catalanes así lo piensen? ¿Debe persistir esa tradición nacionalista española de dictaminar «a la contra», en negativo, cuál es la identidad de una parte de los ciudadanos? El actual contencioso identitario español no encontrará su arreglo buscando legitimaciones, superioridades y dictámenes identitarios en la historia, y menos aún abusando de ella, sino asumiendo críticamente ese pasado, percibiendo la compleja realidad del presente y pensando y proyectando futuros de convivencia respetuosa y democrática.