1 junio 2005

Fue Director Adjunto con Nixon y no perdonó a aquel presidente que no le ascendiera

Se desvela quien fue la ‘Garganta Profunda’ del caso Watergate: el ex número 2 del FBI, Mark Felt

Hechos

El 1.06.2005 en la revista VANITY FAIR Mark Felt confesó que el había sido la ‘Garganta Profunda’ de THE WASHINGTON POST en el caso Watergate.

02 Junio 2005

¿Héroe o villano?

José Antich

Leer

Un secreto que se ha guardado durante más de 30 años constituye, en principio, un motivo de admiración por la discreción mantenida a lo largo de tanto tiempo por cuatro personas, tres de ellas periodistas, una profesión reputada más bien de indiscreta. Y, al final, no han sido Bob Woodward ni Carl Bernestein, ni el director del Post de entonces, Ben Bradlee, quienes han revelado la identidad de Garganta Profunda, sino que ha sido el propio ex director adjunto del FBI, W. Mark Felt, quien aparentemente no se han querido llevar a la tumba uno de los enigmas más insondables de la reciente historia norteamericana.

Un poderoso signo de los tiempos que corren es que, al margen de la lógica curiosidad satisfecha, la opinión pública norteamericana se debate, desde que se ha conocido la noticia en la consideración de Felt como héroe o villano. Ciertamente, que el número dos del principal organismo policial federal traicionara la confianza de su gobierno y de su presidente, especialmente si lo hizo por despecho – n fue designado para sustituir al legendario John Edgar Hoover en la dirección general del FBI – es un hecho objetivamente grave.

Sin embargo, aunque hayan transcurrido tantos años no pueden olvidarse los delitos e irregularidades de la Administración Nixon que revelaron las informaciones de Woodward y Bernestein, gracias en gran medida a la colaboración de Felt, ni tampoco que esos acontecimientos propiciaron un proceso de destitución (impeachment), que sólo detuvo la dimisión de Nixon. El tiempo difuminó sus errores, pero aún resuenan las palabras de su sucesor, Gerald Ford, al tomar posesión del cargo: “Nuestra larga pesadilla ha acabado”.

02 Junio 2005

Garganta Profunda, ¿deber o venganza?

Javier del Pino

Leer
El ex agente del FBI Mark Felt asegura que cumplió con su obligación. Pero para los colaboradores de Nixon, fue un traidor

Que la exclusiva haya correspondido a una publicación mensual es una paradoja más en la revelación del misterio mejor guardado de la historia del periodismo. Mark Felt, de 91 años y frágil salud física y mental, era Garganta Profunda, la fuente que conservó su anonimato durante casi 33 años a pesar de haber precipitado con sus filtraciones la primera y única dimisión de un presidente de EE UU, Richard Nixon. Su familia asegura que este anciano delicado, dueño en su día del segundo despacho más importante en el FBI, todavía mantiene un conflicto personal con el concepto de «lealtad»; desvelado el misterio, los antiguos colaboradores de Nixon creen que Felt no es un héroe sino «una serpiente».

Armados ahora con el desenlace del enigma, los historiadores explicaban ayer con efusión que Mark Felt reunía en su perfil los dos elementos que requería la identidad de Garganta Profunda: acceso a la información y un motivo para filtrarla. Sólo unos pocos de quienes ayer revisaban lo escrito y dicho en los últimos 33 años reconocían su incapacidad para haber visto al elefante en la cacharrería.

Felt no parece saber por qué lo hizo. En algunas entrevistas publicadas en años de mayor lucidez, este individuo nacido en Twin Falls (Idaho) en 1913 parece mostrar una endémica fidelidad hacia los servicios de inteligencia a los que entregó su juventud y su madurez. Según el relato de Vanity Fair, Felt, paseado en silla de ruedas por un enfermero, piensa a menudo en voz alta; entre frases inconexas o incoherentes, el enfermero recuerda haberle oído decir que «un hombre del FBI debe ser leal al departamento» y, en varias ocasiones, una afirmación que ahora parece reveladora: «Era mi deber hacerlo».

Que fuera su deber o su venganza es lo que ahora se dirime, y la diferencia entre héroe o traidor parecía ayer ciertamente estrecha. En las pocas conversaciones que ha mantenido con su familia sobre su papel en el caso Watergate, Felt parece genuinamente convencido de que era su obligación impedir la presencia de un político corrupto en la Casa Blanca. Sin embargo, el repaso a su situación profesional en aquellos años proporciona argumentos para el resentimiento.

Por primera vez, el FBI había dejado de ser la institución que guiaba al presidente de EE UU para ser, muy al contrario, un organismo supeditado al poder de un individuo -Nixon- obsesionado con la posesión y el control de la información. La muerte de J. Edgar Hoover había dejado un despacho vacante en la dirección del FBI al que aspiraba con lógica su número dos, Mark Felt. Como demostración irrefutable de las aspiraciones controladoras de Nixon, el elegido como sucesor no fue este fiel insider, profundo conocedor de los laberintos del espionaje, sino un advenedizo llamado Patrick Gray, de nula experiencia en los servicios de inteligencia pero buenos contactos con el poder desde su bufete de abogados a sueldo del Partido Republicano.

La llegada de Gray era una demostración de poder. Era 1972. «Estábamos enfrentados a la Casa Blanca en casi todo», escribió Felt en un libro de memorias que guardaba su secreto inconfesado.

Justo entonces, el 17 de junio, la policía detiene a cinco individuos cuando trataban de instalar micrófonos en la sede del Comité Nacional Demócrata en el complejo Watergate, a orillas del río Potomac. Aunque el asalto fue chapucero (uno de ellos se identificó como ex agente de la CIA y otro llevaba una agenda con el teléfono de la Casa Blanca), la maquinaria de Nixon se movilizó de inmediato para tratar de mantener esa noticia en las páginas de información local del diario The Washington Post. Cuando Felt comunicó a Gray su capacidad para vincular el dinero recibido por los asaltantes con fondos electorales del Partido Republicano, el director del FBI le conminó a dejarlo estar. Felt conocía al joven periodista Bob Woodward por su investigación de un caso anterior, nada polémico. Ahora Woodward investigaba el asalto al Watergate y Felt sabía hacia qué madeja conducía el hilo. Los dos acabaron nuevamente en contacto («un accidente de la historia», lo llama Woodward) entre los muros herméticos de un aparcamiento subterráneo en el que Felt recomendaba al periodista que siguiera «la pista del dinero». El resto sí que es historia.

Ayer, los antiguos colaboradores de Nixon, resentidos todavía por haber perdido sus empleos en esa época o haber figurado permanentemente en la lista de candidatos a ser Garganta Profunda, no parecían dispuestos a cerrar fácilmente este epílogo de la noticia del asalto al Watergate. Para Pat Buchanan, que le escribía los discursos a Nixon, Felt «lo hizo por venganza, porque no le habían ascendido en el FBI. No creo que Garganta Profunda sea un héroe, creo que es una serpiente». Henry Kissinger, secretario de Estado y consejero de Seguridad Nacional de Nixon, también se mostraba dolido al recordar aquellos años y parecía convencido de que el escándalo no fue el caso Watergate, sino que Felt lo filtrase: «Creo que era un hombre con problemas. No contemplo lo que hizo como algo heroico. No es heroico espiar a tu presidente cuando ocupas un alto cargo».

 

14 Junio 2005

De gargantas y profundidades

Miguel Ángel Aguilar

Leer

Después de 33 años, la familia de Mark Felt, en estado de penosa ancianidad a sus 91 años, ha intentado hacer caja vendiendo como una revelación su identidad de Garganta Profunda del caso Watergate, que tantos días de gloria periodista proporcionó a dos jóvenes redactores de sucesos de THE WASHINGTON POST, Bob Woodward y Carl Bernestein, y que acabó arrastrando a la dimisión al presidente Richard Nixon en 1974 para evitar su irremediable impeachment judicial.

Parece establecido que el vil metal nada tuvo que ver en la actitud de Mark Felt, a la sazón número dos del poderoso FBI, quien con sus informaciones llevó a los periodistas del Post hasta la verdadera historia de corrupción político que se ocultaba tras la apariencia de inicial inocuidad del caso Watergate. Mark Felt ha sido presentado por algunos como un ciudadano ejemplar dispuesto a combatir la corrupción, mientras que los colaboradores más directos del presidente Nixon, véase el caso de Henry Kissinger, han preferido retratarle con los rasgos de la más extrema vileza y han querido atribuir su comportamiento a la bajeza del rencor y de la frustración por no haber sido ascendido a la dirección del FBI cuanto todo le hacía parecer predestinado para el puesto al producirse la vacante. Volverán nuevos libros sobre el caso Watergate para bien del negocio editorial, pero tal vez convendría también incitar algunas reflexiones sobre el periodismo de investigación y más en concreto sobre las relaciones de los periodistas con las fuentes, sobre las dependencias que se generan y sobre los deberes de lealtad que han de guardarse. También sobre la forma de proceder de un periodista cuando la fuente exige no quedar identificada.

En los medios periodísticos todo suelen ser invocaciones al secreto profesional, pero quien, conforme al compromiso contraído, se abstiene de identificar a su fuente ha de advertir que carga sobre sí la última responsabilidad sin quedar por ello investigado de inmunidad alguna si llegaran las reclamaciones de cualquier índole. Aceptemos que todas las fuentes están contaminadas de intereses propios, con frecuencia espurios, pero reconozcamos que el buen periodismo está empedrado muchas veces de informaciones inducidas por los peores sentimientos de las peores personas.

Miguel Ángel Aguilar

02 Junio 2005

Lecciones de la última revelación de una fuente de leyenda

EL MUNDO (Director: Pedro J. Ramírez)

Leer

Digan lo que digan ahora Buchanan, Magruder y Colson para emborronar la actuación de Mark Felt en el caso Watergate, la heroicidad atípica del que fuera número dos del FBI se halla escrita desde ayer en el libro de honor de la democracia americana. Tres décadas después de hacer sus revelaciones en la oscuridad de un parking, Felt ha hecho a la revista Vanity Fair una confesión última que hasta hace apenas tres años le había ocultado incluso a su propia familia. Sus palabras demuestran que Garganta Profunda no era una careta tras la que se ocultaban un puñado de fuentes, como en algún momento barajaron los enemigos del Post, sino una persona de carne y hueso que, anteponiendo la democracia a la discreción funcionarial, destapó las mentiras de Nixon. Ni los reporteros Woodward y Bernstein ni su legendario director Ben Bradlee revelaron jamás la identidad de su fuente. Los tres han mantenido su palabra ignorando acusaciones, requerimientos oficiales y tentaciones de notoriedad. Su discreción exquisita ha propiciado que el propio Felt haya podido ahora dar un paso al frente y desvelar el misterio cuando lo ha considerado oportuno. Al margen de cuáles fueran sus motivaciones a la hora de informar al Post -hay quien habla de despecho tras no ser elegido por Nixon para sustituir a Hoover- y de las que tenga ahora para revelar su nombre, lo cierto es que los datos de Felt desenmascararon a Nixon e impidieron que quedaran impunes graves abusos de poder. El epílogo de la fascinante historia de Garganta Profunda nos enseña cómo el secreto profesional -reconocido en España por la Constitución pero pendiente aún de un desarrollo legislativo- es imprescindible para que la prensa pueda ejercer su papel de guardián de los desmanes del poder político con la colaboración de héroes anónimos como en su día lo fue Mark Felt.

05 Junio 2005

Un desenlace atragantado

José Manuel Calvo Roy

Leer

Follow the money», dijo Garganta Profunda a los reporteros Woodward y Bernstein para desenredar el Watergate. La pista del dinero es también la que ha precipitado el descubrimiento de su identidad. Pero ni esto ni la peripecia del final del misterio pueden alterar el sentido de lo que fue un acontecimiento clave para el periodismo y la política de EE UU.

Bob Woodward le estaba esperando en la redacción de The Washington Post el pasado martes a las seis de la tarde: Carl Bernstein llegó por fin de Nueva York. Los dos se fundieron en un abrazo sin palabras. Woodward revolvía el pelo de Bernstein mientras le abrazaba. Aquellos dos periodistas, además del que fue su director hace 33 años, Ben Bradlee, acababan de dejar de ser las tres únicas personas que conocían la identidad de Garganta Profunda, que fue el factor clave para destapar la conjura. Horas después se supo que había más de tres en el ajo y que el desenlace del misterio fue menos romántico de lo que prometía Watergate, pero casi tan enredado como el propio caso.

«Fue un momento muy bonito, emotivo. Ellos dos se ven con alguna frecuencia, pero se acababa de saber la noticia y en aquel abrazo se concentró todo: el recuerdo de lo que hicieron y de los años que guardaron el secreto. El abrazo fue la culminación de esos 33 años», dice Peter Eisner, adjunto a la sección de Internacional del Post. Pero los periodistas, sobre todo Woodward, tenían muy poco que celebrar el martes.

Dos años de presión

Woodward, Bernstein y Bradlee conocían la identidad de Mark Felt, de 91 años, que en 1972 era el número dos del FBI y que suministró a los dos periodistas las pistas necesarias para investigar el caso. Para lo que no estaban preparados ninguno de los tres fue para el desenlace del misterio. No era así como Woodward, que estaba escribiendo un libro sobre Garganta Profunda, lo tenía previsto, y por eso, después de los abrazos y las fotos, se encerró con Bernstein para diseñar una estrategia urgente de control de daños. El jueves, Woodward publicó en el Post un largo artículo (unas 5.000 palabras) en el que contó cómo conoció a Felt y cómo funcionaban las filtraciones. Lo que Woodward no explicó es que desde hace dos años, la familia de Felt le presionaba para obtener beneficios económicos.

Después de intentarlo con él, probaron con la editorial Harper Collins, con la revista People y con Vanity Fair, que al final publicó el artículo sin pagar nada, aparte de 10.000 dólares recibidos por John O’Connor, el abogado amigo de la familia que lo escribió. Eso no quiere decir que no haya posibilidades en el horizonte. En un momento de lucidez, el propio Felt dijo el miércoles a los reporteros que le asediaban en su casa de Santa Rosa, en California: «Haré los arreglos necesarios para escribir un libro o lo que sea y cobrar todo el dinero que pueda». Su hija Joan alegó la deuda que tiene tras haber pagado la educación de los chicos. El mensaje oficial del nieto, Nick Jones, es que la familia ve a Felt «como un gran héroe americano que se arriesgó para salvar a su país de una horrible injusticia».

Todd Foster, director adjunto de un periódico de Virginia, escribía el miércoles: «Llevaba tres años esperando a que Mark Felt fuera identificado como Garganta Profunda». En 2002, añadió, la familia y un abogado de Felt se pusieron en contacto con él para pedirle dinero por la historia. Entre las contradicciones derivadas de la escasa claridad mental de Felt, que sufrió un derrame hace cinco años, y la voluntad de no hacer un «periodismo de chequera», no hubo trato, dice Foster: «Las empresas periodísticas serias no pagan un centavo por ninguna noticia».

Woodward reveló el jueves que había conocido a Felt en 1970, cuando era un joven teniente de 27 años asignado al jefe de operaciones navales. Una vez llevó un paquete a la Casa Blanca, y cuando estaba esperando el papeleo saludó a Felt, que también esperaba. Descubrieron dos puntos comunes -estudios universitarios en la George Washington y trabajo de asistente para congresistas-, y la insistencia de Woodward le permitió saber que Felt era un alto cargo del FBI. Al final de la charla le pidió el teléfono. Le llamó en numerosas ocasiones para solicitarle orientación. Ya en The Washington Post, Felt le contaba cosas, pero con reglas de juego estrictas para ocultar su identidad.

Woodward mantuvo el contacto y desarrolló una cierta amistad, tanta que comprobó «no sin sorpresa» que Felt era un admirador de Edgar Hoover, director del FBI, y que, en cambio, tenía la peor de las opiniones sobre la Casa Blanca de Nixon. Cuando el presidente, tras la muerte de Hoover, nombró a otro como director en funciones, Felt colmó su copa de amargura. Y cuando Woodward le llamó el 18 de junio de 1972, un día después del robo en el cuartel general del Partido Demócrata, Felt estaba más que dispuesto a hablar -«el caso se va a calentar, por razones que no puedo explicar»-, pero no por teléfono.

Precauciones de contraespionaje

En agosto, Woodward fue a su casa en Virginia; Felt le dijo que no quería más llamadas ni visitas. Le instruyó en exhaustivas precauciones de contraespionaje y estableció el sistema de señales: cuando quisiera hablar con él pondría un tiesto vacío con un banderín rojo en el fondo del balcón de su apartamento. Eso significaría una cita a las dos de la madrugada en un aparcamiento de Rosslyn, enfrente de Georgetown, al otro lado del Potomac. Si Felt tenía algo que decirle, habría una señal en la página 20 del ejemplar de The New York Times que recibía Woodward en su apartamento; las manecillas de un reloj indicarían la hora de la cita.

Muy poco a poco -«tengo que hacer esto a mi manera», dijo Felt-, la madeja se fue desenredando. ¿Por qué Garganta Profunda corrió un riesgo evidente, el riesgo que corre el número dos del FBI cuando comete una ilegalidad? «Creía que estaba protegiendo al FBI al utilizar una vía, aunque fuera clandestina, para hacer llegar información al público, para ayudar a construir la presión política necesaria que obligara a Nixon y a su gente a dar explicaciones. No sentía más que desprecio por la Casa Blanca de Nixon y sus esfuerzos para manipular al FBI por razones políticas», escribe Woodward.

Mientras, el país entero, con periodistas y políticos a la cabeza, ha pasado la semana discutiendo si Felt era un héroe o un traidor. Entre otros, los chicos de Nixon, ya talluditos, no ahorraron venablos. Gordon Liddy, antiguo agente del FBI que pasó más de cuatro años en la cárcel por el caso Watergate, dijo en la Fox que lo que hizo Felt «estuvo mal, y él lo sabía», y que ha sido presionado para revelarlo porque su familia quería dinero. «Si tenía datos sobre un delito, debería haberlo dicho a un gran jurado», añadió, para concluir: «Desde luego, no es un héroe. Ahora mismo es un penoso y patético anciano que casi no puede ni sostenerse y cuya mente unas veces está y otras no».

En el otro extremo, Mike Gravel, senador entre 1969 y 1981 y que ahora preside la Fundación Democracia, cree que Felt «debería recibir la Medalla de la Libertad por su valor y su patriotismo en defensa de la democracia». El secretismo, dice, «es el instrumento que los burócratas usan para ocultar la verdad y manipular a los medios, y la resbaladiza pendiente que conduce a la tiranía». Otros cuestionan que la historia haya concluido: «Creo que hay cosas que aún no sabemos. ¿Cómo es posible que Felt conectara con Woodward horas después de ocurrido el robo? ¿Cómo ya tenía tan claro que debía intervenir para salvar al país?», señala Roberto Suro, director del Pew Hispanic Center.

Las explicaciones de Felt -si es que está en condiciones mentales de darlas o si figuran en los papeles vendidos por Woodward y Berstenin a la Univerisdad de Texas- sobre el momento elegido y su decisión de filtrar información en lugar de presentar una denuncia sirven para un debate sobre si merece una medalla o un rejón, sobre si le movió el despecho y el odio a Nixon o el sentido del deber, al comprobar que el tramposo presidente podía salirse con la suya. Las circunstancias de la familia tras el dinero y el rocambolesco desenlace del misterio tienen también un entretenido desarrollo. Pero «para lo que sirve la revelación de la identidad de Garganta Profunda es para recordar uno de los acontecimientos más importantes en la historia de este país», asegura Lewis Wolfson, profesor emérito de la American University, ex periodista e investigador del Watergate y director de Diálogo con la Prensa.

Lo que estaba pasando, añade Wolfson, «es que había un Gobierno sin control que quería utilizar su poder para suprimir lo que luego se demostró que era un delito muy grave. Y la prensa desempeñó un papel de extraordinaria importancia en el asunto». Este enfoque es importante ahora, cuando está en primer plano en EE UU el debate sobre las fuentes anónimas: los medios serios tratan de restringir su uso, pero el secretismo de los Gobiernos se puede burlar, entre otras cosas, con el anonimato, señala Peter Eisner: «Yo creo que, aparte de todo el folclor, Woodward y Bernstein fueron ejemplos del valor del periodismo en EE UU y en el mundo, y eso sigue siendo así. En un momento en el que la gente cuestiona el trabajo de los periodistas, es bueno que haya ocurrido esto, para que discutamos sobre qué es una fuente anónima y por qué existe».

«Hay momentos, cuando no se puede obtener información de otra manera», añade el periodista del Post, «en los que personas valientes y honorables sienten que es su deber que se conozca la verdad y hacerla llegar a la opinión pública. Eso es lo que tenemos que discutir: hay muchas críticas a los periodistas, pero ¿dónde están los héroes políticos, los estadistas que dicen la verdad? No es fácil encontrarlos».

Un modelo deteriorado

Al mismo tiempo, con un nivel de confianza en los periodistas por parte del público similar al que se dedica a los vendedores de coches de segunda mano, ¿está su imagen muy deteriorada con respecto a los gloriosos tiempos de Watergate? «Sin duda», dice Lewis Wolfson. «La prensa tiene hoy muchos problemas. Watergate, que fue muy importante, se magnificó, y la película Todos los hombres del presidente, con Robert Redford y Dustin Hoffman, llegó a todo el país y sirvió para que hubiera un reconocimiento popular de lo que había logrado la prensa».

El problema, concluye Wolfson, es que «en la imagen popular, aquello quedó como el modelo de lo que deberían hacer siempre los periodistas, y luego, con el paso de los años, esa imagen no ha estado a la altura de las circunstancias. Fíjese si no, sólo para hablar de los últimos meses, en lo que ha supuesto lo de The New York Times

[el reportero Jayson Blair que se inventaba las historias], lo de la CBS

[la exclusiva basada en una fuente que falsificó papeles sobre el servicio militar de Bush] y ahora lo de Newsweek [la información, luego rectificada, de la profanación de un Corán que desencadenó manifestaciones islamistas con muertos en Afganistán y Pakistán]. La gente ve estas cosas y luego escucha hablar sobre los niveles de exigencia del periodismo, y saca sus conclusiones».