15 noviembre 1930

El artículo de Ortega y Gasset de ‘Delenda Est Monrachia’ inicia una guerra interna entre los accionistas de EL SOL

15 Noviembre 1930

Errores del General Berenguer

José Ortega y Gasset

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-No, no es una errata. Es probable que en los libros futuros de historia de España se encuentre un capítulo con el mismo título que este artículo. El buen lector que es el cauteloso y alerta, habrá advertido que en es expresión, el señor Berenguer no es el sujeto del error, sino el objeto. No se dice que el error sea de Berenguer, sino más bien lo contrario, que Berenguer es del error, que Berenguer es un error. Son otros, pues, quienes lo han cometido y cometen; otros, toda una porción de España, aunque a mi juicio no muy grande. Por ello, trasciende ese error los límites de la equivocación individual y quedará inscrito en la historia de nuestro país.

Estos párrafos pretenden dibujar, con los menos aspavientos posibles, en qué consiste desliz tan importante, tan histórico.

Para esto necesitamos proceder magnánimamente, acomodado el aparato ocular a lo esencial y cuantioso, retrayendo la vista de toda cuestión personal y de detalle. Por eso, yo voy a suponer aquí que ni el presidente del Gobierno ni ninguno de sus ministros han cometido error alguno en su actuación concreta y particular. Después de todo no está esto muy lejos de la pura verdad. Esos hombres no habrán hecho ninguna cosa positiva de grueso calibre; pero es justo reconocer que han ejecutado pocas indiscreciones. Algunos de ellos han hecho más. El señor Tormo, por ejemplo, ha conseguido lo que parecía imposible: que a estas fechas la situación estudiantil no se haya convertido en un conflicto grave. Es mucho menos fácil de lo que la gente puede suponer que exista, rebus sic stantibus , y dentro del régimen actual, otra persona, sea cual fuere, que hubiera podido lograr tan verosímil cosa. Las llamadas <<derechas>> no se lo agradecen porque la especie humana es demasiado estúpida para agradecer que alguien le evite una enfermedad. Es preciso que la enfermedad llegue, que el ciudadano se retuerza de dolor y de angustia: entonces siente <<generosamente>> exquisita gratitud hacia quien le quita la enfermedad que le ha martirizado. Pero así, en seco, sin martirio previo, el hombre, sobre todo el feliz hombre de la <<derecha>>, es profundamente ingrato.

Es probable también que la labor del señor Wais para retener la ruina de la moneda merezca un especial aplauso. Pero, sin que yo lo ponga en duda, no estoy tan seguro como de lo anterior; porque entiendo muy poco de materias económicas, y eso poquísimo que entiendo me hace disentir de la opinión general, que concede tanta importancia al problema de nuestro cambio. Creo que, por desgracia , no es la moneda lo que constituye el problema verdaderamente grave, catastrófico y sustancial de la economía española -nótese bien, de la española-. Pero, repito, estoy dispuesto a suponer lo contrario, y que el señor Wais a sido el Cid de la peseta. Tanto mejor para España, y tanto mejor para lo que voy a decir, pues cuantos menos errores haya cometido este Gobierno, tanto mejor se verá el error que es.

Un Gobierno es, ante todo, la política que viene a representar. En nuestro caso se trata de una política sencillísima. Es un monomio. Se reduce a un tema. Cien veces lo ha repetido el señor Berenguer: La política de este Gobierno consiste en cumplir la resolución adoptada por la Corona de volver a la normalidad por los medios normales. Aunque la cosa es clara, como <<¡buenos días!>>, conviene que el lector se fije. El fin de la política es la normalidad. Sus medios son… los normales.

Yo no recuerdo haber oído hablar nunca de una política más sencilla que esta. Esta vez, el Poder Público, el régimen se ha hartado de ser sencillo. Bien. Pero ¿a qué hechos, a qué situación de la vida pública responde el régimen con una política tan simple y unicelular? ¡Ah!, eso todos lo sabemos. La situación histórica a que tal política responde era también muy sencilla. Era ésta: España, una nación de sobre veinte millones de habitantes, que venía ya de antiguo arrastrando una existencia política bastante poco normal, ha sufrido durante siete años un régimen de absoluta normalidad en el Poder Público, el cual ha usado medios de tal modo anormales, que nadie, así de pronto, podrá recordar haber sido usados nunca ni dentro ni fuera de España, ni en éste ni en cualquier otro siglo. Lo cual anda muy lejos de ser una frase. Desde mi rincón sigo estupefacto ante el hecho de que todavía ningún sabedor de historia jurídica se haya ocupado en hacer notar a los españoles minuciosamente y con pruebas exuberantes esta estricta verdad: que no es imposible, pero sí sumamente difícil , hablando en serio y con todo rigor, encontrar un régimen de Poder Público como el que ha sido de hecho nuestra dictadura en todo el ámbito de la historia, incluyendo los pueblos salvajes . Sólo el que tiene una idea completamente errónea de lo que son los pueblos salvajes puede ignorar que la situación de derecho público en que hemos vivido es más salvaje todavía, y no sólo es anormal con respecto a España y el siglo XX, sino que pone el rango de una insólita anormalidad en la historia humana. Hay quien cree poder controvertir esto sin más que hacer constar el hecho de que la dictadura no ha matado; pero eso, precisamente eso -creer que el derecho se reduce a no asesinar- es una idea del derecho inferior a la que solían tener los pueblos salvajes.

La dictadura ha sido un poder omnímodo y sin límites, que no sólo ha operado sin ley ni responsabilidad, sin norma, no ya establecida, pero ni aun conocida, sino que no se ha circunscrito a la órbita de lo público, antes bien ha penetrado en el orden privadísimo brutal y soezmente. Colmo de todo ello es que no se ha contentado con mandar a pleno y frenético arbitrio, sino que aún le ha sobrado holgura de Poder para insultar líricamente a personas y cosas colectivas e individuales. No hay punto de la vida española en que la dictadura no haya puesto su innoble mano de sayón. Esa mano ha hecho saltar las puertas de las cajas de los Bancos, y esa misma mano, de paso, se ha entretenido en escribir todo género de opiniones estultísimas, hasta sobre la literatura de los poetas españoles. Claro que esto último no es de importancia sustantiva, entre otras cosas porque a los poetas les traían sin cuidado las opiniones literarias de los dictadores y sus criados; pero lo cito precisamente como un colmo para que conste y se recuerde y simbolice la abracadebrante y sin par situación por lo que hemos pasado. Yo ahora no pretendo agitar la opinión, sino, al contrario, definir y razonar, que es mi primario deber y oficio. Por eso eludo recordar aquí, con sus espeluznantes pelos y señales, los actos más graves de la dictadura. Quiero, muy deliberadamente, evitar lo patético. Aspiro hoy a persuadir y no a conmover. Pero he tenido que evocar con un mínimo de evidencia lo que la dictadura fue. Hoy parece un cuento. Yo necesitaba recordar que no es cuento, sino que fue un hecho…

Y que a ese hecho responde el régimen con el Gobierno Berenguer, cuya político significa: volvamos tranquilamente a la normalidad por los medios más normales, hagamos << como si >> aquí no hubiese pasado nada radicalmente nuevo, sustancialmente anormal.

Eso, es todo lo que el régimen puede ofrecer en este momento tan difícil para Europa entera, a los veinte millones de hombres ya maltraídos de antiguo, después de haberlos vejedos, pisoteados, envilecidos y esquilmados durante siete años. Y, no obstante, pretende, impávido, seguir al frente de los destinos históricos de esos españoles y de esta España.

Pero no es eso lo peor. Lo peor son los motivos por los que cree poder ser contentar con ofrecer tan insolente ficción.

El Estado tradicional, es decir, la Monarquía, se ha ido formando un surtido de ideas sobre el modo de ser de los españoles. Piensa, por ejemplo, que moralmente pertenecen a la familia de los óvidos, que en política son gente mansurrona y lanar, que lo aguantan y lo sufren todo sin rechistar, que no tienen sentido de los deberes civiles, que son informales, que a las cuestiones de derecho y, en general, públicas, presentan una epidermis córnea. Como mi única misión en esta vida es decir lo que creo verdad, -y, por supuesto, desdecirme tan pronto como alguien me demuestre que padecía equivocación-, no puedo ocultar que esas ideas sociológicas sobre el español tenidas por su Estado son, en dosis considerable, ciertas. Bien está, pues, que la Monarquía piense eso, que lo sepa y cuente con ello; pero es intolerable que se prevalga de ello. Cuanta mayor verdad sean, razón de más para que la Monarquía, responsable ante el Altísimo de nuestros últimos destinos históricos, se hubiese extenuado, hora por hora, en corregir tales defectos, excitando la vitalidad política persiguiendo cuanto fomentase su modorra moral y su propensión lanuda. No obstante, ha hecho todo lo contrario. Desde Sagunto, la Monarquía no ha hecho más que especular sobre los vicios españoles, y su política ha consistido en aprovecharlos para su exclusiva comodidad. La frase que en los edificios del Estado español se ha repetido más veces ésta: «¡En España no pasa nada!» La cosa es repugnante, repugnante como para vomitar entera la historia española de los últimos sesenta años; pero nadie honradamente podrá negar que la frecuencia de esa frase es un hecho.

He aquí los motivos por los cuales el Régimen ha creído posible también en esta ocasión superlativa responder, no más que decretando esta ficción: Aquí no ha pasado nada. Esta ficción es el Gobierno Berenguer.

Pero esta vez se ha equivocado. Se trataba de dar largas. Se contaba con que pocos meses de gobierno emoliente bastarían para hacer olvidar a la amnesia celtíbera de los siete años de Dictadura. Por otra parte, del anuncio de elecciones se esperaba mucho. Entre las ideas sociológicas, nada equivocadas, que sobre España posee el Régimen actual, está esa de que los españoles se compran con actas. Por eso ha usado siempre los comicios -función suprema y como sacramental de la convivencia civil- con instintos simonianos. Desde que mi generación asiste a la vida pública no ha visto en el Estado otro comportamiento que esa especulación sobre los vicios nacionales. Ese comportamiento se llama en latín y en buen castellano: indecencia, indecoro. El Estado en vez de ser inexorable educador de nuestra raza desmoralizada, no ha hecho más que arrellanarse en la indecencia nacional.

Pero esta vez se ha equivocado. Este es el error Berenguer. Al cabo de diez meses, la opinión pública está menos resuelta que nunca a olvidar la «gran vilt`» que fue la Dictadura. El Régimen sigue solitario, acordonado como leproso en lazareto. No hay un hombre hábil que quiera acercarse a él; actas, carteras, promesas -las cuentas de vidrio perpetuas-, no han servido esta vez de nada. Al contrario: esta última ficción colma el vaso. La reacción indignada de España empieza ahora, precisamente ahora, y no hace diez meses. España se toma siempre tiempo, el suyo.

Y no vale oponer a lo dicho que el advenimiento de la Dictadura fue inevitable y, en consecuencia, irresponsable. No discutamos ahora las causas de la Dictadura. Ya hablaremos de ellas otro día, porque, en verdad, está aún hoy el asunto aproximadamente intacto. Para el razonamiento presentado antes la cuestión es indiferente. Supongamos un instante que el advenimiento de la dictadura fue inevitable. Pero esto, ni que decir tiene, no vela lo más mínimo el hecho de que sus actos después de advenir fueron una creciente y monumental injuria, un crimen de lesa patria, de lesa historia, de lesa dignidad pública y privada. Por tanto, si el Régimen la aceptó obligado, razón de más para que al terminar se hubiese dicho: Hemos padecido una incalculable desdicha. La normalidad que constituía la unión civil de los españoles se ha roto. La continuidad de la historia legal se ha quebrado. No existe el Estado español. ¡Españoles: reconstruid vuestro Estado!

Pero no ha hecho esto, que era lo congruente con la desastrosa situación, sino todo lo contrario. Quiere una vez más salir del paso, como si los veinte millones de españoles estuviésemos ahí para que él saliese del paso. Busca a alguien que se encargue de la ficción, que realice la política del «aquí no ha pasado nada». Encuentra sólo un general amnistiado.

Este es el error Berenguer de que la historia hablará.

Y como es irremediablemente un error, somos nosotros, y no el Régimen mismo; nosotros gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestro conciudadanos: ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est Monarchia.

José Ortega y Gasset.

14 Enero 1931

EL SOL y LA VOZ

LA TIERRA (Director: Salvador Cánovas Cervantes)

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Los beneficios extraordinarios de la guerra, tuvieron fatal influencia en los destinos del señor Urgoiti. Años antes, las angustias y las dificultades por que atravesaba la industria del papel en España, eran enormes. Las empresas fundadas por el Sr. Urgoiti, vivían a fuerza de emplear en ellas grandes capitales. Vino la guerra y con ella las dificultades trocáronse en bienandanzas. Sólo el anticipo reintegrable conoce el Estado ayudó a los periódicos, produjo de utilidad de la industria del papel más de 100 millones de pesetas. Fue entonces cuando se le ocurrió al Sr. Urgoiti fundar periódicos, haciendo campaña contra el Sr. Dato para que quitase a la Prensa el anticipo reintegrable, con el exclusivo objetivo de quedarse sólo con sus periódicos, arruinando a todos los demás.

La idea del Sr. Urgoiti, afortunadamente, no prevaleció. La industria del papel, ante el clamoreo general de la Prensa, perdió al amparo del Arancel, y el anticipo siguió dándose a la Prensa, hasta que, subido el precio de los periódicos a diez céntimos, desaparecieron las causas del auxilio.

EL SOL y LA VOZ que, por inspiración del Sr. Urgoiti hicieron campaña contra el anticipo, tuvieron que adquirir de la Papelera el papel a precio corriente. Por ese concepto, dichos periódicos contrajeron con la Papelera una deuda superior a once millones de pesetas, de los cuales ya han pagado cinco a costa de no dar dividendo alguno a sus accionistas según consta en el último balance, publicado recientemente en EL SOL.

Ya antes de todo esto, deseoso el señor Urgoiti de mangonear la Prensa, adquirió un buen paquete de acciones de El IMPARCIAL, y, al pretender erigirse en único dueño, surgió aquel formidable escándalo con la familia Gasset, que llegó a adquirir caracteres de verdadera batalla dirimidad por parte del Sr. Urgoiti en sendos comunicados de a tanto la línea, publicaron todos los diario de Madrid.

Algo parecido le aburrió en Prensa Gráfica. Pesa sobre el destino del Sr. Urgoiti para siempre esta clase de problemas. Su afán incomprensible de abandonar la ingeniería por el periodismo, ha ocasionado a la Prensa española grandes contratiempos, y al Sr. Urgoiti enormes disgustos. Después de una serie de lamentables problemas internos, entre los simpatiquísimos fundadores de aquella empresa y el Sr. Urogiti, este abandonó Prensa Gráfica y, cansado de pretender influir en casas ajenas fundó la suya propia, apareciendo estrepitosamente primero EL SOL y, más tarde, LA VOZ, en cuya cabeza ostenta uno y el otro título de ‘Diario Independiente’.

De EL SOL y LA VOZ periódicos independientes, la Papelera posee no una minoría de acciones como se ha dicho equivocadamente, sino la mayoría siendo además, acreedora por valor de seis millones de pesetas que restan todavía por pagar de los antiguos débitos.

En uso de su perfecto derecho los accionistas de EL SOL y LA VOZ pretenden dar a sus periódicos de orientación política que tienen por conveniente, apoyándose en un legítimo derecho de propiedad.

Pero el Sr. Urgoiti se opone a ese legítimo deseo de los accionistas. Conviene que el lector recuerde que al fundarse EL SOL y LA VOZ con capitales aportados por los accionistas de la Papelera, el Sr. Urgoiti era gerente de dicha entidad y, por lo tanto, el más alto representante de los intereses de dicha industria. ¿Quién mejor que él podía defender en la Prensa los intereses de los papeleros?

Por escritura pública los fundadores otorgaron al Sr. Urgoiti, de acuerdo con sus deseos, la facultad de inspirar políticamente estos periódicos, cosa que ha venido haciendo por condescendencias de los accionistas, a pesar de no ser ya gerente de la Papelera. Al reclamar los accionistas su derecho, el Sr. Urgoiti encasillado en la escritura que se hizo cueando era el puesto se niega a que nadie más que él mande en EL SOL y en LA VOZ. Y aquí surge el conflicto del que tanto se viene hablando.

A esta sencilla pero ardua cuestión, está reducido el pleito del que tanto se preocupa la gente, entre el Sr. Urgoiti y los legítimos propietarios de EL SOL y LA VOZ. El Sr. Urgoiti se niega a salir de una empresa en la que conserva la máxima dirección, no pudiendo hacer uso de sus derechos los legítimos accionistas. El caso no puede ser más extraño.

Como el asunto atraviesa una de sus fases más interesantes, en momento oportuno volveremos a ocuparnos de este famoso pleito. Al caso del Sr. Urgoiti podría aplicarse el famoso refrán de que ‘quien a hierro mata a hierro muere…’.

15 Enero 1931

Los periódicos con capital monárquico y orientaciones republicanas

LA NACIÓN (Director: Manuel Delgado Barreto)

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Con los títulos de ‘El Problema de la Prensa’ EL SOL y LA VOZ EL destino del Sr. Urgoiti publicó anoche el diario LA TIERRA un editorial cuay parte informativa que parece de procedencia autorizada, confirma cuanto dijimos en nuestra campaña ‘¡Fuera caretas!’ en lo que se refiere a los periódicos revolucionarios que viven del apoyo monárquico.

El periódico hace historia de los trabajos del Sr. Urgoiti en relación con el deseo de tener periódicos parte personal de que prescindimos porque desde el primer instante nos hemos propuesto eliminar todo personalismo y refiriéndose a la situación actual de EL SOL y LA VOZ que es lo que importa, dice lo siguiente rectificación terminante a versiones que acogieron hace días algunos periódicos de izquierda.

“De EL SOL y LA VOZ periódicos independientes, la Papelera posee, no una minoría de actuaciones como se ha dicho equivocadamente, sino la mayoría siendo además, acreedora por valor de seis millones de pesetas que restan todavía por pagar de los antiguos débitos.

En uso de su perfecto derecho los accionistas de EL SOL y LA VOZ pretenden dar a sus periódicos la orientación política que tienen por conveniente, apoyándose en un legítimo derecho de propiedad.

Pero el Sr. Urgoiti se opone a ese legítimo deseo de los accionistas. Conviene que el lector recuerde que al fundarse EL SOL y LA VOZ con capitales aportados por los accionistas de la Papelera el Sr. Urgoiti era gerente de dicha entidad y por lo tanto el más alto representante  de los intereses de dicha industria. ¿Quién mejor que él podía defender en la Prensa los intereses de los papeleros?

Por escritura pública los fundadores otorgaron al Sr. Urgoiti de acuerdo con sus deseos, la facultad de inspirar políticamente estos periódicos cosas que ha venido haciendo por condescendencias de los accionistas, a pesar de no ser ya gerente de la Papelera. Al reclamar los accionistas su derecho, el Sr. Urgoiti encastillado en la escritura que se hizo cuando era el antedicho puesto, se niega a que nadie más que él mande en EL SOL y en LA VOZ. Y aquí surge el conflicto del que tanto se viene hablando.

A esta sencilla, pero ardua cuestión está reducido el pleito del que tanto se preocupa la gente entre el Sr. Urgoiti y los legítimos propietarios de EL SOL y LA VOZ. El Sr. Urgoiti se niega a salir de una Empresa en la que conserva la máxima dirección no pudiendo hacer uso de sus derechos los legítimos accionistas. El caso no puede ser más extraño.