14 noviembre 1991

Partido Popular, Izquierda Unida y CDS unieron sus votos para oponerse a la ley del ministro de Interior

El Congreso aprueba la polémica ‘Ley Corcuera’ (‘Patada en la Puerta’ incluida) con los votos del PSOE, CiU y el PNV

Hechos

El 14.11.1991 el Congreso de los Diputados aprobó la Ley de Seguridad Ciudadana con 187 votos a favor, 107 en contra y una abstención.

Lecturas

Una vez serenados los ánimos, la votación sobre el proyecto de ley arrojó el siguiente resultado: 187 votos a favor (grupos Socialista, Vasco, Catalán y alguno del Mixto), 107 en contra (PP, Izquierda Unida, CDS y varios del Mixto) y una abstención.

LOS NACIONALISTAS EN LOS BRAZOS DEL GOBIERNO

Roca_Olabarria D. Miquel Roca (portavoz de Convergencia i Unió) y D. Emilio Olabarría (portavoz del Partido Nacionalista Vasco), apoyaron la ley Corcuera por considerar necesaria la Ley de Seguridad Ciudadana.

EL PARTIDO POPULAR, EN CONTRA

Trillo1992 D. Federico Trillo, portavoz del Partido Popular, hizo una encendida defensa del ‘no’ a la Ley de Seguridad Ciudadana y mantuvo un fuerte enfrentamiento con D. José Luis Corcuera. El Sr. Trillo aseguró que el proyecto de Seguridad Ciudadana ha provocado una conmoción en la opinión pública porque pone en cuestión libertades elementales de carácter civil, como la de circulación o la de intimidad en el propio domicilio. Según Trillo, «la gente tiene miedo» y los supuestos de detención para evitar un delito están previstos en las leyes vigentes, que otorgan a la policía la capacidad de actuar sin mandato judicial en casos de delito flagrante.El portavoz del Partido Popular agregó, respecto al delito flagrante, que su definición clara y precisa aparece ya en la Ley de Enjuiciamiento Criminal y la voluntad de añadirle «un bosque de cosas» no puede tener otra finalidad que introducir confusión y distorsionar el ordenamiento constitucional. No obstante, la mayor crispación entre los socialistas llegó cuando les acusó de haber generado el problema del narcotráfico con su «tolerancia y fomento del consumo» de estupefacientes.

El Sr. Trillo atacó con dureza al Gobierno y le dijo al ministro del Interior, José Luis Corcuera: «Hay dos formas de hacer derecho. La técnica de la Constitución, que arranca de la libertad, y la técnica de la autoridad, que lleva al Estado autoritario, el que no queremos». Llegó a decir: «Aquí no gana Kafka, gana el señor Corcuera», y acusó a PNV y CiU de «justificar lo injustificable».

 

IZQUIERDA UNIDA, UNIÓ SUS VOTOS AL PP EN LA OPOSICIÓN AL PSOE

JoseLuisNuñez_1992  D. José Luis Núñez, portavoz de Izquierda Unida, se alineó junto al Partido Popular en la oposición a la Ley Corcuera.  D. José Luis Núñez acusó a los socialistas de haber fracasado policialmente contra el narcotráfico y de pretender arreglarlo ahora con leyes. Según Núñez, el Gobierno no quiere la Policía Judicial y por eso intenta desarrollar las competencias policiales y gubernativas.

El portavoz de IU se dirigió a los bancos socialistas cuando aseguró que el Ejecutivo «ha dado un paso atrás en el desarrollo de las libertades; hay una ruptura, un cambio de talante respecto a la primer a parte de su etapa de Gobierno». Para Núñez, la ley Corcuera es «un tremendo error político y jurídico, y una aberración», aunque también indicó que esta ley bien podría llamarse Ley Roca, lo que éste dijo agradecer si el texto da un buen resultado. El representante de la coalición rechazó comparar el texto con algún otro del franquismo, pero recalcó que no resolverá la situación social y el fracaso de Interior para asegurar la tranquilidad ciudadana.

ALFONSO GUERRA CONTRA ‘LA CATADURA MORAL’ DE TRILLO

Guerra_Cataduramoral

Durante el debate D. Federico Trillo aludió a D. Alfonso Guerra. Para contestar al Sr. Corcuera, el Sr. Trillo dijo: «creí que el estilo basado en la insinuación, en la maledicencia, en la difamación, se había acabado para este Gobierno cuando salió el anterior vicepresidente del Gobierno».

El ex vicepresidente D. Alfonso Guerra, que mantiene su condición de diputado y de Vicesecretario General del PSOE pidió la palabra para responder al Sr. Trillo desde su escaño: «Sólo para decir que lamento que el PP no tenga en un tema tan importante como esta una persona de más alta catadura moral que sacar a la tribuna».

16 Noviembre 1991

Guerra de frases

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

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La verdad palpitante tiene a menudo poco que ver con la verdad a secas. Sin embargo, la necesidad de mantener al público en ascuas está produciendo en la vida política española una deriva cada vez más pronunciada hacia la sustitución de los enunciados por los gritos, de las opiniones por las insinuaciones, de los argumentos por las descalificaciones. El antiguo debate es ahora primordialmente guerra de frases: aquellas consideradas susceptibles de ascender a los titulares. El Congreso de los Diputados fue escenario el jueves de una de estas guerras, con el proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana como pretexto.Con alguna frecuencia se evocan los debates en el Parlamento del Reino Unido, en los que domina el tono de trifulca, como ejemplo de viveza democrática. Pero, al margen de que bastantes ciudadanos británicos rechazarían compartir ese entusiasmo, se corre el riesgo de confundir (como algunos futbolistas) la acometividad con el juego sucio. Porque una cosa es que una ley como la discutida el jueves suscite apasionamiento y otra que el acaloramiento sirva para derivar la discusión hacia terrenos que nada tienen que ver con su contenido. Y una cosa es que las cámaras parlamentarias deban reflejar las preocupaciones de la calle y otra que en su interior haya que hablar como en las plazas: si a la obsesión por las frases se une el gusto por halagar el mal gusto, el Parlamento difícilmente podrá cumplir su función deliberativa. La experiencia demuestra, por lo demás, que si se abre la espita de la demagogia, el deslizamiento hacia la tontería es bastante rápido. Es lo que ocurrió el jueves.

Mala cosa había sido ya que el portavoz socialista en el debate, José María Mohedano, recurriera a la presunción de mala fe de sus contradictores para rebatir los argumentos del Partido Popular (PP) en relación a algunos artículos de la ley. Perseveró en esa vía el ministro Corcuera con la insinuación de que diputados conservadores le habían transmitido su secreto acuerdo con el contenido del proyecto. Avanzó un paso más en la pendiente el portavoz del PP, Federico Trillo, al aprovechar el viaje para propinar un bajonazo al diputado Guerra. Obligado a improvisar, el aludido no encontró mejor respuesta que considerar a quien le zahería alguien de escasa «catadura moral». Como no fue capaz de aclarar a qué se refería, amplió más tarde su juicio refiriéndose con frases de ingenio nulo a la condición de miembro del Opus Del de Trillo. El itinerario fue, pues, de malo a peor.

Pero la dramatización excesiva de los incidentes propios de la vida parlamentaria puede ser otra forma de demagogia, y como mínimo la rozó ayer el anterior vicepresidente con su mención indirecta a la guerra civil (relacionándola con el enconamiento entre los políticos que la precedió). Viniendo de él, hubiera podido tomarse como una sutil autocrítica si no fuera porque a renglón seguido repitió lo de la doble obediencia de Trillo, en alusión a sus creencias religiosas. Intercambiar insultos o descalificaciones es deleznable, pero la más grave perversión del debate se produce cuando deliberadamente se confunde el plano de lo público con la esfera de lo privado. Y cuando Guerra señala como agravante el hecho de que en el momento de ser aludido «ni siquiera estaba [participando] en el debate», olvida que fue él quien, el día de su desgracia, un 1 de febrero, intentó defenderse contra la evidencia repartiendo insinuaciones y maledicencias contra diputados que no habían abierto la boca.

Por ello, hizo muy bien el presidente del Congreso, Félix Pons, no prolongar el espectáculo.

16 Noviembre 1991

Guerra: el ladrón grita «Al ladrón!»

EL MUNDO (Director: Pedro J. Ramírez)

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ANTES de partir en viaje hacia Brasil y Chile, Alfonso Guerra realizó ayer unas sorprendentes declaraciones sobre el grave incidente verbal que tuvo la víspera con Federico Trillo en el Congreso de los Diputados. El vicesecretario general socialista optó por hacer una nueva síntesis de tremendismo y falsedad: según él, la Cámara debería tomar medidas para impedir que los representantes parlamentarios del Partido Popular puedan insultarle, pero no para defenderle a él, «sino a la democracia, porque cuando la derecha española se ha crecido y ha comenzado a insultar impunemente a los diputados, en España ha habido una historia muy dramática». Dejemos a un lado lo disparatado de la petición – que el propio Félix Pons ya ha rechazado- y centrémonos en su extraña y reveladora lógica. Primer e inevitable punto: vincular a Guerra con la maledicencia, como hizo Trillo, no puede considerarse un insulto; es tan sólo una simple constatación de hechos. La trayectoria política del ahora ex vicepresidente está salpicada de groserías, insultos, descalificaciones, insinuaciones infamantes y ataques personales dirigidos contra sus enemigos políticos, de otros partidos y del suyo propio. Es ésta, precisamente, la práctica que más celebridad le ha proporcionado en el pasado y la que más sigue caracterizándolo hoy todavía, según se ha podido comprobar hace bien poco gracias a las revelaciones de algunos de sus contertulios. Se aferra Guerra al hecho de que Trillo ocupaba la tribuna del Parlamento y a que él no estaba interviniendo en el debate. ¿Tal vez ha olvidado ya la sesión parlamentaria del 1 de febrero del pasado año, cuando – además de mentir a la Cámara- él se cebó en ataques e insinuaciones en catarata contra José María Aznar, Rodrigo Rato, Manuel Fraga y Nicolás Sartorius? No; no lo ha olvidado. Como tampoco habrá olvidado lo que le dijo en aquella ocasión Miquel Roca, ahora aliado circunstancial de su partido: «Ha sido usted víctima de su propio estilo político». El problema de Guerra es que mide la realidad con dos raseros. Cuando es él quien ataca, cree que tiene bula: todo el mundo debe aceptar entonces que hable de la escasa catadura moral de los demás e incluso que realice alusiones extemporáneas a la adscripción de sus oponentes a esta o la otra asociación religiosa. Pero, cuando son los demás los que replican, entonces exige de la Cámara que tome medidas «en nombre de la democracia»… iy hasta se permite poner en danza el fantasma de la guerra civil! Es su querencia totalitaria la que pone con ello al descubierto. Puede discutirse la mayor o menor oportunidad de la punzante alusión a Guerra realizada anteayer por Federico Trillo en el Parlamento. Lo que parece indiscutible, a cambio, es que Alfonso Guerra se ha convertido ya, para estas alturas, en una lacra para su propio partido. Y en un lastre: ningún partido puede soportar el desgaste político que entraña tener un dirigente que, más que organizar infinitos escándalos, es él mismo un escándalo.

01 Noviembre 1991

Carta abierta al ministro del Interior

Jaime García Añoveros

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Señor ministro: en estos días está siendo usted un protagonista sonoro de nuestra vida pública: Parlamento, radio, televisión, prensa recogen sus palabras o hablan de usted incesantemente. Y no es para menos: se encuentra en el momento decisivo para el resultado esencial de la cruzada que ha emprendido: la que conduce a la aprobación y puesta en práctica de la Ley de Seguridad Ciudadana; es una importante ley, y es mucho lo que se le teme y se espera de ella; la gente está (estamos) sobre ascuas; la pasión, se desborda, y usted aparece siempre en el centro de las polémicas.Quiero darle una explicación, antes de seguir adelante, por tratarle de usted; en una carta personal, aunque se ocupara de graves asuntos públicos, o en una conversación, usted y yo nos trataríamos de tú, como ha sucedido otras veces, y nada ha ocurrido que haya hecho disminuir nuestra confianza personal. Pero ésta es una carta abierta, pública, dirigida por un ciudadano a la persona que ocupa un alto cargo político, y la solemnidad requiere también que se marquen, al decir lo que quiero decirle, las distancias entre el ciudadano-ciudadano y el ciudadano-ministro. Hasta los amigos más vinculados se hablan de usted, por ejemplo, en las ¡ntervenciones públicas en las Cámaras legislativas.

También quiero pedirle perdón por dirigirme a usted, y no a otro u otros. En su cruzada, usted no está solo; ni siquiera es el principal responsable. Por encima de usted está el presidente del Gobierno, que le ha nombrado y puede decretar su cese. Usted se encuadra, por lo demás, en dos organismos colectivos que no son poca cosa: el Gobierno de la nación y el Partido Socialista Obrero Español. Sé muy bien que usted hace lo que el presidente del Gobierno aprueba, sugiere o suscribe, al margen de anécdotas verbales; la coincidencia en ideas y propósitos no quiere decir identidad de palabras; como decía aquel ilustre naturalista, Buffon, el estilo es el hombre, y no hay dos hombres iguales. Sé muy bien que lo que usted hace en esta cruzada es política del Gobierno y es política de su partido, que de modo admirablemente unánime se identifican en este asunto con usted. Pero a usted le ha tocado personificar tan altos designios y tan colectivas aspiraciones, y le ha tocado, precisamente, porque es usted el ministro del Interior, y el negocio entra más bien en el ámbito de su función.

Pero usted tampoco está solo, porque cuenta con apoyos políticos importantes, además de los de su muy importante partido. Usted cuenta con el apoyo de dos significativos grupos políticos, Convergència i Unió y el Partido Nacionalista Vasco (PNV). Y ahí es nada: su número de votos en el Congreso y en el Senado es pequeño, pero ciertamente, tratándose de una ley que afecta a las libertades, se trata de votos de calidad demostrada a lo largo de una historia de muchos, incluso de muchísimos años. Es cierto que han puesto pegas a algunos artículos del proyecto que usted tan ardiente y ejemplarmente defiende, y no son cuestiones baladíes. Pero el apoyo político al proyecto en su conjunto ha sido claro; que para esos juicios políticos globales están los debates de totalidad.

Pero hay más: usted cuenta con otros apoyos extendidos, aunque menos articulados y más difusos: los de numerosos ciudadanos que no hacen oír su voz, pero cuya voz se interpreta a través de las encuestas de opinión, y parece que esas encuestas han sido no sólo envoltura confortable, sino acicate determinante a la hora de fabricar una ley como esta de que hablamos. Lo que es comprensible en una democracia regida por las más o menos espaciadas luchas electorales, pues ya decía Quevedo, aquel gran misógino y excelente escritor, que el mejor procedimiento para que una mujer vaya tras un hombre es andar delante de ella.

Pues, a pesar de todo ello, permita que le diga que, cuando leí el anteproyecto, tal como cayó en mis manos, sentí una indignación que resultó pasajera, para dar lugar a un sentir persistente de desesperanza, tristeza y temor. Y no le hablo en nombre de ninguna de las entidades colectivas, públicas o privadas, a las que pertenezco. Le digo lo que le digo en nombre de mí mismo, y reconozco la suerte que me cabe de poder hacerme oír.

Este proyecto de que hablamos, señor ministro, será más o menos inconstitucional, y al menos se podrá o no podrá arreglar con cambios estratégicos de palabras, que podrán tener o no trascendencia práctica. Pero sí tengo la convicción de que ese proyecto implica un bandazo constitucional, hasta el punto de desnaturalizar sus previsiones. La materia de las libertades y derechos fundamentales es muy delicada. Y las Constituciones las regulan y garantizan esencialmente frente a quienes pueden desconocer o abusar de esos derechos, frente a quienes pueden, en la práctica, dejar a los ciudadanos despojados de los mismos. Y entre esos posibles abusadores ocupa un lugar preeminente eso que se llama el poder, el poder ejecutivo, es decir, quienes lo ostentan y quienes, a sus órdenes, se ocupan del cumplimiento de sus designios.

De manera que las Constituciones, y la nuestra también, cuando de verdad pretenden que los ciudadanos tengan, derechos y libertades, encomiendan su defensa, su garantía, a unos sujetos distintos e independientes del poder ejecutivo, que se llaman jueces. Y éstos reponen a los ciudadanos en sus derechos vulnerados, y también cuando son vulnerados por cualquiera de las mil facetas en que se manifiesta ese poder ejecutivo. Y cuando de libertades y derechos fundamentales se trata, muchas Constituciones, y también la nuestra, establecen una intervención judicial inmediata y urgente, a veces con carácter previo a determinadas acciones del poder, otras con carácter posterior. Y así debe ser si queremos vivir en un Estado de libertades, y yo, al menos, sí que quiero. Porque para guardar a los rebaños de los lobos no se utilizan lobos, sino perros; dicho sea sin ánimo de molestar a los animalófilos. Es lo que la Constitución regula como la tutela judicial de los derechos.

Pues bien, señor ministro, en cuanto a mi se me alcanza, esa ley que usted propugna y defiende, esa ley tan apoyada y comprendida, da un paso importante: la defensa judicial de los derechos queda en un segundo plano, y cede, en el tiempo y en el acento, a la defensa gubernativa de eso que se llama la seguridad ciudadana, que es una versión moderna de lo que en serios tiempos no democráticos se llamaba el orden público.

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Pero a mí no me asustan las palabras; le digo que soy firmemente contrario a la inseguridad ciudadana y al desorden público. Y creo que usted hace muy bien en ocuparse de que tales inseguridad y desorden no existan. Pero no estoy de acuerdo en los medios que esa ley contiene. Y no estoy de acuerdo porque pone, de hecho, en manos de las autoridades gubernativas unos medios que atentan gravemente contra el pacífico y seguro disfrute de derechos fundamentales que constituyen la razón de ser de nuestro sistema político y que, al menos para mí, son de gran trascendencia. Y no estoy de acuerdo porque todo el proyecto, y no sólo los artículos más debatidos, se basa en el criterio de dejar en un segundo plano la tutela judicial de los derechos y colocar por delante la función protectora de la autoridad gubernativa.

Y no se escandalice, por favor, porque yo hable de posibles abusos del poder ejecutivo frente a los ciudadanos, de la posible vulneración de derechos de los ciudadanos por el poder ejecutivo. Todos los días (al menos todos los días hábiles) se dictan en España decenas de sentencias de toda laya en que las administraciones son condenadas por haberse extralimitado, en perjuicio de los ciudadanos, en el ejercicio de sus funciones. Y eso es normal; es decir, resulta normalísimo que el poder ejecutivo se extralimite. También yo he sido poder ejecutivo y los tribunales me han echado atrás decisiones improcedentes. Por tanto, hay que atarlo corto. De lo contrario, el deslizamiento hacia el despotismo es inevitable. Y eso vale también con un poder ejecutivo democráticamente legitimado y sujeto a la ley, que es lo que aquí sucede. Raíz democrática no es garantía de escrupuloso respeto a los derechos de los ciudadanos ni a los ciudadanos mismos.

Ya sé que a usted se le pide eficacia en la lucha contra la droga y en otras luchas; ya sé que eso es muy difícil, y quizá imposible. Yo también quiero eficacia en esas luchas. Deseo que usted, el presidente del Gobierno, y el Gobierno, y sus subordinados, actúen con eficacia y corrección legal. Deseo que ustedes y sus subordinados me protejan, y así lo espero, y si llega el caso, no dudaré en acudir a ustedes. Pero no se moleste: necesito, necesitamos que alguien nos proteja frente a ustedes, y ese alguien sólo pueden ser los jueces. Y no basta en todos los casos el recurso contencioso ante un tribunal que resolverá, a posterior¡, con dilación de años, y con decisiones, incluidas gravísimas sanciones, que pueden afectar gravemente a patrimonios, fama, diginidad, paz y tranquilidad de los ciudadanos. En cuanto se refiere a derechos fundamentales, necesitamos con frecuencia al juez con presencia inmediata, o previa, o rapidísima. El Gobierno, y usted, y sus subordinados, son imprescindibles; pero el Gobierno, y usted, y sus subordinados, y los futuros Gobiernos, y los futuros ministros del Interior, y los futuros subordinados de todos ellos, necesitan un control jurisdiccional de carácter inmediato cuando se trata de acciones que afectan directamente a los derechos fundamentales. Necesitan, en realidad, que el poder de neutralizar, en su caso, esos derechos se transfiera a los jueces. Sólo eso puede empezar a dejarnos tranquilos. Tiene usted razón cuando dice que el que no sea camello no se preocupe; de acuerdo, pero cuando haya un juez decidiendo, allí mismo, si yo soy o no soy un camello, real o presunto.

¿Y sabe por qué es así? Porque ni el presidente del Gobierno, ni usted, ni las autoridades gubernativas, son independientes, y porque acumulan, en razón de su función, unos enormes poderes que pueden materialmente machacar a un ciudadano. Y ustedes no son independientes porque no pueden serlo ni nadie se lo exige, y ustedes tienen esos poderes porque se los han dado los electores y las leyes. Ustedes son un bien, pero son también un peligro, como lo serán los sucesores de ustedes y lo fueron los que les precedieron; son un peligro para la libertad y las libertades; lo son funcionalmente. Y la única respuesta posible está en los jueces.

Ya sé que esta ley pretende legitimarse precisamente en la ineficacia judicial. Ya sé que hay jueces haraganes, ignorantes, quisquillosos, etcétera. En todos los gremios hay sujetos así. Para que nadie padezca, en el mío de profesores universitarios he conocido y conozco a ignorantes ejemplares. Pero ustedes no pueden sustituir la función judicial en un Estado de derecho basado en las libertades. Sé que es incómodo y difícil. Pero lo que habrá que hacer es conseguir que el sistema judicial funcione bien, y no dejarlo en la trastienda porque funciona mal. La seguridad ciudadana es imprescindible para el goce de las libertades y derechos. Por favor, no defiendan nuestras libertades cercenándolas y prometiendo aplicaciones discriminadas de sus poderes en perjuicio exclusivo de los malos. Sólo un juez puede decir quién es bueno y quién es malo. Es cierto que a los jueces, cualquiera que sea su modo de designación, confiamos una enorme responsabilidad, fiados en su independencia y buen juicio. Pero eso es también la servidumbre de un Estado de libertades. Mejoremos a los jueces; pero que haya jueces.

Por todo esto, comprenda usted, al menos, mi desesperanza. Desesperanza por el hecho de que tantas personas que han sido y son defensoras de las libertades, empezando por usted mismo, vengan a buscar estas falsas soluciones. Desesperanza porque estas falsas soluciones tienen en España una enorme tradición, que va mucho más allá del franquismo. Desesperanza porque partidos nacionalistas con tan hondo sentido histórico de esas libertades cambien de opinión cuando se les asegura que ellos también, en su ámbito, serán autoridad gubernativa competente. Desesperanza porque posibles cálculos electorales y la presión de una opinión inducida de encuestas conduzcan a aceptar este singular ataque a la esencia constitucional. Desesperanza porque no es ya un caso aislado en medio de un fervor generalizado por el mantenimiento y profundización de los derechos fundamentales, como sucede con la anunciada reforma de la Ley de Comunicaciones y con otras. Desesperanza porque lo que se discute hasta el cansancio es el concepto del delito flagrante y los presuntos posibles abusos policiales, cuando esta ley no plantea un problema de competencias o poder policiales; el problema es el de la mentalidad autoritaria que impregna toda la ley, a conciencia o no de sus promotores; la policía no es más que un instrumento de la autoridad, que es la que aquí aparece reforzada con poderes exorbitantes. Desesperanza porque de lo que se habla es de lo que usted dijo o dejó de decir en debates y comparecencias, y porque éstos o aquéllos se sienten dolidos por las palabras pronunciadas, cuando éstas son cuestiones menores, si es que son cuestiones y no meros fuegos de artificio. Y tantas cosas más.

Y temor. Con una ley así en nuestro corpus legal, seremos, camellos o no camellos, menos libres que antes. Y más inseguros. No sé si tendremos más seguridad ciudadana; sí sé que tendremos menos seguridad jurídica, y mayores razones para temer al poder; es decir, a la autoridad. Al menos ésa es mi opinión.

Con toda mi consideración, le saludo atentamente.

Jaime García Añoveros

14 Febrero 1992

Victoria pírrica

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

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DEL PARLAMENTO al Tribunal Constitucional. Estaba cantado que la polémica ley sobre protección de la seguridad ciudadana, conocida como ley Corcuera, no estaría vigente ni un día sin someterla al proceso que depure las dudas razonables sobre su constitucionalidad. Su aprobación ayer en el Parlamento no pone punto final, pues, a su controvertido itinerario. El Partido Popular (PP) ha materializado su propuesta de recurrir la ley ante el Tribunal Constitucional, e Izquierda Unida y el CDS, faltos del número de parlamentarios requeridos, han reclamado que lo haga el Defensor del Pueblo, si no por propia iniciativa, a solicitud al menos de 500.000 ciudadanos cuyas firmas se han comprometido a recoger.Durante un tiempo sin duda prolongado -el que necesita el Tribunal Constitucional para resolver de manera ordenada el ingente número de recursos que se le plantean- la ley sobre protección de la seguridad ciudadana simultaneará, pues, su aplicación con el riesgo de ser declarada inconstitucional. Situación que si es perjudicial para el proceso de implantación de cualquier ley -la sensación de provisionalidad de una norma no incita, precisamente, a su aceptación social ni tampoco facilita su integración en el ordenamiento jurídico-, lo es, sobre todo, en el caso de leyes que, como la citada de seguridad ciudadana, afectan en diversos frentes a garantías y derechos de la persona. No sería de extrañar que la vigencia de la ley de seguridad ciudadana en estas circunstancias avive todavía más la controversia social sobre su aplicación y refuerce las reticencias sobre su uso, si bien por motivaciones distintas, en los ámbitos judicial y policial.

El empeño del Ejecutivo y de su mayoría parlamentaria en sacar adelante una ley discutible, que aumenta la discrecionalidad gubernativa y policial y que puede suponer una amenaza a derechos de la persona tan fundamentales como la libertad individual y la inviolabilidad domiciliaria, tiene los efectos de una victoria pírrica. Es decir, plantea la posibilidad de producir tanto o más daño que el que se pretende evitar. Una ley que busca garantizar la seguridad de todos los ciudadanos hubiera exigido el máximo consenso de las fuerzas parlamentarias. Sin embargo, ha provocado justamente una profunda división -190 votos a favor, 126 en contra y dos abstenciones-, además de un extraño y artificioso posicionamiento parlamentario: un partido de la izquierda que fuerza su aprobación y un partido de la derecha, al que correspondería en principio defender con más ahínco los valores de orden y de autoridad, que se opone a ella y que se erige en defensor de los derechos y libertades en cuestión.

Esta ley, en los términos en que ha sido aprobada, ha generado también una crispación social que debería haberse evitado. Y, sobre todo, su puesta en práctica va a suponer casi con seguridad un deterioro institucional -dificultad de acoplar su utilización policial y gubernativa a las exigencias del marco judicial- que sus patrocinadores no parecen haber calibrado en sus justos términos, por más que no han faltado avisos sobre ese posible riesgo.

A todo ello hay que añadir el desgaste inevitable del Tribunal Constitucional, agudizado en este momento por su renovación estatutaria y por la propia tarea que se le encomienda, que si bien entra dentro de sus competencias, correspondía al Parlamento haber hecho lo posible por evitársela.