1 noviembre 1983

Finaliza oficialmente la última dictadura del país que, según varios analistas, ha sido la más represora del siglo XX

Elecciones Argentina 1983 – Raúl Alfonsín gana las primeras elecciones para la presidencia tras el fin de la última dictadura

Hechos

En noviembre de 1983 D. Raúl Alfonsín ganó las elecciones para la presidencia de Argentina derrotando a D. Italo Luder.

Lecturas

Las elecciones argentinas son las primeras que se celebran desde la instauración de la última dictadura militar en 1976

Raúl Alfonsín, candidato de la Unión Cívica Radical, se ha impuesto en las elecciones generales de Argentina, las primeras que el país celebra desde la instauración de un régimen militar en marzo de 1976.

Alfonsín ha obtenido el 50,5% de los votos contra el 39,1% del candidato ‘peronista’  Italo Luder.

Durante la campaña electoral, Alfonsín prometió al país la regeneración de la vida nacional, gravemente sacudida por una crisis económica sin precedentes, la desaparición de 30.000 personas – según los opositores – durante la dictadura militar y la derrota militar frente a Reino Unido en la Guerra de las Malvinas.

Lúder, que contó con el respaldo de la poderosa Confederación General del Trabajo (CGT), era el representante de un movimiento profundamente dividido que no ha conseguido sobreponerse a la muerte de su creador, el general Juan Domingo Perón.

Recobrada la democracia, Argentina se enfrenta a gravísimos problemas económicos (el país posee el récord mundial de inflación y padece una monstruosa deuda externa).

Más graves todavía son los problemas derivados de la quiebra de su vida colectiva, destruidas las formas más elementales de la solidaridad social, Alfonsín tomará posesión de su cargo el 10 de diciembre próximo.

Las siguientes elecciones serán en 1989

¿JULIÁN MARÍAS JUSTIFICANDO EL GOLPE DE ESTADO DE VIDELA?

De los muchos artículos que se escribieron en España celebrando el retorno a la democracia en Argentina, destacó el del profesor D. Julián Marías y cofundador del diario EL PAÍS que, ahora en ‘La Tercera’ de ABC, en el que junto a esta celebración incluía cierta justificación o cuanto menos, comprensión, hacia el golpe de Estado de 1976 que estableció la dictadura militar.

01 Noviembre 1983

El fin del peronismo

ABC (Director: Luis María Anson)

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El triunfo de la Unión Cívica Radical en las elecciones del domingo y todavía más, la derrota sin paliativos del periodismo marcan un hito histórico en la vida política Argentina. La victoria de los radicales y el fuerte retroceso del Movimiento Nacional Justicialista rompe la hipoteca peronista que siempre ha presidido cualquier experiencia democrática desde hacía casi cuatro décadas. Después de diez años de dictadura militar, y tras sufrir una de las peores crisis de su historia, la sociedad argentina ha optado por salir del círculo vicioso en el que se encontraba y ha apostado por la moderación. La demagogia de los herederos de Perón ha sido vencida por el realismo y la prudencia de la oferta radical.

Hay que saludar este resultado electoral en la medida en que supone el desmoronamiento de un mito. Quizá no se trate más que de un comienzo – al fin y al cabo el justicialismo en la segunda fuerza política del país – pero el proceso desmitificador está ya en marcha. No se trata del porcentaje de votos que mantienen los hombres de Perón, sino de los votos que pierden, por vez primera en cuarenta años. Por supuesto que no nos hallamos todavía ante un cuadro político de corte occidental: lo que cuenta es la salida de un escenario dominado por una fuerza política tercermundista, que combinaba el nacionalismo más exacerbado con la peor demagogia: una fuerza en la que lo más inquietante era siempre la ausencia un verdadero programa político.

Buena parte de este fracaso lo deben los peronistas a sus mismas incoherencias y divisiones internas. El justicialismo no es más que un cajón de sastre, donde cabe desde la extrema derecha a la extrema izquierda, pasando por todo tipo de agrupaciones dudosas, sin el denominador común que representaba la capacidad de arrastre personal de Juan Domingo Perón. Desaparecido éste, el partido ha quedado reducido a una olla de grillos. Frente a él la sociedad argentina ha dado el 53 por 100 de los votos a algo que se parece más a una coalición donde figuran los moderados de la derecha y de la izquierda. Ese es el auténtico significado de la victoria de Raúl Alfonsín: el de la radical moderación frente a la doble faz extremista que anida en el justicialismo.

Pero no es más que un primer triunfo. La democracia argentina encontrará enromes dificultades para su consolidación. No va a ser fácil para la Unión Radical la tarea de gobernar un pueblo sometido a una dura crisis económica y, en gran medida, su éxito o derrota que será asimismo la del sistema democrático recién restaurado, dependerá de la actitud que adopte el peronismo vencido electoralmente. Si quienes han perdido en las urnas optan por la revancha de la calle, la democracia habrá vuelto a ser un paréntesis en la historia de Argentina. Por el contrario, si la segunda fuerza política cumple lealmente su papel de oposición dentro del marco democrático la apuesta moderada de la sociedad argentina tendrá un horizonte difícil pero viable.

De momento, queda patente la voluntad del pueblo argentino de superar un trágico y anárquico pasado. Nadie parece desear un retroceso a los días que dieron origen al golpe de Estado. La experiencia de los últimos años, el profundo cambio sociológico, el desarrollo de una clase media y el sentido común mantenido por los argentinos – por encima y a pesar de su clase política – han producido estos resultados. Porque, como se preguntaba Raúl Alfonsín en el mitin que cerraba la campaña electoral: “Si el peronismo ganara, ¿Quién gobernaría? ¿Un muerto?”.

01 Noviembre 1983

Argentina, un viraje histórico

EL PAÍS (Director: Juan Luis Cebrián)

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La victoria abrumadora del Partido Radical y de Raúl Alfonsín significa un cambio de proporciones históricas en la República Argentina. No sólo coincide con el restablecimiento de las libertades, democráticas en un país asolado por la dictadura militar, sino que implica también la humillante. derrota del peronismo, causante de no pocos de los males, de la Argentina moderna. Desde :el fallecimiento del general Perón, sus huérfanos políticos se habían alejado hasta tal punto de la realidad que no tuvieron empacho, en el país de los desaparecidos, en solicitar el voto para un muerto. A nadie debe, pues, sorprender que los argentinos hayan provocado este terremoto electoral y hayan votado por la vida, por el olvido de las pesadillas de su más reciente historia, por el progreso, por la libertad, por la moderación y por la razón.Más interesados en repartirse parcelas de poder, que creían tener nuevamente asegurado, que por ofrecer a sus compatriotas un programa capaz de superar las profundas crisis del país, los peronistas mostraron, a lo largo de su campaña electoral, elevadas dosis de autoritarismo, desprecio por los valores democráticos y rampante demagogia. El Congreso Nacional Justicialista vino a constituir un monumento a la nada y a la intriga: entre ¡das y venidas a Madrid para conseguir el respaldo de Isabelita, la Señora, el peronismo sólo discutió sobre el reparto de los cargos: el Gobierno de la nación, para Lúder, un hombre débil, con buena imagen y respetabilidad personal, que se había mantenido alejado de las querellas intestinas, y el gobierno del partido, para Lorenzo Miguel, el líder de los sindicatos peronistas, temido y temible, convertido en jefe político y primer vicepresidente ejecutivo del justicialismo. Desde el primer momento de la campaña electoral quedó patente esta inclinación peronista hacia el autoenfrentamiento interno y violento. Incapaces de alcanzar un acuerdo y de ofrecer un mensaje unitario, las facciones peronistas hallaron su común denominador en los cementerios porteños de Chacarita y La Recoleta, donde reposan Perón y Evita.

La Unión Cívica Radical hizo exactamente lo contrario. Desde la rendición argentina en Malvinas abrió un valiente debate interno que enfrentó las tesis más conservadoras de Fernando de la Rúa (ahora senador electo por la capital federal) con el movimiento de renovación y cambio patrocinado por Raúl Alfonsín, que ponía el acento en la moralidad y el regeneracionismo. Triunfante Alfonsín en las elecciones de su partido, Dela Rúa sirvió lealmente de telonero en los mítines del ya candidato a la Presidencia. Los radicales comprendieron que la sociedad argentina atraviesa una profunda crisis moral y atinaron en su campaña al detectar los males de sus compatriotas: el apagado horror por las desapariciones, el difuso sentimiento de culpa, la inmoralidad imperante, la depresión tras la posguerra malvinense, la sensación de sentirse rechazados por la comunidad internacional occidental, la sinrazón de que en el llamado granero del mundo haya niños en Tucumán que mueran por desnutrición.

Raúl Alfonsín, admirador de la socialdemocracia europea, con un partido unido tras de sí, levantó la bandera de la moralidad, del respeto por la verdad, de las grandes palabras, que siguen teniendo vigencia en cualquier parte del mundo. Desde que hace 17 meses comenzó a recorrer las provincias del país, sólo ha prometido una cosa: acabar con la corrupción, la prepotencia y la ausencia, de horizontes para restituir a los argentinos su orgullo perdido. Ha sido el único en ofrecer una solución jurídica al problema de las responsabilidades por los muertos y desaparecidos desde 1976: derogación, por el poder legislativo, de la ley de Amnistía, que la Junta Militar se había autoconcedido, y esclarecimiento, por el poder judicial, de las responsabilidades en laguerra sucia de las cúpulas castrenses y de los jefes u oficiales que se excedieron en la ejecución de las órdenes recibidas, exculpando a quienes se limitaron a cumplir lo que se les mandaba. La fórmula podrá resultar insatisfactoria para algunos, pero es una respuesta elaborada frente a las vaguedades peronistas o ante el utopismo que reclama un nuevo Nuremberg aplicado a un Ejército que nunca -perdió la guerra interior y que es el que ha organizado las elecciones.

Respecto a la deuda externa, el radicalismo acepta que Argentina asuma sus compromisos internacionales, con la salvedad de que se determinen primero los componentes de la verdadera deuda (al menos, un tercio es mera evasión de capitales) y se pague después a un consorcio financiero internacional bajo condiciones sensatas que no arruinen las posibilidades de recuperación de la República. En el orden interno, Alfonsín siempre ofrece una mano tendida a los peronistas para emprender la reconstrucción nacional. Sólo ha sido terminante en su exigencia de una democratización de los sindicatos, lo que motivó que la cúpula sindical (elegida por cooptación) lanzara sobre el líder radical una feroz campaña de calumniosas acusaciones.

El radicalismo, ya en los umbrales del poder, no ofrecerá ninguna sorpresa a los conocedores de este país. Vuelve al Gobierno con sus características de siempre: liberal, progresista, tolerante, respetuoso de las leyes, moralista, serio, empecinadamente reformista, siempre un punto ingenuo, y, ahora, con otro heredero de la dinastía de los Alem, Irigoyen, Illía, Balbín. El peronismo, por su parte, no ha sido barrido, sino sólo reducido a límites nada menospreciables. No es descartable que la resaca de la derrota electoral -la primera de su historia- produzca en su seno una catarsis de consecuencias imprevisibles: sus actuales líderes no son los adecuados para emprender ninguna reflexión histórica ni para proceder a la reorientación y modernización del movimiento. Los comunistas argentinos, firmes prosoviéticos y aliados tácticos del peronismo en esta elección, han culminado su carrera de despropósitos políticos. El Partido Intransigente, tercero en estos comicios, recibe en su seno a los jóvenes desencantados del justicialismo y que aspiran a ir más allá que los radicales.

Por el momento, Argentina ha ganado en dos frentes: es el primer país del Cono Sur que se sacude la pesadilla militar y ha colocado a los pies de los caballos el tradicional hegemonismo peronista. Sin embargo, Raul Alfonsín, como presidente de la República, no podrá gobernar sólo mediante esas exhortaciones a la conciencia moral y a la dignidad de su pueblo que le han abierto las puertas de la Casa Rosada. La exigencia de responsabilidades a quienes desataron en 1976 la guerra sucia contra los propios argentinos le enfrentará con poderosas resistencias institucionales. Algunos dirigentes del sindicalismo peronista, mucho más próximo en algunas de sus formas degeneradas a las manifestaciones de gremialismo gansteril que al movimiento obrero organizado, pueden ensangrentar las calles y desestabilizar la situación, en connivencia con los aspirantes a golpistas, para resarcirse de su derrota en las urnas y para provocar una nueva dictadura militar. La deuda externa, la hiperinflación, la crisis de sectores industriales incapaces de competir en el mercado internacional y el desempleo constituyen, también, retos formidables para Raúl Alfonsín, un hombre honesto y un político tenaz a quien esperan problemas de difícil solución cuando ocupe la Presidencia de la República.

01 Noviembre 1983

La Argentina hacia la democracia

Julián Marías

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La Argentina acaba de realizar colectivamente un acto democrático de la mayor importancia: unas elecciones limpias, pacíficas y entusiastas. El Gobierno autoritario que había hasta ahora la ha regido las había convocado, ha presidido su preparación, una vivaz campaña electoral, de la que en parte fui testigo, y finalmente ha regulado su celebración. Los argentinos han usado la facultad de elegir a sus legisladores y gobernantes, han vuelto a tomar posesión de su destino. La breve lista de las democracias existentes en el mundo en este año 1983 se ha aumentado en una, ciertamente de las más importantes. Esto es, a mi juicio, motivo de profunda alegría.

Me interesa menos el resultado de las elecciones. Con ocasión de las españolas de 1977 – las primeras en que voté – dije que cuando son libres y pacifistas, ningún demócrata es derrotado, pues es la democracia la que triunfa, y la pérdida de ellas es sólo una derrota menor, dentro de la victoria principal. Sin contar con que, en una verdadera democracia, nadie queda excluido y, por tanto, los que no han ganado las elecciones tienen una decisiva función política, a parte de las múltiples e inalienables que les corresponden como ciudadanos. Dicho con otras palabras, los únicos vencidos son los antidemócratas, los que no quieren elecciones verdaderas, y si concurren a ellas es con el designio de que sean las últimas.

Como lo más respetable del mundo es la realidad, conviene que los argentinos – y en general los que se interesan por la Argentina – no caigan en la tentación de dar una interpretación tendenciosa y falsa a su pasado reciente. No me corresponde, por supuesto, enjuiciar todo lo que ha ocurrido en los últimos decenios, pero sería un grave error no tomar globalmente el último, el que comenzó exactamente en 1973. Parece indudable que la Argentina no estuvo muy lejos de convertirse en una inmensa Cuba. Esto fue evidente para la mayoría de los argentinos. Para algunos, y a veces muy distinguidos, esto parece haber perdido después su evidencia y han olvidado lo que en otro momento manifestaron. Sin duda los ha llevado a ello la decepción – en muchos sentidos justificada – que han sentido a lo largo de estos últimos años; pero me parece más inteligente y más digno recordar la antigua evidencia y proclamar la posterior decepción, que puede llegar hasta la enérgica repulsa. Lo que no me parece admisible es, en nombre de convicciones o conveniencias actuales, olvidar la situación anterior y la propia actitud frente a ella.

Es deseable que se esclarezcan bien los hechos y las conductas. La libertad tiene una maravillosa función purificadora, al permitir que la verdad resplandezca – la verdad, por triste y dolorosa que sea, es siempre resplandeciente – y en eso tengo puesta una parte principal de mi esperanza en el Juicio Final; como se dice es el Dies Irae, quidquid latet apparebit, todo lo que está oculto aparecerá. Pero no se olvide que el juez será Dios, ante la conciencia de todos los hombres sin dejar uno fuera.

Pienso que los argentinos tenían no ya el derecho, sino el deber de impedir que la violencia de unos pocos llevase a su país a donde en modo alguno quería ir, que lo convirtiesen en algo enajenado – probablemente a perpetuidad – es decir en algo ajeno a su historia, a su voluntad colectiva, a su condición profunda. Lo cual no quiere decir que contra el que no tiene razón esté permitido todo, porque los hombres, sea cualquiera su conducta, tienen derechos imprescriptibles; pero el que esos derechos en ocasiones no sean respetados no les da la razón que no tenían; ni, por supuesto, les da el derecho de violentar a los demás.

En los artículos que escribí en Buenos Aires el mes de agosto pasado, en plena campaña electoral, expresé mi admiración por la Argentina, mi profunda fe en que ese país se ponga a su propia altura, a la que le pertenece, con el imperioso deber de alcanzarla; mi esperanza de que hubiese unas elecciones limpias y pacíficas, como las españolas; mi confianza de que después del 30 de octubre se iniciase una democracia liberal (siempre he creído que si la democracia no está vivificada por el liberalismo es una democracia falsa, una de las variedades de la tiranía).

Advertía también que ni siquiera esto asegura que las cosas vayan bien. Recuerdo que el cardenal Suhard, pocos días antes de morir, decía que el cristianismo no da soluciones, sino luz para buscarlas.  La democracia tampoco asegura la solución mágica de los problemas – casi todos son difíciles y algunos insolubles – simplemente da los medios para plantearlos de una manera civilizada y, por tanto, eficaz, porque uno de los atributos de la civilización es precisamente la eficacia, y una mirada al mapa basta para probarlo. La democracia significa simplemente que los problemas lo son para todos, y que intentan resolverlos todos juntos, sin exclusión, y en libertad. Y que, por tanto, el Gobierno triunfante no es del partido propio, sino de todos, en el doble sentido de que con todos tiene que contar y que todos tienen que reconocerlo como su Gobierno. Si esto no ocurre, la democracia se prostituye y deja de ser real para convertirse en un nombre, pabellón destinado a cubrir cualquier forma de opresión.

La demagogia – del Poder o de la oposición – es el gran peligro que acecha a la democracia; si yo me atreviera a dar un consejo a los argentinos, sería el de rechazarla donde quiera que aparezca y cualquiera que sea su disfraz. Adolfo Suárez dijo en Madrid, al dimitir de la presidencia del Gobierno, que no quería que la democracia fuera un paréntesis. No estoy seguro de que su dimisión fuese un acto acertado; pero sí de que ese deseo era noble y respondía a una visión certera del porvenir de su nación: la democracia no puede ser un paréntesis, como las formas excepcionales de gobierno, que tienen que terminar; la democracia es el instrumento de la continuidad histórica en nuestro tiempo, porque es la condición de la legitimidad, como fue la Monarquía en otros. (Imagínese lo que significa, allí donde es posible, una Monarquía democrática.)

Pero me permito recordar algo que también dije en agosto: que a la Argentina no la van a dejar, especialmente si lo hace bien. La Argentina no está sola, y es menester que salga del aislamiento mental en que ha vivido últimamente y se dé cuenta clara de como es el mundo en que está y qué se está jugando en él. La democracia naciente se afianzará y llevará a la Argentina al puesto que un día tuvo y puede volver a tener, sino deja que nadie, de fuera o de dentro, la destruya. Los argentinos deben contar desde ahora con que lo van a intentar, y no sorprenderse cuando vean que así ocurre. Y deben confiar en que si están esperando esos intentos, si están dispuestos a defender esa convivencia en concordia y libertad que están a punto de alcanzar, nadie podrá arrebatársela. Es menester que miren bien a su alrededor y vean a que fracción del mundo pertenecen, a qué países se sienten afines, cuál es la forma de vida que les parece deseable y vividera. Sin renunciar, por supuesto, a la originalidad, a la posibilidad de realizar y proponer una variedad argentina llena de sabor propio de ese país cuando ha sido dueño de sí mismo, abierto hacia dentro y hacia fuera.

Julián Marías