9 marzo 1988

Contó con los votos a favor de PSOE, AP, Democracia Cristiana (PDP) y PNV

Álvaro Gil Robles nombrado Defensor del Pueblo tras su enfrentamiento con Joaquín Ruiz-Giménez

Hechos

En marzo de 1988 D. Álvaro Gil Robles fue elegido por el congreso nuevo Defensor del Pueblo reemplazando a D. Joaquín Ruiz-Giménez.

Lecturas

A pesar de que D. Joaquín Ruiz Giménez Cortés, que ocupa el cargo de Defensor del Pueblo desde que este se creo en 1982, aspiraba a un nuevo mandato, su enfrentamiento con su adjunto D. Álvaro Gil Robles Gil Delgado dinamitó esa posibilidad. El apoyo tanto del PSOE como de AP a que el Sr. Gil Robles Gil Delgado acaba con las aspiraciones del Sr. Ruiz Giménez de seguir en el cargo que, en señal de protesta ni siquiera va en la toma de posesión de su sucesor.

joaquin_ruiz_gimenez_3 D. Joaquín Ruiz-Giménez comprobó como el que fuera su número 2, D. Álvaro Gil-Robles, le había hecho la cama. Sin el apoyo de PSOE y AP, el veterano político no tenía nada que hacer. El enfrentamiento entre el Sr. Ruiz-Giménez y el Sr. Gil Robles se vio claro cuando el Sr. Gil Robles comunicó que él dimitiría de su puesto si el Sr. Ruiz Giménez era reelegido para el cargo.

VOTACIONES EN LA COMISIÓN DEL CONGRESO

Candidatura de D. Álvaro Gil Robles

  • – Votos a favor: 44 (PSOE + AP)
  • – Votos en contra: 7 (CDS + IU)
  • – Abstenciones: 6 (PNV + CiU + PL + EE)

Candidatura de D. Joaquín Ruiz Giménez

  •  – Votos a favor: 14 (CDS + IU + CiU + PNV + PL + EE)
  • – Votos en contra: 32 (PSOE)
  • – Abstenciones: 13 (AP)

Fue muy simbólico de la tensión el hecho de que el Sr. Ruiz-Giménez se negara a asistir a la toma de posesión de D. Álvaro Gil Robles como nuevo Defensor del Pueblo.

El Sr. Gil Robles ocupará ese cargo hasta el año 1993, aunque no será reemplazado hasta octubre de 1994 cuando se logrará un consenso PSOE-PP.

30 Diciembre 1987

El Defensor del Pueblo

EL PAÍS (Director: Juan Luis Cebrián)

Leer

EL GOBIERNO y los grupos de la oposición mercadean estos días sin disimulo sobre quién debe ser el próximo defensor del pueblo, una vez concluido el 28 de diciembre el mandato de Joaquín Ruiz-Giménez al frente de esta institución. A partir de esa fecha, el Parlamento dispone legalmente de un mes para elegir por tres quintos de sus votos un nuevo sucesor o renovar su confianza en quien ha encarnado la figura del Defensor del Pueblo durante sus primeros cinco años de existencia. Con tener su importancia, no es una cuestión de personas la que debe decidir el futuro de una institución de nueva planta como es la del Defensor del Pueblo. Más bien lo que necesita es el respeto y el apoyo decididos por parte de las otras instituciones del Estado. Pero no deja de ser significativo que las únicas ofertas hechas por Gobiemo y oposición para la sucesión sean la continuidad del propio Ruiz-Giménez o la subida en el escalafón del adjunto primero de la institución y redactor de la ley por la que se creaba esta figura, Álvaro Gil-Robles. De este juego entre partidos sólo cabe deducir, en elemental lógica política, que la oposición no se opone a nada -pues la figura de Ruiz-Giménez no ha sido, precisamente, la de un encarnizado enemigo gubernamental y que el Gobierno sigue en su teoría de acumular amigos.Las esperanzas puestas en esta nueva instancia institucional fueron grandes. Los cinco primeros años de su historia, que ahora se cumplen, demuestran, sin embargo, que aquellas esperanzas fueron a todas luces, exageradas y que el balance que hay que hacer de este período es más bien exiguo. A este resultado han contribuido varios factores. En primer lugar, la ingenua creencia alimentada en los sectores más indefensos de la sociedad sobre los poderes casi taumatúrgicos de la institución frente a la injusticia. Por otra parte, el Defensor del Pueblo ha actuado en gran medida de espaldas a la opinión pública y ello le ha restado posibilidades de consolidar su imagen en el seno de la sociedad. El sigilo con que ha llevado a cabo ciertas actuaciones en zonas sensibles del Estado, como la investigación de casos de torturas, o la pusilamidad demostrada en otras, como su negativa a recurrir contra la legislación antiterrorista, han podido satisfacer al poder político, pero han socavado su credibilidad general.

Pero no sería justo imputar sólo a las desmesuradas esperanzas puestas en su poder por determinados sectores sociales o a sus propios desaciertos el exiguo balance que ofrece la institución en sus cinco primeros años de historia. En definitiva, quienes han contribuido a este magro resultado han sido unos gestores públicos alejados del mundo de las preocupaciones del Defensor del Pueblo, propensos a considerarle poco menos que como un intruso. Los gobernantes socialistas tienen el mérito de haber promovido la puesta en marcha de la institución. Pero poco más. Un ejemplo, esperpéntico sin duda, de esta actitud fue la reacción oficial al informe del Defensor del Pueblo sobre las cárceles, al que el diputado socialista Carlos Navarrete, actuando más como agente del Gobierno que como miembro del legislativo, calificó despectivamente de «evangelio apócrifo» y, por tanto, sólo merecedor de ser arrojado a la papelera.

No es extraño que esta situación, finalmente percibida por el hombre de la calle, le haya empujado a hacer cada vez menos uso de los servicios del Defensor del Pueblo. Las cifras cantan, y el hecho de que las 30.763 quejas contabilizadas en el año 1983 se hayan reducido a 13.678 en 1986 demuestra este alejamiento. El Defensor del Pueblo ha tenido algunos éxitos resonantes que sería injusto desconocer, como impedir la actuación sin control judicial de la autoridad gubernativa en los casos de detención y expulsión de extranjeros. Pero, en general, su papel no ha pasado de tener una dimensión fundamentalmente moral En definitiva, las graves dudas acerca de su eficacia han proyectado sobre su imagen los trazos que conforman la figura del abogado de causas perdidas.

09 Marzo 1988

Un reto para el defensor

EL PAÍS (Director: Juan Luis Cebrián)

Leer

Con la designación de Álvaro Gil-Robles como defensor del pueblo -ayer, por el Parlamento- se inicia un nuevo periplo en la corta historia de esta institución que puede resultar crucial para su supervivencia y definitiva consolidación. La amplia mayoría parlamentaria con que ha sido arropado el sucesor de Joaquín Ruiz-Giménez es un signo de confianza de las fuerzas políticas en el elegido, pero no prejuzga en absoluto que ello vaya a traducirse en un mayor reconocimiento del papel encomendado al Defensor del Pueblo como «alto comisionado de las Cortes Generales» para la defensa de los derechos fundamentales de los ciudadanos ante las administraciones públicas y sus agentes. La imagen de mercadeo y componenda que socialistas y aliancistas han dado en este asunto, primero con la defenestración de Ruiz-Giménez y después con la designación de Gil-Robles, no refuerza precisamente la convicción de que han actuado, sobre todo, en interés de una institución democrática que tantas esperanzas suscitó.Existen otros factores fuera de las Cámaras mucho más determinantes para el futuro de la institución, y que, si no se modifican en la etapa que se inicia, pueden provocar su enterramiento en lugar de su esperada resurrección. El enfeudamiento en el Ejecutivo o las desconsideradas presiones de este último, la insensibilidad de una Administración pública poco propicia a atender las quejas de los administrados y la falta de instrumentos legales que le doten de algo más que de fuerza moral son factores que, tal como se han revelado en los cinco años de mandato de Ruiz-Giménez, no sólo dañan el prestigio del Defensor del Pueblo, sino que impiden que su tarea tenga el mínimo de eficacia exigible por los ciudadanos.

No es seguro que Álvaro Gil-Robles vaya a encontrar esas ayudas. El partido del Gobierno, tras las confusas explicaciones iniciales, ha concluido por justificar la sustitución de Ruiz-Gimenez en la necesidad de consolidar «la gran tarea realizada» por el anterior Defensor del Pueblo. Pero está por ver si esta «sustitución relativa», como oficialmente ha sido calificada, sin duda para quitar hierro al relevo, va a significar un paso adelante o más bien un paso atrás en la consolidación de una institución que, más allá de las declaraciones rimbombantes, no goza demasiado de la estima del resto de las instituciones del Estado.

Que el nuevo Defensor del Pueblo sea el inspirador de la ley que regula esta institución y haya flanqueado a Ruiz-Gímenez como su primer adjunto desde 1983 puede ser un dato positivo a la hora de sacar el máximo partido a las exiguas competencias de que está investido. Pero también es lícito sospechar que su experiencia en el área decisoria de la institución del Defensor del Pueblo puede haberle inducido a adquirir los malos hábitos de la etapa anterior. Las referencias sobre el papel jugado en la sombra por Gil-Robles en la etapa de Joaquín Ruiz-Gimenez no son un buen augurio. Su presencia activa y persuasiva detrás de algunos clamorosos silencios de Ruiz-Giménez, entre ellos el vergonzoso episodio que representó la negativa a recurrir la ley antiterrorista, revela una especial vulnerabilidad del nuevo Defensor del Pueblo ante todo lo que pueda rozar las zonas sensibles del Estado. Precisamente aquellas en las que más desprotegidas pueden hallarse las personas en un determinado momento. La respuesta que se dé a estas situaciones puede dar a los ciudadanos una idea exacta de si ha sido un acierto o un error la designación del nuevo Defensor del Pueblo.

18 Marzo 1988

Ante el nuevo defensor

Lorenzo Contreras

Leer

Ya tenemos en el cargo, con todas las bendiciones parlamentarios, al nuevo Defensor del Pueblo, don Álvaro Gil-Robles Gil Delgado. Se trata de uno de los puestos mejor retribuidos de la Administración dentro de una de las organizaciones más costosas para el erario público.

El mandato del señor Gil Robles, a cuya toma de posesión no asistieron ni su predecesor Ruiz-Giménez ni su promotor Alfonso Guerra, se inicia en medio de las desconfianzas generales. La certeza moral de que se ha buscado en él a una persona menos incómoda para la Administración que el inefable don Joaquín, ayuda a abrigar el convencimiento de que la Institución seguirá bajo mínimos en su papel denunciador de los males ciudadanos.

Conviene no olvidar en este punto que la caída de Ruiz Giménez ha ido sorprendentemente acompañada de elogios a su gestión, cuando en realidad su balance fuer harto pobre y sólo un informe sobre las cárceles españolas tuvo la virtud de descomponer decisivamente el ánimo benevolente de los dueños del poder.

Ese informe fue esencialmente confeccionado por abogados jóvenes, con toda la carga de beligerancia política que era pensable en ellos, y don Joaquín lo firmó como si de un cheque en blanco se tratara.

La fulminante retirada de confianza al antiguo Defensor, expresada en el momento en que su mandato necesitaba renovación, es buen aviso para navegantes. Al Gobierno del señor González no le satisfacen ni siquiera los comportanmientos tímidos. Extravasar cualquier límite de contención – y el señor Gil Robles conoce cuáles son – no fortalece al titular del cargo, sino que lo deja a la intemperie.

Poco antes de la caducidad de su mandato el Sr. Ruiz Giménez depósito en el Parlamento una Memoria de su gestión. Paradójicamente, aquel documento representaba la máxima crítica y descalificación contra el autor de su contenido. Eran patentes en él las espeluznantes y casi tercermundistas solicitudes de ayuda que habían quedado inatendidas por la administración del Sr. González, a cuya superior voluntad se rendía el confeccionador del relato. Por que ¿dónde quedaban las potestades legales reconocidas al Defensor para hacer cumplir determinadas exigencias de justicia?

Ahora, con un hombre ideológicamente más dócil en el cargo de Defensor del Pueblo, la institución puede quedar definitivamente desarbolada. Si así fuese, como cabe esperarlo, se demostraría que nuestros padres constitucionales anduvieron consentidores e incluso frívolos cuando le confeccionaron a la democracia española un traje popularmente justiciero que había de quedar traspillado al primer uso. Hasta cierto punto era lógico que ocurriese lo que ha ocurrido. Es un país como el nuestro, donde la crisis de la Justicia y la insolvencia de sus administradores es tema cotidiano, ¿podría esperarse otra cosa de esa Institución supletoria llamada el Defensor del Pueblo?

Lorenzo Contreras