22 mayo 1962

Boda de los príncipes Juan Carlos de Borbón y Sofía de Grecia

Hechos

Hechos:  El 14 de mayo de 1962 el príncipe español  Juan Carlos de Borbón y Borbón se casó con la princesa griega, Sofía de Grecia.

Lecturas

133 miembros de familias reales europeas se han reunido en Atenas para asistir a la ceremonia de enlace matrimonial entre el príncipe Juan Carlos de Borbón y la princesa Sofía de Grecia. A las 9.30 ha comenzado el desfile del cortejo real, en dirección a la catedral católica de San Dionisio, ornada en su interior con claveles rojos y blancos. En medio de la expectación de numeroso público y del ondear de banderas griegas y españolas, el cortejo ha recorrido la calle Venizelos.

Cerraba la comitiva la princesa Sofía, acomodada en una bella carroza tirada por seis caballos blancos. La novia, que lucía un vestido de satén plateado cubierto de encaje y tul, ha entrado en el templo del brazo de su padre, el rey Pablo.

El príncipe Juan Carlos ataviado con el uniforme del Ejército de Tierra español iba en compañía de su madre, doña María de las Mercedes de Borbón. En representación del gobierno español han asistido al acto el almirante Abárzuza, ministro de Marina y el embajador en Grecia, marqués de Luca de Tena.

Por parte griega se encontraban presentes el primer ministro Karamanlis y los miembros de su gabinete. Tras la ceremonia católica, los asistentes se han dirigido a la catedral ortodoxa de Santa María, donde se ha oficiado la boda por el rito ortodoxo. Varias princesas portaban el largo velo de doña Sofía.

El monárquico D. Joaquín Calvo Sotelo publicó un artículo sobre el suceso en EL NORTE DE CASTILLA, diario que en aquel momento dirigía D. Miguel Delibes.

25 Mayo 1962

ESE NO SÉ QUÉ

Joaquín Calvo Sotelo

Leer

He visto en la Iglesia Católica de Atenas, desde el soberbio observatorio que la fortuna me concedió, el desfile del cortejo nupcial de la princesa Sofía y de don Juan Carlos. Reyes que son, reyes que han sido o que esperan serlo y que no lo serán nunca o que lo serán si la Divina Providencia no tuerce sus designios; príncipes herederos de tronos muy precisos y concretos o de otros que se hundieron para siempre y cuyos nombres flotan sólo en los libros de Historia pasada sin posibilidades de llenar una sola página de la venideca; representantes de las casas nobiliarias de más fuste del Ghota, han pasado delante de mí con sus rutilantes uniformes, con sus impecables trajes, con sus condecoraciones y sus bandas, realzando así la belleza de una ceremonia inolvidable.

De la calle llegaban, fundidos, los himnos y los aplausos que la música, sin vítores, es poca cosa y siempre perecedera, pero las dos fundidas son algo tan hermoso que bien vale la pena de escucharlas.

Yo iba pensando y preguntándome a mi mismo en qué consiste ese no se qué, ese extraño  no sé qué de las monarquías que, pese a tantas y tantas convulsiones, pese a la iconoclasta y demoledora furia de la política, sigue produciendo un respeto, un temblor, un algo indescifrable que perturba y conmueve. No vamos aquí a entregarnos ahora a una disección de los pros y los contras de las formas de gobiernos quede ese análisis para los sesudos tratados de Derecho político, pero ¿de dónde le viene a las monarquías esa especial gracia, ese carismático don? ¿Cuál Cual es la causa de que la boda de una princesa, a veces desterrada, de un príncipe sin principado, estremezca la sensibilidad multitudinaria y provoque aluviones de fotógrafos y de reporteros y ocupe páginas y páginas de los periódicos y en cambio la de Margaret Truman, pongo por caso, hija de uno de los monarcas sin corona más poderosos del orbe, promueva tan sólo unas cuantas líneas de las crónicas de sociedad de los periódicos del partido demócrata? Que no se diga que ese pozo que une tantos millares de seres a los esposados reales florece tan sólo en los espíritus simples, en las almas rosadas e infantiles y un poco bobaliconas, porque yo he visto a más de uno y de dos batalladores avezaos dejarse sugestionar por la sonrisa, por el ademan afectuoso o la palabra amable de un monarca al que menospreciaban o combatían antes. Que no se diga, igualmente, que tal fenómeno se da tan sólo en los países regios por monarquías, ya que en la vecina Francia, que numera las Repúblicas como los reyes, no hay semanario que se precie y aspire – muy legítimamente – a satisfacer a sus anunciantes, que no alinee en sus páginas príncipes y princesas de variadas estirpes. Esto mismo acontece en Italia. Hasta problemático es que vuelvan los Saboya al trono del que un plebiscito harto recusable por la fecha elegida, por la precipitación con que se llevó a cabo, por la deformada propaganda de que se le hizo preceder, les expulsó hace años y, sin embargo, la curiosidad multitudinaria con que se siguen las itinerantes figuras de la dinastía, es prenda segura del éxito de cuantas publicaciones insertan sus retratos. Fin a la monarquía como forma de gobierno pero no a su nostalgia. He ahí un curioso fenómeno.

¿Cuál es la clave de ese no sé qué? Se llama tiempo, tradición continuidad. La Monarquía supone la existencia de una familia relevante en la cúspide de cuantas constituyen la nación, visible hasta en sus mínimos movimientos e incidencias, de una familia con la que se solidarizan las demás y a las que impone las norma: de ahí su necesaria ejemplaridad.

En los hogares de Atenas, seguramente en los de Grecia entera, la princesa Sofía ha sido adoptada como una hija y los detalles del vestido de las ceremonia, de los regalos, vividos y discutidos apasionadamente como si se tratase de algo propio. Los atenientes se han lanzado a la calle a ver casarse a su hija o a su hermana, o , por lo menos, a su amiga, a la que han contemplado desde niña jugando en los jardines de Palacio, preparando sus serios estudios de arqueología o aliviando caritativamente el dolor de los enfermos. Si el ceño de los cuidadores del presupuesto hubiere obligado a recortar la ostentación y el boato connaturales a fausto de tanta prosapia, las gentes se hubiesen sentido defraudadas. Las constituciones, el juego de los partidos, limitan a veces a extremos puramente simbólicos, las atribuciones reales, pero de quienes las ejercen se proyecta siempre sobre sus súbditos una especie de ligadura paternal. Cuando la derrota, el error o el azar la trunca, parece como si se rompiese un secreto, un inexpresable equilibrio. La revolución, entonces, es una manera de orfandad.

La vinculación en Grecia de los Reyes y su pueblo es muy vigorosa. Debido a ello, desde el Partenón hasta el Pireo, tanto por las anchurosas plazas como por las minúsculas y humildes, tanto en los hogares de los aristócratas como en los de los pescadores y marineros, hemos respirado, cuantos nos trasladamos a Atenas, ese raro perfume, ese inefable hálito, ese no sé qué de las monarquías.

Joaquín Calvo Sotelo