9 noviembre 2014

Crisis institucional en España

‘Consulta 9-N’: Artur Mas escenifica su desobediencia a la legalidad con un referéndum ‘simulado’ por la independencia de Catalunya

Hechos

El 9 de noviembre de 2014 se celebró en Catalunya el llamado «proceso participativo sobre el futuro político de Cataluña» convocado por la Generalitat de Catalunya y desautorizado por el Gobierno de España.

10 Noviembre 2014

Acabar con el inmovilismo

LA VANGUARDIA (Director: Marius Carol)

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Más de dos millones de personas mayores de 16 años tomaron parte ayer en el proceso de participación ciudadana del 9 de noviembre, organizado tras la suspensión cautelar por parte del Tribunal Constitucional de la consulta oficialmente convocada por el presidente de la Generalitat el pasado 27 de septiembre.

Las votaciones se han desarrollado con normalidad, con gran civismo y en un ambiente pacífico, como corresponde a la tradición política catalana desde la restauración de la democracia. Centenares de periodistas extranjeros se han trasladado a Barcelona y a otras localidades catalanas para seguir la jornada en directo. Hemos asistido a una movilización política de importantes dimensiones que el Gobierno de España y las demás instituciones no pueden ignorar o minimizar. La realidad siempre hay que mirarla de cara. No es tiempo para el quietismo.

Es la quinta vez en cuatro años que una parte sustantiva de la sociedad catalana se moviliza en señal de protesta por el estado general de las cosas, en clave de afirmación nacional. Un repaso rápido. El 10 de julio del 2010, centenares de miles de personas desfilan por el centro de Barcelona semanas después de la adversa sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut. En el Onze de Setembre del 2012, más de un millón de personas de nuevo en el centro de Barcelona por el «derecho a decidir», con la pancarta de cabecera invocando la independencia de Catalunya. El Onze de Setembre del 2013, una gigantesca cadena humana a lo largo del territorio catalán. El Onze de Setembre del 2014, más de un millón y medio de personas forman dos gigantescos mosaicos con los colores de la enseña catalana a lo largo de la Diagonal y la Gran Via de Barcelona. Ayer, 9 de noviembre del 2014, la masiva votación. Ni un cristal roto en los cinco capítulos. No hay antecedentes recientes en la Europa democrática de una movilización cívica de tal calibre y con tanta persistencia. Ignorar o minimizar esa realidad sería un grave error. En estos momentos, el inmovilismo podría ser una temeridad. De una vez por todas, el Gobierno de España debería tomar nota de la envergadura de la movilización social catalana y abrir una fase de sincero diálogo con propuestas operativas. A estas alturas, el enroque podría constituir un error político colosal.

La Generalitat de Catalunya, los partidos políticos catalanes, las entidades cívicas y los ciudadanos que han secundado la convocatoria del 9-N han respetado la ley. Este es un dato sustantivo. La suspensión cautelar de la consulta oficial ha sido respetada por todos. Después de largas y tortuosas deliberaciones, nadie ha caído en el aventurismo, ni en el inútil desafío de la legalidad constitucional. La posterior suspensión de la consulta alternativa si esta era organizada de manera explícita y directa por la Generalitat también ha sido respetada, puesto que la logística de la jornada de ayer corrió a cargo de 40.000 ciudadanos voluntarios. Se ha producido en las últimas horas un forcejeo jurídico sobre los límites de la suspensión, que las partes han sorteado con prudencia e inteligencia. Muestra de ello es la decisión del juzgado de guardia de la Audiencia de Barcelona, respaldada por la Fiscalía, de desestimar la reclamación del partido UPyD de proceder a la retirada de las urnas. La resolución judicial estableció ayer por la tarde que tal medida era «desproporcionada». El mismo partido solicitaba en una segunda denuncia la detención del president Artur Mas y de los consellers Ramon Espadaler e Irene Rigau, instando al cierre de los colegios y a un «uso proporcional de la fuerza si fuese menester». Un verdadero disparate, que muestra el grado de nerviosismo y antigüedad -en el peor sentido del término- de determinados sectores de la política española.

La movilización civil, democrática y pacífica de la ciudadanía no puede afrontarse en el interior de la Unión Europea con reflejos autoritarios. Parece mentira que algunos sectores todavía no hayan interiorizado de manera cabal cuáles son las normas de conducta en las democracias liberales occidentales. Contra las libertades políticas, nada. Cuando los problemas políticos y civiles de fondo adquieren una fuerte y reiterada dimensión, diálogo, cordialidad, imaginación y voluntad de pacto. Estas son las normas europeas y es altamente probable que en estos precisos momentos en los nódulos principales de la Unión Europea personas influyentes y con notable capacidad de decisión comiencen a preguntarse por qué en España no se articulan verdaderas vías de diálogo y negociación para intentar resolver la cuestión catalana.

El asunto no es fácil, evidentemente. Es complejo, presenta muchas aristas, pero su nudo principal es el siguiente: la comunidad que más aporta al PIB, la que presenta un mayor índice de producción industrial y capacidad exportadora en una España con graves dificultades económicas manifiesta desde hace diez años un cuadro de tensión política creciente, que tiene causas objetivas y que no puede achacarse a un artificio político, o a «la manipulación» de las élites. La gobernación española no ha sabido enfocar correctamente la cuestión de Catalunya en el interior de la dramática crisis económica, independientemente de la evidente cuota de responsabilidad de los partidos catalanes en la cadena de errores de estos últimos años. España, uno de los países más endeudados de Europa, necesita pactos internos que la fortalezcan. Pactos políticos, pactos sociales, pactos territoriales. España no puede permitirse un conflicto crónico e irresoluble con el nervio principal de la sociedad catalana. No es moderno, no es eficaz, no es inteligente y no es europeo. En las últimas semanas, relevantes bancos internacionales han comenzado a emitir señales de alarma que deberían ser atendidas. La cuestión de Catalunya está dejando de ser un exclusivo «problema interno» español.

No es fácil, lo sabemos, pero el Partido Popular, en una coyuntura verdaderamente difícil de la política española, no puede quedar atrapado por los sectores más inmovilistas de la opinión pública y publicada. Un sector claramente minoritario de la sociedad española no puede ni debe tener capacidad de veto en un momento altamente complejo, en el que son diversos los problemas de fondo que están aflorando crudamente: la indignación ciudadana por la cadena de escándalos de corrupción, la crónica desconfianza en las instituciones, el enfado mayúsculo de los jóvenes, la creciente reclamación de una democracia más transparente y participativa. Todos estos retos exigen una gobernación moderna, flexible, inteligente, imaginativa y centrista. Cuando los problemas se acumulan, moderación no puede ser sinónimo de quietud.

Catalunya ha vivido otra movilización sin precedentes y hay que felicitarse del civismo demostrado ayer. Será interesante conocer los resultados definitivos de esa votación, aunque carezcan de valor jurídico. Más de dos millones de ciudadanos en las urnas son mucha gente, muchísima gente, pero no alcanzan la mayoría del censo. Jamás afirmaremos que el 9-N ha sido inútil, pero por parte catalana debe brillar la misma inteligencia que se exige al Estado español. Hoy más que nunca es la hora del diálogo. Hay que abrir vías de concertación. Hay que abrir horizontes de pacto, que en su momento deberán ser refrendados, puesto que la sociedad catalana tiene ganas de votar. Así ha quedado demostrado.

10 Noviembre 2014

Volver a la mesa

EL PAÍS (Director: Antonio Caño)

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Rajoy y Mas deben dialogar y negociar con independencia de cómo evalúen el 9-N

Como no hubo censo, ni autoridad electoral, ni sistema transparente de recuento, ni garantías de veracidad más que la civilidad de los ciudadanos, los resultados del 9-N catalán no son numérica ni políticamente computables con exactitud. Si acaso, por aproximación podrá inferirse que el Gobierno de Artur Mas obtuvo al mismo tiempo un éxito y cosechó un fracaso. Es un éxito movilizar a un segmento muy nutrido de ciudadanos en un evento que había sido en principio ilegalizado. Y sin incidencias reseñables.

Y al mismo tiempo un fracaso: en las peores circunstancias para unionistas y federales, los participantes rondaron, en el mejor de los casos, un tercio de los convocados, algo que se emparenta con las cifras —unos dos millones— de votantes soberanistas en convocatorias formales. No se sabe hoy exactamente cuántos son, ni se sabrá mañana el porcentaje, porque la posibilidad de votar continúa y porque se ignora en cuánto el presunto censo desborda los 5,4 millones: quizá supere los 6,3 millones. Tanta cuestión aleatoria e interpretable da la medida de cuán poco fiable ha sido el experimento.

La jornada, por tanto, ha sido inútil desde el punto de vista de medir los verdaderos deseos de los catalanes. Lo que no significa que no tenga una rentabilidad política para quienes la convocaron. A Mas le sirve para tratar de afirmar su liderazgo entre las filas soberanistas. Sobre todo frente a un Oriol Junqueras cuyo esquemático discurso binario —independencia ya, o nada— pespuntea un ligero declive, por lo menos temporal. Otra cosa sucede respecto al Gobierno central. El resultado seguramente ni añade ni quita nada sustantivo a la necesidad de retomar el diálogo y la negociación. Aunque el abrumador recuerdo del malestar de una gran parte de la sociedad catalana vuelve a enfatizar su necesidad.

Pero no es esa la única razón por la que el presidente Rajoy debe volver a la mesa del diálogo que se interrumpió a final de julio. Hay múltiples motivos para ello. Empezando porque ambos, Rajoy y Mas, quedaron emplazados a dar cauce a la lista de 23 peticiones concretas —en bastantes casos, razonables— presentadas por el líder catalán. Siguiendo porque cada vez resulta menos comprensible, desde el punto de vista de la funcionalidad del sistema democrático, la ausencia de porosidad a las reivindicaciones de un segmento considerable de la sociedad: no hay precedente en nuestra democracia de movilizaciones tan nutridas que hayan sido ignoradas. Y concluyendo porque no debe echarse a perder —a riesgo de irresponsabilidad— otro año, el último de la legislatura.

Vuelvan pues a la mesa de julio. Pero sabiendo que ello no bastará, ni de lejos, más que como preámbulo. Más allá de las cuestiones concretas, ambos Ejecutivos deben trazar un plan de trabajo, un método y un calendario ágil para identificar el elenco de grandes cuestiones susceptibles de reformas decisivas (competencias, financiación, lengua…) que puedan pavimentar una solución creíble, compartible y duradera.

10 Noviembre 2014

9-N: Entre el desacato y la impunidad

ABC (Director: Bieito Rubido)

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Artur Mas debe una explicación a los catalanes; y Mariano Rajoy, al resto de los españoles, porque ayer Cataluña protagonizó una crisis de su relación con el resto de España
Artur Mas debe una explicación a los catalanes; y Mariano Rajoy, al resto de los españoles, porque ayer Cataluña protagonizó una crisis de su relación con el resto de España

Al final, hubo votación en Cataluña sobre la independencia, con la dirección, planificación, financiación y ejecución del Gobierno autonómico. Desde el Palacio de la Moncloa se reiteró el mensaje monocorde de que el referendo era ilegal y no tendría efectos jurídicos. Es cierto que ayer no se celebró la consulta «oficial» que convocó Artur Mas el 27 de septiembre pasado, pero tal consulta nunca tuvo posibilidad de celebrarse porque lo iba a impedir en todo caso la prerrogativa que la Constitución concede al Gobierno central de dar a sus recursos ante el Tribunal Constitucional el efecto de la suspensión inmediata de las disposiciones autonómicas impugnadas.

Y aquí radica el gran problema para el futuro en las relaciones del Gobierno central con el catalán, porque con los precedentes acumulados han quedado en entredicho la soberanía del Tribunal Constitucional, desacatado por Artur Mas; la autoridad disuasoria de la propia Fiscalía, burlada por la descarada autoincriminación de Mas; y la posición central del Parlamento, como depositario de una soberanía nacional negada desde una Administración del Estado. Se puede estar de acuerdo en que Artur Mas no celebró su referéndum oficial. Pero ha tomado la medida al Estado.

Las bases y condiciones de cualquier posible nueva etapa de diálogo entre ambas administraciones deberían haber sido definidas por el Gobierno central mediante el ejercicio firme de los mecanismos constitucionales de protección del interés general. No ha sido así. Las impugnaciones ante el TC no produjeron más que el efecto formal de la suspensión de las convocatorias de las consultas separatistas. Solo en caso de que la Fiscalía General hubiera ordenado actuar contra el Gobierno catalán por desacato habría quedado a salvo la autoridad del TC y la fórmula de la prudencia demostrada por Moncloa habría ganado crédito. Pero la Fiscalía se opuso a la retirada de las urnas, dando pie a decisiones judiciales que, a mayor abundamiento, apelaban a la libertad de expresión de los votantes. Solo uno de los tres jueces que se pronunciaron ayer adivinaba posibles delitos de desobediencia, prevaricación y malversación de dinero público en los responsables del sucedáneo de consulta. Pero ninguno dio una sola instrucción, una sola orden, para retirar las urnas.

Ahora el Gobierno central quiere abrir una nueva etapa de diálogo. Los nacionalistas la aceptarán sin duda porque recibir una oferta así, y no una citación para el juzgado, es un éxito, aunque probablemente la aprovecharán para imponer a renglón seguido su propio guión. Ven al Gobierno de Rajoy como el representante de un Estado indeciso a la hora de aplicar sus propias leyes. Neutralizados los instrumentos disuasorios del Estado de Derecho, el nacionalismo puede aspirar a mejorar el balance de resultados, sin que el 9-N pase factura alguna. ¿Qué sentido tendrá a partir de ahora advertir al nacionalismo catalán de que sus decisiones serán llevadas ante el TC? Mas debe una explicación a los catalanes; y Rajoy, al resto de los españoles, porque ayer Cataluña protagonizó una crisis de su relación con el resto de España. No aceptarlo así es engañarse. Debemos saber qué se propone el Gobierno para el futuro inmediato en relación con Cataluña y sus dirigentes actuales, porque la expectativa de unas elecciones autonómicas augura una mayoría nacionalista aplastante. España necesita que su Gobierno tome iniciativas políticas para los grandes problemas, más allá de la recuperación económica.

Lo que sucedió ayer era lo que realmente tenían previsto Artur Mas y sus socios separatistas: una gran movilización social cualificada por el aparente ejercicio democrático de votar en urnas una propuesta de independencia. Desde este punto de vista, ayer sucedió lo que los nacionalistas habían planteado. Solo cambió la forma en que debía suceder. Y lo que ha pasado es que, en efecto, Mas mintió –pero no puede decirse que engañara– a millones de catalanes cuando les ofreció un proceso que acabaría conduciendo a la independencia. No lo logró ayer, ni lo logrará nunca mientras esté vigente la Constitución de 1978. Es más, el trasfondo político de ayer es la impotencia nacionalista de romper la estructura constitucional del Estado. Sin embargo, la respuesta del Estado no pudo ser de menor intensidad, lo que permitió a los secesionistas gozar de una percepción de triunfo propagandístico. Aunque parezca un contrasentido, el fracaso de los nacionalistas en su objetivo jurídico hacia la independencia convive con el éxito de imagen que han conseguido al granjearse la impunidad de las ilegalidades cometidas hasta ahora. De hecho, la Fiscalía General del Estado se limitó ayer a emitir una irrelevante nota de prensa de apenas seis líneas en la que solo comunicaba a la opinión pública que «recaba datos» para decidir si ejerce o no acciones legales. Ni una sola valoración jurídica de los abusos cometidos en instalaciones públicas puestas al servicio de la secesión o sobre la permisividad de los responsables y voluntarios ante actitudes abiertamente ilegales. En España no puede dar la sensación de que sale gratis incumplir la ley.

10 Noviembre 2014

Es hora de hacer política además de exigir el cumplimiento de la Ley

EL MUNDO (Director: Casimiro García Abadillo)

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LOS PARTIDOS y asociaciones independentistas de Cataluña, con el presidente de la Generalitat a la cabeza, consumaron ayer su simulacro de referéndum con el boato típico de unas elecciones. No había un censo real, los certificados de voto se repartieron a discreción y las votaciones se sucedieron sin más garantías que las que dan los promotores de la consulta, pero la vistosa afluencia y los recuentos oficiales desgranados por el Govern durante la jornada contribuyeron a pergeñar una ficción democrática.

Hasta dentro de unas semanas no se sabrá con exactitud cuántas personas se declararon ayer a favor de la ruptura entre Cataluña y el resto de España, pero en estimaciones de la Generalitat -juez y parte del proceso- más de dos millones de catalanes acudieron a las urnas. Es sin duda un número muy significativo, pero se trata de una participación relativamente baja si tenemos en cuenta que la Generalitat amplió hasta los 16 años la edad para votar, permitió participar a los inmigrantes residentes e improvisó mesas en Londres, Nueva York, París y Bruselas para asegurarse el éxito de la convocatoria. Hay también que relativizar el éxito de esta asistencia porque cuatro millones de catalanes decidieron no ir a votar y porque en las elecciones autonómicas de 2012, con un millón de personas menos llamadas a las urnas, los partidos proconsulta ya obtuvieron 2,1 millones de votos.

Es decir, pese a la insistente campaña propagandística desplegada a través de TV3 y de medios afines, con ingentes cantidades de dinero público, Artur Mas tan sólo ha conseguido movilizar a los suyos, y ni siquiera a todos. Este balance debería hacer meditar al presidente de la Generalitat y a su partido, también al resto de formaciones proconsulta, pues resulta muy indicativo de su pérdida de credibilidad en un mandato en el que no ha tenido más motivación que hacer valer el derecho a decidir. Hay que tener en cuenta lo sucedido en Cataluña a pesar de la nula trascendencia jurídica de una votación que no fue una consulta legal, ni un ejercicio democrático sino, tal como advirtió el ministro de Justicia, Rafael Catalá, un acto propagandístico de exaltación independentista con urnas de cartón.

en principio, ha quedado claro que el Estado de derecho funciona con plenas garantías, a pesar de las triquiñuelas empleadas por Artur Mas y sus socios para sortear la legalidad. El Gobierno ha actuado con firmeza y prudencia, al apelar al Tribunal Constitucional cuando lo ha creído necesario, pero cuidándose mucho en la toma de decisiones. Con la misma cautela, los jueces descartaron ayer retirar las urnas, como solicitaron UPyD y otros partidos y particulares en una quincena de denuncias, porque hubiera sido «desproporcionado». Pero la Fiscalía investiga ya posibles delitos de desobediencia, malversación y prevaricación en la actuación de la Generalitat por contravenir la suspensión de la consulta, decretada la semana pasada por el Tribunal Constitucional. Esta orden del TC afecta a las autoridades e instituciones, no a las asociaciones civiles, por lo que es necesario que, en defensa de la legalidad, el Ministerio Público revise con detenimiento las intervenciones durante la jornada de ayer de -entre otros- Artur Mas y Joana Ortega, que informó sobre la participación en calidad de vicepresidenta de la Generalitat. Según el ministro de Justicia, la Fiscalía también investigará a quienes hayan ordenado a funcionarios que colaborar en el proceso. Una cosa es no dar argumentos al victimismo independentista y otra muy distinta permitir que la Generalitat se salte a la torera las resoluciones del TC.

Con todo, resulta evidente que aunque mantener el dique legal es imprescindible para resistir los embates del independentismo, el Gobierno debe recurrir a la política para desactivar el pulso soberanista. Era previsible, pero hay que tomar buena nota del triunfalismo con que Artur Mas valoró esta «jornada histórica». El presidente de la Generalitat vendió como un éxito la participación cosechada, y advirtió de que tras este «paso de gigante» Rajoy está «obligado» a permitir la celebración de un referéndum de autodeterminación con plenos efectos. Mas sabe de sobra que lo que pide es imposible, pero es consciente de que su supervivencia política pasa por mantener su reto al Estado.

eL SIMULACRO de votación de ayer podría tener la virtualidad de devolver al presidente de la Generalitat el protagonismo perdido dentro del bloque soberanista, lo cual no sería un triunfo menor si tenemos en cuenta que ERC ha sacado más tajada que CiU de todo este plan de ruptura, y si reparamos en que la huida hacia delante del presidente catalán provocó no pocas divisiones en la coalición nacionalista e incluso en el propio Govern. Mas llegó a ser acusado por ERC y la CUP de «complicidad» con España por negarse a plantar cara al TC cuando éste decretó la suspensión de la ley de consultas y del decreto de convocatoria del referéndum primigenio.

La astucia del Molt Honorable radicó entonces en convencer a sus socios de que convertir el referéndum en un «proceso participativo» suponía burlar al Estado y mantener viva la llama del independentismo en Cataluña. El presidente catalán supo convertir su debilidad en fortalez táctica, al tensar al máximo la legalidad y al poner al Gobierno en la tesitura de dejarle sacar las urnas a la calle, a través de testaferros civiles como la ANC y Òmium, o arriesgarse a una convocatoria de elecciones anticipadas en Cataluña en las que ERC partiría con ventaja. Mariano Rajoy debe, a partir de ahora, buscar una solución política para Cataluña porque la ley por sí sola no basta para detener una demanda de independencia que suma adeptos día tras día.