6 enero 2021

Twitter cancela la cuenta de Donald Trump

El asalto de partidarios de Trump al Capitolio el día que se proclamaba a Biden ganador de las elecciones destroza la imagen del presidente saliente ante el mundo

Hechos

El 6.01.2021 un grupo de personas penetraron sin autorización en el Capitolio de los Estados Unidos. Cuatro de ellos murieron abatidos por las fuerzas de seguridad.

07 Enero 2021

Apartar a Trump

EL PAÍS (Director: Javier Moreno)

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La democracia estadounidense sigue en pie. El Capitolio ha quedado despejado de la horda fascistoide que, espoleada por Donald Trump, lo asaltó, y los legítimos representantes de la soberanía nacional culminaron la certificación de la victoria electoral del candidato demócrata, Joe Biden. Antes, decenas de jueces resistieron las presiones de la Casa Blanca para subvertir ese resultado. También lo hizo, de forma admirable, Brad Raffensperger, el dirigente republicano de Georgia que, sin doblar ni un milímetro la espina dorsal, aguantó el abusivo intento del mandatario de forzarle a buscar como fuera los 11.000 votos que necesitaba. Muchos otros estuvieron a la altura de lo que se esperaba de ellos. Así, las costuras del sistema alumbrado en 1787 han aguantado la brutal embestida del trumpismo. Pero no cabe complacencia ninguna: el daño causado es enorme y será duradero. La labor de reconstrucción será ardua. El mundo en su conjunto, y Occidente en especial, tienen interés en que esta vaya a buen puerto y estabilice el rumbo de la mayor potencia del globo.

Hay dos órdenes de tarea por delante: qué hacer con el propio Donald Trump; qué hacer con el trumpismo y la fractura que abre en canal a la sociedad de Estados Unidos. En el primer caso, parece evidente que las acciones de Trump —con rasgos de autogolpe— no pueden quedar sin escrutinio. La restauración del prestigio de la democracia estadounidense debe empezar precisamente por un serio intento de aclarar y depurar responsabilidades por lo ocurrido, con el presidente en primera fila. Hay dos vías de acción en lo inmediato: recurrir a la 25ª enmienda de la Constitución para declarar a Trump incapaz antes del traspaso de poderes previsto para el día 20 o un impeachment ultrarrápido. Esta última opción, además del valor simbólico, tendría el activo de impedir al magnate volver a presentarse a las presidenciales. En otro orden, después del día 20, surge el dilema de si emprender investigaciones criminales sobre el que será ya expresidente, con la evidente carga que semejante paso supone. Todas estas opciones son dramáticas y presentan el riesgo de polarizar aún más. Pero la democracia estadounidense no puede inhibirse por ello. Lo ocurrido es inaudito y resulta necesario activar alguna de estas vías. En paralelo, aunque de forma tardía, las mayores redes sociales han empezado a poner una firme sordina al bochornoso esperpento emitido a diario por el inquilino de la Casa Blanca a través de sus plataformas. Esto debe seguir, y el debate sobre su papel en la difusión de mensajes de odio debe profundizarse.

La segunda tarea es más compleja aún si cabe. El control de ambas Cámaras del Congreso facilitará mucho la labor de Joe Biden. Podrán impulsarse con eficacia iniciativas legislativas. Pero esto no será de por sí el bálsamo que EE UU necesita para curar su herida existencial. Unos 74 millones de ciudadanos votaron a Trump. Solo una minoría de ellos son radicales, pero una parte muy consistente ha asimilado el concepto —impulsado por el presidente y buena parte de la dirigencia republicana— de que la elección fue fraudulenta. La desconfianza, o incluso el resentimiento, permanecerán en el subsuelo. Biden tendrá que tender la mano. Pero igual o más importante aún es que el Partido Republicano —tras convertirse en el pasado cuatrienio en un club de sumisos halagadores de Trump— debe cortar, hacerle el vacío y asumir una actitud constructiva en el Congreso. Debe encapsularse el veneno populista, y eso, en enorme medida, depende de los actos y la retórica de los republicanos, que por fin dan señales firmes de alejamiento del magnate.

El daño es enorme. El bochornoso espectáculo ofrecido erosiona el prestigio de la democracia más poderosa del planeta. La fuerza de la democracia estadounidense siempre estuvo en su ejemplo y en su resultado. Eso fue lo que atrajo a tantos países hacia su modelo, y a tantas personas hacia su territorio. Está en el interés general que EE UU recupere una serena convivencia civil para asegurar no solo su estabilidad democrática, sino también que su influencia global se mantenga en la senda de la moderación y del derecho.

07 Enero 2021

Así mueren las democracias

EL MUNDO (Director: Francisco Rosell)

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EL ASALTO al Capitolio de miles de seguidores de Donald Trump para impedir que se ratificasen los resultados de las elecciones en las que Joe Biden logró una inapelable victoria, demuestra hasta qué punto los riesgos del populismo no son mera retórica. Ahora sabemos que el personalismo y la arrogancia que ha demostrado el líder republicano durante sus cuatro años de mandato, el desprecio hacia las instituciones democráticas y el constante recurso al insulto, a la mentira y al acoso a los medios de comunicación eran solo la antesala de un proyecto que no ha dudado en recurrir a la violencia cuando se ha visto desalojado del poder. Los asaltantes, que han trepado por los muros del edificio y han destrozado violentamente puertas y ventanas para acceder a las dependencias parlamentarias e interrumpir la sesión, que ha debido ser suspendida, esperaban concentrados frente al Capitolio una señal del todavía jefe de Estado y de Gobierno estadounidense. El ataque se produjo en el momento en el que Trump, consciente de que el vicepresidente Mike Pence se iba a negar a anular el resultado de los comicios del 3 de noviembre -entre otras cosas, porque es ilegal y porque no tiene competencias para hacerlo- se dirigió a la turba para enardecerla repitiendo que le habían robado las elecciones y para calificar al líder demócrata como «un presidente ilegítimo».

Los vándalos han ocupado, entre otras, las dependencias de la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, tercer líder político en la sucesión presidencial, destrozando todo el mobiliario que encontraban a su paso. Los legisladores fueron evacuados a un lugar seguro antes de que la masa ocupase el edificio (dejando varios heridos , al menos uno de bala) y el ayuntamiento de Washington decretó el toque de queda para las seis de la tarde. El Departamento de Defensa, cuyo secretario fue destituido por Trump tras la derrota electoral, se negó a enviar a las Fuerzas Armadas para detener el ataque. Solo una hora después de iniciado, y ante la deriva que estaba tomando la situación, Trump autorizó a la Guardia Nacional para que actuase con contundencia contra los manifestantes violentos.

Se trata de un hecho inédito en los casi dos siglos y medio de historia de la democracia más antigua del mundo. Como declaró el propio Biden, no estamos ante un simple altercado, sino ante un ataque sedicioso a la democracia, producto de la polarización de la sociedad que ha estado alimentando irresponsablemente Trump desde su llegada al poder. Tras perder la batalla legal emprendida después de que terminase el recuento en todos los estados, a Trump solo le quedaba la opción del golpe violento para seguir aferrado al sillón presidencial. Y a escasos quince días del traspaso de poderes ha logrado suspender la sesión que debía ratificar los resultados, creando una situación de incertidumbre sin precedentes en la principal potencia mundial. La democracia estadounidense no puede sucumbir a un ataque de esta naturaleza. Los responsables del asalto deberán rendir cuentas ante la Justicia y el propio Trump debe ser investigado para conocer cuál ha sido su intervención en unos actos que no habrían tenido lugar si hubiese aceptado su derrota electoral.

07 Enero 2021

Ataque al corazón de la democracia

LA RAZÓN (Director: Francisco Marhuenda)

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El asalto al Capitolio retrata la descomposición de un país fracturado y colérico

Estados Unidos ha escrito una de sus páginas más oscuras y dramáticas. La democracia más antigua y hasta ayer solvente y consolidada del mundo moderno sufrió un embate sin precedentes en casi dos siglos y medio de historia. Los gravísimos síntomas de descomposición y desafección que probablemente se han larvado en los últimos lustros estallaron en un brote de cólera y caos en el mismo corazón de la libertades norteamericanas. Lo hicieron contra el símbolo que alberga el poder del pueblo, el Capitolio que acoge las cámaras parlamentarias. Miles de seguidores de Donald Trump forzaron los controles y el blindaje de la institución con el propósito de impedir como fuera la ratificación de los resultados de las elecciones del 3 de noviembre, que había empezado a la una de la tarde de Washington (media tarde hora peninsular española). La muchedumbre, algunos armados y con la utilización de potentes gases lacrimógenos, sobrepasaron las defensa y violentaron la sede parlamentaria. A partir de ese instante la anarquía y la violencia se adueñaron de un lugar sagrado para la democracia estadounidense y las escenas que se difundieron al mundo resultaron bochornosas y gravísimas, de consecuencias impredecibles, sin que las autoridades fueran capaces de embridar a la turba proTrump.

El presidente agitó una hoguera convertida en un incendio incontrolado con sus constantes soflamas explosivas sobre el robo y el fraude electoral en las presidenciales, la última ayer mismo en un intento desesperado de que su vicepresidente Pence, que comandó la sesión en el Capitolio, se negara a ratificar los resultados de noviembre, lo que no hizo porque hubiera resultado un acto ilegal. Incluso con el vandalismo adueñándose de Washington, el aún inquilino de la Casa Blanca se resistió a tomar las riendas con la contundencia que el desafío requería por parte de aquellos a los que había invitado a sabotear los mandatos y protocolos constitucionales. Estados Unidos se sumió ayer en un estado de excepción que tiene múltiples responsables, aunque en grado distinto.

La fractura de la sociedad norteamericana, el nivel de indignación y desafección con las instituciones no puede ser atribuido a un solo individuo por muy presidente del país que sea, porque el grado de descomposición de la autoridad y del sistema que se materializó en el asalto al Capitolio no se genera en meses ni siquiera en una legislatura. El cuerpo social norteamericano padece una patología grave, que progresa sin que la política haya encontrado soluciones a ese descontento y desconfianza. Trump está en su derecho de apelar a los procedimientos establecidos en defensa de los principios y garantías que crea vulnerados, pero no a ejercer de insumiso contra la Ley y la Constitución. En esta hora crítica para Estados Unidos, la Casa Blanca no puede portar la antorcha en el linchamiento de la libertad.

13 Enero 2021

Después de Trump

Antonio Caño

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Los sucesos del 6 de enero en Washington dejan, entre otras muchas consideraciones, una duda fundamental: ¿se trata de un accidente del que la democracia norteamericana, que nunca había sufrido una experiencia semejante, saldrá aleccionada y robustecida o representa el primer capítulo de un proceso de desestabilización que puede tener manifestaciones más organizadas y peligrosas en el futuro? Una vez que el cabecilla e instigador de este golpe, el presidente Donald Trump, abandone la Casa Blanca la próxima semana, ¿perderá por completo su influencia sobre los más de 74 millones de personas que le votaron? ¿Habrá trumpismo sin Trump?

La victoria de Donald Trump en 2016 fue la consumación de un prolongado periodo de distanciamiento entre la institucionalidad del sistema político —lo que los populistas llaman las élites— y millones de ciudadanos, principalmente en áreas rurales, que se creían desatendidos, ignorados o, en el caso extremo, traicionados. Desde hace años, estos últimos plantean el conflicto en los términos de una revolución pendiente, y de ahí el nacimiento hace algo más de una década en el seno del Partido Republicano del Tea Party, nombre que remite a la épica de la lucha contra el Imperio Británico. Trump fue la expresión electoral definitiva de ese movimiento, aunque su personalidad narcisista lo empujara después a asumir un protagonismo mayor del esperado y aparecer como el caudillo de una causa de la que, fundamentalmente, se sirvió.

Dicho en otras palabras, ya existía trumpismo antes de Trump, si entendemos el trumpismo como lo que es, populismo antisistema y, por tanto, antidemocrático. Y seguirá existiendo incluso si el nombre de Trump desaparece por completo del panorama de EE UU. No será fácil que esto ocurra. Trump es ya un personaje tóxico para todo el establishment norteamericano, incluida una parte del Partido Republicano, pero basta con que una porción menor de quienes le votaron, digamos 10 millones, entienda su caída como un nuevo ataque elitista contra el pueblo llano para que Trump, convertido en víctima, pueda aún representar un serio peligro en el futuro.

En todo caso, no es Trump el mayor desafío. Las peores amenazas contra la democracia norteamericana proceden de la división en la que Trump surgió, de las complicidades en las que se sostuvo su presidencia, de las lealtades que generó y de las expectativas que alimentó entre una masa que entiende el progreso social y la diversidad que se abren paso como un ataque directo a sus tradiciones y a sus intereses. En todo ello ha sido pieza fundamental el Partido Republicano. Su sorprendente éxito en las primarias le dio a Trump un poder imprevisto en el Partido Republicano, del que ni siquiera era un miembro destacado hasta ese momento, y el partido no tuvo el menor escrúpulo en arrodillarse ante él a cambio del poder que les devolvía. Nada de lo ocurrido en estos últimos cuatro años hubiera sido posible sin la connivencia de los dirigentes republicanos, muchos de ellos plenamente conscientes de la personalidad patológica de Trump, de sus tendencias autoritarias y de sus intenciones antidemocráticas.

Ahora el virus populista se ha apoderado ya del Partido Republicano. Siete senadores y 138 miembros de la Cámara de Representantes republicanos votaron en la noche del 6 de enero, unas horas después del violento asalto de la turba, a favor de la falsedad sembrada por Trump sobre el fraude electoral. Esos congresistas no sólo se estaban protegiendo frente a la extensa porción de su electorado que cree esa mentira a pies juntillas, sino tomando posiciones ante el futuro político del partido y del país.

El Partido Republicano se encuentra hoy en una difícil encrucijada en la que tiene que optar entre recuperar el comportamiento institucional, a cambio de enajenar a una parte considerable de sus votantes a los que, con Trump, había convencido de estar al lado de su utopía insurreccional, o profundizar en la vía rupturista iniciada hace años hasta acabar en el fascismo más descarnado. Si aceptamos que queda algo de sentido común en el viejo partido de Abraham Lincoln, lo más probable es que los primeros sean hoy mayoría, aunque las tensiones entre ambos bloques se extenderán todavía durante años sin que sea sencillo pronosticar su final.

Cuando al populismo, con su división, su demagogia, su simpleza, su docilidad, se le abre la puerta de un partido, también en la izquierda, es muy difícil expulsarlo después. Mucho más grave es cuando un país entero se ve afectado por esa lacra. El descontento, la frustración, incluso la rabia, no son, por supuesto, fenómenos desconocidos en Estados Unidos. Desde su Guerra Civil, una suerte de segunda fase de su guerra de Independencia, este país ha conocido graves turbulencias políticas, con frecuencia violentas. Todas ellas, sin embargo, se afrontaron bajo el paraguas de un sistema que representaba a todos. El propósito del movimiento por los derechos civiles era el de lograr el pleno reconocimiento de la democracia norteamericana, no su destrucción. Este país ha sido muchas veces crítico con sus gobernantes, ha denunciado la corrupción y los abusos de poder, pero siempre ha celebrado —a veces, exageradamente— las ventajas de vivir al amparo de la bandera de las franjas y las estrellas.

Eso ha cambiado en los últimos años. Los populistas han hecho creer a una gran parte de la población que las élites se han apropiado del sistema y que lo usan únicamente en su favor. Les han convencido de que la democracia que les legaron los Padres Fundadores ya no existe, que ha sido destruida por fuerzas diabólicas que, a grandes rasgos, están representadas por la modernidad y el progreso, y que, por tanto, es necesaria una nueva revolución. La diferencia entre lo ocurrido el 6 de enero y otros momentos de convulsión en Estados Unidos anteriormente es que esta vez no se pretendía derogar una ley o respaldar una reforma social, sino destruir esta democracia simbolizada en el Capitolio y las personas que allí operan.

Ese terrible episodio dejará, sin duda, enseñanzas entre quienes quieren defender este sistema y mejorarlo para fortalecerlo y prolongarlo. Es posible que también valga como señal de alerta para quienes siguieron hasta ahora de buena fe las consignas de Trump sin reparar en su peligro oculto. Pero, al mismo tiempo, es seguro que servirá de aprendizaje para los que, convencidos ya antes del 6 de enero de que eran necesarias medidas drásticas para impulsar sus fantasiosas reivindicaciones, han comprobado ahora que sus propósitos son incompatibles con esta democracia y que ya sólo les cabe su liquidación. Entre los asaltantes al Congreso había grupos organizados y bien armados; entre sus promotores hay políticos de peso y formación. Sería ilusorio pensar que unos y otros dan la batalla por perdida sin más.

No. Estados Unidos se adentra en una época de gran incertidumbre, enfrentado a un enemigo interior poderoso, bajo la sombra de una amenaza nunca vista antes, la del autoritarismo involucionista. Afortunadamente, las instituciones resisten, y si Trump no pudo ir más allá en sus propósitos es porque los mandos militares se lo impidieron. Pero las instituciones no son totalmente impermeables al populismo, que sabe deslegitimarlas y atacarlas hasta dejarlas inermes. Esta será una batalla de años, quizá de décadas, una batalla decisiva para la supervivencia de la democracia tal como hoy la conocemos, no sólo en Estados Unidos.

Antonio Caño