22 agosto 2005
El diputado del PP, José María Lasalle pone a China como ejemplo para Europa, desatando las iras de Alberto Recarte
Hechos
El 30.08.2005 el diario ABC publicó en su tercera página un artículo de D. José María Lasalle titulado ‘China en el Horizonte’.
30 Agosto 2005
China en el horizonte
… China exhibe paulatinamente una superioridad sobre Occidente que es cada vez más explícita. Y no sólo porque aloja en su interior los resortes idóneos para la acción dentro del complejo y volátil laberinto en el que vive instalada la Humanidad desde el 11-S…
BUENO sería que la Europa en crisis pensara en China con vocación metacrítica si quiere sobrevivir entrado el siglo XXI. De lo contrario perderemos el tren de una historia que discurre en dirección a Oriente y evolucionaremos hacia la marginalidad en un proceso parecido al que vivió la propia China durante el siglo XIX, cuando Hegel la catalogó como una potencia esclerótica y en decadencia al situarse fuera de las corrientes modernizadoras del espíritu de un tiempo acelerado y en transformación radical.
Europa corre el riesgo de cumplir a la inversa el vaticinio de Marx y ser el «contrapolo» de una China que evoluciona hacia una Modernidad que se ha hecho líquida y, si se apura el juicio, orgánica. Una China desafiante bajo la máscara de su silencio y que avanza a pasos agigantados hacia el desempeño de una centralidad que hará del Extremo Oriente el catalizador planetario del Progreso; del Pacífico un Mediterráneo de los conocimientos del nuevo milenio y de Sanghai el eje intercambiador de los flujos que arrastran hacia el vértigo que acecha detrás del relieve de esas nuevas fronteras por descubrir y, sobre todo, por explorar que nos deparan los avances científicos y técnicos.
Por de pronto, Europa no puede seguir creyéndose el ombligo de nada. Su identidad se ha fundado en una superioridad que es cosa del ayer. Olvida que únicamente China desempeña el papel de una civilización central a lo largo de milenios. Tan sólo la mítica Roma perpetuada bajo la faz católica puede ofrecer una tímida réplica occidental. Y aún así, mucho habría que decir al respecto. Sobre todo si se olvida la levadura judía que, en maridaje fructífero con la Ilustración, trazó el itinerario de una diáspora que hizo de la ciencia y el capitalismo un producto extraordinariamente eficaz de emancipación, modernidad y apertura liberal de Este a Oeste, esto es, desde Centroeuropa al Pacífico californiano.
Europa debe replantearse su ser y reivindicar la fuerza de su propensión utópica. Debe trazar nuevos itinerarios de aventura liberal. Debe salirse de sí misma y comprender que si se encierra dentro de sus murallas autorreferenciales progresará hacia su fin y sustituirá su apetito de libertad por una regresión que la transformará en una Arcadia conservadora o, lo que es peor, postmodernamente reaccionaria. De hecho, si analizáramos con detalle lo sucedido hace unos meses en los referendos de Francia y Holanda comprenderíamos que una nueva enfermedad se gesta bajo la acción combinada de virus diversos. Estamos ante un populismo antisistema que combate el liberalismo y sus instituciones en su sentido más lato. Una mayoríainarticulada pero eficaz. Una mayoría que sintoniza un resentimiento poliédrico que reivindica un igualitarismo comunitarista de nuevo cuño que entremezcla registros diversos. Tanto que abarca desde el izquierdismo estatalista hasta el conservadurismo funcionarial, pasando por una reinvención del nacionalismo que reclama el predominio de la aldea cultural, moral y lingüística como freno multicultural a un nuevo individualismo que prima la comunicación cosmopolita que expanden el uso de las nuevas lenguas francas y los iconos de la globalización liberal.
Europa comienza a ser víctima de su malestar inconsciente. Cuando una identidad se ve amenazada se hace neurótica y Europa metaboliza un nuevo populismo de base que bloquea su capacidad de emancipación y crecimiento. Un populismo que se escuda en la existencia de oligarquías tecnocráticas y clases políticas en proceso de decadencia y falta de ejemplaridad como excusa para erosionar la vigencia de una civilización liberal que ha hecho de los parámetros de las instituciones de la sociedad abierta las señas de su identidad progresista. El malestar europeo crece estimulado por el temor de ver cómo una identidad de orden y unidad construida en torno a la memoria y el pasado se ve amputada y fracturada por la irrupción de una diversidad que habla el lenguaje del pluralismo religioso, sexual, cultural, lingüístico o racial. Crece alser cada vez más el número de los que temen perder el estatus de privilegio que disfrutan gracias a un Estado que se ha convertido en el supremo dador de una felicidad colectivizada bajo infinidad de microfísicas de bienestar. De este modo, los nuevos hombres-masa orteguianos que constituyen el tejido del esqueje populista del que hablamos, se refugian bajo el ala de demagogos que practican una emocionalidad política que apela a los sentimientos y que trata de vencer con dosis de testosterona vocinglera el miedo a no saber qué será de ellos bajo las incertidumbres del mañana.
Lo sorprendente del proceso es que mientras Europa se ensimisma, China se sale de quicio. La reflexión que planteaba Comte sobre ella a principios del siglo XIX se hace cierta. «La China fetichocrática espera desde hace muchos siglos» su voluntad de dominio planetario mediante una fertilización en su suelo milenario del poder fáustico de Occidente. Así, «el sacerdocio de la Humanidad debe encontrar en China afinidades especiales de culto, de dogma y de régimen más acusadas que en ningún otra región del planeta, de acuerdo con la adoración de los antepasados, la apoteosis del mundo real y la preponderancia del fin social».
Sin prisa pero sin pausa, China progresa hacia un liderazgo que aspira a desplazar a su único oponente: los EE. UU. Su presunto letargo histórico comienza así a descubrir en realidad una sabiduría sutil: una espera confuciana sumergida en su propio humus; una digestión taoísta de Occidente que ha hecho que permaneciera en la distancia hasta que, entrado el siglo XXI, ha decidido entrar en escena aunque, eso sí, sin menoscabar ese cauce de serenidad budista que fluye por el subsuelo de su inalterable pulso histórico. El gigante se despereza aprestado para afrontar con ambición el futuro, aliado con una temporalidad que no oculta ser su cómplice. Artífice de un pensamiento en imágenes especialmente apto para colonizar la geografía virtual sobre la que se asienta el nuevo continente ciberespacial, China sienta las bases de su dominio. Y lo hace desde ese hedonismo flexible y ágil desprovisto de culpas y remordimientos históricos ya que sabe que el éxito se funda en apresar y dilatar los instantes haciéndolos eternos.
Sincronizadas orgánicamente las agujas del reloj de sus instituciones con el ritmo de los nuevos tiempos, China exhibe paulatinamente una superioridad sobre Occidente que es cada vez más explícita. Y no sólo porque aloja en su interior los resortes idóneos para la acción dentro del complejo y volátil laberinto en el que vive instalada la Humanidad desde el 11-S sino que, portadora de una identidad permeable y dinámica en la superficie, es capaz de no ver afectada la solidez interior de sus ejes vertebradores debido a un equilibrio de contradicciones que hace que encuentre el orden en un pragmatismo en permanente ebullición y movimiento. De este modo, la sombra colosal de China se convierte en el horizonte hacia el que la vieja y decadente Europa debería orientar sus esfuerzos de reconstrucción interior aprovechando sus particulares resortes. Para lo cual la primera e ineludible tarea será constatar nuestra decadencia y asumir, como señalaba Li Po, que: «El agua que transcurre, no torna a su manantial». Algo, por cierto, que no es nuevo para los europeos. Bastaría salir de nuestro ensimismamiento y articular un nuevo «día después» y reconocer, como hicieron los míticos griegos con la vecina Asia, que nuestro origen está en una relación de tensión, de interacción e hibridación continua con lo extraño que se asoma en nuestro horizonte.
Volver al desarraigo liberal con valor y fe en la fuerza demiúrgica de la sociedad abierta. Esa es la única salida: mirar hacia China y esperar.
02 Septiembre 2005