1 octubre 2005

Los diputados socialistas Joaquín Leguina, José Acosta, el presidente extremeño Juan Carlos Rodríguez Ibarra, el alcalde coruñés, Francisco Vázquez, son los primeros en hacer pública su oposición

El Parlament de Cataluña aprueba el Estatut con el apoyo de todos los partidos menos el PP, crisis interna en el PSOE

Hechos

El 30.09.2005 el Parlamento de Cataluña aprobó la reforma estatutaria por 120 votos a favor (los 42 del PSC, los 46 de CiU, los 23 de ERC y los 9 de ICV-EUiA) y la oposición de los 15 del Partido Popular.

Lecturas

El nuevo Estatuto de Catalunya de D. Pasqüal Maragall, fue aprobado con los votos a favor de los tres partidos que formaban el Gobierno de la Generalitat, PSC, ERC y ICV y además por el principal partido de la oposición, CiU, quedando el PP como único partido que votó en contra y que fue excluido de la negociación del nuevo Estatut. La decisión de excluir al PP catalán era arriesgada, dado que si el PP en Catalunya era minoritario, en el conjunto de España era el partido más numeroso, y estar enfrentado a él, era en gran parte tener a un gran número de la población en contra del Estatuto.

En lo referido a los socialistas, un sector importante del PSOE, plasmado en dirigentes históricos como los diputados D. Alfonso Guerra o D. José Acosta o el alcalde de A Coruña, D. Francisco Vázquez, se apresuraron a expresar su oposición a un Estatut contrario a la Constitución, forzando al Gobierno Zapatero a asegurar que antes de llevar el Estatut a referendum, debía pasar por el Congreso y que aprovecharían ese momento para adaptarlo a la Constitución, a pesar de que el Sr. Zapatero se había comprometido en su día con el Sr. Maragall a apoyar su Estatut.

DIFERENTE FORMA DE ANALIZAR EL SUCESO EN LAS PORTADAS

  Mientras que el diario EL MUNDO de D. Pedro J. Ramírez optó por la visión negativa de que el Estatut era ‘contrario a la Constitución’, el diario EL PAÍS del Grupo PRISA prefirió tranquilizar asegurando que ese Estatuto ‘sería modificado’ por el Gobierno Zapatero en el Congreso de los Diputados para hacerlo constitucional. Ambas portadas molestaban a los independentistas que defendían que toda modificación del Estatut era un insulto al pueblo catalán.

En Catalunya, el periódico LA VANGUARDIA del Grupo Godótrató de dar una imagen conciliadora del Estatut asegurando que nacía «con la mano tendida a España». Mientras que, en cambio EL PERIÓDICO de Catalunya del Grupo Zeta, optaba por el tono triunfalista asegurando que el hecho de que el Estatut fuera respaldado por PSC-CiU-ERC y ICV significaba que lo aprobaba el 90% del pueblo catalán, ninguneando así al 10% que representaba el PP catalán. El diari AVUÍ mostraba una actitud escéptica («la incógnita de Madrid»), mientras que el diario de Girona, EL PUNT, donde escribe D. Carles Puigdemont, que optaba por una línea más desafiante: «Escucha, España».

DIRIGENTES DEL PSOE PROTESTAN POR LA ACTITUD DEL PSC:

Guerra_1986 D. Alfonso Guerra – ex vicepresidente y diputado del PSOE – rechaza que con una comunidad se declare ‘nación’ argumentando que el paso siguiente será declararse ‘estado’.

francisco_Vazquez D. Francisco Vázquez – alcalde de A Coruña y miembro del Comité Federal del PSOE – considera que no ha podido leer el Estatut porque sólo leer el preámbulo le dio urticaria.

El ‘cambio’ de opinión de EL PAÍS.

Al día siguiente de la aprobación de el Estatut, el 1.10.2005, el diario EL PAÍS publicó en su primera página de información nacional un reportaje dando cuenta de la votación con un tono de euforia. El artículo, firmado por Enric Company, tenía una emoción que se podía traducir: «todo el pueblo unido, menos los aguafiestas del PP». El primer párrafo decía así: «Federalisas, autonomistas e independentistas, centro, derecha, e izquierda, unieron ayer sus votos en el Parlamento catalán con una aplastante mayoría de 120 votos sobre 135 la propuesta de nuevo Estatuto de Autonomía con el que, dentro del marco de la Constitución española, pretenden sustituir el vigente desde 1979».

Vamos, que el Estatut era una cosa estupenda. 24 horas después, cuando desde el PSOE empezaron a oírse voces de protesta contra lo que acababan de sacar adelante sus referentes en Cataluña, y el propio presidente del Gobierno Sr. Zapatero aclaró que el no estaba del todo conforme: «ni rechazo frontar, ni aceptación sin más de la reforma del Estatuto», el diario EL PAÍS modificó su efuroia y en la primera página de información nacional del 2.10.2005, firmada por D. Luis R. Aizpeolea se leía:

El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, transmitió ayer un mensaje de tranquilidad, pero también de firmeza respecto al proyecto de Estatuto catalán y el propósito de modificarlo durante su tramitación en las Cortes. El jefe del ejecutivo (…) aseguro que encauzará el proyecto para que sea respetuoso con la Constitución. ¿Pero no decía EL PAÍS 24 horas antes que la cosa era perfectamente constitucional?

01 Octubre 2005

Ahora, el Congreso

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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El parlamento catalán ha aprobado por amplia mayoría (120 votos sobre 135) un nuevo Estatuto de autonomía. O sea, una propuesta de ley para ser presentada a las Cortes, pues no se trata de una ley catalana sino de una ley española que regula el lugar de Cataluña en España. Los diputados catalanes han cumplido los dos requisitos que el presidente Rodríguez Zapatero planteó para su aceptación: han fraguado un amplio consenso, del que se ha excluido sólo el PP, y han intentado moverse dentro de los límites de la Constitución, con algunos retruécanos que serán objeto de intensos debates. La propuesta agota desde luego todo el margen existente en la Carta Magna para ampliar competencias y rediseñar un sistema de financiación generalizable, fijar un catálogo complementario de derechos ciudadanos y aumentar el reconocimiento de la identidad catalana. Tiempo habrá para calibrar si la utilización de ese margen ha desbordado o no los límites de la Constitución. Esa preocupación ha presidido el debate, como se ha visto con la presión sobre CiU para que retirase los conceptos abiertamente inconstitucionales que contenía su propuesta financiera.

Independientemente de la valoración que merezca el nuevo Estatuto y algunos contenidos concretos, el proyecto debe ser aceptado a trámite en las Cortes: no representa a una mitad de la sociedad contra otra, como ocurría en el Plan Ibarretxe; no lo apoyan votos contaminados por la violencia; no pretende desafiar el entramado constitucional como ocurría en aquel caso. Y el parlamento catalán ha ejercido las funciones que le corresponden en el marco legal y constitucional aceptado por todos.

Desde la oposición, Rajoy se ha apresurado a propugnar la posición más radical frente a la propuesta: que no sea admitida a trámite por la mesa del Congreso y que, en caso contrario, el Gobierno disuelva las Cortes y convoque elecciones para que los ciudadanos puedan pronunciarse ante lo que a su juicio es una reforma constitucional en toda regla. Se equivocaron cuando quisieron impedir que el Congreso se pronunciara sobre el plan Ibarretxe por el procedimiento de enviarlo al Tribunal Constitucional; se equivocarán ahora si pretenden impedir que la Cámara lo admita a trámite y entre en el debate pormenorizado del texto. Desde Cataluña se entendería como una agresión y la situaría en pie de igualdad con la aventura rupturista del plan Ibarretxe. La autoexclusión sin matices del PP significa en todo caso también una severa limitación para el Estatuto, pues salvo posterior rectificación en el Congreso, supondrá que el nuevo Estatuto acabe dotado de menor consenso que el de 1979, un hecho que en sí mismo debiera ser objeto de reflexión también en Cataluña.

Sería difícil de entender que las Cortes no aceptaran que el nuevo Estatuto entre en la cámara, pero también debe quedar claro que su paso por el parlamento español no puede ser un simple trámite de convalidación. La vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega ha situado con claridad las cosas en su lugar: «Vamos a garantizar que el texto final sea acorde con la Constitución de la A a la Z, con el interés general y con el de todos los ciudadanos». No es caprichoso que la reforma del Estatuto catalán deba superar tres listones: su elaboración en el parlamento autónomo, la aprobación del Congreso y la ratificación en referéndum por los ciudadanos catalanes. Sobre esta triple llave descansa el delicado equilibrio del Estado de las autonomías: no puede ser un documento unilateral, las Cortes tienen toda la legitimidad para enmendar su contenido en el marco de la comisión mixta, y los catalanes tienen derecho a rechazarlo al final si tras el cedazo de las Cortes consideran que queda esencialmente desdibujado respecto a sus expectativas.

Empieza pues la segunda fase, tan política como la primera, que desplaza las tensiones desde la dialéctica entre el tripartito y CiU a las tensiones latentes dentro de la familia formada por el PSOE y el PSC. Los parlamentarios catalanes no pueden pretender que el Estatuto salga de las Cortes tal como entró, por lo que es lógico el acuerdo de los partidos catalanes para evitar una retirada del texto en Madrid que no sea por consenso, lo que excluye una eventual espantada de CiU y Esquerra.

Los partidos catalanes han tenido el sentido común de no convertir la aprobación del Estatuto en un acto triunfalista. Saben los problemas que vienen. Y también que nadie puede apuntarse el éxito como propio. El presidente de la Generalitat ha conseguido ganar la primera fase de la apuesta con que marcó la legislatura y reforzar la cohesión del tripartito, aunque en el horizonte aparezca el doble precio de un desplazamiento hacia las posiciones ideológicas del nacionalismo y el riesgo de altas tensiones que empiezan ya a manifestarse dentro del PSOE. CiU ha intentado, como era legítimo, dinamitar al tripartito atrayendo a Esquerra hacia la radicalización, con el concierto y con los derechos históricos, pero ha entrado en el consenso cuando ha visto que ésta era una vía perdida. Hoy las fuerzas políticas catalanas han dado una imagen de unidad que probablemente habrá reconfortado a una ciudadanía perpleja por un proceso cansino, confuso y, en algunos momentos, difícil de entender. Pero la política no ha terminado: empieza la segunda parte, que es la decisiva. Hasta ahora han tenido la palabra los diputados catalanes, ahora la tienen los representantes de todos los españoles. Así es el Estado autonómico; así es España.

01 Octubre 2005

¿Es fiable el PSOE para defender el orden constitucional?

ABC (Director: Ignacio Camacho)

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En este ambiente de alegre federalismo que ha inaugurado el socialismo en Cataluña, es bueno recordar que no hay ningún Estatuto aprobado todavía, que todo Estatuto de autonomía es, al final, una Ley Orgánica del Parlamento nacional y que el Tribunal Constitucional es el único órgano con potestad decisiva para juzgar la constitucionalidad de las leyes. Por tanto, si el Estado mantiene sus instituciones arraigadas en el texto aprobado en 1978, que declara la unidad indivisible de la Nación española, la propuesta aprobada ayer por la Cámara catalana debe estar abocada no a meras modificaciones semánticas, sino a una transformación radical o a su puro rechazo. Aún queda el Estado, por tanto, pero siempre que el Gobierno esté dispuesto a abanderar la cancelación urgente de este proceso constituyente que Rodríguez Zapatero ha abierto. La petición del PP de tramitar la propuesta catalana como reforma constitucional (lo que hace imprescindible sus votos) o de convocar elecciones para que los ciudadanos se pronuncien sobre el cambio que pretende imponerse, es una manera gráfica de llamar la atención sobre la desconexión entre el Gobierno socialista y la sociedad española en su conjunto.

En este sentido, la pregunta acuciante es si el PSOE es fiable como partido dispuesto a defender el orden constitucional agredido por la reforma estatutaria aprobada en Cataluña. La respuesta no está en las manifestaciones de barones socialistas con mucha voz y poco voto en el Congreso. Tampoco en la escasa vieja guardia socialista que aún conserva escaño y sentido común. La respuesta está en si va a mantener o no la estrategia implantada por Zapatero de abrir un proceso neoconstituyente, alimentado por un revisionismo histórico revanchista y basado en pactos de interés con los nacionalistas, cuyo principal fundamento es la aversión común de todos ellos a la derecha. La irracionalidad está colonizando como una epidemia el discurso socialista sobre la realidad nacional de España, pero por ahora puede más el rechazo a coincidir con el PP que la responsabilidad de frenar a todas las fuerzas políticas centrífugas que pilotan la marcha del país a un escenario de disgregación política e institucional. Por eso, Carod-Rovira remachó ayer con sinceridad su alegría al decir que el nuevo Estatuto es «un paso hacia el Estado catalán». No puede decir otra cosa a la vista de lo bien que le va su proyecto de soberanismo de la mano del PSOE.

No son Maragall ni Carod-Rovira quienes tienen que dar cuenta de por qué Cataluña se define como nación -síntesis de todos los despropósitos- en una propuesta que enmascara como federal un modelo confederal, que hace más fácil la consecución de la soberanía. Es Zapatero el que debe explicar qué ha hecho para impedirlo, porque lo cierto es que lo que se ha producido es un acuerdo inconstitucional y no la retirada del texto preparado por el tripartito. El dato es incuestionable. En la legislatura de este socialismo tranquilizador, que iba a sosegar la «tensión territorial» que supuestamente provocó Aznar, dos Parlamentos autonómicos han aprobado por mayoría absoluta sendas propuestas de reforma estatutaria que son declaraciones de soberanía y de derogación constitucional. Y el PSOE no ha sido ajeno a la formación de la masa crítica que ha envalentonado a los nacionalismos. Al contrario, sus propuestas para «actualizar el Estado autonómico» se basan en el reconocimiento de tantas naciones como pueblos haya allí donde, eso sí, tenga que pactar con nacionalismos. Sin nacionalistas de por medio, el PSOE no tiene problemas con la identidad española. Pero ahí están las ofertas de López en el País Vasco para reformar el Estatuto, bajo la invocación del «proyecto nacional vasco»; o de Touriño, refiriéndose a Galicia como «comunidad nacional». Su socio, el nacionalista Quintana, apuntaló ayer mismo esta estrategia y exigió a Zapatero que Galicia juegue «dentro del Estado en la División de las naciones». Ha comenzado la puja en la subasta de naciones.

Se ha llegado a esta crisis porque el Gobierno lo ha consentido y porque ha alentado los procesos políticos de disgregación que empiezan a cuajar con formas legislativas. Aún es posible evitar que la Constitución se descoyunte. El PP está legitimado para usar los medios constitucionales a su alcance para que el Estado prevenga daños mayores. Y si -como Maragall admite- estamos ante un cambio de modelo, los diputados del PSOE están obligados, con su voto, a hacer oír en el Congreso la voz de la inmensa mayoría de los españoles que siguen confiando en la Constitución. Es el momento, en fin, de demostrar dónde reside la soberanía.

01 Octubre 2005

La rebelión en Cataluña

Manuel Martín Ferrand

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Únicamente los quince diputados catalanes del PP votaron ayer en contra del nuevo Estatut d´Autonomía que, con la unanimidad de CiU, PSC, ERC y EUiA, alumbró el Parlament. Es decir, que el 90 por ciento de los representantes del pueblo de Cataluña entienden que su «nación» tiene derecho a «determinar libremente su futuro como pueblo» y, de paso, a (tratar de) modificar, desde una de las 17 partes que lo integran, la naturaleza del todo que define la Constitución del 78. Algo más grave y trascendente de lo que reconocen José Luis Rodríguez Zapatero y algunos -no todos- de sus ministros y ministras.

Podría decirse, sin ninguna intención tremendista y salvando las distancias, que lo ocurrido ayer en el Parlament es una versión, más pacífica y leguleya, de la independencia proclamada por Lluís Companys el 6 de octubre del 34; pero no será por esos derroteros, tan poco políticamente correctos, por donde circule la valoración del Go-bierno actual, tan sonriente como contradictorio y tan débil como encantado de haberse conocido. Quizás convenga recordarles que, ya en plena Guerra Civil, en 1937, Manuel Azaña le decía a Carlos Pi i Suñer, ante el temor de tener que abordar otra violencia provocada por la Generalitat, que «lo más discreto sería hacer responsables a los hombres y respetar la institución, al revés de lo que se hizo en el 34; pero es preciso reconocer que si llegase el caso, después de cuanto ha ocurrido en Barcelona, la institución sería difícilmente salvable». ¿Lo es ahora y en las circunstancias actuales?

La semana próxima, el nuevo texto estatutario perpetrado en el Parlament tendrá entrada en el Congreso de los Diputados y arrancará así un grave problema para la Nación -de momento, España-, un conflicto que afecta a la estruc-tura del Estado y una situación insostenible para un Gobierno, que lo es por el apoyo del tripartito catalán y que muy irresponsablemente se ha comprometido, en la persona de su presidente, Zapatero, a reforzar en la Cámara lo que con abundante mayoría se aprueba en Cataluña. A más a más, como allí dicen, el PSOE entrará en una difícil espiral porque no le será de fácil asunción la ruptura fáctica con su, hasta ahora, fraternal PSC y el debate interno que generará el Estatut entre las distintas familias, no todas mansas y sonsas, del socialismo en el poder.

Todo ello sin considerar los contagiosos efectos que en muchas -¿todas?- de las 16 restantes autonomías producirá, siempre en la doctrina de «café para todos», el texto incuestionablemente rupturista que ha parido Cataluña. A la vista de la alarmante marcha de los acontecimientos, puede anticiparse que el muy valorado talante de Zapatero hay que empezar a entenderlo, con más precisión, como ausencia de talento.

01 Octubre 2005

Maragall el auténtico

Soledad Gallego Díaz

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El escenario perfecto hubiera sido un balcón sobre la plaza de Sant Jaume. Pasqual Maragall hubiera salido y hubiera proclamado con los brazos abiertos: «Declaro a España Estado federal». Pero no pudo ser. Maragall tuvo que conformarse con la tribuna del Parlament de Cataluña. Su emoción fue, sin duda, genuina. Es muy posible que estuviera cumpliendo un sueño antiguo: comunicarnos a todos los españoles qué debemos ser y cómo serlo. Es injusto que el PSOE desconfíe de Maragall como presidente de la Generalitat. Su problema debería ser Maragall como político español. Su intervención ayer, recién aprobado el nuevo Estatut, tuvo algunos aspectos desconcertantes: daba la impresión de que lo que más valoraba del nuevo texto no era su capacidad para mejorar el Gobierno de Cataluña, sino la posibilidad de convertirlo en la llave que reforme y cambie España. Es cierto que Maragall fue elegido para lo primero y que nadie le ha pedido que haga lo segundo, pero oyéndole ayer no se podía dudar de su auténtica vocación.

Entre sus muchas y espectaculares virtudes, Maragall no cultiva la de la oportunidad. Por eso, aprovechó un discurso de bienvenida al nuevo Estatut para regañar a las otras comunidades y recordarles que, a partir de ahora, se apuesta por una nueva solidaridad interterritorial basada en el concepto de «si tú te ayudas, yo te ayudo, y si no, no». La idea es, posiblemente, buena, pero el momento no podía ser peor. Como su empeño en advertir de que «no se trata de reconocer el derecho a ser lo que cada uno quiera», algo que quizás estaba relacionando con su negativa a que otras comunidades se consideren a sí mismas nación, pero que dejó boquiabiertos a muchos de quienes se han pasado varias semanas defendiendo la simple idea de que Cataluña tiene derecho a denominarse como desee.

Maragall habló casi más de su visión de España que de su visión de Cataluña, pero los otros oradores no le siguieron. Probablemente piensan que el Estatut no está destinado a reformar España, sino la relación de Cataluña con el resto del Estado. Algunos, incluso, se temen que para proclamar a España Estado federal y cambiar el sistema general de financiación no queda más remedio que contar con las otras comunidades autónomas y, lo que es peor, con el PSOE e, incluso, necesariamente, con el PP.

Ése es el mayor problema que suscita el texto aprobado ayer. Que algunos de sus artículos afectan seriamente a las demás comunidades autónomas y exigen una negociación difícil. El primero de ellos, el que cedería a la Generalitat la recaudación de todos los impuestos -incluido el de Sociedades- y dejaría en manos del Gobierno autónomo la llave de la caja. El sistema, dice Maragall, es aplicable a las otras comunidades. Sin duda, otra cosa es que les convenga a todas o al interés conjunto del Estado. Es probable que por mucho que se «reimaginen las palabras» (algo que nos resulta muy extraño a los ciudadanos pero que, según Artur Mas, los políticos hacen con facilidad), una buena parte de los socialistas esté en desacuerdo, no ya porque sea inconstitucional, sino porque no conviene a sus intereses.

En cualquier caso, ayer quedó despejada la primera gran incógnita respecto al nuevo Estatut: dónde se va discutir realmente. Existía la posibilidad de limitar el escenario del enfrentamiento a Cataluña. La otra opción era trasladar el debate, artículo por artículo, al Congreso de los Diputados. Ésta es la que ha preferido el presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero. La auténtica discusión sobre la reforma de los estatutos comenzará, pues, en noviembre, en Madrid. Puesto que no cabe pensar en una alianza PSOE-PP para rechazar algunos de los artículos del nuevo Estatut, sólo cabe un nuevo pulso, y esta vez definitivo, entre el PSOE y el tripartito. Entonces ya no valdrán ensoñaciones. Será un enfrentamiento que marcará el futuro de este país.

Esperemos que los responsables del Congreso de los Diputados no imiten a los del Parlament y decidan finalizar el pleno del próximo martes con la solemne interpretación del himno nacional y con todos los parlamentarios puestos en pie. No por nada. Simplemente, porque, como explicó Manuel Azaña y recordó ayer la socialista catalana Manuela de Madre (fue lo único que dijo en castellano): «No basta con ser patriota. Además hay que acertar».

01 Octubre 2005

¿Adónde va Catalunya?

Antonio Elorza

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El escenario lógico para la reforma del Estatuto consistía en una ampliación de competencias y en un reforzamiento de la personalidad política de Cataluña, en el marco de una estrecha colaboración -implícita, por supuesto- entre la fuerza supuestamente hegemónica del Parlamento catalán, el PSC, titular de la iniciativa, y el Gobierno de Madrid. Para algo ambos corresponden al mismo partido y además se da una excelente relación entre los respectivos líderes, Maragall y Zapatero. La orientación federalista del documento aprobado por el PSOE en Santillana abría las puertas para un cambio en que las inevitables presiones de Esquerra pudieran ser encauzadas. El cheque en blanco otorgado anticipadamente de forma suicida por ZP a cuanto se aprobara en Barcelona responde a esas expectativas optimistas, que los hechos se encargaron de desmentir.

En la práctica, Maragall ha encabezado la conjunción de fuerzas responsable del texto del 30 de septiembre, al margen de cuanto se opinara en La Moncloa, y con una constante puja al alza impulsada por los dos hermanos enemigos del nacionalismo catalán. De nada sirvió la alarma del proyecto de financiación, ahora agravado, y tampoco la llegada a puerto ayer del nou Estatut, de hecho una Constitución catalana clara en su objetivo: dentro del Estado español, que no en España, aparece un sujeto designado para ejercer la soberanía en materias esenciales, la nación catalana, cuyas relaciones con dicho Estado serán regidas ajustándose a un principio de bilateralidad, por medio de la Generalitat.

En nombre del Gobierno, a la vicepresidenta no se le ocurre otra cosa que expresar el apoyo del Ejecutivo al invento, anunciando «retoques» en las Cortes. ¿No han sido capaces de percibir en La Moncloa que en sus fundamentos doctrinales, en la definición del poder y en la organización del mismo, estamos ante una versión más sofisticada pero no menos rotunda del soberanismo antes visto en el caso vasco? Y que el ajuste a la Constitución no se logra con el fraude de cubrir la cascada de competencias «blindadas» mediante el recurso al artículo 150.2 de la Constitución, autorizando las transferencias de competencias estatales a las comunidades, para vaciar al Estado desde su interior. El nuevo Estatuto pone en marcha un poder catalán, asentado en una tradición estrictamente nacionalista, sin mancha de españolidad alguna, y de adoptarse no lleva en modo alguno a un régimen federal, sino a un Estado dual, con un recinto de soberanía propia para Cataluña que no excluye su intervención en las decisiones del Gobierno central, y en cambio coarta de antemano cualquier «ingerencia» de Madrid en el pleno autogobierno catalán.

El problema no reside en la declaración rotunda de que Cataluña es una nación. Para dorar la píldora, Maragall habla ahora de España como «nación de naciones», pero engaña al enlazar tal propuesta con el texto del nuevo Estatuto. Para el documento recién aprobado, nación en Cataluña no hay más que una: la catalana. No hay otra tradición ni debe haber otra memoria histórica, forjada desde el poder catalán como anuncia el Estatuto, que la catalana exenta de toda contaminación. Nación de naciones implica imbricación de procesos de construcción nacional, identidad dual que todavía hoy prevalece en la doble autodefinición de la mayoría de los catalanes, también españoles. Algo que el Estatuto borra en sus artículos, paso previo a forzar su desaparición (véase lo relativo al idioma). Carod triunfa. El paso principal hacia la «interdependencia» (sic) evocada en el preámbulo, está dado.

Lógicamente, la soberanía fiscal, y la aproximación máxima al régimen de privilegio vigente en Euskadi y en Navarra, cierran el círculo, eso sí buscando eufemismos -«solidaridad»- para esconder un objetivo tan impropio de la izquierda. Desde que en abril Castells contó las ventajas económicas del porvenir a los lectores de AVUI las cosas están claras. Ahora, gracias a CiU, aún más. Hablar de federalismo en tales condiciones es una auténtica profanación. Del mismo modo, una cosa es reconocer la composición plurinacional de España, y otra ver en ésta un simple Estado cuyo vaciamiento progresivo se impone. La pregunta final al presidente Zapatero resulta inevitable: ¿adónde va España?

01 Octubre 2005

Zapatero consigue un puesto en la historia

Luis María Anson

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Que insensatez. Que política disparatada. Qué frivolidad. En poco más de un año, un político indocumentado, sin experiencia alguna demando, ha quebrado el espíritu de la Transición, ha agitado el fantasma de la guerra civil, ha colisionado frontalmente con la Iglesia, ha encendido los nacionalismos separatistas, ha devuelto a España a la penumbra internacional y ha resucitado a ETA. José Luis Rodríguez Zapatero es el caballo en la cristalería. Se le ha ido de las manos el control de la situación. Está siempre desbordado en un puesto superior a su competencia.

En lugar de defender la España constitucional y embridar a Maragall, le dio alas, le hizo promesas, aceptó insensatamente el termino nación, se instaló en el todo vale, en el aquí no pasa nada, y ahí están los resultados. Los catalanes le han enviado una patada, bien hervida y envenenada, que tal vez el Estado no sea capaz de digerir y que es el primer paso decidido hacia la desvertebración de España. Si el Congreso rechaza la definición de Cataluña como nación, se desencadenara un temporal en la política de aquella región. Si lo aprueba, dentro de pocos años se planteará la reforma del Estatuto ayer votado para articular la nación en Estado. Después se proclamará la independencia catalana desde el balcón de la Generalidad . Y a ver quién es el guapo que envía al Ejército a restablecer la legalidad constitucional. La sombra de Batet no es alargada.

Felipe González fue un hombre de Estado que defendió siempre la unidad nacional y que hubiera mantenido a Maragall en su sitio. Zapatero, desde su cada vez más alarmante incapacidad política, desde su tenaz sonrisa convexa, es el aprendiz de brujo que ha sacado de su redoma a todos los demonios familiares y a situado al país en los caminos de la confrontación y la incertidumbre. Es la ceniza de la inteligencia política, la palabra elevada, la ocurrencia de café, el mascarón de proa, el azogue perpetuo, la invencible tendencia al escombro y al vertedero. Todo lo que toca lo jibariza. Algunos dicen que es Bellido Dolfos, otros que Don Opas. A mí me parece un cuitado que ni siquiera se da cuenta de que está traicionando a la Constitución.

Con la aprobación en el Parlamento catalán de un Estatuto, agriamente anticonstitucional, se ha quebrado, en fin, el delicado edificio de la Transición. Zapatero ha conseguido ya un puesto en la Historia. Pasará a ella como el pobre hombre de manos tartamudas que descuartizó una de las operaciones políticas más inteligentes entre las que se han llevado a cabo en nuestro país durante los dos últimos siglos. Con él se inicia, quinientos años después, la desmembración de España, la fractura de la unidad nacional. Pero aquí no pasa nada. No pasa nada, Zapatero, como la marquesa Eulalia de Rubén Darío, sonríe, sonríe, mientras se recrea estúpidamente en el esplendor de la Moncloa. Todavía no se ha dado cuenta de que es el esplendor del incendio.

Luis María Anson

El Análisis

IMPOSIBLE NO OFENDER A QUIENES QUIEREN SER OFENDIDOS

JF Lamata

El Estatut sería la mejor arma de victimismo diseñada por los nacionalistas catalanes. CiU, ERC y también el PSC consiguieron que ‘calara’ la idea de que el Estatut personificaba el orgullo del pueblo catalán. Por tanto: quien cuestionara algo del Estatut, estaba insultando al pueblo catalán. Si el PP recogía firmas contra el Estatut, estaba ofendiendo a Catalunya, si recurría el Estatut al Constitucional, estaba ofendiendo a Catalunya.

Cuando el PSOE negoció con CiU un Estatut menos radical, fue ERC la que lanzó el slogan de que ese nuevo Estatut 2, ‘ofendía a Catalunya’ porque no era el Estatut 1.

Y cuando el Tribunal Constitucional ratificó el Estatut 2, pero con alguna modificación, nuevamente ERC salió en defensa de ese Estatut 2 que tanto había criticado para presentar esa modificación con una nueva ‘ofensa’ a Catalunya, y ahí estuvieron también CiU y PSC.

El nacionalismo catalán había aprendido lo rentable que es convencer a un electorado de que está siendo ‘ofendido’ para ser su defensor.

J. F. Lamata