14 marzo 1995
Eugenio Trías y Joan B. Culla polemizan en EL PAÍS por sus distintas visiones de la inmersión lingüística en Catalunya
27 Febrero 1995
El dogma del nacionalismo lingüístico
Joan Maragall comparó en cierta ocasión el nexo entre España y Cataluña con la relación, en la filosofía de Spinoza, entre la sustancia y los modos. Maragall era un gran intuitivo en negocios de pensamiento: generalmente acertaba en, sus apreciaciones. Y es que la sustancia de Spinoza, frente a lo que creía Eugenio D’Ors, Xenius, no absorbe en la pura indiferencia sus atributos y modos. Antes bien, es una de las filosofías más respetuosas con la radical singularidad de cada modo.
Somos muchos los catalanes que no creemos en absoluto incompatible afirmar la inexorable realidad de España con la genuina realidad catalana (por mucho que nos incomoda y molesta que realidades verdaderas se mistifiquen al hacerlas pasar por el cauce inadecuado del vetusto y decimonónico concepto de nación).
Ser y sentirse español no significa militar en ningún neonacionalismo españolista. Esto, la sociedad catalana, que está mucho más sana que la mayoría de sus políticos e ideólogos, lo asume sin demasiada dificultad. Pero estas obviedades tienen todavía, por la presión de tantos años de hegemonía indiscutible de un nacionalismo lingüístico militante, el carácter de afirmaciones escandalosas que parecen presagiar siempre linchamientos morales y materiales.
El dogma del nacionalismo lingüístico, impuesto desde las más altas instancias de gobierno del Principado, perfectamente orquestado por los media, especialmente televisivos, puede dar una clave profunda sobre el gran «sosiego» que parece traslucir actualmente Cataluña: el característico de un país sometido a la lenta muerte de una diaria y cotidiana intoxicación ideológica. Es un sosiego revelador de lo que ya no posee pulso vital; o que carece radicalmente de aquello. en donde ese pulso se demuestra, en la capacidad crítica y autocrítica en relación a los mezquinos valores culturales con que ese dogma suele revestirse.
Pasan los años, y esta quimera ideológica mantiene con fuerza y con escasa oposición su hegemonía sobre la opinión pública catalana. Pocos levantan la voz en contra de ella. Pocas opciones políticas enuncian principios diferentes. Apenas si se recuerda que Cataluña fue siempre, excepto con el franquismo y el pujolismo, una realidad compleja en la que las opciones nacionalistas tenían que combatir con las ideologías federalistas, y en la que el nacionalismo lingüístico. debía estar armado frente al anarquismo frente a las invectivas republicanas de Alejandro Lerroux.
Sólo que mentar a Lerroux rece ser mentar la bicha. Basta, embargo, repasar con nostalgia álbumes del pasado relativos a «ciudad de las bombas», bién llamada Ia rosa de fue para percatarse de que aquella Cataluña y aquella Barcelona tan conflictivas de principios de siglo, o del primer tercio de siglo, eran una Cataluña y una Barcelona radicalmente vivas, como sólo lo fueron después durante los años sesenta y en el gran interregno tarradellista.
Para los que comenzamos a internarnos en la cincuentena, fueron dos pequeños oasis en medio de una doble travesía del desierto, la del franquismo y la del pujolismo, en las que Cataluña enmudeció en su proverbial sentido crítico en el gran almohadón de una opinión pública uniforme.
Pero lo más terrible de esa uniformidad ideológica de la opinión pública consiste en el reflejo de «cerrar filas», algo así corno un linchamiento moral en relación a todo aquel que alguna vez cuestiona el dogma de este nacionalismo triunfante. Se supone que ese nacionalismo es, de hecho, la forma misma de pensar de todo catalán que se precie de tal. En consecuencia, rivalizarán la mayoría de las opciones políticas e ideológicas por adecuarse lo más posible al dogma, sean cuales sean sus etiquetas. Se trata de demostrar que se ha asumido Plenamente el principio que concede patente de ciudadanía catalana y que no es otro que el nacionalismo lingüístico.
De ahí la penosa sensación que se tiene, en este Principado, de que existe escasa oposición; o de que algunos jefes de fila de los partidos que deberían ejercer la oposición son, con relevantes excepciones, aliados potenciales de la opción hegemónica: verdaderos criptoconvergentes.
Quizás no tenga razón Julio Anguita en sus juicios, emitidos este pasado verano, sobre la burguesía catalana si los hacemos retrospectivos, si los proyectarnos hacia el pasado. Pero probablemente tiene más razón que un santo si hacen referencia al estado actual de ciertos sectores de la burguesía catalana; parte de eso que con gran pedantería llaman los políticos «el tejido social catalán»: la conjunción de intereses creados de carácter caciquil o mafioso que constituye el humus sobre el que se sustenta la opinión pública catalana actual, regentada y gobernada por un partido que profesa el dogma del nacionalismo lingüístico, cuya verdadera faz corrupta e impresentable está saliendo a flote, aunque con excesiva lentitud, a raíz de los últimos escándalos del partido nacionalista en el poder.
El nacionalismo lingüístico catalán constituye, en realidad, un híbrido ideológico: el cruce entre un arcaísmo añorante del mundo de los Austrias, con sus diferentes reinos unificados. en la monarquía, y la obsesión decimonónica por determinar las naciones a partir de la realidad lingüística.
Dentro del mundo de los Austrias se prolongó, ciertamente, uno de los más sólidos y duraderos matrimonios políticos de la historia europea: el que concretaron durante siglos aragoneses y catalanes. Pudieron constituir un mismo reino a pesar de hablar lenguas distintas.
La experiencia reciente demuestra en cambio que, a pesar de sus proximidades lingüísticas, los valencianos no quieren saber, mayoritariamente, nada en relación a un modelo de Países Catalanes que tuviera en Cataluña y Barcelona su centro hegemónico de poder. Tampoco los habitantes de las islas, ni el Rosellón.
De hecho, el nacionalismo lingüístico nació en Cataluña como una corrección del originario catalanismo, de carácter federalista. El catalanismo nace y crece en el marco de ideas federales abiertas por Pi i Margall: de la mano de Valentí Almirall. El nacionalismo lingüístico usurpa el ámbito abierto por esta orientación política. Alienta en los pactos y alianzas políticas de interés general un trato preferencial, aunque ello acarree la obvia acusación de insolidaridad.
La gran sombra del nacionalismo lingüístico la constituyen la complejidad y el mestizaje cultural. Si algo aborrece esta ideología es, desde luego, la comprobación de que la realidad del país al que se le atribuye carácter de nación no es monolingüe. En consecuencia, se arbitrará toda suerte de coartadas para demostrar que sí lo es, a pesar de las interesadas apariencias. La complejidad se echará al cajón de sastre del franquismo. Habrá, en todo caso, catalanes de primera cate-goría y de segunda: algo así como un a Cataluña a dos velocidades, según cual sea la lengua del usuario. La existencia de catalanes de habla castellana, algunos de ellos de varías generaciones, será, para los sacerdotes de esta ideología, la abominación de la desolación.
Aquí somos muchos los que, hablando castellano, nos sentimos catalanes de pleno derecho; y que por esta sola razón, aun cuando hablamos castellano, tenemos la lengua catalana como cosa propia. Y que, por consiguiente, la defendemos cuando se promueve una campaña de agresión en contra de ella. Pero una cosa es la lengua; otra muy distinta la utilización ideológica que de ella hace el dogma del nacionalismo lingüístico.
Estas actitudes, bastante comunes entre catalanes castellanohablantes, se ignoran demasiadas veces fuera de Cataluña. Pero sobre todo las ignoran de forma totalmente interesada dentro el Principado los que comulgan con el dogma del nacionalismo lingüístico. Estos, aunque de boquilla y por razones tácticas, transigen con cierto (limitado) bilingüismo, pero en el fondo de su corazón lo repudian.
El bilingüismo que la sociedad catalana asume de forma sana y natural resulta, para esta ideología, una realidad dura de tragar; la. acepta, pues no le queda otro remedio; pero todo aquel que verdaderamente comulga con el dogma del nacionalismo lingüístico lamenta en el fondo del corazón esa aceptación; desearía que Cataluña pasase, si pudiera, por el alambique terrible de la «limpieza lingüística»
14 Marzo 1995
Nostalgia de Lerroux
Volver por donde solía: eso ha hecho don Eugenio Trías. Su memorable artículo en EL PAÍS del pasado 27 de febrero (El dogma del nacionalismo lingüístico) no es más que un remake de viejos textos suyos -recuerdo en particular uno que fue famoso, La España de las ciudades, allá por febrero de 1987- destinados a satanizar las expresiones políticas mayoritarias del nacionalismo catalán actual. Sólo que donde antaño enfatizaba el contumaz reaccionarismo de Pujol y sus huestes, hogaño -influido sin duda por la moda mediática que se lleva en la Corte- abomina de ellos por ser «nacionalistas lingüísticos».Puesto que el señor Trías no se toma la molestia de precisar el concepto, resulta difícil discutírselo en un plano teórico. Ahora bien, si se refiere a la consideración de la lengua Como un elemento determinante de la identidad nacional, la respuesta es obvia: casi todos los nacionalismos contemporáneos, con o sin Estado propio, son lingüísticos. Lo es, notoriamente, el español, que tiene dicho desde hace siglos aquello de la lengua, compañera del Imperio», que enarbola la letra como una bandera, que sufre por el status lingüístico de los puertorriqueños, que toca a rebato patriótico ante hipotéticos retrocesos del idioma castellano en Cataluña.
De hecho, se conocen pocos nacionalismos afásicos o esperantistas. Por otra parte, no creo que Eugenio Trías prefiera aquellas identidades nacionales que, en lugar de la lengua, toman como elemento cohesionador la religión, o los genes. Al fin y al cabo, una lengua se aprende, y se puede poseer junto con otras; no así una fe, o una raza. Pero el señor Trías, además de vituperarlo, quiere demostrar que ese «nacionalismo lingüístico» no es más que la usurpación, la adulteración de un primigenio y beatífico catalanismo -el de Valentí Almirall, por ejemplo- menos obsesionado por la lengua. Pues bien, veamos lo que escribía a este propósito Almirall, en 1886: «El signo del esclavo era tener que hablar la lengua del amo, y nosotros llevamos encima e se estigma. ( … ) En la lengua de los vencedores se nos manda, se nos juzga, se nos enseña. Incluso cuando la autoridad, el juez o el maestro son hijos del país, no pueden ejercer sus funciones sino empleando el castellano. La imposición del lenguaje es un recuerdo constante de nuestra sujeción. Es lo que marca más duramente la distancia que hay desde los que mandan a los que, obedecen (…)».
«No nos duele confesar -prosigue Almirall- que la lengua castellana es una de las que más nos encantan y cautivan. Tampoco nos duele confesar que, si no fuera cuestión de dignidad, la usaríamos mucho más a menudo. Pero ( … ) no podemos dejar de recordar que es la marca de la esclavitud y el estigma de nuestra degeneración. ( … ) El uso de nuestra lengua es la manifestación más elocuente de nuestra personalidad» (Lo catalanisme, parte primera, capítulos IV y V).
A la luz de estas citas, resulta evidente que no es por Almirall por quien suspira don Eugenio Trías, sino por Alejandro Lerroux. Y advierto, antes de seguir, que para mí Lerroux no es ningún espantajo descalificador, sino un personaje fascinante que me acompañó durante ocho años como objeto de investigación y a quien, junto con otros historiadores (Romero Maura, Álvarez Junco … ), he intentado restituir en su verdadero papel dentro de la Cataluña del siglo XX.
De todos modos, el Lerroux cuya invocación seduce a Eugenio Trías y a algunas otras gentes no es tanto el Lerroux histórico -un político lleno de meandros, que viré muchas veces de rumbo ante el hecho diferencial catalán- como el Lerroux mitológico, esa mezcla de realidad, leyenda y literatura que ha pasado por ser, desde hace 90 años, el paradigma de la gallardía españolista en Cataluña, el paladín del pueblo desheredado y castellanoparlante -otro mito, al menos en el primer tercio de siglo- frente a la perfidia de la burguesía catalanista.
Más claro: lo que el distinguido filósofo lamenta no es que, hace 100 años, Prat de la Riba venciera a Almirall en la partida por definir ideológicamente el primer catalanismo político; eso son zarandajas de eruditos. No, lo que le duele a Trías -y por eso tilda a casi toda la clase política catalana de «criptoconvergente»- es la ausencia hoy en Cataluña de un líder y un partido político que rompan el actual «sosiego» del Principado, que escindan artificiosamente la sociedad catalana en dos comunidades lingüísticas mutuamente hostiles, que para prevenir anhelos de limpieza lingüística sólo existentes en alguna imaginación calenturienta- aticen un clima de confrontación civil. de consecuencias imprevisibles, pero sin duda catastróficas.
Y bien, el señor Eugenio. Trías es, como todo el mundo, muy dueño de sostener esta tesis, de administrar sus obsesiones y de divulgar sus fobias como mejor le plazca. Sin embargo, los lectores de fuera de Cataluña tienen derecho a saber que, desde el punto de vista sociolingüístico, el panorama descrito por Trías no guarda relación alguna con la realidad constatable en las calles, en los centros de trabajo, en los quioscos de prensa, a través del zapeo televisivo o recorriendo el dial radiofónico. Tienen derecho a saber que, en el ámbito político, la oposición a CiU existe y ejerce, aunque para quienes gustan de las emociones de la jungla un país serenamente plural no sea más que un encharcado y opresivo oasis. Tienen derecho a saber que, en el terreno doctrinal, las posiciones del señor Trías no entroncan con Valentí Almirall, ni con Pi i Margall, ni siquiera con Alejandro Lerroux, sino, en todo caso, con modelos más cercanos en el tiempo y más lejanos en el espacio: Slodoban Milosevic y Radovan Karadzic, por ejemplo.