1 abril 1993

Se recuerda su apuesta por la reconciliación tras la dictadura del general Franco

Muere el Conde de Barcelona, Don Juan de Borbón, padre del Rey de España, Juan Carlos I

Hechos

El 1.04.1993 falleció Don Juan de Borbón, Conde de Barcelona.

02 Abril 1993

"Tantos años de esperanza..."

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

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Desde el 15 de enero de 1941, fecha en que su padre, el rey Alfonso XIII, abdicó en él los derechos de la Corona española, el conde de Barcelona tuvo un orgullo y una carga: ser el portaestandarte de la Casa Real y tener que sacrificarlo todo a tan difícil condición. Ayer murió sin haber tenido nunca opción a ocupar el trono, tras los que llamó -en el discurso de su propia abdicación en el rey Juan Carlos- «tantos años de esperanza ilusionada». Invirtió la mitad de su vida activa en luchar porque la solución política de España pasara por él o los suyos, y una vez conseguido el objetivo tuvo que aceptar de buen grado que la otra mitad transcurriera en un segundo plano. Nadie ha dudado jamás de que dio por bien empleado su sacrificio y de que, concluida su responsabilidad política como eterno aspirante al trono y asegurada la restauración monárquica en la persona de su. hijo, pasó los años que le quedaron dando ejemplo de elegancia, discreción y señorío.La suya no fue una existencia fácil. Durante los años de la dictadura del general Franco se vio obligado a nadar en las complicadas aguas de una situación política extremadamente perversa. En efecto, a lo largo de varias décadas, mientras hacía lo posible por conciliar diferentes corrientes monárquicas para mantener así unida, viable su opción a la Corona, las circunstancias le forzaron a jugar con la megalomanía de un dictador siempre dispuesto a desposeerle caprichosamente de sus derechos. Su paciencia, su continuada prudencia en tan enrevesado ejercicio político (practicado siempre desde la óptica de que la legitimidad de su casa tendría que ser confirmada libremente por los españoles),le hicieron acreedor al respeto de todos. Y cuando le llegó el momento no dudó en reconocer generosamente: que el futuro no le pertenecía, pese a haber pasado su vida luchando por él.

En todo momento intentó ser consecuente con sus propias creencias y opiniones políticas. En la guerra civil trató de que el bando rebelde le permitiera luchar en sus filas. Fue una suerte para el futuro de su imparcialidad declarada («el rey de todos los españoles») que el general Franco no se lo permitiera. El dictador sólo lo hizo por mantener alejado a un personaje que podría robarle protagonismo, pero el efecto fue beneficioso para la Corona.

El incidente marcó el inicio de una relación borrascosa en la que las cartas siempre estuvieron trucadas, porque don Juan tuvo que jugarlas desde una posición de desventaja absoluta; en la partida fue inevitable que desilusionara a algunos y confundiera a otros, pero nunca perdió de vista su objetivo: la reconciliación de los españoles. Y, al final, en su sacrificio arrastró a sus peores y más peligrosos partidarios: así, dejó a España sin camarillas heredadas y sin partido monárquico, garantizando que su hijo pudiera llegar a ser, efectivamente, rey de todos los españoles.

Hoy, en su muerte, es justo recordar que le debemos parte importante de una solución de Estado que ha hecho posible la paz, la concordia y la tolerancia. España está justificadamente de luto.

02 Abril 1993

Uno de los más grandes españoles del siglo XX

Luis María Anson

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Don Juan, el que una mañana de la primavera de 1977 se cuadra ante su hijo, inclinó la cabeza altiva y dijo: “Majestad, por España, todo por España. ¡Viva España! ¡Viva al Rey!” Y abdicó así los derechos históricos a la Corona, que había custodiado, frente a la dictadura, durante treinta y seis años.

Don Juan, primer súbdito de Juan Carlos I, el joven Monarca que ha cumplido su destino histórico de devolver la soberanía nacional al pueblo español.

Don Juan, el que contempló con emoción la sagacidad política y la prudencia de su hijo, el Rey, convertido en estos años en el Jefe de Estado con mejor imagen internacional de nuestra Historia contemporánea.

Don Juan, el descendiente de los Reyes Católicos, el que mantuvo siempre la fidelidad al Santo Padre y a la Iglesia de Roma; el que sufría las calumnias oficiales que le acusaba de masón, mientras en Estoril algunos españoles le descubrían rezando a solas en la Iglesia de San Antonio o ayudando a misa con la sencillez del que había puesto la vida espiritual y la religión por encima de cualquier otra cosa.

Don Juan, el enamorado de la patria, el que estuvo siempre dispuesto a defender su unidad hasta la última gota de la sangre, el que lo entregó todo a España: la juventud, la tranquilidad, las horas de descanso, la salud, el silencio ante las calumnias y las persecuciones, el trabajo infatigable y tenaz, los sufrimientos intensísimos que sólo él conocía, la abdicación en el momento exacto, ni antes ni después, de los derechos que recibió de su padre.

Don Juan, el que veneró siempre la bandera como símbolo de la patria, tras jurarla ante el Rey, su padre.

Don Juan, el culto a la familia, el que tenía en todas las ocasiones delicadezas de enamorado para María de las Mercedes, la esposa ejemplar; el que celebraba con viva emoción los éxitos del hijo, el Rey Juan Carlos I, y de su compañera en el Trono y en la vida, la Reina Sofía; el que volcaba su corazón en Pilar y Margarita, las niñas que se alegraron los años de luchas y zozobras; el que rindió culto a la memoria del padre, Alfonso XIII; de la madre, Victoria Eugenia; el que compartió las risas de los nietos cuando revolotean, como pájaros felices, a su alrededor y luego, a solas, le lloraba todavía el alma por Alfonsito, el hijo muerto, sepultado junto al mar océano, entre los crisantemos y las violetas del cementerio de Cascaes, devuelto a El Escorial en una ceremonia desgarradora.

Don Juan, el que jamás pretendió el Trono, porque reinó en la sombra durante treinta y seis años, con la autoridad moral de un Rey constitucional; Don Juan, el que mantuvo digna y firme la idea de la Monarquía de todos frente a la dictadura y luchó por la libertad contra Franco sin hacer una concesión; Don Juan, el hombre sin rencor, el que padeció las más groseras persecuciones y, muerto el Generalísimo, no hizo una sola declaración que enturbiara su memoria.

Don Juan, el clarividente, el que afirmó la victoria aliada cuando casi nadie en España creía en ella; el que señaló en sus manifiestos los caminos hacia donde derivó España, a pesar de la dictadura, el que jamás perdió los nervios; el que trabajó tenazmente para que en España se organizara la moderación y sobre ella la democracia; el que suavizó aristas, predicó la concordia, alentó la conciliación, cicatrizó las heridas del exilio y la desolación.

Don Juan, el que encaró los briosos desafíos del tiempo nuevo; el que vio ensombrecerse a la política española; el que oyó después como sonaba la hora de los camaleones; el que se estremecía ante las ásperas sangres del terror; el que tuvo la dicha de contemplar, después de tantos años, la granazón de la nueva Monarquía.

Don Juan, el que no perdió nunca la gran virtud de la realeza: saber escuchar, y en su pequeño despacho de Villa Giralda oyó las voces todas de las condición humana: la abnegación, el patriotismo, la generosidad, la miseria, la traición, la hipocresía, la vanidad inmensa. Don Juan, el que tocó con las manos las grandezas y los harapos de la política; el que vivió acosado por las ambiciones de los mediocres, y por eso aprendió, como Quevedo, que ‘el pesebre es bueno para cabras, necesitamos gentes con apetito de barrigas y de honras”.

Don Juan, el que contó siempre con la fidelidad de muchos de los cerebrs más lúcidos de la política y la intelectualidad españolas.

Don Juan, que nunca perdía el sentido del humor y a veces lo manifestaba con agudeza, como al referirse a un viejo político: “No ha acertado nunca y sigue en plena forma”.

Don Juan, el respeto a la cultura, el que quiso escuchar la palabra de Pablo Casals, de Juan Ramón Jiménez, de Salvador de Madariaga, de Dámaso Alonso, de Vicente Aleixandre, de Pablo Picasso, de las más altas inteligencias nacionales; el que visitó en su casa a Ramón Menéndez Pidal y le dijo: “Vengo a rendir en su persona un homenaje a la cultura española”.

Don Juan, el que una tarde en México se quedó largo rato ante una frase grabada en los muros del Museo Antropológico: “Estos toltecas eran ciertamente sabios. Solían dialogar con su propio corazón”.

Don Juan, la pasión por el mar, tal vez porque España conquistó sus mayores destinos por los caminos del océano, cuando la Monarquía de SU Majestad Católica soló con las tres agujas de las carableas las costas del Viejo y el Nuevo Mundo.

Don Juan, el vuelo del águila, el que se situó en los últimos años de su vida por encima del bien y del mal, el que hablaba desde las páginas de la Historia, y tal vez desde eso se expresaba con serenidad absoluta; el que contempló en silencio, igual que su amigo José María Pemán, igual que su hombre de máxima confianza, Pedro Sainz Rodríguez, como empalidecía el esplendor en la yerba, como renacieron las antiguas risas, cómo apretaban los viejos dolores enterrados.

Don Juan, grande por su humanidad, grande por su capacidad de abnegación, de renuncia, de sufrimiento, grande por su dignidad, grande por su corazón, grande por su gesto solícito para el humilde, grande por su honradez, por su rectitud, por su hombría de bien, grande por su caballerosidad; grande por la humildad con que reconocía sus defectos y sus errores; grande por el sentido del deber que aprendió de su padre y transmitió a su hijo. Don Juan, el sagaz, el moderado, el paciente, el del inmenso sentido común, el patriota, el discreto, el de la callada prudencia, el que tenía sobre todas las cualidades esta que su mayor enemigo no le podrá negar: grandeza de espíritu.

Don Juan III, en fin, el que se ha muerto con una dignidad impresionante, el que un día de invierno y de tristeza, con el cáncer enroscado a la garganta, con la fiebre de cuarenta grados quemándole los ojos, azotada la piel por el destino, y el alma, sangre de Reyes, dolorosa imagen que la soledad altiva, quiso cumplir la misión que había jurado en 1941, se fue a la Roma de los Papas y los Emperadores, tomó el cadáver intacto de su padre, lo llevó en un barco de guerra hasta Cartagena y, después, abrazado a la bandera roja y gualda, lo depositó bajo las piedras heladas de El Escorial, en el lugar que le correspondía, allí donde entre mármoles y bronces viejos aguardaban a Alfonso XIII sus antepasados para que pudieran explicarles, con la voz oscura del granito, la lección amarguísima del destierro y la injusticia a los Reyes que escribieron la Historia de España.

Luis María Anson

02 Abril 1993

Una actitud pionera

Raúl Morodo

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La desaparición del conde de Barcelona constituye, sin duda, una pérdida grande para todos los españoles de buena voluntad que, desde campos diversos, han creído en la reconciliación nacional. Ha sido ejemplo, en efecto, durante décadas, de firmeza en su lucha por este principio de pacificación, y también ejemplo de, generosidad, tolerancia, lucidez y buen sentido.Con don Juan de Borbón desaparece un referente fundamental de una de las épocas más dramáticas y conflictivas de nuestra historia contemporánea: revoluciones y guerras, dictaduras y exilios. La historia de la dictadura y la historia de la oposición (democrática o monárquica, del interior o del exterior) no son, en gran medida, explicables sin contar con sus posicionamientos.

Desde la marginalidad monárquica convencional, por azares políticos, a partir de los años sesenta, conocí a don Juan de Borbón, en Portugal, por indicación del profesor Tierno Galván. Lisboa, con Marlo Soares, y Estoril, con don Juan -República en clandestinidad, Monarquía en exilio-, se entrelazaban, para nuestro grupo político, durante mucho tiempo. Es decir, unir esfuerzos ibéricos contra las comunes dictaduras y avanzar hacia un proceso unitario democrático con el fin de obtener una salida razonable. Salida, y eventual solución, que concretase forma hereditaria-monárquica concontenido republicano-democrático.

Varios enfoques pueden elegirse para analizar el papel desempeñado por don Juan en las distintas configuraciones con que la Monarquía fue contemplada (Monarquía tradicional, Monarquía totalitaria, Monarquía democrática). Enfoques que tienen que enlazarse con los distintos factores internos y, sobre todo, internacionales (guerra civil, guerra mundial, guerra fría). La actitud de don Juan de Borbón será clave en todos estos momentos.

El monarquismo, histórico y tradicional, habiéndose alejado del liberalismo en 1931, entendía la restauración como la solución política derivada de sus principios doctrinales y con la legitimidad añadida por ser coadyuvantes de la victoria bélica. El general Franco, equivocadamente, era visto sólo como una interinidad, que exigía en cuanto tal una solución institucional: la Monarquía hereditaria y tradicional, en sus distintas acepciones y titularidades. La posición de don Juan, ante esta realidad, era delicada. Sus apoyos, políticos y sociales, provienen casi en su totalidad de estos sectores que no desean una ruptura total con el franquismo (como sistema), pero sí con Franco, en la medida en que no restaura. Don Juan, en el exilio, es consciente de estos apoyos, pero también de la necesidad de ir asentando un principio básico para la convivencia pacífica: lareconciliación nacional. Es decir, superar la guerra civil y esquemas de vencedores y vencidos. Consecuentemente, don Juan tendrá que moverse entre la frontalidad opositora y la prudencia calculada y gradual: afirmar principios democráticos, reconducir los sectores monárquicos hacia planteamientos de convergencia con otros grupos, apoyar los iniciales movimientos de monárquicos liberales.

Los documentos de Lausana (declaraciones y manifiesto, de 1942 y 1945) marcan el gran punto de partida democrático. Paz, reconciliación y neutralidad se complementarán con el anuncio de unas bases claramente constituyentes, en una parecida dirección que las republicanas: libertades públicas, amnistía, parlamentarismo, hecho regional, democratización económica, en fin, nueva Constitución. Lausana, en este sentido, representará la oposición hacia los intentos de Monarquía totalitaria-tradicional, pero, al mismo tiempo, tendrá una consecuencia, que será invariable: Lausana significa el veto político, radical y fijo, en Franco-Carrero a una restauración juanista.

Los monárquicos históricos optarán, así, por vías distintas: reintegrándose, con reservas críticas, en el nuevo modelo, para flexibilizarlo desde dentro, o deslizándose hacia posiciones netamente democráticas. La guerra fría y la legalización internacional del franquismo obligarán a don Juan a una prudencia que no excluye firmeza en los principios, pero sí cierta y necesaria ambigüedad en la práctica. Por su parte, el régimen estructurará una Monarquía totalitaria -expresión utilizada por el propio Franco- y aplazando sine die la instauración (no restauración): Franco como «hacedor de reyes», en la fórmula medieval de Pemartín.

En este proceso, difícil y confuso, don Juan, por estímulo y reacción, facilitará avances importantes: apoyando la dinamización creciente de personas y sectores monárquico-liberales, de modo especial Unión Española, coordinado por Joaquín Satrústegui, como vínculo moral y aglutinante político, y, por otra parte, se va a ir produciendo lentamente la aceptación -con reservas- por la oposición democrática de una salida monárquica constitucional. A la anticipación, firmeza y prudencia habría que añadir, en este sentido, en el haber de don Juan, en la etapa final de este proceso, la generosidad de sobreponer, por encima de intereses personales, los intereses nacionales. El diseño de la transición, en cuanto transacción y ruptura pactada, implicaba concesiones y sacrificios, y don Juan supo noblemente asumirlos. Un embajador, zaino y cínico, dijo, en cierta ocasión, de don Juan: «Es peor que Fernando VIV’. Lo contrario, por su lealtad, patriotismo y responsabilidad, fue lo justo: el anti-Fernando.

La Monarquía parlamentaria y hereditaria que hoy plasma nuestra Constitución, aprobada por los españoles como legitimación última, ha sido una restauración democrática, en don Juan Carlos, con múltiples esfuerzos y transacciones. Transición y consolidación (don Juan Carlos, Adolfo Suárez, Felipe González, con el apoyo de otras personas y grupos) perfeccionaron y culminaron este proceso. Y en todo este camino, la actitud pionera de don Juan, padre del Rey y rey-padre, quedará como símbolo de dignidad personal, de reconciliador de los españoles, y, siempre, como hombre de mar y hombre bueno, amante de la libertad.

Raúl Morodo

03 Abril 1997

La razón de una vida

Guillermo Luca de Tena

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El enterramiento en el panteón de los Reyes de Don Juan de Borbón hace innecesarias muchas reflexiones sobre su persona. Durante treinta años serví al Conde de Barcelona, primero como español común, luego como editor de ABC. En las últimas tres décadas de mi relación con él, me honró con su confianza, como muchos años antes, desde 1935, lo hiciera con mi padre, Juan Ignacio Luca de Tena. La devoción de ABC hacia la Corona de España – y así lo afirmé hace unos meses en las palabras que pronuncié en la última visita de Don Juan a esta Casa – es una segunda naturaleza y es un orgullo nuestro que no haya ningún español que no asocie nuestra cabecera con la institución monárquica en una defensa que mantuvimos y proclamamos, frente a tantos avatares, en todo momento y circunstancia, seguros y gozosos siempre de una lealtad que, al ser probada en el sacrificio y en el riesgo, daba la verdadera medida de su autenticidad.

En la emoción de estos tristes momentos, renunció hoy a trazar un perfil de Don Juan de Borbón, en medio del alud encomiástico que los españoles acostumbramos a volcar sobre aquellos que maltratamos en vida. Pero siendo el deber de hacer dos consideraciones.

En primer término: no me parece posible que la Monarquía hubiera regresado a España sin el esfuerzo personal de Don Juan. La Historia dirá la última palabra. Yo ofrezco mi testimonio, en la serena y melancólica jornada de hoy, por lo que pueda aportar al trabajo de los historiadores.

Sin el más mínimo poder político, armado sólo de la legitimidad histórica y de una nítida claridad de ideas, Don Juan de Borbón articuló en torno así, desde los primeros cuarenta años, una original maquinaria destinada a influir en la medida posible el régimen del general Franco, creo que esta fue una aportación en gran parte suya. Don Juan era un hombre inteligente, de fino olfato, de buen instinto, con un sentido claro de las prioridades, pero además, y sobre todo, tenía dos característica excepcionales: el patriotismo y el sentido del deber. Dos términos que en nuestro tiempo casi hay que aludir pidiendo permiso a los lectores. Ya desde la forzada emigración en Suiza, en 1942-46, Don Juan comenzó a influir – y como luego se vio, a forzar – ciertos acontecimientos decisivos. Los colaboradores del Conde de Barcelona tuvieron peso indudablemente en aquel equipo de trabajo, pero yo me atrevo a afirmar que fue el propio Jefe de la dinastía quien, con su fuerte personalidad, diseñó y dirigió aquella tarea, al o largo de casi cuatro décadas con la ayuda de una Secretaría ejecutiva, un Consejo privado y un Organismo de información. Existía además una Casa que se ocupaba de la intendencia y del servicio a la Familia Real. La relación con Jefes de Estado y de Gobierno, con Casas reinantes y ciertas personalidades era dominio reservado del Conde de Barcelona. Este aspecto llegó a incluir conversaciones y contactos con De Gaulle, Kennedy, Adenauer, Jean Monnet. Don Juan marcaba también la línea de pensamiento y hasta la redacción de sus manifiestos y declaraciones: decidía la estrategia de su difícil desigualdad y a veces tensa relación con Franco. Y marcaba personalmente los matices tácticos en algunos momentos de duda.

Creo que este proceso de diálogo y ruptura entre una figura carente del más mínimo poder material y un Estado autoritario de poder absolutamente centralizado es un caso de interés histórico notable. No trato de hacer un elogio, sino de recordar una cuestión de hecho. Don Juan sólo contaba con tres bazas: su legitimidad institucional, que algunos hubieran legitimidad institucional, que algunos hubieran querido ignorar, como un gesto del pasado; su inteligencia política; y su conducta personal. Y esas tres cartas supo jugarlas con tenacidad, con continuidad, sin disminuir la presión en ningún momento.

¿De qué se trataba? De poner el régimen de Franco ante un debate sistemático, ante un permanente contraste exterior de un régimen personal que no tenía futuro y que por ello constituía un peligro. Franco respondía creando un sistema propio de instituciones. Don Juan propugnaba elecciones libres, Cortes por sufragio universal, libertad de información, Franco recurría al sufragio restringido (y, por lo tanto, mediatizado), Cortes orgánicas y Ley de Prensa.

El Conde de Barcelona repetía en sus manifiestos el peligro de una España aislada, de un poder personal sin sucesión. Franco promulgaba una ley de sucesión y anunciaba a los españoles que España se convertía en un reino. Don Juan proponía la legalización de los partidos entonces clandestinos. El régimen creaba asociaciones y reconocía el ‘contraste de pareceres’. Era el diálogo del puro y duro poder material frente al incómodo poder de los argumentos, las ideas y la información.

Sería absurdo afirmar que la respuesta política la franquismo estuviera exclusivamente centrada en Estoril. Pero es cierto que la oposición de la izquierda, comunista (continuada y firme), social (a veces inexistente) y de origen catalán o vasco representaban para Franco la España vencida en la guerra civil, contra la cual se sentía plenamente legitimado. No así frente al a resistencia y la denuncia que procedía del hijo del último Rey. No así frente a los hombres de la derecha liberal, de la democracia cristiana, de Acción Española, de los intelectuales orteguianos que al principio constituyeron el núcleo del proyecto de Estoril.

Por otra parte, en medio de la confrontación política se interfería una cuestión familiar y nacional a un tiempo: la relación del Jefe de la dinastía y heredero. El entorno del franquismo jugó esa baza divisoria, en ocasiones con mezquindad. Lo que vi y escuché durante veinte años (1958-77) me llevan a la convicción de que Don Juan, aún decidido a mantener la norma de la continuidad dinástica tuvo siempre un entendimiento profundo con el actual Rey. Nunca hubo ruptura entre padre o hijo, y ello fue decisivo para que la Monarquía volviera a presidir los destinos de la nación.

Llegado a este punto, entro en lo que es a mi juicio la cuestión central: toda esa compleja operación pudo llevarse a cabo porque tenía un ‘contenido ideológico’ en la cabeza del Conde de Barcelona. Frente al artificio del Conde de Barcelona. Frente al artificio institucional diseñado por el régimen (una arquitectura que, desaparecido su fundador, tardó cinco meses en venirse a tierra), Don Juan apostó por una España europea, democrática, plural, civilizada, en que la Monarquía ejerciera un papel moderador, lejos de los extremismos. Una España que respondiera al modelo de una sociedad abierta, vigilante de sus enemigos. Un modelo europeo, vinculado a la Comunidad de Bruselas que implicaba la superación del clima de guerra civil que dividió largamente a los españoles

Don Juan apostó por la legalización de los partidos políticos, por una cierta autonomía de las regiones (no le gustaba el actual diseño autonómico), por la libertad sindical y los derechos de asociación, reunión y expresión. Defender en 1950 o 1960 la legalización de todos los partidos era casi una extravagancia.

Creo que el pensamiento de Don Juan se resume bien en un breve documento hecho público el día en que Franco designaba sucesor a Don Juan Carlos (19-julio-1969). Franco tiraba así, en cierto modo, la toalla, pero se la hacía tirar en el orden familiar a Don Juan. Sin embargo, era el mensaje lo que importaba. Y sé que fue el propio Don Juan quien redactó el breve texto que reproduzco aquí. Después de un primer párrafo, se decía;

“Durante los últimos treinta años me he dirigido frecuentemente a los españoles para exponerles lo que yo considero esencial en la futura Monarquía: Que el Rey lo sea de todos los españoles, presidiendo un Estado de derecho; que la Institución funcione como instrumento de la política nacional al servicio del pueblo, y que la Corona se erija en poder arbitral por encima y al margen de los grupos o sectores que componen el país. Y junto a ello, la representación auténtica popular; la voluntad nacional presente en todos los órganos de la vida pública; la sociedad manifestándose libremente en los cauces establecidos de opinión; la garantía integral de las libertades colectivas e individuales, alcanzando con ello el nivel político de la Europa occidental, del a que España forma parte.

Eso quise y deseo para mi pueblo y tal es objetivo esencial de la Institución monárquica. Nunca pretendí, no ahora tampoco, dividir a los españoles. Sigo creyendo necesaria la pacífica evolución del sistema vigente hacia estos rumbos de apertura y convivencia democrática, única garantía de un futuro estable para nuestra Patria, a la que seguiré sirviendo como un español más”.

He procurado escribir estas reflexiones al margen de lo que siento hoy, al presenciar como Don Juan de Borbón entra en la Historia, en el terrible cortejo de nuestros avances y nuestras derrotas. Como tantos otros, no puedo evitar un movimiento de emoción al imaginar, en la misteriosa orilla, a este español que se va después de haber sabido dar, como proponía Séneca, una razón a su vida. Allí le acogerán sus abuelos el emperador, y el Rey que levantó el Monasterior que lo recibe. Dejó aquí mi testimonio, como último servicio a quien fue mi Rey. Y antes que eso: por fidelidad a los hechos, por respeto a la verdad.

Guillermo Luca de Tena

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Don Juan abrigaba la idea cerebral de que había heredado un derecho a regir España. De ahí que su trayectoria política fuera muy zigzagueante.

Cuando los únicos monárquicos activos en la política española eran los de Acción Española, don Juan de adhirió a su ideario tradicionalista. Cuando el alzamiento cívico-militar de 1936 abrió una posibilidad de restauración, el conde de Barcelona se presentó como combatiente voluntario. Cuando, en 1945, Alemania, que había ayudado a los nacionales, perdió la guerra y Stalin, que no había olvidado su derrota ibérica de 1939, exigió la liquidación del nuevo Estado español, don Juan se declaró demoliberal, acusó a Franco de implicado con los vencidos, y le requirió a retirarse. Cuando en 1953 la firma del Concordato y de los acuerdos con los Estados Unidos consolidaron el régimen y confirmaron que la pretensión staliniana había fracasado, don Juan inició una aproximación a Madrid enviando a su hijo, poco después aceptando expresamente los Principios y Leyes fundamentales del Movimiento, más tarde elogiando y ofreciendo a Franco el Toisón y, finalmente, suscribiendo el programa de la Comunión Tradicionalista y vistiendo la boina roja, multitudinario acto al que asistí. Pero cuando don Juan Carlos fue designado sucesor a título de rey, su padre se enfrentó a él, le retiró la placa de príncipe de Asturias y reanudó las negociaciones que en la posguerra mundial había mantenido con los partidos del exilio. A la muerte de Franco, don Juan, asesorado por republicanos, reivindicó sus derechos y no alzó bandera de rebeldía frente a su primogénito porque se lo impidió un mensaje de las Fuerzas Armadas españolas. Cuando la instauración de don Juan Carlos era ya un hecho cosnumado, don Juan, tardiamente, realizó en un acto restringido y frío un ofrecimiento a la patria de unos indefinidos derechos históricos y se retiró definitivamente de la política. Tales vaivenes entre posiciones contradictorias manifiestan no ya incoherencia sino ausencia de un ideario.