24 enero 1965

Fue primer ministro en dos ocasiones 1940-1945 y 1951-1955 y un símbolo por su resistencia a los nazis durante la segunda guerra mundial

Muere el ex primer ministro británico y estadista Winston Churchill

Hechos

El 24.01.1965 falleció Winston Leonard Spencer Churchill

Lecturas

A los 90 años, una crisis cardiaca ha terminado con la vida del estadista británico sir Winston Churchill, una de las personalidades que más ha contribuido a perfilar los caracteres políticos, sociales y militares del siglo XX.

Cadete en Sandhurst, teniente de caballería en la India, y durante la guerra de los Bóers en África, Churchill comenzó su carrera política en 1900 y cuatro años más tarde ocupó un cargo clave subsecretario de estado para las Colonias.

Sus posiciones intransigentes le apartaron del Gobierno durante la Primera Guerra Mundial, pero en 1918 fue ministro de Guerra.

No se cansó de alertar a los británicos sobre el rearme alemán, y era primer lord del Almirantazgo cuando estalló el conflicto.

Como primer ministro (mayo 1940) se convirtió en el alma de la resistencia británica contra Hitler y el organizador de la victoria.

En 1946 fue también el primer líder político en denunciar la existencia de una ‘Guerra fría’ contra la Unión Soviética.

26 Enero 1965

El hombre, el político, el luchador

Ramón Serrano Suñer

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Después de batallar con ella durante nueve días, el viejo luchador ha sucumbido. Churchill luchó y resistió siempre. Durante la última guerra mundial lo hizo con asombrosa tenacidad en momentos y circunstancias en los que la resistencia parecía una empresa imposible. Tras de la gran derrota continental de los Ejército aliados, ocupadas Francia, Holanda, Bélgica y Noruega, no parecía posible que Inglaterra, sola, pudiera continuar la guerra. Así lo entendía el Gobierno inglés en julio de 1940, cuando no creía poder llegar hasta septiembre. Chamberlain dimitía su cargo de primer ministro y la duda para su sucesión entre Halifax y Churchill se resolvía a favor de éste. Su actuación en aquellos años conduciendo al país en la mayor dificultad de su historia fue un prodigio de serenidad, de ingenio y de valor y tengo por muy cierto que nadie, ni militar, ni civil, ni Roosevelt, ni Stalin y mucho menos De Gaulle (limitado entonces a la estrategia verbal) desempeñó en el campo aliado un papel tan decisivo como el suyo en la victoria. Fue en la contienda el gran animador y el gran luchador: lo mismo cuando tuvo la compañía de los Estados Unidos y de Rusia que cuando estaba solo durante un año largo mientras la Unión Soviética le hostilizaba y cubría la espalda de su adversario y la opinión pública norteamericana quería absolutamente permanecer alejada de la guerra de Europa. Por ello, es justo proclamarle también como el gran vencedor.

En el orden de las previsiones, estuvo asimismo acertado, pues vio con lucidez el peligro soviético y quiso atajarlo a tiempo. Así, cuando en agosto de 1942 – el mes dramático para la URSS – los alemanes estaban en el Cáucaso, llamaban a las puertas de Stalingrado, y en tan grave situación, el déspota ruso injuriaba a sus aliados y les pedía la apertura inmediata de un segundo frente, Churchill, sin cautelas, con sus energías y su dinamismo de siempre, volaba a Moscú para aplacar sus iras. Pero, a la vez y con mejor visión que Roosevelt (y con un sentimiento europeo que aquel no tenía) pretendió que el establecimiento de este segundo frente y la invasión de la Europa que Alemania dominaba, tuviera lugar a través de los Balcanes, para que de esta manera los Ejércitos occidentales pudieran constituir – además – una barrera que se opusiera a las conquistas rusas en el Este y en el Centro de Europa. En tan prudente proyecto, Churchill no fue apoyado por Roosevelt, que, con esta alegría, entregó por el momento a Stalin la llave del destino de nuestro viejo mundo, y fue así como el imperialismo soviético hincó sobre el continente su primer gran tentáculo. Más tarde, terminada la guerra, aterrado ante las gravísimas consecuencias de aquella política de sus aliados (de la que en fin de cuentas había sido solidario), el viejo leader, con el calor de su inmensa humanidad, preconizó patéticamente la necesidad de constituir con urgencia los Estados Unidos de Europa, propuesta en cuyo fondo se percibe el noble latido del arrepentimiento.

Cabe hacerle dos reproches en cuando a hombre apasionado: su insistencia en exigir de Alemania la rendición sin condiciones y su decisión de aniquilar al adversario – ya virtualmente vencido – con cruentas operaciones de castigo y desmantelamiento de su retaguardia, sin tener en cuenta que un Estado alemán fuerte era, y seguiría siendo siempre una necesidad para la defensa de Occidente y de la libertad, de la que él quiso hacerse símbolo.

Con España, durante la guerra mundial, Churchill, no fue agradable ni cómodo; posiblemente, por la mala influencia (al menos para nosotros) de lord Avon a la sazón mister Eden que, al parecer nos detestaba. En momentos especialmente críticos de nuestras relaciones con la Gran Bretaña – siempre difíciles entonces – en más de una ocasión tuve que encargar a la lealtad y eficacia de nuestro embajador, el duque de Alba, que tratara de neutralizarla, acudiendo a la mejor comprensión y serenidad de Butler, mucho más razonable y accesible.

Desconfiado y receloso con el Gobierno español, no comprendió las poderosas razones que justificaron una política germanófila, que servía con honradez, aunque en vano trataran de deshonrarla oportunismos inmortales de gentes para quienes el honor es sólo una palabra. (Intento vano, a la larga, ese de querer mover o desfigurar la verdad, pronto restaurada por la fuerza de los hechos y la publicación de documentos de los oponentes de uno y otro lado y por otros que poseo.). En esa desconfianza asentó su idea de que un día Hitler ocuparía sin resistencia España y Portugal y le desterminó, en el año 1941 a preparar muy secretamente un plan para apoderarse de las Islas Canarias, con el objetivo de proteger la ruta de sus convoyes del Atlántico. (Este nuestro archipiélago canario, para cuya ocupación parcial y temporal pidió conformidad Ribbentrop, en Berlín – en otoño de 1940 – en un diálogo que cortó mi decisión de volverme a España si trataba de insistir en el tema, como anuncié por carta a Madrid). Pero todo esto ya es historia, como lo es el mismo Churchill, de quien amigos y adversarios políticos tenemos – en justicia – que proclamar su grandeza. Winston Churchill ha sido – de verdad – un gran hombre y, en cierto modo, en cierto sentido, puede decirse que ha sido el último gran hombre al estilo del siglo XIX, si entendemos por tal al tipo de protagonista histórico que, por sus dotes de intuición, sugestión y fuerza de carácter, es capaz de dominar los acontecimientos y de suplir los recursos de la técnica.

Una inmersa popularidad acumuló sobre él todos los honores de este mundo que como hombre de verdad importante – situado por encima de vanalidades y lisonjas – recibía con gratitud, pero también con ciertas reservas críticas y en algún caso con ironía. En contraste con la aridez de los personajes mediocres, tenía el atractivo de las personalidades fuertes y auténticas y su grandeza nunca se nos presenta tan alta como en aquel día 8 de mayo de 1945, cuando, al comunicar al Parlamento que la guerra con Alemania había terminado, en lugar de atribuirse en exclusiva o en su mayor parte el mérito de la victoria, da a todos las gracias, ‘porque todos – hombres y mujeres – cumplieron con su deber, habían salvado a Inglaterra.

¡Dios permita que en medio de un mundo tantas veces entregado al juego envilecido de pequeñas habilidades, ventajas, hipocresías y mentiras, se conserva aún el gusto por estas conductas ejemplares.

Este fue el hombre, el político, este el luchador. En vida nunca capituló. Sólo se ha rendido ante la muerte.

26 Enero 1965

Siempre llegaba tarde

José Luis Gómez Tello

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Churchill, que siendo subteniente hizo esperar al príncipe de Gales, ha llegado con retraso a la muerte. Había concluido su existencia, realmente, el día que dejó de ser jefe de Gobierno para traspasar la pesada carga de todas las desgracias nacionales a su delfín, míster Edén. Paradójicamente, rompiendo la tradición británica, siempre llegaba con retraso, incluso a Dowling Street, cuyos umbrales sólo puedo atravesar a los sesenta y seis años. No fue ésta, ni mucho menos, su única contradicción. El estadista más decisivo en la reciente historia inglesa, aparte de biznieto de Malborough, era descendiente de un norteamericano típico, creado de la nada. Su abuelo Leonard Jerome, con una avenida dedicada en el Bronx neoyorquino y un parque en Long Island, ejerció veinte oficios antes de enriquecerse fundando la mayoría de los hipódromos de los Estados Unidos. “No me interesa la política”, dijo un día Churchill. “La carrera política es poca cosa comparada con la gloria militar”. Y, en efecto, desde principios de siglo practicó la política – si se quiere, con un sentido estratégico – encarnando la familiar dedicación que de ella hizo Disraeli: “Un profesor o un político inventará sistemas y principios. Los verdaderos hombres de Estado son Inspirados por el instinto del poder y el amor de su país”. Sea el juicio que cada uno se forme sobre el Churchill muerto, este instinto del poder y el amor egoísta a la patria inglesa fueron los dos rieles por los que el Churchill vivo e imperial marchó a todo vapor, con un cerebro al que Baldwyn adjudicaba cien caballos de fuerza.

Esta fuerza la adivinaron pronto los políticos y los partidos por los que pasó. Liberal cuando los whigs se encontraban en la plenitud, después de haber saltado a la política gracias al trampolín de los conservadores, y conservador después de que la ruptura entre Asquith y Lloyd George señalara el ocaso de los liberales, Winston Churchill no cabía en ningún esquema. “A los treinta años, la Cámara de los Comunes, y a los cuarenta, Inglaterra, no serían bastante grandes para él…”, dijo del joven periodista, que con seudónimo G. W. Stevens firmaba incisivos artículos de política internacional en el ‘Daily Mail’, uno de los jefes conservadores. A los treinta años, en efecto, era subsecretario de Comercio; a los treinta y cinco, ministro de Municiones y de la Guerra. Sin embargo, sería precisa una segunda guerra mundial para hacer de él no sólo jefe de Gobierno, sino para ofrecer a su fantasía a escala mundial todo el mapa de grandes planes: el binomio anglofrancés, apresuradamente ofrecido a la Francia en derrota; la Comunidad angloamericana, en los días del discurso de Fulton; la alianza en Yalta, sobre el hundimiento de Europa.

He aquí otra de las contradicciones. El hombre de la alianza “hasta con el diablo” era el mismo que había roto con Lloyd George, a cuya ayuda debió los comienzos de su carrera e incluso que se olvidara su fracaso en la campaña de los Dardaneros, porque Lloyd George no quiso la intervención contra la revolución soviética en sus comienzos. Y, porque Chamberlain no aceptaba su ‘Delenda es Germania’ en los días de Munich, rompió también con él. En la lista de errores colosales que hubo en la política churchilliana, éste significó uno de los mayores. En realidad, se aferraba a la vieja y tradicional costumbre inglesa contra el poderío continental: el mismo contra Felipe II que contra Luis XIV, contra Napoleón que contra Guillermo II. Sólo que en 1939 Stalin llegaba con retraso otra vez. Porque no advirtió que si el Apocalipsis de la conflagración le elevaría a él como un superman sobre la trágica contabilidad de cadáveres y destrucciones, la victoria británica no representa el aniquilamiento de la gran potencia continental e industrial alemana, sino el debilitamiento del Imperio inglés y la entrada de la URSS en el gran tablero mundial. Entre Yalta, Teherán y Potsdam, Churchill vio ir naciendo las consecuencias de su error, pero ya era demasiado tarde para retroceder: “We killed the wrong Pig”, diría alguna vez en un momento de sinceridad que preludiaba el discurso de Fulton.

¿Cómo no recordar ahora que cometió el mismo error en su apreciación de la realidad española? El teniente del 4º de Húsares que, recién salido de Sandhurst, se alista voluntario para combatir al lado de los españoles en Cuba, y que en 1936 decía: “Si yo fuera español, estaría al lado de Franco”, fue injusto con nuestro país durante la guerra mundial. No supo o no quiso ser generoso en el cumplimiento de sus promesas en Gibraltar. No quiso o no supo reconocer las razones que España tenía para una neutralidad no agradecida, a pesar de la carta de Francisco Franco el 8 de octubre de 1944: “Porque no creemos en la buena fe de la Rusia soviética y conocemos el poder insidioso del bolchevismo, tenemos que considerar que la destrucción o debilitamiento de sus vecinos acrecentara grandemente su ambición y su poder, haciendo más necesaria que nunca la inteligencia y comprensión del Occidente de Europa”. A esta advertencia del Jefe del Estado español, que constará en la historia imparcial, respondió Churchill: “Le inducirá a V. E. a serio error si no desvaneciera de su ánimo la idea equivocad de que el Gobierno de S. M. está dispuesto a considerar ninguna agrupación de potencias en la Europa occidental o en cualquier otro punto basada en la hostilidad hacia nuestros aliados rusos o en la supuesta necesidad de defensa contra ellos”. Y los tanques rusos galopaban ya hacía el Rhin y se perfilaba la esclavitud de media Europa, y la caída de China, y se abría el prólogo de agresiones en Corea, en Indochina, en Grecia, la infiltración en África. Y el propio Churchill tendría que comenzar muy pronto a escribir su famosa definición: “De Stettin, en el Bálstico a Triestre, en el Adriático, un ‘telón de acero’ ha descendido sobre el Continente…” ¿Pensaría Churchill en la profecía de Franco, unos años atrás, cuando pronunció en Fulton su discurso sobre la amenaza de agresión soviética y sobre la necesidad de una alianza militar?

La sorprendente derrota electoral en 1945 no significó sólo la ingratitud hacia el hombre que había dado a su país la victoria, amasada con ‘sangre, sudor y lágrimas’, sino al instinto que advertía a Inglaterra que en aquella guerra tan ardientemente deseada por Churchill se perdían los florones del Imperio y se recortaba en el horizonte un sombrío enigma ruso, Yalta era la derrota. El discurso de Fulton, la recuperación del Gobierno, por última vez y a los setenta y siete años…

El hombre de Yalta o el hombre de Fulton. ¿Qué juicio formará la historia imparcial de mañana? Un hombre que ha vivido la epopeya de la era victoriana, servido a cuatro soberanos que suscitó alternativamente desconfianza y admiración, insoportable colaborador para Baldwin y Chamberlain, lancero en Ondurman, corresponsal de guerra en Cuba, encierra demasiadas cosas en su existencia para que pueda sintetizarse en un solo color. Pero aquella trágica sesión en que, con un lápiz en la mano entre él y Stalin, recortaron Europa, como un cuerpo despedazado, en zonas de influencia no es fácil de olvidar.

Había recibido en vida el más alto honor concedido a un estadista inglés: su puesto en la abadía de Westminter para ser enterrado junto a todos los que crearon Inglaterra.

Será allí donde aguarde el juicio de la historia, probablemente tan contradictorio como la vida que él mismo se forjó y como los retratos que de él hicieron adversarios y enemigos. Como el retrato de salvador del mundo que se transparenta en sus voluminosas obras o como el mucho menos complaciente de las memorias de Alanbrooke, donde quizá ven otros que Inglaterra ganó en los campos de batalla, a pesar de Churchill y contra Churchill. De Gaulle le dijo un día a Macmillan: “No lloréis, mylord”. Hoy llora Inglaterra.

J. L. Gómez Tello