15 septiembre 1980
El político democristiano - que apoyó a Franco durante la Guerra Civil para acabar oponiéndose a él aliándose a Don Juan de Borbón y el PSOE de Llopis
Muere el veterano político José María Gil Robles Quiñones, líder de la derecha durante la II República, opositor al franquismo y uno de los mayores derrotados en las elecciones de 1977

Hechos
El 15.09.1980 falleció D. José María Gil Robles Quiñones.
Lecturas
Desde la derrota electoral de la Federación Democracia Cristiana – Equipo Demócrata Cristiano en 1977, (que se disolvió el 25 de septiembre de 1977) y el fin político, por tanto, de la Federación Popular Democrática, el Sr. Gil Robles Quiñones quedó al margen de la política como mero opinador desde la prensa.
D. José María Gil Robles Quiñones trató de liderar a la derecha durante la II República con una alternativa a D. Manuel Azaña, D. Indalecio Prieto y los líderes de las izquierdas republicanas.
Durante la Guerra Civil apoyó al bando del General Franco.
Acabada la guerra se fue separando de la dictadura para acabar militando en la oposición a ella del lado de Don Juan de Borbón.
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SU ÚLTIMA INTERVENCIÓN EN TVE FUE PARA PROTESTAR POR LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA.


16 Septiembre 1980
José María Gil-Robles
El fallecimiento de José María Gil-Robles, a los 82 años de edad, dejará quizá indiferentes a las jóvenes generaciones, pero suscitará un incontenible flujo de recuerdos y emociones en los españoles que participaron en la vida pública española durante la década de los treinta o pertenecieron a los grupos minoritarios que trataron de buscar una alternativa democrática y moderada al régimen de Franco tras la derrota del Eje.Durante el período republicano, la figura del que fue líder de la CEDA, una alianza de partidos de la derecha conservadora, desempeñó uno de los papeles protagonistas en el escenario político español. Diputado a las Cortes Constituyentes de 1931, el triunfo electoral de la CEDA y del radicalismo lerrouxista puso en manos de Gil-Robles el poder, pero no la jefatura del Gobierno. El temor de la izquierda a que el líder de Acción Popular fuera la versión española del canciller Dollfuss, el político católico que arrasó con las instituciones democráticas en Austria, lesionó tan gravemente su imagen democrática que el anuncio de la entrada en el Gobierno de hombres de la CEDA fue replicado por el movimiento insurreccional de octubre de 1934. Ministro de la Guerra en mayo de 1935, con el general Franco de jefe del Estado Mayor, la victoria del Frente Popular en febrero de 1936, el acceso al Gobierno de los republicanos, apoyados parlamentariamente por los socialistas, dejó sin espacio político a Gil-Robles. La insurrección militar del 18 de julio, pese al apoyo civil, previo o posterior, de los antiguos dirigentes y cuadros de la CEDA, condenó a Gil-Robles al exilio. El proyecto de Franco de convertirse en el caudillo de un Estado de corte fascista era incompatible con la presencia en España de un político como Gil-Robles, que ya había merecido el apelativo de jefe. El título de un libro de memorias de José María Gil-Robles -No fue posible la paz- resume a la perfección el balance que el líder democristiano realizó por su cuenta, de sus responsabilidades personales y políticas respecto al proceso de deterioro de las instituciones democráticas republicanas y la insurrección militar que desencadenó la guerra civil. Sea cual sea el juicio definitivo de los historiadores sobre este punto, es indudable que José María Gil-Robles luchó en vano, desde su exilio portugués, por conseguir la restauración de la Monarquía en la persona de don Juan de Borbón y por ofrecer una alternativa moderada al régimen franquista.
La vocación política del veterano líder, que reunía esas cualidades de perseverancia, equilibrio y temple que distinguen a la raza de los hombres de Estado, se sobrepuso al doble fracaso de su expulsión de España por el franquismo y de su incapacidad para forzar dicha alternativa antes de que el régimen se consolidara internacional y nacionalmente. Regresó a su patria, reabrió su bufete de abogado e instaló su legendaria figura en el panorama de la oposición. Su tajante negativa a colaborar con el sistema y su disposición para reanudar el combate político forman el monumento a su recuerdo durante estos años. Zaherido e insultado con ocasión del llamado contubernio de Munich, conoció de nuevo el exilio, para regresar, otra vez, a un país que era el suyo y en cuyo destino político se consideraba con pleno derecho a participar.
El fallecimiento de Franco sobrevino cuando José María Gil-Robles era ya un hombre demasiado próximo a la ancianidad para que los más jóvenes se movilizaran ante sus llamamientos y para que los centros de poder apostaran por su futuro. Los líderes de la democracia cristiana incrustrada en el franquismo -desde Martín Artajo o Silva Muñoz hasta Landelino Lavilla, Alfonso Osorio o Marcelino Oreja- se aprestaban a lanzarse a la arena en compañía de Adolfo Suárez o Fraga, y limitaban hasta el minifundio electoral el área de implantación social de cualquier otra alternativa democristiana.
En 1977, el patético naufragio ante las urnas de Gil-Robles -ni siquiera consiguió su escaño- demostró no sólo que su hora como líder nacional había pasado, sino también que la democracia cristiana colaboracionista con el franquismo, y ahora integrada en UCD, era la propietaria de la marca. Tras aquellas elecciones, José María Gil-Robles trató de influir en cada coyuntura política mediante sus colaboraciones periodísticas, escritas más con el brío juvenil de quien aspira a modificar la política cotidiana, o con el embridado entusiasmo de quien no renuncia a regresar, que con el distanciamiento y la perspectiva histórica de las personas instaladas en la última vuelta del camino. Hasta el último momento, su portentosa memoria selectiva, el talento para la narración oral de sus recuerdos y para la argumentación de sus opiniones y su sabiduría pragmática singularizaron su figura.
Toda esta meditación sugiere, en definitiva, que en realidad ha muerto un hombre del pasado. Gil-Robles, Azaña y Prieto fueron los hombres de Estado por cuyas manos pasó la delgada posibilidad de salvar a la República de su naufragio final. Mientras el recuerdo de Prieto se perfila como el punto de referencia obligado para un partido socialista democrático, José María Gil-Robles y Manuel Azaña quedarán como los símbolos de los dos proyectos políticos alternativos que se ofrecieron a la burguesía y a las clases medias españolas, en la década de los treinta, para sacar a España del marasmo e incorporarla a la modernidad. Los españoles del mañana juzgarán la actuación de José María Gil-Robles en comparación con la propuesta de Manuel Azaña, más que por su perseverante y admirable esfuerzo, por ofrecer una alternativa al franquismo durante la posguerra o por su tenaz y fracasada tentativa de reincorporarse a la vida pública española como protagonista tras el fallecimiento del dictador.
El Análisis
El último capítulo de José María Gil Robles se ha cerrado con su muerte, pero su legado sigue siendo un cóctel tan complicado como la historia de España. Líder indiscutido de la derecha durante la II República, Gil Robles fue para muchos el “jefe” que intentó conciliar los valores católicos y conservadores con la modernidad política. Pero su aura autoritaria, amplificada por el miedo de la izquierda a un «Dollfuss español», y su ambivalente relación con la democracia lo convirtieron en un símbolo divisivo. El editorial de Javier Pradera en El País no escatimó en señalar sus sombras, pero reconoció, con una pizca de sorna, que no todos los políticos de su generación tuvieron la valentía de enfrentarse al franquismo desde la derecha.
Su trayectoria fue una montaña rusa política: del poder en la República al exilio bajo el franquismo, y luego, un intento fallido de resucitar la democracia cristiana en la España de la Transición. Las elecciones de 1977 lo dejaron claro: la España de Suárez y Fraga no tenía espacio para un Gil Robles envejecido, cuyos discursos parecían más un eco del pasado que una promesa de futuro. Ni la derecha lo aceptaba como propio ni la izquierda podía olvidar su papel en el turbulento preámbulo de la Guerra Civil. Mientras sus antiguos aliados optaban por integrarse en UCD, él permaneció atrapado en la nostalgia de lo que pudo ser.
En la España moderna, Gil Robles murió como un político de otro tiempo, incapaz de conectar con las nuevas generaciones. Su historia es un recordatorio de que la política, como la vida, es un escenario despiadado: ni los “jefes” son eternos ni las batallas siempre terminan en victoria.
J. F. Lamata