13 abril 1991

Ángela Rodicio asegura que Alfonso Rojo se limitaba a quedarse en el hotel y hablar de sí mismo

Polémica entre los dos únicos corresponsales que permanecieron en Bagdag ante la ‘Guerra del Golfo’: Peter Arnett (CNN, de Estados Unidos) y Alfonso Rojo (EL MUNDO, de España)

Hechos

El 13 de abril de 1991 el corresponsal de la CNN en Bagdag, Peter Arnett publicó una carta de réplica a D. Alfonso Rojo López aludido despectivamente en las crónicas de este en EL MUNDO.

10 Abril 1991

La guerra de Peter Arnett

Alfonso Rojo

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La BBC y el resto de las emisoras de onda corta extranjeras abrieron sus boletines con la noticia de la entrega de los primeros misiles Patriot a Israel. La CIA había elaborado prolijos informes sobre el potencial militar iraquí, utilizando los datos suministrados por sus satélites espías y los testimonios de técnicos extranjeros que hasta la invasión de Kuwait trabajaban en el país. Una de las conclusiones, totalmente errónea, fue que Sadam Husein disponía de 35 rampas móviles para lanzar sus misiles Al Huseini. La realidad, que probablemente sólo conocían los soviéticos, era que el presidente iraquí había logrado hacerse con casi doscientas rampas móviles. Eso explica la reiteración con que los aliados dieron equivocadamente por concluida la «limpieza» de Scud en varias ocasiones y la «asombrosa» capacidad de Sadam Husein para seguir lanzando misiles hasta el último día de hostilidades. Durante toda la mañana del domingo permanecí encerrado en mi habitación. Era la única manera de garantizar que en el último minuto no me obligasen a salir hacia la frontera. Al mediodía subió Igor Mijalev, el fotógrafo ruso de la agencia Novosti, con unos pedazos de pomelo y un trozo de pan, para anunciarme que se habían marchado ya todos los corresponsales occidentales con la excepción de Peter Arnett. Igor y otros cinco soviéticos seguían en el hotel por una razón puramente económica: no tenían dólares para financiarse el viaje. Como el Ministerio de Información carecía en esos momentos de vehículos propios, las autoridades iraquíes decidieron que se quedaran en el Rachid, a la espera de que la Embajada soviética econtrara una solución. Comían gratis, dormían gratis, pero no se les permitía realizar un trabajo periodístico. A diferencia de los norteamericanos y bastantes otros, los británicos hicieron gala de un notable orgullo profesional. John Simpson, la «estrella» de la BBC, que durante una de las primeras alarmas se había fracturado los costillas al chocar en la oscuridad contra un pesado mueble de madera, llegó incluso a visitar al médico del hotel e implorarle un certificado. El doctor auscultó a Simpson y le entregó el certificado en cuestión. Todo habría sido estupendo si no hubiera añadido aquella breve anotación en árabe. Cuando el periodista se las prometía ya muy felices, su chófer iraquí le tradujo el apéndice: «Ningún problema, puede viajar perfectamente».

A primera hora de la tarde, sin alarma previa, comenzó un nuevo ataque, el tercero del día. Igor no tardó en aparecer. Tras explicar atropelladamente que desde la tercera planta la vista era mucho peor, descerrajó las cerraduras de seguridad. El hotel Rachid fue construido en 1982 pensando en los misiles que enviaba el ayatolá Jomeini. Además de ser un búnker formidable, estaba dotado de ventanas con doble cristal y cierres herméticos. En cuanto comenzó la guerra nos dedicamos a saltar todas las cerraduras. Unas veces, para hacer mejores fotos y, otras, para combatir el apestoso olor que se producía por la falta de agua unida a la paralización de todo el sistema de aire acondicionado. Igor llegó a pedirme que le sujetara por los pies para tomar fotos suspendido en el vacío. Desgraciadamente, parte de esas imágenes fueron posteriormente publicadas en Newsweek y en otros medios, sin la firma del ruso, porque William Brown, el veterano de Vietnam amigo de Sadam que se había comprometido a llevar los carretes a Amán, se escabulló e intentó venderlos por su cuenta en Roma. Una vez que terminó la alarma, bajé de nuevo a la recepción, donde Naji Hadizi, animadamente, explicaba algo a sus sumisos subalternos. «¡Alfonso!», me saludó, mucho más alegre de lo habitual. «¡Así que te has quedado con nosotros!». «Espero permanecer hasta el final», respondí precipitadamente. «Aquí están las imágenes de siete pilotos enemigos prisioneros», aseguró muy ufano, agitando en el aire un videocassette. «Esta noche, a las ocho, se pasarán por televisión». En cuanto argumenté que debido a las horas de cierre en los periódicos europeos iba a ser imposible meter la noticia en las ediciones del día siguiente, Hadizi dio instruciones y al cabo de unos minutos estábamos todos en el búnker contemplando en un vídeo las penosas imágenes de los aviadores capturados. Eran siete, tres norteamericanos, dos británicos, un italiano y un kuwaití, y parecían encontrarse bajo el efecto de un terrible impacto. El que más me impresionó fue el kuwaití: estaba aterrorizado y maldecía en árabe al emir Al-Sabah y al rey Fahd de Arabia Saudí. El día 20 de enero todavía seguían en Bagdad Peter Arnett, Robert Winner, el eternamente malhumorado responsable local de la cadena, y uno de sus técnicos. Apenas finalizado el vídeo, me dirigí a Sadún y traté de convencerle de lo «importante» que sería para Irak que la historia de los pilotos se difundiera también en medios europeos. El jefe de Protocolo se comprometió a hacer la gestión y al cabo de bastantes minutos, mientras Peter Arnett, el neozelandés que hasta entonces ocupaba el puesto de corresponsal en Jerusalén y que desde la mañana siguiente sería mi única «compañía» occidental en Bagdad, observaba en silencio desde un rincón del bar Sherezade, consiguió convencer a Winner para que me prestara el teléfono durante cinco minutos. «Lo voy a hacer porque mañana salgo hacia Jordania y hay un viejo refrán iraquí según el cual no se puede negar un último favor a un amigo», dijo Winner con una mirada asesina. El norteamericano se apresuró a aclarar que el «amigo» era naturalmente Sadún. Winner marcó el número de mala gana y apenas transcurridos tres minutos empezó a gritar a mi lado: «¡Quedan dos minutos!». La dije que tenía la impresión de que se había cortado la línea; él se limitó a aferrar el auricular y colgar. Con la mejor de mis sonrisas me puse en pie y le di sinceramente las gracias. No sabía que no me volverían a dejar utilizar nunca el teléfono de la CNN, ni que a partir del día siguiente, en cuanto nos quedásemos solos, Arnett iba a tener la desfachatez de proclamar a través de su televisión que era «el único periodista occidental en Bagdad».

Fue una de esas noches que es difícil olvidar. A la una en punto de la madrugada se oyó un fragor tremendo y las paredes del hotel se movieron como si fueran de papel. Alrededor de las seis de la mañana, a la luz lechosa del amanecer, descubrí por fin la causa del «terremoto» nocturno: el Centro de Comunicaciones, enclavado a quinientos metros del hotel, se había desmoronado. De las doce plantas sólo quedaba un montón de chatarra inservible que apenas levantaba veinte metros del suelo. La segunda sorpresa de la jornada, mucho más preocupante, fue econtrarse con que la gerencia del hotel había suprimido definitivamente el «buffet» y decidido racionar severamente la comida. El desayuno se limitaba a una taza de café aguado, una pizca de mantequilla, una cucharadita de mermelada y dos rebanadas de pan de molde tan finas que se podía ver a través de ellas. Gazi Isamil, el gerente, había dado orden de acumular todas

13 Abril 1991

Arnett responde a Rojo

Peter Arnett

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Señor. Director El relato de Alfonso Rojo sobre la vida en Bagdad bajo las bombas está teñido de resentimiento. Viniendo como viene de un pequeño periódico español, parece no estar al tanto del carácter competitivo de los medios americanos. No necesito extenderme en la tradición de Fleet Street. El centro de la protesta de Rojo es que yo, la CNN, le negamos el uso normal de nuestro teléfono por satélite, impidiéndole la exposición periodística que él pensaba merecer por haber permanecido en Bagdad bajo las bombas. Basura. Cuatro millones de iraquíes estaban también en Bagdad bajo las bombas. Quedarse allí no es un gran éxito. De lo que se trataba era de enviar las historias. La CNN consiguió con grandes gastos y negociaciones establecer un sistema de comunicaciones y el periódico del señor Rojo no. Mi papel como corresponsal de la CNN es servir a los intereses de mi compañía. Nosotros no estábamos en Bagdad para servir como un brazo auxiliar del destruido sistema de comunicaciones iraquí, punto que la CNN aclaró al Pentágono en su momento. Alfonso Rojo sugiere que nosotros violamos las reglas básicas del «juego limpio». Mi respuesta es que yo habría violado principios más importantes. El primero de ellos es que cuando vas el primero debes mantenerte en cabeza. Quizás esta es una de las reglas de Arnett. La otra es que hay que poder dar cuenta de todo lo que se transmite por un teléfono cuando estás en una capital enemiga con la Agencia Nacional de Seguridad oyendo todo lo que dices. Yo no estaba en condiciones de hacerme responsable de las crónicas que Alfonso Rojo podría transmitir desde Bagdad.

13 Abril 1991

Réplica

Pedro J. Ramírez

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El «centro de la protesta» de EL MUNDO no ha sido nunca que Peter Arnett y la CNN negaran a un «pequeño periódico español» utilizar su teléfono, sino que la cadena de televisión y su corresponsal en Bagdad pretendieran durante días que Arnett era el único periodista occidental en la capital iraquí. Al argumentar que no prestaron en ningún momento su teléfono porque no deseaban convertirse en el «brazo auxiliar del destruido sistema de comunicaciones iraquí», Arnett y la CNN faltan a la verdad. Mientras negaban al corresponsal de EL MUNDO la posibilidad de comunicar a la redaccion que estaba vivo, permitían que Naji Hadizi, director general de Información iraquí, entre otros altos cargos del Gobierno de Sadam, emplease libremente, durante horas y sin control alguno, su satélite.

Acabar con el personaje

Ángela Rodicio

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Obedeciendo órdenes del director general de la cadena, Jordi García Candau, preocupado por nuestra seguridad según indicaciones de la Moncloa y esta a su vez de la Casa Blanca, abandonamos Bagdag en un minubus con destino a la vecina Jordania. Atrás quedaba la CNN y un puñado de periodistas, entre ellos el español Alfonso Rojo, enviado especial del recién creado EL MUNDO. Esa fue la primera y última vez en mi vida que obedecería una consigna en mi vida profesional (…).

Lo primero que pensé fue que debía comprar comida apetecible para Alfonso Rojo, que se había quedado en Bagdag. (…)

Alfonso se turbó cuando vio que su exclusiva se iba al garete. Me dio un par de cortes cuando le ofrecí los regalos en forma de comida y desapareció. Había estado vendiendo en su periódico que era el ‘único periodista occidental de prensa escrita’ que había permanecido en Iraq durante una semana. Su obsesión era presentar el libro que ya estaba escribiendo como si fuera la obra de un Robinson Crusoe y yo le estaba arruinando la operación de relaciones públicas.

Lo más terrible para Alfonso fue que, debido a mis crónicas de situación tuvo que ponerse a trabajar de verdad. Hasta entonces se había concentrado exclusivamente en hablar de sí mismo. Incluso, en un artículo, había pedido a las colegas de EL MUNDO que llevasen ‘ropa interior negra’ el día de su funeral. “Alfonso está que trina. Le han dicho en su periódico que tiene que salir y contar lo que pasa, como has hecho tú con la crónica de los puentes bombardeados. Además, se le ha borrado la parte del libro que estaba escribiendo en el ordenador”, me refería un iraquí.

Más tarde, Alfonso intentó acercarse porque necesitaba dinero.

Mi cámara, a quién me referiré como Mastuerzo, un auténtico genio del mal y un analfabeto fucnional, llevaba encima una fortuna pero no estaba dispuesto a desprenderse de un solo dólar. Llegué a ofrecerle a Alfonso mis propios fondos. Cometí el error de decírselo delante de un iraquí y me mandó a paseo. Como era de esperar, Alfonso la tomó luego conmigo; no le salía a cuenta enemistarse con Mastuerzo, que se le daba de macho parco en palabras, fundamentalemnte porque nunca ha tenido nada que decir. Aquellos días en Irak Mastuerzo y Alfonso andaban a la greña. Los dos especímenes de macho ibérico con problemas de hombría se lanzaban miradas de odio por los pasillos y en el jardín del hotel que tenían nombre de califa de ‘Las mil y una noches’. .