15 agosto 1985

Los vascos Alfonso Sastre y Fernando Savater vuelven a polemizar por el pensamiento de la derecha en la que también participa Pablo Sorozábal Serrano

Hechos

Los días 15 y 16 de agosto de 1985 D. Alfonso Sastre publicó sendas tribunas sobre el pensamiento de la derecha en España.

Lecturas

El periódico EL PAÍS que dirige D. Juan Luis Cebrián y cuyas páginas de opinión coordina D. Javier Pradera viene demostrando su deseo de que sus páginas de opinión incluyan todas las opiniones (salvo la llamada ultraderecha), incluyendo los sectores ideológicamente afines a ETA como los que representa el dramaturgo Alfonso Sastre, a quien ya le publicaron tribunas tanto en 1980, como en 1983. En esta última ocasión, se vio replicado por un colaborador habitual de EL PAÍS, D. Fernando Savater, visceralmente detractor de ETA.

Ahora se ha vuelto a producir un enfrentamiento en tribunas entre el Sr. Savater y el Sr. Sastre, con la diferencia de que el Sr. Sastre ha sido respaldado por D. Pablo Sorozabal Serrano y su hijo.

No sería la última vez que D. Fernando Savater se enfrentaría con otros intelectuales por sus posturas respecto a ETA. Chocó con D. Javier Sádaba y su hermano en 1988, considerado ‘equidistante’ en el conflicto ETA vs Estado, o con el principal columnista del diario EL PAÍS D. Eduardo Haro Tecglen o con el periodista de cámara del PNV, D. Xabier Lapitz.

15 Agosto 1985

El pensamiento de la derecha, hoy / 1

Alfonso Sastre

Leer

Con este mismo título, sólo que en francés (La pensée de droite, aujourd’hui), publicó Simone de Beauvoir en aquellos años, intelectualmente tumultuosos, de la posguerra, un libro que se comentó no poco, sí mal no recuerdo, por entonces. El libro, claro está, trataba de intelectuales, de pensadores; o, mejor dicho, de su pensamiento. Y no de cualesquiera intelectuales ni de cualquier pensamiento, sino de quienes pensaban -y de lo que pensaban- los hombres (pues se trataba de hombres, ¿o habría alguna mujer?) de la derecha francesa en aquel trance histórico y de los antecedentes más o menos próximos de aquel pensamiento, que fue muy lúcido para sí -¿un momento estelar de la derecha?- hasta el punto de que los nuevos filósofos franceses de hoy, o ya de ayer, han hecho poco más que reproducir los postulados de aquella reflexión anticomunista, con la diferencia, quizá entre otras, y a favor desde luego de aquellos pensadores, de que ellos escribieron en un contexto de miedo al comunismo que por entonces presentaba una faz agresiva y prometedora -por lo cual sus puntos de vista estaban mantenidos desde posiciones civilmente valerosas y presuntamente arriesgadas- mientras que nuestros actuales nuevos filósofos se plantean sus posiciones en el desprecio que permite la seguridad de que la amenaza comunista no es más que un viejo fantasma. Poco valor civil puede advertirse, pues, en estos más o menos brillantes cachorros del neocapitalismo… Con un poco de gracia basta ahora para hacer un búen escrito, no ya anticomunista sino incluso antimarxista; mientras que entonces era preciso tener algún valor y no era preciso tener gracia. Así, por ejemplo, uno puede quitarse la gorra respetuosamente ante el Claudel que escribió en sus Memorias improvisadas (la cita es de Simone de Beauvoir) que: «… Es una tontería censurar la explotación del hombre; por el contrario, el hombre es una cosa que pide ser explotada». Ideas así -quizá no tan radicales- mantienen ahora, reproducen monótonamente, intelectuales que no se consideran, ni mucho menos, de derecha, así como los nuevos filósofos franceses y sus adláteres españoles, más modestos y oscuros pero no menos originales que sus colegas franceses u otros. La abolición de la lucha entre clases, de manera que quede legitimada su existencia en condiciones de aceptación generalizada es una tesis que yo pude escuchar desde mi adolescencia en la situación generada por la guerra civil; ahora esa, tesis es reproducida en medios intelectuales que mantenían posiciones muy diferentes hace apenas unos años. -¿Es que han caminado hacia adelante? ¿Quienes hoy se reclaman del marxismo se han quedado atrás? En todo caso, es un viaje a Thierry Maulnier, Claudel, Drieu la Rochelle, Denis de Rougemont y no sé cuántas otras luminarias en el fondo de las cuales se vislumbran figuras como las de Gobineau, pasando, claro está, si se es español, por don José Ortega y Gasset. «Todo burgués», decía Simone de Beauvoir en el libro que he citado, «está interesado prácticamente en disimular la lucha de clases; el pensador burgués está obligado a ello, si quiere adherirse a su propio pensamiento». Hay una cita de Alain que indica cuán de lejos viene ya la cosa en nuestro tiempo. Es de Alain, precisamente, la siguiente oración compuesta: «Cuando se me pregunta si la separación entre partidos de derecha y de izquierda, entre hombres de derecha y hombres; de izquierda tiene aún sentido, la primera idea que se me octirre es que quien me formula esta pregunta no es, ciertamente, un hombre de izquierda». «Ya no hay izquierdas ni derechas», nos decían a nosotros nuestros profesores de espíritu nacional, «sino una unidad de destino que se llama España». Que el marxismo era una doctrina no sólo arcaica sino difunta lo he oído siempre y, hélas, sigo oyéndolo ahora; y, sin embargo, algo cambian las cosas, porque ahora este tipo de predicación ha sido asumido también por gente que se decía, e incluso se sigue diciendo, de izquierda.Cierto cambio de fortuna personal ha podido influir en algunos o muchos -¿o todos?- de los casos. ¿El irle a uno mejor en la feria puede influir en su opinión sobre esa feria? ¿Tal opinión es arcaica, es marxista-vulgar? Esto trae a mi memoria, aunque parezca que no viene a cuento, el caso de Pedro Antonio de Alarcón, tal como lo analizó -o lo biografió- doña Emilia Pardo Bazán. Esto lo he leído en la introducción que Joan Estruch escribió para una edición de cuentos de Alarcón (editorilal Fontamara, Barcelona, 1982). Pardo Bazán recordó que Alarcón había sido un sublevado contra la sociedad de su tiempo y sus instituciones (y efectivamente casi se puede hablar de él como un insurrecto, poco menos que un subversivo), y que luego, a medida que la sociedad le abre sus puertas, que la high life lo recibe, «parecióle», escribe Ernília Pardo Bazán, «que el mundo se volvía justo -ilusión de óptica tan disculpable como frecuente…». Es verdad, doña Emilia; tiene usted pero que muchísima razón. En aquel caso, el ingreso del escritor en la Real Academia Española no fue sino un episodio más en el curso de una integración en las filas de los defensores del sistema social vigente. ¡Adiós a la crítica, adiós, a la subversión! Hoy en día se puede hablar, por ejemplo, de las puertas del palacio de la Zarzuela -que tantas veces se abren para los escritores y los artistas- como de ese umbral simbólico al otro lado del cual la vida se ve de otra manera. Insensiblemente se van comprendiendo muchas cosas que antes no secomprendían; de manera que se empieza a mirar a la izquierda con cierto disgusto. Esto no ha de entenderse, desde luego, como una especie de ley biológico-social que pudiera formularse diciendo que los organismos humanos -individuales o sociales (partidos, por ejemplo)- se derechizan con el tiempo de modo necesario. Ocurre con lajuventud biológica que necesariamente envejece -la juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo, solía decir Enrique Jardiel Poncela-, pero no así lo otro, pues hay muchos y muchos viejos inconformístas y no pocos jóvenes extremadamente reaccionarios, como todo el mundo sabe. Las nuevas ideas habitan con frecuencia en el interior de viejos cráneos, y cuántas viejas ideas se pasean como Pedro por su casa en el ámbito de las redes neuronales más flamantes o, si se quiere, menos usadas. Pero ciertamente este síndrome Alarcón se da muy mucho en virtud de esa ilusión óptica que Emilia Pardo Bazán consideraba, en efecto, muy frecuente. Maoístas del 68 o felipes de antaño se te hacen devotos anticomunistas o líderes de la más declarada derecha; hasta ese punto llega, en ocasiones, el fenómeno.

Pero ¿en qué se diferencia el pensamiento de la derecha de hoy? En relación con el comunismo, da la impresión, como decía, de que a aquel. miedo -que Simone de Beauvoir señaló muy bien en su libro- ha sucedido un cierto, superior e irónico desprecio, en el que participan la derecha tradicional o convencional y -junto a- la posizquierda. Si por aquella época Raymond Aron decía que «la URSS es una superstición», la derecha de hoy, compuesta por las gentes de derechas «de toda la vida» y los socialdemócratas hoy actuantes y, en ese sentido, actuales, no se ve ni siquiera en el trance de decir algo así. En realidad, el pensamiento de Aron o de pensadores como él ha prevalecido y comparte ahora, aunque sea en un nivel no muy aparente, las delicias de la posmodernidad. La idea de atacar al comunismo por el procedimiento de declararlo dépassé es bastante genial, digámoslo así. Lo curioso es que, siendo una invitación a no pensar, gentes que se dicen del oficio intelectual reproduzcan esta idea una y otra vez así como así, a la pata la llana.

Pero el miedo ha sido sustituido por el desprecio sólo en cuanto al comunismo se refiere, pues aquel papel de los comunistas bolcheviques o posbolcheviques como chivos expiatorios usados para la ocultación de los problemas que justificaban sobradamente su existencia ha sido atribuido en los últimos años a los terroristas, término que sirve de cortina de humo también para la ocultación de los horrores -tan bien maquillados muchas veces- del sistema capitalista y, en definitiva, del liberalismo que es su filosofía, su pensamiento. Yo recuerdo ahora que, hallándome preso en la cárcel de Carabanchel en 1966, junto a Dionisio Ridruejo y unos camaradas del PCE, al que yo pertenecía -y a mucha honra- por entonces, oí decir a Ridruejo, en una de nuestras prolongadas conversaciones, que el liberalismo era la única revolución que había habido en los tiempos modernos, y que todo proyecto social avanzado hoy no podía consistir sino en profundizar en aquella revolución. No garantizo la literalidad de las palabras -yo no tomaba notas y además ha pasado bastante tiempo- pero sí el contenido de su pensamiento, según el cual (y aquí mi memoria es más imprecisa) el marxismo habría sido, más o menos, un obstáculo a aquella revolución.

Esa aceptación del liberalismo como la única revolución está mantenida hoy por quienes fueron en otros no muy lejanos tiempos maoístas, ácratas y radicales de izquierda sin partido, mientras que, curiosamente, una idea tradicionalmente mantenida s obre todo por la derecha -la idea de nación- viene siendo desde hace ya años uno de los motores más decisivos en los movimientos revolucionarios. Por no citar sino algunos de los triunfantes: Cuba, Vietnam, Argelia. El liberalismo cosmopolita como filosofía de las transnacionales encuentra fuertes escollos en el patriotismo, cuya bandera era tradicionalmente reaccionaria. Así también -o así lo mismo- el postulado de la diferencia frente a los postulados niveladores, homogeneiz adores, se ha pasado, en términos generales, de signo: estaba en la derecha, está en la izquierda revolucionaria hoy, albergada casi exclusivamente en el llamado Tercer Mundo, en el que no es posible pasar de revolución, a no ser que se sea un perfecto miserable. El asiento teórico de esta lucha por la diferencia reside, sobre todo, creo yo, en la tesis de que la homogeneización del mundo sólo puede producirse en beneficio de su cocalización (neologismo que acabo de inventar y que viene de la coca-cola), y en tina proposición científica, apodíptica: la que enuncia que la nivelación se produce en términos de entropía, o sea, de muerte; y los movimientos revolucionarios están por la vida, aunque a veces no lo parezca, en la medida en que no tienen más remedio que producirse -así ha sido siempre- en términos de guerra.

Antes, el coco era el comunismo. Ahora lo es el terrorismo. Desde luego que no se trata de un miedo fingido, pero también es verdad que la derecha, y su facción de izquierda (la socialdemocracia), instrumentaliza este miedo con los efectos ocultadores que antes decía. Y así como antes se trataba de explicar la existencia de comunistas como la consecuencia de resentimientos individuales (por ejemplo, la envidia; tesis que creo que últimamente ha mantenido Gonzalo Fernández de la Mora, pero que también tiene una prolongada tradición), ahora se define el terrorismo como una plaga cuyos agentes están seguramente afectados por alguna anormalidad cerebral. Para la derecha siempre ha sido así: todo antes que pensar. Su pensamiento ha consistido en pensar en lo suyo o, mejor dicho, a lo suyo; actitud sin duda irreprochable, pero que contiene un argumento, también irreprochable, a favor de la profunda realidad de un fenómeno llamado lucha de clases.

Uno de los más destacados caballos de la batalla entre la derecha y la izquierda en este territorio de las ideas ha sido siempre el de la concepción del hombre como un ser individual (por la derecha) o como un ser social (por la izquierda). Esto es una simplificación, lo sé; pero tiene que ver con las cosas de modo suficiente como para que se pueda hablar así, al menos de momento. Desde luego que lo que tiene de bobada teórica el individualismo a ultranza hizo que no se pudiera ocultar por mucho tiempo, incluso,en los ambientes intelectuales de la derecha, la condición social que ya había sido postulada suficientemente desde que Aristóteles dijo aquello del zaon politikon, definición muy certera sobre todo si se la compara con aquella platónica del bípedo implume. (Se recordará aquello que cuenta Diógenes Laercio sobre un hombre que, escuchando esta definición, no pudo por menos de desplumar una gallina y arrojarla al centro de la reunión, al tiempo que exclamaba con profunda ironía: «¡Este es tu hombre!».) Cuando hablo de la derecha intelectual que recogió en nuestro siglo, e incluso como verdad metafísica, que es como la derecha suele decir las cosas, esta condición primariamente social del ser humano, uno se acuerda de Heidegger y de su mitsein, pero dejemos eso: es tema de filósofos y, para serlo en el sentido técnico del término, por estos pagos, hay que saber por lo menos muy bien el griego clásico y el alemán, lenguas que yo, aunque me esté mal el decirlo, ignoro casi completamente; de manera que a lo más que uno puede aspirar, en este terreno, es a ser un pequeño filósofo con un paraguas más o menos rojo como aquel Azorín que fue medio ácrata (otro que tal) y que acabó escribiendo cosas como ¡Arriba España! y alguna que otra vaciedad semejante, cierto que en malas circunstancías; sus años últimos fueron dignos y presentables, dentro de su posición, más que propiamente reaccionaria, un tanto atemporal… (La atemporalidad es, a veces, un precario refugio para la vejez, la cual es, como dijo el poeta Fernández Moreno senior, «un cansancio que no se quita durmiendo»; pero esto es también otro problema.) ¿Por dónde íbamos? Trataremos de niirarlo en el próximo artículo.

16 Agosto 1985

El pensamiento de la derecha, hoy / y 2

Alfonso Sastre

Leer

Hablábamos en el artículo anterior del liberalismo como la ideología -más que la filosofía: hemos sido un tanto generosos al respecto- de la derecha actual: una ideología que fue progresista y bombardeada por la derecha del siglo pasado como responsable de los males de España, y que hoy constituye el basamento teórico de hombres como José Antonio Segurado, bajo una cobertura generalizada por el pensamiento posizquierdista, léase neoderechista. La apelación a la liberación individual frente y contra la paliza de quienes luchan nada menos -qué aburrimiento escucharles- por su liberación nacional y social, lo cual, para olfatos no puestos en hora, puede oler sin duda a nacionalsocialismo y a otras podredumbres, apunta al fenómeno que señalamos: una siniestra ancilla dextrae (latinajo). El problema del pensar inerte, aferrado a categorías que correspondían a las cosas que fueron, se plantea una vez más, pero ahora hay que atribuirlo, ¡voto al chápiro!, también a quienes se pretenden críticos del conservadurismo.La lucha por la liberación individual… Está bien. «Ser uno mismo», decía ya doña Simona de Beauvoir, creo que refiriéndose al pensamiento de otro ilustre filósofo de la derecha, Jaspers, «constituye uno de los lugares comunes más complacientes de la derecha». ¿Pero con qué se comerá eso de ser uno mismo? Mirando la realidad a través del teatro, que es un buen modo de explorarla, me encuentro con que hay en el escenario una tentativa, que se ha dado muchas veces, que se llama monólogo: es una tentativa de reducción de la realidad humana a una aventura propiamente individual. En escena, los proyectores iluminan a un solo actor o a una sola actriz, y ningún otro actor, ninguna otra actriz, aparecerán a lo largo del monodrama. El asunto resulta siempre de lo más forzado y convencional si no es que, en definitiva, el monólogo es, en realidad, la apariencia de, por lo menos, un monodiálogo. Para decirlo en dos palabras: o el actor habla con el público o habla con personajes imaginarios o coge un teléfono o se dirige a un personaje que está en el cuarto de al lado o a un personaje presente y mudo. (Ejemplos: de teléfono, La voz humana, de Cocteau; de personaje en el cuarto de al lado, Antes del desayuno, de O’Neill; de personaje presente y mudo, La más fuerte, de Strindberg … ) Está claro en estas experiencias algo como esto: que un monólogo sensu strictu es una cosa imposible. El monodiálogo unamuniano es, en fin, el único monólogo posible. O no; pero el monólogo sensu strictu que desmintiera nuestra tesis de la imposibilidad del monólogo sonaría algo así como: uhhhhh o ajjjjj, o a modo de un aullido o de un lamento silvestre. Sobre el hombre que es uno mismo y sus características puede leerse la edición que hizo Rafael Sánchez Ferlosio de las obras Los niños selváticos, (le Lúcien Malson, y Memoria e informe sobre Victor de l’Aveyron, de Jean Itard. (Los comentarios de Sánchez Ferlosio no son moco de pavo, pero yo los leí sólo fragmentariamente.) Un texto muy breve y bello de Henri Michaux sobre El niño mono de Burundi es otra lectura posible. Copio tan sólo un parrafito: «Pour exprimer I’inexprimable qui est en lui, le débordant, l’inmense, le totalement inexprimable, il a un certain hurlement (…) Hurlement qui éloigne…». Es discutible que en ese niño mono hubiera «algo inexpresable», pero, sea como sea, todo lo que se oye: es ese terrible alarido.

Todavía hay quienes piensan -pero lo sorprendente es que esa idea prospera en gentes que se reclaman del ejercicio del pensamiento- que la sociedad es un agregado de individuos preexistentes, que en la relación social sólo encontrarían obstáculos al magno proyecto de «ser ellos mismos». Me gusta recordar en ocasiones como ésta lo que Marx escribió en la introducción a sus Grundrisse: aquello de que «el cazador o el pescador solos y aislados ( … ) pertenecen a las imaginaciones desprovistas de fantasía que produjeron las robinsonadas dieciochescas», etcétera, etcétera. ¿Robinsonadas dieciochescas? Todavía hoy se dan esas robínsonadas, y con qué frecuencia, y a cargo también -¿o sobre todo?- de quienes se presentan en la sociedad en calidad de macrocéfalos ciudadanos, 0 sea, de habitantes de los territorios propios de la intelligentsia. Quizá un apriorismo propio de la matemática actúa.aquí de modo confundente y mixtificante, pues si bien es cierto que el número 1 es anterior al 2 en el campo matemático -o puede que tampoco en ese campo-, lo cierto es que en la vida social humana el 2 es anterior al 1. Esto lo saben hasta los niños que hayan trabajado un poco con los bellos textos de Gianni Rodari: que es en el 2 cuando empieza a haber algo y, desde luego, unos. «Ex uno nihil fit», por escribir ahora otro latinajo. Rodar¡ llama «binomio fantástico» a esta célula de la imaginación narrativa. Tiene algo que ver con esto que estoy diciendo la satisfacción teórica que en ocasiones he sentido al escuchar que los taurinos llaman a una banderilla medio par. ¡Tienen razón! Una banderilla es, ciertamente, medio par.

Cuando se habla de estos temas (que si los intelectuales por aquí o por allá, que si la concepción del ser humano o de la sociedad humana por parte de los intelectuales en este o en aquel momento, que si su noción de la función que corresponde a su oficio en el caso de que les corresponda alguna función social específica … ) casi parece obligado traer a colación aquel polémico libro de Julien Benda, La trahison des clercs. Desde luego que no es obligado, pero sí es interesante hacerlo ahora, aunque aquí no se haya pronunciado una palabra tan fuerte como traición. Para él, la traición de los intelectuales -o de los clérigos, como él decía- se comprobaba en el hecho de que ya no cumplían su función, la cual consistía para él en «poner freno a las pasiones» de los laicos, profanos o no intelectuales. Traidores a la razón y al humanismo abstracto, los intelectuales se habían entregado a lo que años después Sartre había de definir como el engagement. La posición de Sartre fue, pues, diametralmente opuesta a la de Benda: lo que para éste significaba una traición, para el otro era una exigencia moral: comprometerse en las luchas sociales, tomar partido, de manera que los traidores habrían de ser justamente quienes rechazaran alinearse- -y hasta quién sabe si alienarse- en la lucha del tiempo, apoyando decididamente a las clases o capas oprimidas contra las altas instancias opresoras y a las naciones en proceso de liberación contra sus metrópolis imperialistas. ¿Qué queda ahora de todo aquello? Dado que parece claro que son muchísimos los intelectuales que rechazan hoy el modelo Sartre (digámoslo así), ¿es el modelo Benda (digámoslo también así) el que está resultando vigente? La repugnancia actual por pringarse en las luchas de liberación nacional y/o social, ¿habría hecho feliz, o relativamente feliz, a Benda? ¿Habría llegado el final de aquella traición a la función distante, propia de los clérigos? ¿Éstos habrían retornado a la pureza debida para su trabajo,- que necesita, según Benda, no sólo de desapasionamiento, sino de una crítica de las pasiones sociales, ya de nación, ya de raza, ya de clase?

No creo que pueda decirse, ni mucho menos, que Julien Benda fue, en su momento, un pensador de la derecha; y para considerar esto que digo como válido no hay más que recordar que, cuando él clamaba contra las pasiones nacionales miraba a líderes como Mussolini y a intelectuales como Charles Maurras, entre otros. Su libro es de 1927 y hay que leerlo entonces: cuando, desde luego, ya estaba en marcha desde hacía 10 años la revolución soviética, y ahí sí que se advierte lo que de pensamiento propio de la derecha hay en toda autocolocación llau déssus de la inelée», cuando la realidad social se observa desde las alturas de la razón abstracta. Es una perspectiva desde la cual seguramente se observan las cosas como formando parte de una especie de puré más o menos espeso. Gulliver en Liliput es una tentación que hace del intelectual, insensiblemente, un agent e de la derecha.

Postular la autodeterminación individual versus las luchas de liberación nacional y/o social es, por otro lado, como quizá ha quedado predicho de algún modo en el curso de este artículo, una muestra de inepcia intelectual que sitúa a los postulantes de ese proyecto de liberación en las afueras de un pensamiento crítico -o sea, del pensamiento-, situación a la que también se puede llegar, desde luego, cuando uno se sitúa en los antípodas del liberalismo: en el fascismo. Cualquiera puede recordar con espanto aquella prédica de uno de los fundadores del fascismo español, Ramiro Ledesma Ramos, cuando clamó por el traje uniforme, contra las diferencias burguesas -las diferencias con que unos burgueses se distinguén de -otros- al grito de «¡El individuo ha muerto!». Masas uniformadas, y a la porra el campo de las subjetividades. Tampoco es eso, hombre. Pero sí es verdad que la autodeterminación individual sólo se puede producir en términos de una opción social: si usted decide excluirse del mundo de su nación -de su nacimiento- y de las luchas que ello comporta en algunos casos (luchas de liberación nacional), o del territorio de su clase fáctica, aquella en la que uno aparece en escena como hijo, por ejemplo, de un tornero ajustador, y de la posición que ello comporta en el campo de la lucha de clases, lo cierto es que se hallará, de pronto, objetivamente asociado a otros mundos: hippies (¿ya no hay?), ejecutivos, intelectuales u otro- mundillo cualquiera; y si uno decide- autodeterminar su individualidad segregándose de los problemas de su pueblo, se hallará inevitablemente asociado a otro pueblo, a otro mundo o mundillo nacional, aunque éste sea la patria… de los apátridas, que tiene, sin duda, sus propias características sociales., Así es que ocurre lo que ocurre: por ejemplo, ahí está ese listo que estudia la situación para salir en solitario de la ciudad con su automóvil. Para ello estudia el comportamiento borreguil de sus conciudadanos y elige hora: ¡la hora del listo! ¿Y qué pasa? Que cuando sale a la carretera se encuentra viajando en la nutrida compañía de otros muchos listos; así son las cosas, y es que formamos parte de una estructura más o menos visible o invisible. A los intelectuales tendría que corresponder, precisamente, contribuir a la visibilidad de lo invisible. Pero, en lugar de eso, robinsonadas dieciochescas y otros cuentos… ¡Qué le vamos a hacer! En los últimos años se ha formado lo que los intelectuales individualistas más dicen odiar: una procesión (como decía Barrès) en la que marchan. Esta procesión está compuesta por gentes, entre otras, que recorren con gusto, al parecer, el camino que va desde sus Úntiguos dogmatismos a sus actuales escepticismos. ¡Mal asunto es ése! A mí, que no me ofrezcan ninguna vela en ese entierro. Emmanuel Kant sometió a muy justa y severa crítíca tanto el dogmatismo, todo el mundo que haya leído cuatro libros lo sabe, como el escepticismo que, según él, «nada nos promete, ni aun el descanso en una ignorancia lícita».

22 Agosto 1985

La izquierda y el individuo, hoy

Fernando Savater

Leer

En dos artículos recientes publicados en estas mismas páginas bajo el título común de El pensamiento de la derecha, hoy, Alfonso Sastre ha suscitado de nuevo el, por lo visto, eterno tema de la contraposición entre la visión que izquierdas y derechas tienen de las cosas de este mundo. Tema poco veraniego, me temo. Pero quizá por eso mismo resulte, a fin de cuentas, refrescante abundar polémicamente en él: ¿acaso no combaten los árabes el calor del desierto a fuerza de ropa abundante y té hirviendo? En el trabajo de Sastre distingo dos áreas generales de interés. La primera es una suerte de reprobatorio lamento por el alejamiento de las posturas de izquierda al que han llegado antiguos «maoístas, ácratas y radicales de izquierda sin partido»; primera sorpresa, esta dolorosa degeneración no afecta por lo visto a los estalinistas a mucha honra de ayer. Ya se sabe, quien tuvo retuvo, pero quien mal anda mal acaba.No sólo anticomunistas, sino también antimarxistas, posizquierdistas y, por tanto, neoderechistas, «poco valor civil puede advertirse en estos brillantes cachorros del neocapitalismo…». Hombre, Alfonso, se puede ser un clásico, pero el dicterio de los cachorros suena algo pasado. Me recuerda una discusión callejera que tuve hace no mucho en las páginas de Egin con un músico duro de oído, el cual, tras acusarme de retórico, me reputaba de «vendido a los amos del capital». Creo sinceramente que dentro de poco esas expresiones ya no colarán ni en el Egin. Pero sigamos. Del valor civil hablaremos otro día: por el momento, yo me conformaría con civilizar el valor, lo cual, por cierto, es lo contrario de la cobardía y lo opuesto a la brutalidad. Se pregunta Sastre hasta qué punto los cambios de fortuna personal o el envejecimiento mal asumido han podido determinar ese proceso degenerativo, sin llegar a ninguna conclusión definitiva al respecto. En efecto, todas las trayectorias personales son algo misteriosas: tanto la del intransigente grupusculario de ayer, hoy reciclado concejal de cultura, como la del ex seminarista guerrillero cuya vocación de distribuir hostias se encarrila ahora por vía non sacra. Un cierto sello personal, empero -Schopenhauer hubiera hablado de carácter-, suele marcar cada biografía, y así los hay que siempre serán oportunistas, sectarios o demagogos, lo mismo que otros cultivarán la credulidad delirante, la reverencia ante la fuerza y el sadomasoquismo. Ya se sabe, genio y figura…

Uno de los problemas que se le plantean al lector en esta primera fase del doble artículo de Sastre es la univocidad con la que maneja términos tan ambiguos como izquierda, derecha, revolucionario, etcétera. Si por lo menos se atreviera a definirlos de una vez por todas … ; pero claro, ya desde Nietzsche sabemos que «lo que tiene historia no puede tener definición»; lo malo es que aquí es esa historia o evolución de los términos lo que precisamente se nos escamotea. Vayamos a la voz izquierda, por ejemplo, que es la que nos interesa, porque todos queremos salvar el alma. ¿De qué izquierda se trata? Aquí habría que recordar el viejo chiste del devoto que se cae de un avión en vuelo e invoca la intervención milagrosa de san Antonio; los cielos se abren, una mano gigantesca le detiene en su caída y una voz sobrehumana pregunta: «¿Qué san Antonio?». «De Padua», contesta aventuradamente el beneficiado, pero no acierta y la mano le deja caer. ¿Es acaso el san Antonio de Alfonso Sastre el único posible y todos los demás son neoderechistas o se trata quizá de un simple santo local, menor, poco escuchado en el cielo, incluso puede que el propio demonio disfrazado? Espero que ni Kant ni Sastre me tachen de escéptico si reconozco que tengo serias dudas al respecto.

El segundo y más extensamente tratado asunto por el que se preocupa nuestro dramaturgo es el del individualismo, ideología que Sastre asimila como clásica del pensamiento de derechas. Esta cuestión es ya más jugosa que los inquisitoriales prolegómenos que la preceden. Para Sastre, la concepción del hombre como ser individual pertenece a la derecha, y la del hombre como ser social pertenece a la izquierda. «Esto es una simplificación, lo sé», añade de inmediato, y de este modo tranquiliza al lector, no porque éste no se hubiera dado cuenta ya de la obvia simplificación, sino porque se le advierte de que también Sastre es consciente de ella y no como otras veces. Pero después poco hace para confirmar esta primera perspicacia, porque su descripción del individualista sigue siendo, ya no simple, sino obtusa, y de esto no parece darse cuenta. Según él, el individualista continúa hoy creyendo que la sociedad es un agregado de individuos preexistentes, ignora la necesidad del vínculo social y supone que la comunidad le obstaculiza el magno proyecto de ser él mismo. Se equivoca, claro está, y Sastre le amonesta por ello con delectación. ¿Acaso el individualista no ha reparado que incluso en los monólogos teatrales siempre, de un modo u otro, están presentes los demás? Aquí Sastre enumera el título de varios monólogos teatrales, por si acaso el individualista ha llevado su solipsismo hasta el punto de no pisar en su vida un espectáculo público. También el triste destino de los niños-lobo, las lecciones de la psicología infantil y la suerte de banderillas nos devuelven a esta verdad básica, que sólo el individualista ignora: dos es antes que uno. Por mucho afán que se tenga de autodeterminación individual (la expresión es mía, en un artículo de estas mismas páginas; todo el esfuerzo teórico de Alfonso Sastre va destinado a neutralizarla), a fin de cuentas ésta sólo puede Regarte por vía social: si no quieres asumir, como debieras, la lucha de liberación de la nación en que -estatista redundancia que a Sastre le parece natural- has nacido o tu papel de hijo de tornero en la lucha de clases (si has nacido alemán bajo Hitler o hijo de burgués, como Marx y Engels, lo justo es pasarse al enemigo), no por ello te librarás de la obligación grupal: segregado del pueblo que por naturaleza sastriana te corresponde, tendrás que ser hippie (no, ya no hay), ejecutivo o intelectual. Quod erat demonstrandum.

Centrando la cuestión en lo que le interesa, Sastre concluye: «Postular la autodetemiinación individual versus las luchas de liberación y/o social es… una muestra de inepcia intelectual que sitúa a los postulantes de ese proyecto de liberación en las afueras de un pensamiento crítico -o sea, del pensamiento-«. De muestras de inepcia intelectual no me atrevo a discutir con Alfonso Sastre, porque le reconozco en ese campo una, competencia que no poseo, pero lo del pensamiento crítico ya me resulta más familiar. Me recuerda de inmediato la teoría crítica y la escuela de Francfort, el movimiento de reflexión desde la izquierda más sugestivo de lo que va de siglo. Ellos precisamente nos enseñaron que la oposición frontal entre individuo y sociedad es una trampa, mediante la cual se erige a aquél como causante indisciplinado de las insuficiencias de ésta, y a ésta, como ultima ratio de las frustraciones de aquél: doble coartada. Pero también mostraron que en el sistema universal de alienación política, la subjetividad que se opone y resiste a la integración necesaria en el todo es lo único que mantiene la promesa de una solidaridad no coactiva. Urgido por este recuerdo, voy a acotar brevemente aquí las opiniones de Theodor Adorno sobre un par de temas suscitados por Sastre. Como estoy con biblioteca de verano, todas mis citas son de un solo libro de Adorno, Consignas, publicado el año de la muerte de su autor; cito por la edición castellana de Amorrortu Editores, Buenos Aires; 1973.

Primero, la cuestión del nacionalismo. Al verle simpatizar con la idea de nación, que él mismo reconoce «una idea mantenida tradicionalmente por la derecha», uno podría creer que el neoderechismo que nos invade ha infectado ya hasta a Alfonso Sastre. No es así, se nos asegura, porque, curiosamente, el obsceno oscurantismo patriotero es hoy «uno de los motores más decisivos en los movimientos revolucionarios». La prueba, las pocas luces triunfales de esta época triste: Cuba, Vietnam, Argelia. Los ejemplos están bien elegidos (¿por qué no hablar de Uganda, Guinea Ecuatorial o Irán?), pues son tres países que han logrado un modelo político y un desarrollo social envidiables, que pueblos oprimidos como Euskadi o Cataluña no pueden sino aflorar desde lejos. A Adorno no le habían llegado noticias de este cambio de signo del nacionalismo, por lo que escribía: «El clima que más favorece la repetición de Auswitz es el resurgimiento del nacionalismo. Éste es tan malo porque en una época de comunicación internacional y de bloques supranacionales ya no puede creer en sí mismo tan fácilmente y debe hipertrofiarse hasta la desmesura para convencerse a sí mismo y convencer a los demás de que aún sigue siendo sustancial» (página 94). No por ello es Adorno sospechoso de reclamar la cocacolización uniforme del mundo, sino que más bien ahoga por las diferencias: «Paz es un estado de diferenciación sin sojuzgamiento, en el que lo diferente es compartido» (página 145). Lo que él no sabía es que la diferencia hay que estatalizarla y nacionalizarla para que sea revolucionaria. Hasta tal punto lo ignora que considera la diferencia libre y la identidad popular -que reclama estatalizarse- como contradictorias: «Lo verdadero y lo mejor en todo pueblo es más bien lo que no se ajusta al sujeto colectivo y que, llegado el caso, se le opone. La formación de estereotipos, por el contrario, favorece el narcisismo colectivo» (página 96).

Al sujeto individual que en un contexto nacionalista (si además éste es revolucionario, aún peor) no se doblegue al griterío narcisista, se le intentará descalificar por todos los medios: quizá hasta se le reproche carecer de valor cívico. «Estas técnicas están presididas por un principio autoritario: el que disiente debe aceptar la opinión del grupo. Gente intolerante proyecta su propia intolerancia en quien no quiere dejarse aterrorizar» (página 170). Aquí llegamos al tema de la traición, también mencionado por Sastre y tan de actualidad en Euskadi desde que se inició el proceso de reinserción de etarras. «El concepto de traidor proviene de la traición eterna de la represión colectiva, no importa de qué color. La ley de las comunidades conspirativas es la inapelabilidad; por eso les place a los conspiradores desenterrar el concepto mítico del juramento. El que tiene otra opinión no sólo es expulsado, sino que se ve expuesto a las más duras sanciones morales. El concepto de moral reclama autonomía, pero los que tienen en la boca la palabra moral no toleran la autonomía. Si alguien merece ser llamado traidor, es el que delinque contra la propia autonomía» (página 163). A esta noción de autonomía es a lo que está vinculada la autodeterminación individual y no a las banderillas ni a los solos de clarinete.

Por último, lo del terrorismo. Sastre ve en el fenómeno de repulsa a éste un nuevo avatar del viejo anticomunismo visceral. Recurre sin sonrojo a los tópicos menos respetables: quienes denuncian a los terroristas callan sobre el terror del Estado, lo cual, por lo visto, excusa a quienes denuncian éste para callar sobre el de los otros y no vacila en asustamos su decretum horribile: «Los movimientos revolucionarios están por la vida, aunque a veces no lo parezca, en la medida en que no tienen más remedio que producirse -así ha sido siempre- en términos de guerra». En efecto, a veces no lo parece: por ejemplo, lo parece en Chile o Polonia, no en Euskadi o Italia. A Adorno, desde luego, no era fácil engañarle a este respecto. No dudaba del horror establecido [«Del mundo, tal como es, nadie puede aterrarse suficientemente» (página 177)] y los partidarios de perpetuar los bloques en conflicto para conservar la libertad no encontrarán apoyo en él: «La humanidad, que practica lo malo y lo soporta resignadamente, ratifica de este modo lo peor: basta, con escuchar los desatinos que se dicen acerca de los peligros de la distensión. Una praxis oportuna sería únicamente el esfuerzo por salir de la barbarie» (página 169). Pero este esfuerzo, desde luego, tiene que diferenciarse de aquello que combate no sólo por sus fines, sino, sobre todo, por sus medios: «A muchos les suena plausible la proposición de que contra la totalidad bárbara ya sólo surten efecto los métodos bárbaros. La violencia, que hace 50 años pudo parecer todavía justa, y para un breve período, ante la esperanza demasiado atractiva e ilusoria de una transformación total, después de la experiencia del terror nacionalsocialista y estalinista, y frente a la persistencia de la represión totalitaria, se encuentra inextricablemente unido a aquello mismo que debe ser cambiado» (página 169). Y resume impecablemente su punto de vista un poco más abajo: «O la humanidad renuncia al ojo por ojo de la violencia, o la praxis política presuntamente radical renueva el viejo horror».

No, no estaba nada mal la teoría crítica, pese a sus hoy muy comentadas insuficiencias y manías. Algunos nos educamos políticamente en ella, mientras otros meditaban sobre si creer en Dios y creer en Carrillo son cosas compatibles, alternativas o complementarias. Ahora quizá no tenemos muchas certezas esclarecedoras, pero nos hemos librado de algunos oscurantismos: ni apoyamos a los del batallón expedicionario que va a rescatar Nicaragua de garras del leninismo ni confundimos la emancipación de los hombres con los tebeos de Hazañas Bélicas (hoy ya sólo HB para abreviar). Con todo, aguardamos que algún faro, a la vez práctico y téorico, ilumine desde la izquierda nuestras perplejas tinieblas. La lectura de los artículos de Alfonso Sastre no va a abreviar, precisamente, nuestra vigilia.

28 Agosto 1985

Contra Savater

Pablo Sorozabal Serrano

Leer

En EL PAIS del 23 de agosto de 1985, y dentro de uno de los edificantes y prodigados sermones (esta vez titulado La izquierda y el individuo, hoy) con los que esa gloria de España que es el reverendo don Fernando Savater intenta conducir por el buen camino a los descarriados, me alude sin nombrarme, atribuyéndome el haberle reputado de «vendido a los amos del capital» desde las páginas del diario EGIN, de Donosti, en el curso de lo que él califica de «discusión callejera» mantenida conmigo.He releído lo que en aquella ocasión escribí, y lamento no poder dar la razón a don Fernando, como él se merece. Jamás le he reputado de lo que nuestro heroico pastor de almas afirma le reputé, lo que, aparte de hacerme corresponder a su amable preocupación por mi sordera con la mía por su vista irremediablemente me evoca la famosa teoría del doctor Sigmund Freud acerca del significado del lapsus y las equivocaciones verbales con las que a veces el subconsciente de algunos suele divertirse gastándoles inocentes jugarretas.

16 Septiembre 1985

Tributo a Spinoza

Fernando Savater

Leer

Tanto el amor como el odio, según Spinoza, son el fruto pasional de la arrebatada imaginación. Ambos tienen como punto de partida una idea más o menos inadecuada de lo real, salvo en el caso del amor intelectual a Dios (o Sustancia o Naturaleza), en el que no cabe exceso ni error. El odio intelectual a Dios, siempre según el pensador judío, es en cambio metafísicamente imposible. Y es que en el amor, aún en el más obcecado y terreno, aún en el que puede llegar a ser más doloroso («Ios hombres sufren por amor hacia las cosas, de las que nadie puede ser en realidad dueño»), nunca falta un parentesco con la auténtica inteligencia, y de ahí su esencial alegría; mientras que el odio, «que nunca puede ser bueno», es la forma afectiva -siempre y para siempre del desconocimiento, de la estupidez.El otro día revolví estas cosas dentro de mí, recordando tan viejas lecciones, ante una pintada en Donostia: «Bandrés, PSOE, GAL, todo es igual». Forma parte, claro está, de la inicua campaña de este verano contra Juan Mari Bandrés, en la que han intervenido todos los jesuitas de izquierdas y derechas, salvo el padre Arrupe. Honra a Juan Mari esta atención denigratoria que se le presta, como honra a los punkies bilbaínos el tener que ser esquilados y perfumados con cargo al Ayuntamiento, que en Euskal Herría ya es condecoración todo lo que concita las prefabricadas iras populares. Aquí el pueblo es decreto de cinco, y de los más brutos. La medalla al mérito cívico la recibe uno de la misma procedencia que aquella herradura arrojada en cierta ocasión a un orador inglés, agresión a la que éste repuso: «Por favor, el que haya perdido su zapato que venga a recogerlo». Bandrés ha recibido este verano unos cuantos zapatos de la misma horma, y no se le puede reprochar demasiado que se haya sentido obligado a explicar, innecesariamente, que él no calza esa talla.

Pero volvamos al texto mismo de la pintada. ¡Qué diabólicamente significativo es eso de «todo es igual»! Aquello por lo que el odio se emparenta con la estupidez es por su vocación de indiferencia: es el gran nivelador, el más injusto. La tarea del amor y de la inteligencia es la opuesta: descubrir lo nuevo en lo rutinario, diferenciar exquisitamente entre lo semejante. Cuanto menos sabe uno de algo, más igual nos da todo a su respecto a los que nada sabemos de botánica, el bosque nos parece lleno de indiferenciados árboles, pero con un poco de ciencia veríamos olmos y fresnos, robles y abedules, y con más ciencia aún grabaríamos quizá un corazón traspasado en algún tronco irrepetible. El odio va al bulto y sólo ve monotonía detestable: es cierto que quien nos odia no nos puede ni ver. No por casualidad los ejércitos, como los presos, llevan uniforme; así podemos permitirnos en el combate eliminar no individuos, sino enemigos, y sabido es que todos los enemigos dan igual. Para el amor, en cambio, hay diferencia hasta en las cosas más recurrentes, más antiguas del mundo: sonrisas, crepúsculos, caricias…, todo es distinto inconfundible, para quien lo ama. Contra la estupidez irremediable del odio, el estupor venturoso del amor.

Y tal es la estúpida lección del odio en Euskadi: que todo es igual. Que me lleven la contraria o que me torturen, da lo mismo; la imperfecta democracia parlamentaria o la dictadura fascista, tanto monta; el adversario político, el que ultraja a mi madre, el carnicero gorilesco de El Salvador o Guatemala, todos son intercambiables. El que discrepa conmigo en una pulgada, en un codo, en dos brazas o en 10 kilómetros son idénticos porque a todos hay que detestarlos por igual. O somos o no somos, y la triste forma de ser del odio se basa en excluir del derecho a ser a los demás. Se empieza no dejándose doblegar por los matones populares de turno y se acaba sicario de los «amos del capital», como dice que no dice Sorozábal júnior (por cierto, que lo de júnior suena como demasiado alegre aplicado a tal personaje, ¿no?). Y luego no salgas a pasear el niño de la mano, que la justicia, indiferente, acecha…

Del GAL poco sabemos de cierto, salvo que Juan Mari Bandrés no tiene nada que ver con él. Caben las peores sospechas hacia organismos pagados por los contribuyentes, y los homéricos bufidos del ministro Barrionuevo no son más convincentes que sus ideas sobre la reforma policial. Pero una cosa sí sabemos y conviene no olvidarla: el GAL lo inauguraron quienes mataron a Pertur. Quienes ahora se ofrecen como mediadores para acabar con la crispación (?) podrían tener la decencia de recordarlo, mientras con insólita. frescura hablan del desprestigio de los demás grupos -quizá asumiendo ya por descontado el propio-. Quienes niegan la existencia de coacciones en la Prensa de Euskadi -¡risum teneatis!- podrían tener el valor de reconocer esa genealogía obvia del crimen organizado. Pero para qué, si todo es igual. Sigamos, pues, y confiemos en que los menos imbéciles de los responsables aún guarden algún resquicio salvador de atención a la diferencia.

24 Septiembre 1985

Excusa a Sorozábal

Fernando Savater

Leer

Pablo Sorozábal hijo protesta, con cierta razón, porque he cometido la impertinencia de llamarle personaje. Me informa de que él no es un personaje, ni siquiera una persona, sino un pobre animal. Pues usted perdone. En modo alguno ducto de la animalidad de Sorozábal ni le atribuyo la más remota personalidad: si tal hubiera parecido, ruego se me excuse. Pero, en cambio, mantengo lo de personaje. Naturalmente, Sorozábal hijo no es personaje en el sentido en que puede serlo el jugador de baloncesto, el autor de Katiuska o yo mismo: para bien o para mal, eso no está a su alcance y me alegra verle tan bien dispuesto a reconocerlo. Pero hay otro tipo de personajes que lo son sin dejar por ello de ser pobres animales: así, por ejemplo, el pato Donald, el oso Yogui, la abeja Maya y Pinochet. Es en esta excelente compañía donde yo incluía a Sorozábal hijo al llamarle personaje, nadie vaya a creer otra cosa. Y en ella le dejo, mientras me voy a preparar mi próxima homilía y él redacta su próxima entrega del apocalipsis según los vascos, con matasellos de la plaza de España. Que nos cunda.

02 Octubre 1985

Filosofía bajo el sol

Alfonso Sastre

Leer

Lamentablemente (por lo visto) mis artículos sobre El pensamiento de la derecha hoy se han publicado durante el verano. Ello ha sorprendido (por lo que veo) al filósofo Fernando Savater en traje de baño y con un solo libro, afortunadamente de Adorno; y digo afortunadamente, porque ello le ha permitido refugiarse, al menos mientras pasa el verano, en un pequeño bunker de la Escuela de Francfort, o más bien en una cuasi póstuma dependencia de lo que fue la Escuela de Francfort, desde la cual me ha disparado unas ráfagas de ese libro y se ha quedado, al parecer, tan contento. Desde luego que yo no le he pedido que replique a mis artículos, pero era de esperar, caso de hacerlo, una de dos: o más libros o, lo que hubiera sido mejor, ningún libro, a no ser, que hayamos de entender que su pensamiento se encuentra contenido precisamente en ese que le acompañaba bajo el sol. ¿Allí se halla, pues, lo que él piensa sobre nacionalismo, terrorismo y traición? Así será, aunque el aire que tiene la cosa es la de que ha tratado de ponerme entre la autoridad de Adorno, a guisa de espada, y la pared de mi menguada filosofía, sin que él aparezca de momento más que como un portavoz, por lo demás falto de pertrechos ad hoc. (Temo al escribir este latinajo, pues todavía me resiento del revolcón stricto sensu que me dio el lector Pedro López en su respuesta a los mismos artículos de mis pecados.)Yo había tratado de decir lo que pienso y lo que ahora piensa la derecha, según un concepto actual de derecha que, según creo, queda un tanto perfilado en mis artículos; también alguna observación -como ciertas ideas de Simone de Beauvoir a propósito de lo que fue la derecha- fibrescas; pero también, y sobre todo, algunas opiniones persona les no resguardadas en autoridad alguna. Por ello, cuando me veo replicado a adornazos, no puedo por menos de sonreírme un poco acordándome de aquello del Quijote: ¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos, y a tales horas? Con todos mis respetos para la Escuela de Francfort en general y la para T. W. Adorno en particular, Creo que si se establece un debate sobre estos temas hoy, no será conveniente hacerlo con argumentos como éste: Adorno no se dio cuenta en su momento de la aparición de movimientos patrióticos de carácter revolucionario, o por lo menos progresista; luego tal fenómeno no existe. Por lo demás, es de suponer que repugna a los postulados básicos de una escuela crítica usar a sus componentes como autoridades. ¿Un principio de autoridad francfortiano? ¿Por qué me responde Adorno en lugar de usted? Si se trata de lanzarme libros a la cabeza, ¿por qué no esperar a la vuelta del veraneo? ¿Tanta prisa que no ha podido esperar al confort de su biblioteca? Quizá allí, con más libros a mano y con una reflexión menos soleada, se le hubiera ocurrido alguna respuesta más brillante y, sobre todo, mas contundente. Supongo que entre las empresas más fáciles para un profesional de la inteligencia ha de estar la de pulverizar a un profesional de la imaginación como un servidor, apenas acompañado por unas pocas luces y por no muchas ni muy variadas lecturas; pero por lo visto, la cosa no es tan fácil como parece.

Por lo demás, en este caso se da la paradoja de que se trata de hostigarme con argumentos que comparto; lo que no es extraño para mí, tratándose precisamente de Adorno, con cuya ayuda he contado en muchas ocasiones, como cuando encabecé mi libro sobre La revolución y la crítica de la cultura, escrito durante los años sesenta, con una luminosa observación suya, a propósito de ciertos críticos de la cultura: «La critica no daña porque disuelva -esto es, por el contrario, lo mejor de ella-, sino en la medida en que obedece con las formas de la rebelión». ¡Obedecer con las formas de la rebelión se ha convertido, por cierto, en una práctica generalizada! El modelo Savater no es moco de pavo a este respecto.

Argumentos que yo comparto, digo, claro está que con algunos matices y referencias a precisos contextos, y con los que difícilmente se puede establecer una andanada contra mis opiniones. Sobre el asunto del nacionalismo, la cosa empieza por el hecho de que yo mismo no soy nacionalista, desde luego: ni nacionalista vasco ni, por supuesto, nacionalista español; y pienso que ese concepto -nacionalismo-, a poco que se piense, se puede dejar muy a gusto en manos de la derecha, en las cuales, por otra parte, sigue estando. Es el patriotismo lo que ha hecho crisis en esas manos de la derecha y ha tenido, en nuestro tiempo, epifanías de izquierda; por ejemplo ahora, en Euskalherria, como se ve -izquierda abertzale- en cuanto se mira desde una óptica. que no sea, precisamente, la del nacionalismo español. Mi caso personal no viene mucho a cuento aquí, pero sí puedo decir que mi proceso de desnacionalización -que alguna vez yo he definido en términos pesimistas, o sea, absolutos- lo ha sido en realidad de la España definida por la derecha española y sus acompañantes de izquierda. (Esa) España son ellos, y, en fin, quizá haya que resignarse, si las cosas siguen así, a formar parte de lo que la derecha española ha llamado siempre la anti-España. Entiendo la desnacionalización como una tragedia humana, y el internacionalismo -en su modo leninista, pues en la noción de Rosa Luxemburgo parece aproximarse, más que a otra cosa, a una especie de cosmopolitismo proletario- como un modo ético y políticamente aceptable de estar en el mundo. La diferencia entre el cosmopolitismo y el internacionalismo es obvia: aquél, apoyado en un humanismo abstracto, trata de hacer tabla rasa de las naciones, y éste propugna la interrelación fraternal entre ellas, lo cual todavía resulta demasiado abstracto, es verdad, si no se añade una determinación como, por ejemplo, proletario. Quizá haya que revisar toda esta terminología, pero de momento algo se va entendiendo con ella (o a pesar de ella). Sea como sea, habrá quebucear en la tradición bolchevique del internacionalismo proletario para encontrar algo que valga la pena para el futuro. Rebelarse con las formas de la obediencia, podría decir alguien al tratar de definir esta posición, verdaderamente insólita en el mundo progresista de hoy. En realidad, yo siempre he sido, o por lo menos he tratado de serlo, una persona sólo ligeramente subversiva; pero, mire usted por dónde, mi vida ha sido poco menos que una novela de aventuras. Como personaje un tanto irrisorio me veo a veces, aunque en lo de considerar mi vida como una duda entre Dios y Carrillo, la ocurrencia no deja de ser simplemente graciosa. Facultades de caricato sí muestra el amigo Savater. Dios le conserve la vista.

No sólo estoy dispuesto a hacerlo sino que lo he hecho muchas veces, y casi en ello consiste mi vida, el elogio o el acto de «lo que no se ajusta al sujeto colectivo y llega a oponérsele». Los pueblos se definen, entre otras cosas, por el carácter de sus heterodoxos. También, desde luego, por el de sus patrioteros. Las naciones sin heterodoxos son, por lo menos, una vergüenza. En cuanto a eso, Euskalherria no tiene problemas. Tampoco España, cuya vergüenza son, precisamente, los españolazos. ¿Habría dos Españas? ¿Y las dos capaces de helar cualquier corazoncito español? ¿Y qué? ¿La buena España sería «la España de la rabia y de la idea», aunque también ella habría de helarnos el corazón? Con todos los respetos para Antonio Machado, eso de la rabia y de la idea no dice mucho y puede decir cualquier cosa.

No sé, pero parece que, por lo menos, España es una entidad problemática que puede ser objeto de un digno patriotismo en la medida en que ha habido españoles como Bartolomé de las Casas, pero también -¿o sobre todo?- patriotas como Miguel de Cervantes, que incluso transitó -y es lo peor que se puede decir de él, pues esa frontera, por fina que parezca, lo es de dos mundos muy diferenciados por territorios propios del nacionalismo retórico, como cuando hizo de Numancia (tan excelente tragedia, sin embargo) una metáfora de España, interpretando el heroísmo numantino como una gloria española avant la letire. Desde luego, ser un español heterodoxo es una forma de ser social y nacional. Se forma parte, siéndolo, de un colectivo -el de los heterodoxos españoles, que tanto atrajo la ortodoxa atención de Menéndez y Pelayo- y conlleva un modo de relacionarse con esa entidad tan problemática que se llama España: un modo, a fin de cuentas, de pertenecer a ella. Sus grandes personalidades individuales se producen en el abrazo de causas sociales, ideológicas, teológicas u otras, y en la inmersión en su medio nacional-popular. Como modelo imaginario puede servirnos don Quijote, prototipo de lo individual, generado en el abrazo a la causa de la caballería andante. También quienes se proponen ser sí mismos como magno proyecto de sus vidas forman, irremediablemente, parte de colectivos. El narcisismo y el dandysmo son ejemplos de estos colectivos, cuyos tópicos y tics forman modelos muy precisos y limitados, cuyos movimientos son altamente previsibles, dentro de lo difícilmente previsible que es todo en el campo de los comportamientos humanos. Es así la cosa: en el abrazo a causas sociales surgen figuras incomparables. En la autocomplacencia surgen ejemplares de serie; la serie dandy es una de ellas. En realidad, el dandy se produce también en la imitación de un modelo social colectivamente creado: sus líderes acaban siendo subsumidos en el modelo. Lo gregario salta donde menos se piensa. Lo egregio también salta donde menos se piensa, cuando se piensa desde el fetichismo del individuo.

La existencia de movimientos revolucionarios con un fuerte componente nacional, concebido en un marco teórico al que, en mi opinión, no pueden ser ajenas estas notas que acabo de apuntar, no excluye para nada la posibilidad -que es una desdichada realidad- de que los movimientos de emancipación nacional fabriquen monstruos. La descolonización se ha hecho con los materiales colonizados y seguramente no podía ser de otro modo, pero supongo que ello no puede alimentar -en un pensamiento que se diga de izquierda- la nostalgia de, digámoslo así, el Congo belga. A la fabricación de esos monstruos ha contribuido también, y no en poca

 medida, la vasta y compleja operación neocolonial, sobre cuya estructura (transnacionales, tricontinental, etcétera) y administración se sabe, creo, bastante, aunque yo personalmente sepa muy poco.Sobre el concepto de traición en Adorno, no hay inconveniente alguno en aceptar como traición la sumisión acrítica a un proyecto de liberación nacional y/o social, por mucha grandeza, belleza y justicia que tal proyecto comporte en cuanto a sus objetivos. Sobre que el «único traidor» sea «el que delinque contra la propia autonomía», es de suponer que Adorno no reclamaba para esa opinión una lectura liberal.

En cuanto al asunto del terrorismo, ciertamente cualquier opinión contra la llamada distensión (por lo que se ve, se ha normalizado el mal uso de ese vocablo) sería una barbaridad. El alimento de la tensión entre los bloques es un patrimonio del imperialismo y figura como excelente tesis en los cuadernos ideológicos de la derecha más cerril y recalcitrante, como suele decirse. En cuanto a que las cosas hayan cambiado tanto en los últimos 50 años, no sé cuándo escribió Adorno este trabajo, pero de todos modos parece evidente que los fenómenos nacional-socialista y estalinista no han determinado tanto la historia como para que éste sea ya otro mundo. En cuanto a la ley del talión, era tan inaceptable antes como ahora, y en cuanto a que «una praxis presuntamente radical» sólo sirva a «una renovación del viejo terror», puedo decir lo mismo: que una praxis presuntamente radical era tan indeseable antes como lo es ahora. De todos modos, habría que leer el libro que Savater ha citado tan profusamente -pues no está ni medio bien hablar por boca de ganso-, pero también yo estoy escribiendo sin libros, bajo un sol en el que ya empiezan a anunciarse, por cierto, los bellos dorados del otoño.

04 Octubre 1985

Excusa final a Sorozábal

Fernando Savater

Leer

¡Qué grato sería poder seguir respondiendo excusa tras excusa a las cartas de Sorozábal, hijo, tal como Groucho replicaba incansablemente al «muchas gracias» de la espía rubia con su caballeresco «¡a usted!». Pero mi gozo llega a su fin, pues recuerdo que «el tedio tiene un límite», aunque los lectores de Sorozábal en Egin puedan llegar a dudarlo seriamente. Mi última excusa será, pues, por dejarme llevar por las secreciones glandulares en lugar de por las ideas y el raciocinio. Cuando releo al maestro Sorozábal, hijo -«híbrido de Roberto Alcázar y muñeca Gisela», «encarnación soñada por las jefas de albergue de la sección femenina», etcétera-, envidio ese tono racional y sereno, tan lejos de lo glandularmente bilioso. ¡Ay, el tono Sorozábal, quién lo pillara, para poder hablar como él hace de «amos del capital» y de «sagrados derechos inalienables»! Pero ese tono inalcanzable nace de un peculiar tino, especie de fino olfato que le llevaba hace años en el comité de lectura de una conocida editorial a oponerse furibundamente a la traducción de Thomas Bernhard por nihilista deletéreo y que hoy le ha convertido merecidamente en portavoz ideológico de los vascos de verdad. Lo que no entiendo es por qué se niega la evidencia misma: que sus arriscadas encíclicas parten hacia Euskadi mataselladas en la plaza de España. ¿Trata Sorozábal de ocultaralgo a alguien? Además de su inconfundible tono y su contrastado tino, ¿resultará que Sorozábal es un tuno?-